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En el campamento de los sligs

—Sligs —susurró Clotnik, olfateando el aire—. Huelo su apestoso hedor. Se la han llevado —concluyó con un deje de asco. Pateó el suelo—. El incendio de Kishpa no los detuvo. Todavía siguen tras la pluma encantada. —Se volvió de pronto hacia Tanis—. ¿Te deshiciste de ella, no?

—Sí —respondió el semielfo, mientras escudriñaba el terreno en busca de alguna pista que delatara la dirección por la que se marcharan los sligs—. La dejé en la memoria de Kishpa, conforme a sus instrucciones.

Su visión élfica le permitía distinguir las pisadas dejadas por los grotescos seres en el terreno que rodeaba a la tumba, pero no le descubrió nada que ya no supiera. Entretanto, su mente era un torbellino de reproches. Se maldecía por permitir que Brandella deambulara sola por los alrededores. Haber llegado hasta aquí con ella después de correr tantos peligros para luego perderla a manos de una banda de sligs, lo encolerizaba. Habría estallado de rabia y frustración de no ser porque en ese momento atisbó un punto de luz en una colina distante. Levantó la mano y señaló el lejano resplandor.

—¡Allí! Parece una hoguera de campamento.

Se encaminaron hacia la luz con Tanis a la cabeza. El semielfo se aseguro de no ponerse al contraluz del horizonte para no delatar su presencia. Avanzaron agazapados por el terreno inclinado, como dos sombras fugaces, con la atención fija en su meta. Cuando llegaron lo bastante cerca para percibir el olor del humo de la hoguera, Tanis se agazapó tras un tocón calcinado.

—Daremos un rodeo y nos acercaremos por la retaguardia. No esperarán un ataque procedente de la dirección por la que llegaron —susurró.

Clotnik que respiraba trabajosamente, se limitó a asentir con un gesto de la cabeza. Al alcanzar la zona posterior del campamento, el enano se las arregló para preguntar entre jadeos:

—Me pregunto de dónde han sacado madera para la lumbre. Toda la que había por los alrededores ardió en el incendio hace tres días.

Por toda respuesta, Tanis le puso la mano sobre la boca y lo arrastro al suelo de cabeza.

Un guardia slig que pasaba cerca hizo un alto como si hubiese oído algo sospechoso. El aire traía los ruidos escandalosos del campamento instalado en lo alto de la cuesta; el vigilante dirigió las puntiagudas orejas hacia abajo con la evidente intención de discernir si los nuevos sonidos procedían de la zona baja o del campamento. Con la espada preparada, el slig descendió a zancadas por la cuesta a fin de investigar.

—No te muevas —susurró Tanis al oído de Clotnik—. Y, ocurra lo que ocurra, evita que su saliva te toque la piel. Es venenosa.

Clotnik asintió en silencio y el semielfo apartó la mano de su boca.

El resplandor de las llamas danzantes de la hoguera en lo alto iluminaba al guardia con centelleos ambarinos. El slig, con sus casi dos metros de estatura, no vestía ropaje alguno, si bien llevaba embadurnada la espalda con anchas franjas negras y marrones. Su cuerpo era una masa de pellejo coriáceo y calloso con más apariencia de piedra flexible que de piel. La cola, larga, la arrastraba por el suelo. Cuando el repulsivo ser miró en su dirección, Tanis divisó la boca enorme y entreabierta que dejaba al descubierto varias filas de dientes largos y afilados. Las orejas, semejantes a cuernos, eran grandes y puntiagudas.

Clotnik se volvió para susurrar algo al semielfo, pero éste había desparecido sin hacer el menor ruido. Solo y sin saber qué hacer, el enano se quedó petrificado; en un mutismo aterrado, observó cómo el guardia slig se aproximaba más y más al matorral tras el que se agazapaba.

Las mandíbulas del slig se abrían y cerraban mientras se llenaba la boca de saliva. Conforme descendía por la cuesta, el abalorio que colgaba de su enorme oreja izquierda se balanceaba atrás y adelante con cada paso que daba.

