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Una nueva idea, un nuevo lugar
Zarjephwu, el cabecilla de los sligs, refrescó su cuerpo quemado en el estanque del calvero. A la luz de la luna, habían seguido las huellas dejadas por los toros de marisma pero, temerosos de la noche, decidieron no seguir adelante. Sin embargo, no habían renunciado a la caza. Zarjephwu estaba convencido de que la mujer sabía dónde se encontraba la pluma mágica; ¿por qué si no habrían arriesgado su vida aquellos dos?
Al llegar el amanecer, el cabecilla de los sligs salió del agua; el mismo líquido refrescante que había aliviado la carne socarrada de Kishpa. Zarjephwu convocó a sus secuaces.
—Hemos recorrido un largo camino en busca de la pluma encantada y ahora no vamos a darnos por vencidos —dijo.
—Pero ellos tienen los toros. ¿Cómo permitiste que ocurriera? —protestó Ghuchaz, un guerrero joven y ambicioso que admitía de mala gana el liderazgo de Zarjephwu.
Toda la cuadrilla contuvo el aliento. Oponerse a Zarjephwu equivalía a una sentencia de muerte. En silencio, se apartaron del joven Ghuchaz, quien comprendió que había ido demasiado lejos. Entretanto, el cabecilla de los sligs se humedeció el hocico con la lengua mientras sopesaba el desafío del advenedizo. Sus pequeñas pupilas centellearon.
Los sligs no piden perdón ni se disculpan. No obstante, Ghuchaz era más sagaz que el resto de sus compañeros y antes de que Zarjephwu tomara la iniciativa, él se adelantó.
—Creo que sé cómo adelantar a los toros y sorprender a nuestra presa —dijo.
Desconcertado, el cabecilla refrenó su primer impulso de atacar al rebelde.
—¿Cómo? —preguntó.
Ghuchaz esbozo una sonrisa taimada. Zarjephwu era más corpulento y más fuerte, pero él le ganaba en astucia. No pasaría mucho tiempo antes de ponerse al mando de la banda…, y la pluma mágica sería suya.
Con el propósito de convencer a Zarjephwu de que lo había intimidado, Ghuchaz adoptó una expresión sumisa y se acercó a su jefe para exponerle su plan en voz baja.
—Las huellas de los toros se dirigen hacia el oeste y son fáciles de rastrear —dijo con suavidad, en tanto echaba una ojeada a sus compañeros, quienes eludieron la mirada del joven advenedizo—. Sugiero que nos encaminemos hacia el noroeste; allí existe un asentamiento de humanos. Los atacaremos nos apoderaremos de caballos para procurarnos monturas. Si el tiempo se mantiene sin cambios y no se producen tormentas de polvo o lluvias, no nos será difícil encontrar otra vez las huellas dejadas por nuestra presa.
Zarjephwu escuchaba con actitud impasible. Sabía que el joven slig tenía razón. Contar con un lugarteniente tan despierto podría serle muy útil… o, tal vez, resultar muy peligroso.
El cabecilla aún barajaba esta última idea cuando, de improviso, Ghuchaz agachó la cabeza y clavo con fuerza los afilados dientes en la garganta desprotegida de su oponente.
Pero la dentellada no desgarró el cuello. Zarjephwu, a pesar de haber sido cogido por sorpresa, reaccionó con tal rapidez y efectividad que la cabeza del joven slig quedó aplastada antes de que éste advirtiera siquiera que lo habían golpeado dos puños duros como rocas. El cuerpo de Ghuchaz se desplomó en el suelo, sin vida.
La sangre que manaba de la garganta de Zarjephwu resbaló por su cuerpo escamoso. Ahora más que nunca se hizo evidente la importancia de poseer la pluma mágica. De haberla tenido en su poder, esta traición no habría tenido lugar. El mágico instrumento protegería a su cuadrilla —y sobre todo a él—, al predecir el futuro. La herida causada por la dentellada, las quemaduras, eran sólo dolores que habría de soportar, algo que relegar a segundo término. Lo fundamental, lo importante, era obtener esa maldita pluma mágica.
Clotnik paseaba impaciente delante de los toros de marisma; los animales observaban al enano con una expresión beatífica, tranquila. Clotnik no apartaba los ojos de la senda, anhelando saber la suerte corrida por Brandella.
El tiempo transcurrió lento y, cuando ya el calor había disipado la bruma matinal, Clotnik vio aparecer a Tanis por la trocha. El semielfo venía solo, caminaba despacio y la expresión de su rostro era impenetrable.
Clotnik llevaba impreso en el semblante la pregunta que le quemaba los labios y no se atrevía a hacer. Tanis recorrió con la mirada los árboles del entorno, el cielo en lo alto, pero eludió los ojos del enano. Cuando habló, su voz puso de manifiesto el esfuerzo que tenía que realizar para controlar las emociones.
