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La venganza de Fistandantilus

Flint Fireforge, cuya larga barba se balanceaba con cada paso que daba, iba a la cabeza del grupo, con su hacha de guerra apoyada sobre el hombro. Los demás lo seguían de cerca. En un principio, Tanis no reparó en que sus amigos no sonreían. De hecho, si los hubiera mirado con más detenimiento, habría advertido que sus semblantes carecían por completo de expresión.

—Os imaginaba repartidos por los cuatro puntos cardinales —gritó Tanis, mientras acortaba la distancia que los separaba. Ninguno le contestó, si bien tampoco esperaba una respuesta, y acto seguido les preguntó—: ¿Cómo me encontrasteis?

Tampoco en esta ocasión su pregunta obtuvo respuesta alguna.

Tanis dedujo que le traían malas noticias, o no se habrían mantenido tan callados. Incluso Tasslehoff Burrfoot se mostraba taciturno, algo inusual en un kender. Lo que es más, entre él y Flint no se había producido el habitual intercambio de pullas. El semielfo lo intentó de nuevo.

—No esperaba veros hasta dentro de cinco años.

Conforme se acercaba, observó a sus amigos con una mirada de aprobación. Serían portadores de malas noticias, pero no pudo por menos de maravillarse del fabuloso aspecto de todos ellos. Aun cuando el recuerdo de Brandella continuaba latente, tuvo que admitir que Kit estaba más hermosa que nunca. Estaba tal y como la imaginaba, tan bella como salvaje, los ojos castaños relucientes con el espíritu aventurero, los cortos y negros rizos asomando bajo el yelmo. Lo complacía en extremo que Kit hubiese venido con los demás, pues ello significaba que lo había perdonado por haber roto sus relaciones la última noche que se vieron en la posada. Quizás aún podrían ser amigos.

Sus ojos recorrieron con una rápida mirada al resto de sus compañeros.

Sturm se erguía firme y orgulloso, con su armadura reluciendo al sol. Caramon caminaba con su habitual estilo fanfarrón, si bien mostraba una curiosa indiferencia hacia su hermano, un cambio que Tanis vio con aprobación.

El mismo Raistlin tenía un aspecto más saludable que nunca; de hecho, parecía un poco más joven. A menudo, Tanis evocaba con cálido afecto aquellos días en los que Raistlin y él habían mantenido una estrecha amistad.

Con los brazos extendidos para recibir a Flint y a los demás con unas palmadas afectuosas en la espalda, Tanis se metió entre ellos. En respuesta, fue recibido por un mandoble del hacha de Flint dirigido a su cabeza.

Tanis lo vio venir y pensó que se trataba de una broma. No reaccionó; al menos, no de inmediato. Sólo cuando vio que el arma se le echaba encima con demasiada velocidad y fuerza para que el enano frenara el golpe a tiempo, se agachó para eludirla a la vez que gritaba:

—¿Qué demonios te pasa?

Su reacción habría llegado demasiado tarde de no ser porque ya tenía las manos levantadas para abrazar a Flint, lo que le dio la oportunidad de detener el golpe con el antebrazo. Con todo, la parte roma del hacha le golpeó en el hombro y le causó un momentáneo aturdimiento.

—¿Te has vuelto loco?

Flint no respondió. Sus ojos, de costumbre chispeantes, estaban opacos, inexpresivos. Se limitó a levantar el hacha otra vez en un nuevo intento de alcanzar la cabeza del semielfo.

Tanis se volvió hacia los demás en busca de ayuda. En lugar de ello, se encontró con la espada de Kitiara que por poco no le abrió las entrañas. Realizó una finta con la que eludió a duras penas el mandoble.

—¿A qué viene todo esto? —gritó.

