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La caja de metal

Mientras Tanis hablaba de Scowarr con el enano, un fugaz movimiento al final de la calle captó la atención de este último.

—Allí hay alguien —dijo.

Cuando se volvió el semielfo para mirar a donde le señalaba su amigo, la figura había desaparecido.

—Parecía un anciano que se escabulló al divisarnos —explicó el enano—. Voy tras él. Si algunos elfos se quedaron después de que los demás se marcharon, tal vez encuentre a alguien que recuerde a mi padre.

Tanis deseó que no fuera así, pero sujetó su lengua.

—Adelante —dijo—. En cualquier caso, yo he de ocuparme de cierto asunto. Nada peligroso —agregó, al interpretar correctamente la expresión de Clotnik.

El enano se encaminó presuroso calle abajo, en dirección a la playa. El pavimento, otrora cuidado y pulcro, exhibía ahora un aspecto deteriorado, y entre los adoquines crecían los hierbajos. Tanis contempló al enano hasta que éste dio la vuelta en una esquina y se perdió de vista.

El semielfo agradeció encontrarse a solas. No quería que Clotnik presenciara su desilusión si no encontraba la carta que le dirigiera Brandella y dejara enterrada en alguna parte. Tampoco le apetecía tener a su amigo asomado por encima del hombro leyendo lo que la tejedora le había escrito, si es que encontraba la misiva.

Brandella le había dicho que había enterrado la carta al pie de la barricada donde sostuviera la lucha a vida o muerte con la araña gigante. Calculando la distancia entre el portón principal y la calle por la que saliera Mertwig en su auxilio, no le costó mucho deducir el lugar exacto. Un rodal de flores silvestres de un tono naranja brillante crecía en aquel punto, en vívido contraste con el verde pálido de las hierbas que salpicaban el área sembrada de escombros. Tanis arrancó de raíz el matojo y lo arrojó a un lado; luego, sin saber qué lo inducía a hacerlo, empleó varios minutos en replantarlo a una corta distancia.

Acto seguido emprendió la tarea con diligente ansiedad. Desenvainó la espada y la clavó hondo varias veces para remover la tierra endurecida. Después se puso de rodillas y empezó a cavar con sus propias manos, sacando montones de tierra que echó a un lado.

Era una tarea ardua y pesada. El terreno estaba seco, duro y compacto y no sabía a qué profundidad se encontraría la caja al cabo de casi cien años…, sobre todo después de que las aguas desbordadas hubieran depositado varias capas de barro sobre el suelo. Por no mencionar la contingencia de que la caja ni siquiera estuviera allí. Tanis sacudió la cabeza, rehusando admitir esa posibilidad, y continuó excavando.

Ahondó más y más hasta que hubo cavado un hoyo de un palmo de profundidad que se duplicó al cabo del rato. Siguió cavando…, manteniendo la esperanza…, soñando…, deseando que la experiencia vivida en la memoria de Kishpa fuera tan real como la del propio mago. Después de todo, razonó, Clotnik había dicho que Brandella había desaparecido, más o menos, en la misma época en la que él se la llevó consigo. Por otro lado, ¿se habría convertido Scowarr en un héroe de no ser porque él estuvo a su lado alentándolo? ¿Acaso era descabellado suponer que él mismo, en persona, había estado allí en el pasado, aunque hubiese sido durante un corto intervalo de tiempo, como un puente tendido sobre el abismo abierto entre el recuerdo y la realidad?

—Te engañas a ti mismo, Semielfo —se recriminó.

Aun así, continuó excavando.

Zarjephwu avanzó agazapado entre las ruinas de las murallas del pueblo. Los sligs habían dejado sus monturas en el bosque y cruzaron cautelosos la pradera que separaba la masa forestal de la población en prevención de que su presa se mantuviera en guardia. El grupo se había desplegado en abanico tras su cabecilla aprovechando los muros derruidos y los escombros apilados como cobertura.

Poco después, Zarjephwu descubrió a Tanis trabajando con afán con el propósito aparente de desenterrar algo. Con un ademán, ordenó a sus secuaces que se mantuvieran agachados y esperaran en tanto que él observaba al semielfo. Cuando Tanis alzó la cabeza para enjugar el sudor de la frente, el cabecilla de los sligs vio que aquél era el individuo al que buscaba, el mismo que le había arrojado al fuego de una patada. El semielfo parecía agotado, pero una luz interna iluminaba su semblante; una luz que el guerrero slig interpretó como la euforia de saberse próximo a alcanzar un objetivo largamente ansiado. Zarjephwu esbozó una mueca que para los sligs representa una sonrisa; sospechaba que sabía lo que Tanis buscaba con tanto empeño.