—Al principio estaba asustada.
—¿Y después? —preguntó el enano, acercándose a él.
—Creo que hallo un atisbo de esperanza.
Clotnik asintió aun cuando no comprendía las palabras de Tanis. Su única intención era consolar al semielfo.
—Si puedo hacer algo…
Tanis reflexionó unos instantes.
—Sí —dijo por último—. Hay algo que puedes hacer. Cuéntame cuanto sepas de Brandella. Quiero escucharlo y guardarlo todo en mi memoria.
Los dos amigos se sentaron en un altozano en el que soplaba una suave brisa y, a través de Clotnik, el semielfo conoció las historias que Kishpa había relatado al enano acerca de Brandella. Le sirvió de ayuda, pero incluso entonces sintió el amargo resquemor de los celos corroyéndole las entrañas. Lo enervaba comprender que todo cuanto sabía de la mujer se basaba en las vivencias evocadas por Kishpa. Habría dado cualquier cosa por recibir la información de los propios labios de la tejedora.
En ese instante recordó que le había dejado escrita una carta. Le dijo que era sólo para él y que estaba enterrada en Ankatavaka. Se incorporó de un brinco.
—¿Qué ocurre? —se sobresaltó Clotnik.
Tanis no respondió. La duda lo había traspasado como una flecha. Brandella había escrito la carta cuando todavía estaban en la memoria de Kishpa. Por los indicios, aquello había ocurrido sólo en la mente del anciano mago; en realidad, él jamás había estado en Ankatavaka. ¿Existiría de verdad la nota? ¿La encontraría si iba a la aldea? No parecía probable, pero, al menos, podía intentarlo.
—Vamos. Reemprendemos la marcha —dijo, tendiendo la mano al enano.
—¿Adónde? —preguntó Clotnik, aceptando la mano que le ofrecía e incorporándose.
—A Ankatavaka.
Tanis pensó repetidamente en Brandella mientras se la imaginaba escribiendo la carta. En cada ocasión, la veía de manera distinta. Una vez se le aparecía llorando sobre el papel en tanto redactaba una nota de despedida. A continuación conjuró la imagen de la tejedora escribiendo con elaborado esmero y arrugando una hoja tras otra, incapaz de hallar las palabras apropiadas con las que expresar sus sentimientos. Más tarde, la vio escribiendo una nota en la que le explicaba cómo encontrarla si llegaba a perderla y se imaginó las palabras plasmadas sobre el papel.
«Búscame en tus sueños». Se prometió a sí mismo que lo haría.
Clotnik lo vio absorto en sus pensamientos y no quiso molestarlo. Cabalgaban uno junto al otro, dirigiéndose hacia el oeste, a Ankatavaka, distante a una jornada más de camino. Hubo un momento en que el enano le dijo a Tanis que la aldea estaba en ruinas, abandonada desde hacía décadas a raíz de una devastadora inundación, pero ni siquiera esa circunstancia hizo que vacilara en su determinación. Quería ir allí, le explicó, porque había algo que esperaba encontrar.
Con el propósito de entretenerse, Clotnik extrajo de su bolsa algunas de las bolas con las que realizaba los juegos malabares: la de bronce, la dorada y la de cristal. Hacía más de una semana que no practicaba y no quería perder destreza. Mientras el toro sobre el que cabalgaba se mecía con su paso rítmico, Clotnik empezó a lanzar al aire las bolas en un círculo constante y perezoso.
Tanis captó por el rabillo del ojo un movimiento y se volvió a mirar al enano. Le sorprendió que Clotnik fuera capaz de hacer sus juegos malabares con tanta facilidad estando encaramado a un animal en movimiento. Observó fascinado los giros y las fintas… hasta que reparó en que Clotnik manipulaba la exquisita bola de cristal.
La boca se le quedó seca. Quería decir al enano que se detuviera, pero temía que su voz sobresaltara al malabarista y provocara un accidente.
Al advertir que tenía público, el ejercicio de práctica de Clotnik se convirtió en un acto elaborado. La bola de bronce ascendió en el aire, seguida de la dorada y a continuación la de cristal. Lo que fuera un círculo pequeño se trocó en una elipse imponente que quitaba el aliento, en cuyo ápice la bola casi se perdía de vista.
Tanis no lo pudo soportar por más tiempo. Esforzándose por hablar con un tono tranquilo a fin de no romper la concentración de Clotnik, le dijo:
—Es fantástico. Pero me pregunto…
De repente, el toro que transportaba al enano tropezó con una raíz en el mismo instante en que el malabarista arrojaba a lo alto la bola de cristal. La esfera trazó en el aire un ángulo extraño y salió hacia la derecha, lejos del alcance de Clotnik.