Tembloroso, desconcertado, retrocedió a trompicones mientras los compañeros, sumidos en un escalofriante silencio, avanzaban hacia él con las armas enarboladas. La luz del mediodía, bajo la que se desarrollaba la escena, no dejaba lugar a dudas sobre la cruda realidad de los acontecimientos. El sol caía a plomo y la hierba se mecía con una brisa ligera que no aliviaba el bochorno.

El semielfo miró a su alrededor con desesperación.

—¿Por qué ninguno de vosotros me habla? ¿Qué os pasa?

Al no recibir respuesta, Tanis se llevó la mano a la empuñadura de la espada con un gesto mecánico. Pero fue incapaz de desenvainar el arma. Aquellos eran sus mejores amigos, sus seres más queridos.

Entonces comprendió.

—¡Fistandantilus! —susurró.

El maligno hechicero le había jurado que moriría a manos de quienes más amaba si lo traicionaba. Desde el más allá, el nigromante había logrado, a saber cómo, invocar un terrible conjuro para cumplir su amenaza. Y ahora, los amigos más entrañables del semielfo habían aparecido para asesinarlo. Aun así, ni siquiera se planteó la posibilidad de enfrentarse a ellos, ya que eran meras marionetas manejadas por los hilos mágicos del hechicero.

Siguió retrocediendo mientras trataba con desesperación de discurrir algún modo de romper el hechizo. Se le ocurrió una súbita idea: ¡Scowarr! Quizá quedara todavía algún resto de magia en la estatua; quizá se podría utilizar para deshacer el conjuro que encadenaba a sus amigos.

Se dio media vuelta y echó a correr hacia la figura de granito.

Los seis compañeros no alteraron su paso lento y seguro, siguiéndolo con una certeza inexorable que resultaba más desalentadora que una carga en toda regla.

—¡Acaba con el conjuro! —suplicó Tanis a Scowarr—. Haz uso de tu magia para liberar a mis amigos. ¡Sea cual sea el poder otorgado a la piedra de tu estatua, úsalo ahora, te lo ruego!

El semielfo se volvió para mirar a sus antiguos amigos. No habían detenido su avance. Se habían desplegado con la evidente intención de cercarlo y atraparlo junto a la estatua.

Clotnik, a quien habían despertado los gritos suplicantes del semielfo a la figura de granito, abrió los ojos y trató de distinguir, a través del velo que le enturbiaba la vista, cuál era el peligro que ahora los amenazaba. El enano se preguntó si no estaría viendo visiones. Tal vez estaba delirante, se dijo. Sin confiar en sus propios sentidos, guardó silencio y trató de incorporarse para ayudar a Tanis a enfrentarse a estos nuevos enemigos, ignorante de que eran los compañeros del semielfo.

Clotnik sólo se había puesto en cuclillas cuando se fue de bruces al suelo. Un grito de dolor escapó de entre sus labios y Tanis corrió a su lado.

—No te muevas o se te abrirán de nuevo las heridas —le ordenó el semielfo, en tanto lanzaba ojeadas a Sturm y a los otros.

Tendría que haberse cargado al enano sobre el hombro y haber echado a correr, pero sabía que no llegaría muy lejos antes de que sus amigos los alcanzaran. Además, con Clotnik en los brazos, no tendría libertad de movimientos para defenderse. Con todo, mientras lo pensaba, el semielfo se veía incapaz de luchar contra Flint y los demás.

El agudo dolor que había llevado a Tanis en su auxilio trajo también una claridad transparente a la mente del enano. Mientras el semielfo se inclinaba sobre él, Clotnik echó una fugaz ojeada a lo que tanto lo había desconcertado.

—¡Tanis! ¿Me he vuelto loco? ¿Dónde están los cadáveres de los sligs? —inquirió, aferrándose a la túnica de su amigo.

