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La imagen de Brandella en sus ojos

Oyeron el ulular del viento, el estruendo de la inmensa ola de barro y la colisión del alud. Los sonidos saturaron sus oídos y luego se perdieron hasta semejar el eco del oleaje en el interior de una concha. Lo que vieron, sin embargo, fue el sol resplandeciente en un cielo despejado y azul; una brisa suave acarició su piel y percibieron el batir de alas cuando varias aves levantaron el vuelo, asustadas por la repentina aparición de la humana y el semielfo en mitad del matorral incinerado.

Tanis trató de orientarse; no le costó mucho. Divisó el calvero abrasado y el estanque cubierto de ceniza. El aire estaba impregnado por el olor del incendio. Sin embargo, cuando volvió la mirada hacia el tronco sobre el que recostara a Kishpa, no divisó al mago. Tampoco estaba Clotnik.

—¿Dónde nos encontramos? —preguntó Brandella con un hilo de voz, mientras se aferraba a la mano del semielfo, esa misma mano que tan recientemente desdeñara—. Me resulta familiar.

—Ya has estado aquí conmigo, cuando el bosque era más joven, antes de que el incendio lo destruyera. Brandella, hemos regresado —dijo con ternura—. Fue en este lugar donde salí en tu búsqueda. Y a él hemos vuelto.

—Sin Fistandantilus —agregó la joven, con expresión avergonzada—. Lo siento. No confié en ti.

Tanis buscó sus ojos, pero la mujer esquivó la mirada.

—No sabías lo que planeaba —dijo el semielfo, manteniendo un tono tranquilo en tanto le apretaba la mano—. Y yo no podía correr el riesgo de revelártelo. Además, lo único que cuenta es que estamos aquí.

Por fin la joven sonrió y lo cogió de la otra mano. Cuando habló, su voz tenía un deje de ternura.

—Sí. Lo hemos conseguido…, gracias a ti.

Tanis la atrajo hacia sí sin brusquedad. Ella no se resistió. Cuando sus cuerpos se juntaron, él le soltó las manos y la rodeó entre sus brazos. También Brandella lo enlazó por la cintura y correspondió al abrazo de buena gana. Apoyó la cabeza en su hombro con total abandono.

En aquel instante, una paz inmensa inundó a Tanis.

Le levantó la cabeza y al encontrarse sus ojos se quedaron prendidos en una mirada honda, interrogante. El semielfo perdió la paz con la misma rapidez con que la había encontrado. Había cumplido su compromiso con Kishpa; había llegado el momento de pensar en sí mismo. Aun así, se contuvo. ¿Y si todo cuanto sentía ella era agradecimiento? ¿Y si su abrazo no guardaba otro significado que el que una hermana da a su hermano? ¿Y si lo rechazaba de manera tajante? Y, más aún, ¿qué diferencia existía entre esta relación y la mantenida con Kitiara? Seguiría siendo un amor compartido entre una humana y alguien por cuyas venas corría sangre elfa. Incluso siendo semielfo, estaría condenado a presenciar cómo su amada envejecía y moría décadas —quizá centurias— antes que él.

Reflexionó sobre todo aquello y muchas otras cosas más mientras contemplaba sus labios entreabiertos y sus enormes ojos oscuros. Tenía que saber con certeza qué sentía la hermosa tejedora, la valiente arquera, por Tanis el Semielfo. Y, sin embargo, no estaba seguro de tener derecho a descubrirlo.

A despecho de sí mismo, inclinó poco a poco, indeciso, su rostro sobre el de la mujer, quien se removió entre sus brazos. Tanis no sabía si se estaba acurrucando contra su pecho o, por el contrario, se afianzaba para poder apartarlo de un empujón. No tuvo ocasión de despejar sus dudas; una voz los sobresaltó al gritar.

—¿Quién anda ahí?

Como si hubiesen sido sorprendidos en un acto prohibido, Tanis y Brandella se separaron con tanta brusquedad que pisaron las ramas calcinadas esparcidas a su alrededor. La quebradiza madera chasqueó y arrojó al aire nubecillas de ceniza.

—Arrojad vuestras armas y salid al descubierto —ordenó la voz—. De lo contrario, haré que mis hombres acribillen ese matorral con sus flechas.