Tanis calculó la trayectoria y espoleó a su montura, que se lanzó al galope. El animal corría más rápido de lo que el semielfo había imaginado y sobrepasó la bola de cristal; la esfera se precipitaba al suelo, a sus espaldas. Tanis soltó las riendas y bajó de un salto del lomo del toro, en un intento desesperado por coger la bola que descendía con gran rapidez.
El semielfo fintó en el aire, cara al cielo; cayó al suelo boca arriba y se golpeó con fuerza la espalda. La bola de cristal se desplomaba directamente sobre él. Alzó las manos para cogerla… y Clotnik la aferró en el aire cuando casi la tocaban los dedos extendidos del semielfo, quien estuvo a punto de ser arrollado por el toro en su carrera.
El enano hizo retroceder a su montura y se acercó a Tanis.
—¿Te encuentras bien?
El semielfo no respondió. Dominado por una cólera sorda, se incorporó, se sacudió el polvo y después le quitó al enano la bola de cristal con un brusco tirón.
Clotnik trató de recobrarla, pero Tanis no se lo permitió.
—¿Por qué te interesa tanto? ¿Por qué te preocupas? —inquirió el enano.
—Porque sé lo que le costó a tu padre esa bola de cristal.
—Aunque es bonita, está muy vieja. No es tan valiosa —protestó Clotnik.
—Le costó la vida —dijo Tanis.
El enano se quedó paralizado, con la vista prendida en la hermosa y detallada esfera que sostenía su amigo en las manos. Las delicadas bandas azules y verdes evocaban el recuerdo de cielos veraniegos y bosques renacidos.
—Fue el último regalo que tu padre le hizo a tu madre —explicó el semielfo, suavizando el tono de su voz—. Quiso que fuera suya aun cuando no podía pagar el precio.
—¿Entonces era cierto que robó? —demandó con frialdad el enano.
Tanis hizo una pausa. ¿De qué le valdría saber la verdad? Por su parte, Tanis habría preferido que le hubiesen dicho que su padre había sido un hombre bueno y generoso en lugar de descubrir por sí mismo la amarga realidad. Al fin y al cabo, lo importante no es la verdad, sino lo que se cree que es la verdad. Sólo él sabía que Mertwig había cometido un tremendo error. Y ese secreto, decidió, moriría con él.
—Tu padre fue una persona digna de admiración y respeto —dijo al cabo. Luego, pensando deprisa, improvisó—: Mertwig pagó con su vida esta bola de cristal porque los goblins los atacaron a él y a tu madre para robársela. Se enfrentó a ellos y murió luchando; en el transcurso de la reyerta, me salvó la vida una vez más. Así que, amigo mío, te ruego que no vuelvas a jugar con esta bola. Guárdala a buen recaudo y, cuando la mires, piensa en el gran amor que tu padre profesaba a tu madre.
Tanis le tendió la esfera a Clotnik, quien la tomó en sus manos con actitud reverente.
—Juro por el alma de mi padre que así lo haré —prometió el enano.
El ataque al poblado humano había sido un éxito, pensó Zarjephwu. No hubo supervivientes y sólo uno de los suyos resultó muerto. El audaz asalto perpetrado a mediodía y la posterior redada les había reportado una pequeña manada de toros de marisma y varios caballos, un número de animales suficiente para que cada slig contara con dos monturas.
Forzaron a sus cabalgaduras sin importarles que las bestias murieran reventadas en el camino ya que, cuando esto ocurría, el jinete saltaba a lomos de la otra montura y reanudaba la galopada. Al anochecer, ya habían encontrado el rastro de la mujer y sus acompañantes. En algún momento, durante la siguiente jornada, los alcanzarían.
Aquella noche, en el campamento, la cuadrilla ensalzó a Zarjephwu por su perspicaz estrategia e ingenioso liderazgo. El cabecilla se preguntó cuántos de sus secuaces sospechaban que la idea de dirigirse al noroeste para perpetrar el asalto al poblado humano había sido concebida por Ghuchaz. No es que este detalle tuviera la menor importancia. El modo tajante con que había puesto fin a la traición del joven slig le aseguraba que no se producirían más insubordinaciones. Y, una vez que tuviera en su poder la pluma mágica, ninguno de ellos tendría éxito si osaba desafiar su autoridad.
Zarjephwu, tumbado en el suelo, sentía el dolor de las quemaduras. Al hundirse en el sueño, entreabrió su mandíbula y los dientes afilados brillaron a la luz de la luna creciente. Recordó al hombre —¿o era un semielfo?— que lo había arrojado a la hoguera de una patada y luego se había dado a la fuga con la mujer. Su semblante reptiliano se distendió con una mueca. Los sligs desprecian a los elfos. Mañana le ajustaría las cuentas a ese entrometido.