El semielfo miró a sus espaldas. Clotnik tenía razón: los cadáveres habían desaparecido, a excepción del que permanecía empalado en la espada de Scowarr. Habían acabado con siete sligs…

Por fin Tanis lo comprendió todo. Los que lo cercaban y se disponían a matarlo no eran sus compañeros. Eran las imágenes recreadas con sus propios recuerdos. El conjuro del maligno hechicero se transmitía a través de los muertos, su único conducto para llegar al plano de los vivos. La magia no era tan poderosa como la que poseyera en su momento Fistandantilus, pero era lo bastante potente para destruir a Tanis. Al menos, el semielfo sabía ahora que podía combatir contra estas criaturas producto de un hechizo. Sin embargo ¿tenía posibilidades de salir victorioso?

La imagen de Caramon rompió el círculo y, con la cabeza gacha, corrió hacia Tanis en un intento de aplastarlo contra el pedestal de la estatua.

El semielfo eludió el ataque con una ágil finta, a la vez que zancadilleaba a Caramon cuando pasaba a su lado. El hombretón cayó de bruces, pero al punto se incorporó de un brinco. No obstante, Tanis ya no le prestaba atención. La imagen de Tas lo atacaba con su jupak. Al mismo tiempo, las imágenes de Sturm y de Kit se abalanzaban sobre él por flancos opuestos, con las hojas de sus espadas reluciendo a la luz del sol. Entretanto, la imagen de Flint se acercaba sigilosa desde el otro lado de la estatua, a sus espaldas. Sólo la imagen de Raistlin se quedó atrás, sin participar en el ataque.

Por fin Tanis se decidió a desenvainar la espada. Para su sorpresa, ¡la hoja de acero emitía un fulgor rojizo!

La magia fluía de nuevo a través de la espada, se propagaba a lo largo de su brazo y llegaba a su corazón. Con un veloz giro de muñeca, partió la jupak de Tas justo por encima de la mano del supuesto kender. Con el mismo movimiento, detuvo el mandoble de Kit dirigido a su estómago, y apartó de una patada el arma de Sturm.

Al quedarse desequilibrado, Caramon no tuvo dificultad en agarrarlo por el pelo y, sin soltarlo, realizó una llave que impulsó al semielfo en una voltereta de cabeza. Tanis contraatacó hincando la punta de la espada en el pie de Caramon. De inmediato, la imagen de este soltó su presa y, retorcido de dolor, se desplomó al lado de Clotnik. El enano hizo uso de la única arma de que disponía. Alzó la bola de bronce sobre la cabeza de Caramon y…

—¡No! —gritó Tanis, incapaz incluso en este momento de distinguir la realidad de la ficción y admitir que aquél no era Caramon.

Pero Clotnik no sufría la misma confusión. No hizo caso de la protesta del semielfo y aplastó el cráneo del guerrero con la bola de bronce. La imagen del gemelo de Raistlin sufrió varias convulsiones y después, ante la mirada atónita de Clotnik, reasumió poco a poco la forma de un slig.

El combate transcurría de un modo muy peculiar, ya que, salvo el grito de Tanis a Clotnik, se desarrollaba en un completo silencio, sin que se produjeran los habituales gritos de dolor o cólera que concurren en toda batalla. Las imágenes de los compañeros actuaban sin pronunciar una sola palabra, sin articular el menor sonido. Sólo se escuchaba el chocar de las armas y un silencio mortal, fantasmagórico. Había cesado incluso la brisa que antes soplaba en la soleada plaza del pueblo. Era como si toda la aldea de Ankatavaka —las piedras desplomadas de las murallas, los edificios medio derrumbados, los adoquines de las calles—, contuvieran el aliento con expectación.

Clotnik, con un hábil lanzamiento, alcanzó a Flint en la rodilla derecha con la bola dorada; a decir verdad, el hijo de Mertwig estaba causando más estragos en las filas enemigas que el propio Tanis. El semielfo podría haber rematado con facilidad a Flint una vez que Clotnik lo dejara tullido, pero, al mirar a su viejo amigo a la cara, se sintió incapaz de hacerlo. Dejó que se escabullera y, como era de esperar, poco después tuvo que frenar el furioso ataque del iracundo enano.