Estaba muy cerca. El enano se aplastó contra el suelo en un intento de pasar inadvertido, pero no le sirvió de nada. El slig siguió avanzando hacia él.

Desde un lateral, Tanis lo vio llegar a su altura y encaminarse hacia el arbusto donde Clotnik se removía. Tan pronto como el slig sobrepasó su posición, Tanis se incorporó al tiempo que desenvainaba la espada.

La criatura oyó el familiar ruido y giró sobre sus talones con sorprendente rapidez; se encontró frente a frente con el acero de Tanis. El semielfo hincó el arma en la garganta del slig, por encima del duro pellejo que le protegía el pecho como una coraza. Mientras se desplomaba, el guardia trató de dar la alarma, pero el único sonido que brotó de sus fauces fue un gorgoteo.

Tanis no aguardó a que el slig muriera. Se apoderó de su espada y se la tendió a Clotnik.

—Toma, cógela. Espero que no la necesites.

—Puedes jurarlo —dijo el enano, temblando de pies a cabeza—. No soy guerrero; jamás he manejado un arma.

Tanis agarró al joven enano por los hombros y lo miró a los ojos.

—Conocí a un hombre que estaba mucho más asustado que tú cuando tomó parte en una batalla por vez primera. Cuando finalizó el combate, no sólo seguía vivo, sino que se había convertido en un héroe. Lo harás bien, no te preocupes. Quédate detrás de mí. Y no hagas tanto ruido; llamas mucho la atención.

Tanis avanzó con cautela cuesta arriba hasta que divisó el campamento. Y a Brandella.

La joven estaba tumbada en el suelo cerca de la hoguera, atada a una estaca. Uno de los sligs, sin duda el cabecilla del grupo a juzgar por su tamaño, se encontraba de pie junto a ella y escupía la venenosa saliva a escasos centímetros de su rostro, casi rozando la larga trenza que reposaba sobre su hombro. La tejedora no gritaba; no se movía; sólo miraba fijamente al slig con expresión de abierto desafío.

Los sligs parecían impresionados por su actitud, pero no lo bastante para cesar el cruel interrogatorio.

Tanis trató de captar lo que decía el cabecilla. Le sonaba como si hablara en el idioma Común, pero sólo alcanzó a comprender un grito de advertencia.

—¡Dilo o morirás!

Clotnik llegó gateando junto a Tanis y vio los restos de una carreta y barriles de agua vacíos y esparcidos a su alrededor. Era evidente que el carruaje se dirigía al estanque para aprovisionarse de agua. El enano se preguntó dónde estaría el conductor. En ese momento atrajo su atención algo ennegrecido que giraba sobre la lumbre; el jugo que escurría siseaba al caer sobre la madera y avivaba las llamas. Clotnik se acercó a Tanis.

—¿De dónde han sacado ese venado? —susurró—. Creí que todos los animales habían huido del incendio.

El semielfo le dirigió una mirada impasible y entonces Clotnik comprendió que el pedazo de carne que se asaba en la hoguera no pertenecía a un venado. Tragó saliva con dificultad y apartó la vista.

Tanis examinó el campamento. Si había una carreta, algo debió de tirar de ella hasta allí. Al otro extremo del campamento vio lo que buscaba: dos fornidos toros de marisma. Los animales de arrastre de seis patas, un extraño cruce entre caballo, toro y búfalo, no eran muy rápidos pero sí resistentes y fiables.

—¿Eres un corredor veloz? —susurró Tanis.

—¿A qué llamas veloz? —preguntó a su vez el enano con nerviosismo.

—Lo bastante para que no te alcancen los sligs.

—Si los tengo pisándome los talones, correré como el viento.

—Más te vale —siseó Tanis—. Porque vas a atacar su campamento. Es decir, lo atacaréis tú y «tus hombres». Y después tendrás que correr como no has corrido en tu vida.

Clotnik volvió a tragar saliva.

