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La inesperada ayuda del más allá

Tanis giró sobre sus talones para encontrarse con unos brazos reptilianos extendidos para derribarlo al suelo.

Con la daga todavía empuñada, arremetió contra la mano del slig más próximo, que exhaló un alarido. Otros dos oponentes lo embistieron con las cabezas y toparon contra su hombro y su pecho. El impacto lo derribó y la caja metálica salió disparada de sus manos. La pluma saltó del interior y cayó al suelo. El pergamino —la carta de Brandella— con la advertencia garabateada en el reverso, revoloteó y fue a parar al hoyo que había cavado.

Rodando sobre sí mismo y dando un respingo al clavársele el canto afilado de un adoquín, el semielfo eludió una lanza que se estrelló contra el suelo, a escasos centímetros de su pierna. Su espada estaba en alguna parte, cerca del agujero; si no la recuperaba, podía darse por muerto. Incluso si lograba recobrarla, las probabilidades de escapar con vida eran escasas. Pero tenía que intentarlo.

Los sligs se abalanzaron sobre él, pero el más corpulento, cuyo cuerpo presentaba unas feas quemaduras, los detuvo con un grito.

—¡Coged la pluma!

Los repulsivos seres tuvieron un momento de confusión al frenar su ataque para cumplir la orden de Zarjephwu. Tanis también vio la pluma, pero cogerla y morir con ella en la mano no le serviría de mucho. En lugar de eso, se lanzó sobre su espada, la aferró por la empuñadura y, tras una rápida voltereta, se incorporó sobre las rodillas.

Un slig alto y delgado recogió la pluma mágica del suelo. No la tuvo mucho tiempo en su poder. Tanis blandió la espada y, con un único y certero golpe, el acero sesgó el brazo de la criatura y abrió un corte profundo en su pecho. El preciado objeto mágico resbaló de sus dedos inertes.

Los compinches del caído que se hallaban más cerca se lanzaron a recoger la pluma. Tanis se incorporó de un brinco y atravesó a uno de ellos, pero su siguiente golpe lo frenó una lanza que Zarjephwu sujetaba por ambos extremos. Unas pupilas negras, en las que se advertía un odio palpable, se clavaron con fijeza en el semielfo; los musculosos brazos de la criatura mantenían sin esfuerzo el empuje de su oponente.

—La pluma mágica nos pertenece —dijo con voz gutural en el idioma Común—. Al igual que tu vida.

Sin más preámbulos, escupió un chorro de saliva venenosa dirigida al rostro de Tanis con la evidente intención de cegarlo.

El semielfo se agachó y retrocedió, a la par que se esforzaba por no perder la estabilidad. Dos brazos lo rodearon y trataron de aplastarlo: otro slig. Tanis resopló y se quedó sin aliento cuando la criatura apretó con todas sus fuerzas. El semielfo trató de resistirse, pero tenía los brazos sujetos contra los costados y su esfuerzo por liberarse fue en vano.

Un instante antes de que Tanis perdiera el conocimiento, la presión del slig se aflojó de repente. El semielfo se desplomó en el suelo. Sin embargo, en esta ocasión, unas manos que no pertenecían a un slig lo agarraron y lo ayudaron a incorporarse.

—¡Clotnik! —jadeó sorprendido.

El enano había atravesado al slig con su espada. La hoja seguía atorada en el cuerpo reptiliano y Clotnik no podía sacarla.

Tanis recordó que Mertwig le había salvado la vida en aquel mismo lugar. Recogió la lanza que casi le había atravesado la pierna con anterioridad y se la entregó al enano.

—Me recuerdas a tu padre —dijo entre resuellos.

El semblante de Clotnik se iluminó.

—Después te daré las gracias de un modo más apropiado —añadió el semielfo—. Pero antes tenemos que recuperar la pluma mágica de Kishpa que está en poder de estas criaturas.

Una expresión horrorizada alteró las facciones del enano.

—¿La pluma? ¿La tienen ellos? —inquirió con un chillido.

Los sligs eran trece y todos ellos más fuertes y corpulentos que el semielfo y el enano. La huida quedaba descartada; los dos amigos jamás lo lograrían. Esa era una de las razones por la que se quedarían y presentarían batalla. La otra era que, bajo ningún concepto, podían permitir que la pluma encantada con sus poderes de predicción cayera en manos de los sligs.

No obstante, uno de los guerreros sostenía en alto el objeto mágico y se lo ofrecía con expresión satisfecha a su cabecilla. Tanis actuó sin parar en mientes y se lanzó en tromba en medio de los sligs. Clotnik fue en pos de él sin la menor vacilación, con un brillo amenazador en los verdes ojos y la mandíbula apretada en un gesto de determinación.

El semielfo detuvo el golpe de un hacha con su espada y propinó una patada a otro slig en la entrepierna, pero se tambaleó al recibir un fuerte puñetazo en la sien. Entretanto, Clotnik clavó la lanza en el muslo de otro oponente y la criatura se hincó de rodillas en el suelo. Tanis vio una oportunidad; saltó sobre la espalda del slig arrodillado y alcanzó la altura suficiente para desde allí blandir la espada contra el brazo que sostenía la pluma encantada en alto.

El acero de su arma hendió el aire con un zumbido y partió en dos mitades el objeto mágico.

El bramido encolerizado que brotó de la garganta de Zarjephwu hizo que sus secuaces se encogieran despavoridos. La ira que lo embargaba por haber perdido la pluma hechizada era tal, que le partió el cuello a uno de sus propios guerreros quien, para su desgracia, se encontraba entre él y el semielfo.

Clotnik intentó cubrir la retirada de Tanis hundiendo la punta de su lanza en el hombro de un slig y después golpeando con el extremo del astil en el hocico de otro. Pero los enemigos eran muchos y los rodeaban.