Fue la imagen de Kit la que lo hizo derramar la primera sangre cuando su espada le produjo un corte en el muslo. La herida era superficial, pero le hizo comprender que no podía depender de su habilidad como espadachín de manera indefinida. Aun contando con un arma encantada, no era invencible.

Sturm, Kit y Tas se reagruparon, en tanto que Flint retrocedía, y al punto se lanzaron al ataque al unísono. El semielfo se obligó a desechar cualquier sentimiento de amor o piedad y centró su atención en las armas y los cuerpos de los compañeros, apartándola de sus rostros.

Sturm y Kit arremetieron al mismo tiempo. Tanis frenó ambas acometidas con un solo movimiento y acto seguido hundió la espada en el estómago de la mujer. Kit no gritó. Pero él sí. Tuvo que darse la vuelta cuando la guerrera se desplomó de costado.

Su reacción lo dejó indefenso frente a Tas, quien manejaba una daga pequeña de hoja curva.

Clotnik gritó una advertencia y el semielfo atisbó la imagen del kender, con el copete de cabello castaño balanceándose al igual que el de su original, pero ya era demasiado tarde. La hoja de acero se hundió en su brazo armado. El dolor fue tan lacerante que casi soltó la espada. Con el rostro contraído, levantó el arma con brusquedad. Consternado, vio que el acero atravesaba el cuerpo menudo de Tasslehoff Burrfoot. Contempló conmocionado cómo el kender caía de rodillas. Lo acometió una sensación de vergüenza, de desprecio por sí mismo, y quiso arrojar su espada; mas todavía miraba a su pequeño amigo, cuando el kender empezó a transformarse en el cuerpo sin vida de un slig, cuatro veces más grande que Tas.

Antes de que se hubiera recobrado de la impresión, la espada de Sturm se precipitó sobre él. A pesar de su arma encantada, Tanis estaba a merced del caballero. Pero una bola plateada, lanzada por Clotnik, golpeó el acero de Sturm y desvió la estocada. Tanis alzó su espada y la hundió en la garganta del caballero, justo por encima del peto de la armadura. Sturm —o al menos su imagen— dejó de existir. Tanis sintió el amargo sabor de la bilis en la boca.

Flint y Raistlin eran los únicos que quedaban.

—¡Fistandantilus! ¡Ríndete! —aulló el semielfo, que no deseaba matarlos también a ellos.

—No hace falta que grites —dijo Raistlin, con el rostro inexpresivo; su voz era el timbre susurrante, como el crujir de hojas secas, característico del nigromante muerto mucho tiempo atrás—. Tienes una extraña y variopinta colección de amigos, todos ellos luchadores excelentes salvo este mago enfermizo. Me habría sido fácil matarte y hacerte regresar a mi mundo; pero, al parecer, cuentas con cierta ayuda mágica. Me ocuparé de ese entrometido, no te quepa la menor duda.

Tanis esbozó una sonrisa.

—Yo que tú, me mantendría alejado de Kishpa. Podría resultarte un hueso muy duro de roer. Por otro lado, cuenta también con la ayuda de otro.

—¿Quién?

—Un guerrero extraordinario, llamado Scowarr.

No se produjo ningún otro comentario por parte de Fistandantilus; simplemente, las figuras de Raistlin y Flint se desplomaron al suelo y los cuerpos retornaron poco a poco a la forma original de los sligs.

En ese mismo instante, el fulgor rojizo de la espada de Tanis se apagó. El semielfo alzó el arma hacia el cielo.

—Kishpa, estoy en deuda contigo —musitó.

Envainó la espada y regresó con pasos cansinos junto a Clotnik, que se había sentado recostado contra el pedestal de la estatua.

—Me alegro de que todo haya acabado —dijo el enano, mientras presionaba con la mano una herida que había empezado a sangrar de nuevo—. Me estaba quedando sin proyectiles.