Brandella había luchado contra los sligs cuando la sorprendieron junto a la tumba de Kishpa. No era sólo su vida lo que defendía, sino el reposo del mago y las vidas de Tanis y Clotnik. Estaba dispuesta a pagar cualquier precio con tal de que los sligs no mancillaran la tumba de su amado; para evitar que lo desenterraran en su afán por apoderarse de la pluma encantada, les dijo que sabía dónde estaba el artilugio mágico, si bien no tenía intención de revelárselo jamás. Tampoco quería que los sligs descubrieran que tenía dos compañeros que la aguardaban a corta distancia. Daría su vida por quienes tanto habían hecho por ella.

La lucha fue corta y los sligs la redujeron con facilidad. Uno de ellos le propinó un puñetazo tan brutal con su gigantesca zarpa que por un instante creyó que le había roto la mandíbula. Otros dos sligs la sujetaron por los brazos con la supuesta intención, pensó aterrorizada, de devorárselos allí mismo. Por fortuna, el cabecilla lo impidió y los apartó a patadas de la mujer.

Estaba oscureciendo y, a pesar de que los sligs son moradores habituales de cavernas, no les gusta hallarse en campo abierto al caer la noche. El líder del grupo, que sobrepasaba con creces la altura de sus compinches y tenía una cicatriz que le cruzaba el hocico, ordenó conducir a Brandella de regreso al campamento. Allí, por medio de la tortura, le arrancarían la información que tan obstinadamente callaba.

Ante sus propios ojos, empalaron al conductor de la carretera en el asador y la obligaron a contemplar cómo el infeliz se asaba lentamente en las ascuas. A pesar de todo, mantuvo un empecinado mutismo, pero escuchó atenta los comentarios.

—Podríamos venderla a cambio de armas.

—Sólo si está en buenas condiciones.

—Sí, pero como no hable pronto…

—Perderá valor si tiene quemaduras y huesos rotos.

El cabecilla los hizo callar con un seco gruñido.

—Su muerte poco importa si conseguimos apoderarnos de la plumilla. Además, si no podemos venderla, nos servirá de comida —agregó.

Brandella yacía inmóvil junto a la hoguera pensando en Kishpa, en Tanis, en Scowarr y en los valerosos actos de los que había sido testigo en el transcurso de los últimos días. Estaba decidida, a despecho de los espasmos que le agarrotaban el abdomen, a estar a la altura del ejemplar comportamiento de sus amigos. Con todo, se puso lívida cuando el jefe de los sligs arrancó un listón de un barril de agua y metió el extremo en las ascuas de la hoguera; al prenderse la punta del listón, el slig se acercó a la tejedora y sostuvo la candente madera frente a su rostro.

—Te prenderé el pelo —dijo en Común—. Sin embargo, como lo tienes recogido en una trenza, arderá muy despacio…, una circunstancia que favorecerá nuestros propósitos. Si no me dices dónde está la pluma mágica, dejaré que las llamas consuman el pelo y abrasen tu cabeza y tu rostro hasta que no quede nada de ellos. ¿Lo has entendido?

La joven apartó la vista.

Los finos labios del slig se distendieron en una mueca que dejó a la vista los colmillos afilados.

—Sí, ya veo que lo entiendes.

Brandella apretó los dientes con la firme decisión de no gritar cuando el dolor se hiciera insoportable.

El slig le acercó el listón candente. La joven oyó el crepitar de la madera y sintió el calor abrasador.

De manera imprevista, se alzó un grito en la zona occidental del perímetro del campamento.

—¡Nos atacan! —bramó un slig.

Brandella, que había cerrado los ojos, sintió las pisadas apresuradas de los sligs que pasaban junto a ella y se dirigían al lugar del altercado.

La joven supo que eran Tanis y Clotnik y se hundió en el desaliento. Iban a sacrificarse en vano. No tenían la menor oportunidad de enfrentarse a un grupo tan numeroso y salir con vida del trance. Los sligs eran veinte como mínimo.

—Un incidente sin importancia —dijo el cabecilla, que no se había unido a los otros— Mis tropas se ocuparán de ello. Y yo me encargaré de ti.

Acto seguido, aplicó la madera ardiente al cabello de la joven.