Varias garras atraparon a Clotnik por las piernas y desgarraron su piel con las uñas afiladas como cuchillas. Otras manos lo agarraron por la cintura y lo arrastraron al suelo.

Tanis intentó proteger al caído enano y enarboló la espada con ambas manos, pero dos sligs le agarraron los brazos y lo inmovilizaron. Mientras Zarjephwu cargaba contra él, los dos secuaces empezaron a tirarle de los brazos hacia atrás. El semielfo sabía que no se detendrían hasta oír el chasquido de los huesos rotos.

De repente, un espeluznante grito espectral se alzó a espaldas de Tanis. Sorprendidos en mitad de su proyectada matanza, los sligs se quedaron petrificados. Los dos guerreros que intentaban romperle los brazos a Tanis se volvieron para mirar atrás. Incluso Zarjephwu se detuvo, con el semblante distorsionado en una mueca de estupefacción.

Tanis no podía volverse para ver lo que causaba el pasmo de los sligs, pero había algo que le resultaba familiar en el timbre estridente de aquel grito. Un instante después, los dos guerreros que sujetaban al semielfo soltaron su presa y echaron a correr. Uno de ellos no fue lo bastante rápido; una espada se hincó en su espalda y el slig se desplomó, sacudido por un espasmo agónico.

Ahora sí que Tanis se volvió para ver quién era el azote de los sligs y ¡se encontró cara a cara con Scowarr! La estatua de granito había cobrado vida. Los vendajes medio sueltos, el grito estridente mezcla de miedo y coraje, la espada que lanzaba salvajes mandobles a diestro y siniestro… No cabía duda. ¡Se trataba del héroe de Ankatavaka en sus momentos de mayor gloria!

Tanis estaba tan perplejo ante la espectral aparición de su viejo amigo que faltó poco para que cayera víctima del afilado corte de una espada enemiga. Frenó el golpe en el último instante, a la vez que articulaba un exultante grito de bienvenida a la estatua reanimada como por arte de magia.

Pero Scowarr no respondió al saludo. Sus labios, de gris granito, sólo emitían alaridos. Cayó sobre los guerreros que inmovilizaban a Clotnik y, como un dios vindicativo, los despedazó. El cabello corto del hombrecillo asomaba encrespado entre las vendas y enmarcaba un rostro distorsionado por la sed de venganza.

Entonces giró sobre sus talones y, sin dejar de proferir gritos incoherentes con su voz chillona, se lanzó en persecución de los espantados sligs.

Uno de ellos, sin embargo, no se dio a la fuga.

A Zarjephwu lo aterraba aquella extraña y aullante aparición, pero no temía al semielfo y él era el responsable de que su banda hubiese sido diezmada. No tendría la ansiada oportunidad de torturarlo, pero al menos se daría la satisfacción de acabar con él.

El cabecilla de los sligs arrojó a un lado la lanza y adoptó una posición agazapada. Abrió las fauces de par en par y la saliva venenosa goteó por la lengua. Clavó en Tanis una mirada malévola; el semielfo sabía que, a menudo, estas criaturas devoraban a sus víctimas y a veces cuando todavía estaban vivas.

El slig avanzó apoyado en las cuatro extremidades, acortando poco a poco las distancias. Incluso a gatas, su altura casi igualaba la de Tanis. A espaldas del slig, Clotnik emitió un quejumbroso gemido; la sangre del enano empapaba el suelo del pueblo que lo había visto nacer. Tanis tenía que alejar al sanguinario slig de su amigo y, en consecuencia, retrocedió, aunque sin perder de vista ni por un momento al enemigo.

Zarjephwu estaba disfrutando del acoso. El semielfo parecía acobardado y aquella muestra de debilidad por parte de su víctima le proporcionaba gozo y desprecio por igual. Con precaución, el slig maniobró de manera que obligaba a su presa a retroceder en una dirección determinada, en tanto que aguardaba el momento oportuno para saltar sobre el semielfo e hincarle los dientes en la garganta.

Tanis calculaba que había retrocedido casi hasta el centro de la plaza. Sus ojos se apartaron un fugaz instante del slig y vio que Clotnik se arrastraba hacia uno de los toros. Con un poco de suerte, el enano tendría oportunidad de escapar.

Entonces el semielfo chocó contra algo duro. Había quedado atrapado en el centro de la plaza, con la espalda apoyada contra el pedestal de la estatua de Scowarr. Atravesó un momento de pánico; había cometido un tremendo error.

Zarjephwu saltó sobre él.

Tanis hizo lo único que se le ocurrió en ese momento: se deslizó al suelo con la espalda apoyada en el pedestal, a la vez que flexionaba las piernas y las disparaba como un muelle. Golpeó con los pies al slig en el estómago e impulsó a la criatura hacia arriba. Se oyó un alarido espantoso, seguido de un profundo silencio.

Empezó a gotear sangre sobre el semielfo.

Tanis levantó la vista y se quedó perplejo al descubrir que la estatua de Scowarr había vuelto a su sitio. En la pétrea espada estaba el cuerpo empalado del slig.

Tanis se incorporó sobre las piernas temblorosas, con la mirada fija en la imagen de su viejo amigo esperando una palabra, un apretón de manos. Mas la vieja estatua continuó tan impasible como la piedra de la que estaba hecha. ¿Había soñado que Scowarr había acudido en su auxilio y había exterminado a los sligs?

Pero, en ese momento, los ojos de Tanis se fijaron en la inscripción esculpida en el pedestal. ¡No era la misma! El epígrafe original había cambiado, quién sabe por qué medios, y ahora rezaba:

Y bien, ¿tuvo eso gracia o no?

Tanis estalló en carcajadas.