De manera inconsciente, el slig se rascó la escamosa piel quemada. La mitad de su espalda y parte de un brazo presentaban manchas amoratadas ocasionadas al rodar sobre la ardiente hoguera. En los últimos dos días, Zarjephwu había empleado gran parte de las horas discurriendo una venganza contra el responsable del dolor que lo atormentaba. Había disfrutado por anticipado imaginando una y otra vez los detalles más gloriosos del suplicio.

Al slig no le cabía la menor duda de que el semielfo buscaba algo; algo cuyo valor era inestimable…, como la pluma mágica. Zarjephwu esbozó de nuevo su remedo de sonrisa. Prefería esperar y dejar que el semielfo hiciera todo el trabajo duro; después le arrebataría el premio.

Absorto en su tarea, Tanis no advirtió que unos ojos lo vigilaban desde las ruinas. El hoyo que había cavado era lo bastante profundo como para meter todo el brazo en él y no había encontrado nada. Estaba a punto de darse por vencido. Todo cuanto había conseguido tras excavar la pedregosa y dura tierra era un fuerte dolor de brazos y los dedos ensangrentados. Decepcionado, arrojó al agujero su espada.

Un sonido curioso alegró sus oídos: ¡el acero del arma había golpeado contra algo metálico!

Al instante, Tanis se tumbó sobre el estómago y metió la cabeza y los hombros en el hoyo. Recogió la espada que arrojó a sus espaldas con gesto impaciente, y enseguida removió otra capa de tierra. Encontró más piedras más raíces, más barro reseco y compacto. Y algo totalmente diferente.

A juzgar por el tacto, era la tapa de una caja.

Zarjephwu se había apostado bajo una enorme losa de piedra que en el pasado sirvió de sostén al portón de Ankatavaka; meterse debajo de una piedra donde había frescor y humedad era algo que un slig, de naturaleza reptiliana, realizaba sin ningún esfuerzo. Con los ojos entrecerrados, que le daba un engañoso aspecto de letargo, espiaba y aguardaba. Empezaba a preocuparle el hecho de no haber visto señales de los otros. ¿Dónde estaba la mujer? ¿Dónde estaba el acompañante del semielfo que lo ayudara a rescatarla? ¿Se habrían dirigido a la playa y habrían partido en una barca? De ser así, razonó el slig, ¿entonces qué era lo que buscaba el semielfo?

Cuando, de repente, Tanis se asomó con ansiedad al agujero, Zarjephwu presintió que su paciente espera había terminado. Dio una señal a sus secuaces al tiempo que se incorporaba. De inmediato, los otros catorce sligs aparecieron como por arte de magia al salir de sus escondrijos y, en silencio, avanzaron hacia Tanis.

Al semielfo el corazón le latía más deprisa que cuando se enfrentó a la araña gigante en aquel mismo lugar. Sus dedos arañaban desaforados la tierra en torno a los bordes del objeto que palpaban.

Era una caja pequeña y cuadrada en la que todavía perduraban unos colores brillantes, rojos y azules, del mismo estilo femenino de los murales en el cuarto de Brandella, aunque moteados con manchas de herrumbre. Su alma se conmovió exaltada por la esperanza. Tras remover con ansiedad la tierra que la aprisionaba, Tanis extrajo la caja del agujero donde había permanecido oculta durante casi cien años.

Con el anhelado objeto por fin en sus manos, Tanis se incorporó a la vez que exhalaba un grito triunfal.

Si hubiese mirado hacia las derruidas murallas, habría visto a los sligs que se le acercaban. Pero, cuando se incorporó, estaban a sus espaldas y sólo tenía ojos para la recompensa tan esperada.

Los sligs se habían desplegado de manera que cubrían una extensa área y el más cercano, Zarjephwu, se encontraba a menos de nueve metros de distancia.

Tanis intentó abrir la caja, pero estaba atorada por el óxido. El semielfo sacó la daga sujeta al cinturón y trató de forzar la tapa.

Los sligs, que ahora se encontraban a seis metros de él, avanzaron cerrando el círculo. Se movían con absoluto sigilo, con las lanzas, las hachas y espadas aferradas entre sus dedos semejantes a garras.

Entretanto, Tanis se las arreglaba para introducir la punta de la daga entre los bordes de un ángulo de la tapa y empujaba hacia arriba. La tapa se estaba doblando un poco y, aunque despacio, empezaba a soltarse.

Los sligs se habían acercado a menos de cinco metros. Zarjephwu indicó por medio de gestos que quería coger prisionero al semielfo. La tortura que le aguardaba sería exquisita.

Entonces Tanis oyó algo… dentro de la caja. Era imposible que un animal se hubiese introducido en ella; había permanecido sellada a cal y canto. No obstante, la apartó un poco cuando levantó la tapa. Vio dos cosas en su interior: la pluma que le había dado a Brandella y un viejo pergamino doblado. Escrito en grandes letras, en el idioma Común, se leía una enfática advertencia: ¡Sligs a tus espaldas!