—Clotnik, ¿eres tú?

—¿Tanis?

El semielfo echó la cabeza hacia atrás y estalló en carcajadas.

—Ordena a tus hombres que se retiren —se mofó, mientras salía del matorral llevando a Brandella consigo.

Cuando emergieron al claro, cerca del estanque, vieron a Clotnik plantado en el centro, solo; llevaba el cabello y la barba tan enmarañados como de costumbre y sus ojos verdes centelleaban bajo la frente prominente.

—Tranquilizaos. Todos mis hombres se han marchado; son unos muchachos excelentes que obedecen las órdenes sin rechistar —dijo, con una sonrisa traviesa.

Tanis y Clotnik se estrecharon las manos con el cálido afecto de dos viejos amigos. Era evidente que el malabarista se alegraba de verlo y a Tanis le ocurría otro tanto.

—Temí no volverte a ver —admitió el enano—. Había perdido toda esperanza de que regresaras. Tienes que explicarme todo lo ocurrido. ¡Todo!

—Lo haré. Más tarde. Pero antes comeremos y beberemos algo. Estamos desfallecidos y casi muertos de hambre y de sed —dijo el semielfo, en tanto contemplaba a Brandella con gesto divertido.

Ella le devolvió la sonrisa, y la mirada del enano se posó en la mujer que se encontraba junto a Tanis. La observó con expresión fascinada, no exenta de cierto sobrecogimiento. Tanis recobró la calma.

—Brandella, te presento a Clotnik, el malabarista. Clotnik, ésta es Brandella, la tejedora amiga de Kishpa.

El enano asintió con la cabeza.

—La conozco —dijo al cabo.

La joven estudió los rasgos del enano con atención y, apartándose de Tanis, se acercó a él; en los ojos de Clotnik se advertía una tímida expresión, como si suplicaran que lo reconociera.

Ella alargó la mano y le tocó el rostro; luego acarició el revuelto cabello castaño. El enano la miraba con una actitud infantil. Brandella lo abrazó.

—¡Eres tú! —gritó—. ¡Y has permanecido con Kishpa todos estos años!

Tanis miró a ambos de hito en hito, perplejo. Había estado en Ankatavaka, pero no había visto a Clotnik allí durante su corta estancia. Y, de haberse encontrado con él, tendría que recordarlo. Eran pocos los enanos que habitaban en el pueblo elfo. De hecho, los únicos que había visto eran Mertwig y Yeblidod.

De repente, Tanis abrió los ojos de par en par. ¿Sería posible? Clotnik tenía la misma mandíbula de Mertwig, de línea retraída, e idéntica frente, despejada y prominente. Y sus verdes ojos brillantes eran los de Yeblidod, así como la nariz ligeramente bulbosa. Sin embargo, no recordaba haber visto al joven Clotnik en el pueblo.

—¿Conociste a mi padre? —preguntó el malabarista antes de que Tanis pudiese articular una palabra.

—¿Mertwig?

—Sí. —Los ojos del enano se humedecieron—. Entonces, ¿lo viste?

—Desde luego que sí —respondió el semielfo con un timbre alegre, satisfecho de poder aunar el pasado y el presente en favor del enano.

—¡Cuánto has crecido! —los interrumpió Brandella—. ¡La última vez que te vi eras un chiquillo al que sus padres habían embarcado en la nave elfa antes de que los humanos atacaran el pueblo! —Se echó a reír—. De eso hace casi cien años… o sólo una semana —concluyó divertida.

«Así que —pensó el semielfo—, por eso no lo llegué a conocer en Ankatavaka».

—Fue la última vez que te vi —dijo Clotnik—. Pero siempre recordé a la mujer más hermosa de cuantas he conocido. Claro que, tampoco Kishpa dejó que lo olvidara. Pero venid; seguiremos hablando después de que hayáis comido y bebido.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que me marché? —preguntó Tanis, después de apurar de un trago la fuerte cerveza de Clotnik.

Brandella había terminado de comer y se había sentado un poco apartada para peinarse la enmarañada melena, que tejió en una gruesa trenza.

—Tres días —contesto el malabarista mientras dirigía una fugaz ojeada al tronco donde Kishpa había yacido. Tanis y Brandella siguieron su mirada.

—¿Cuándo murió? —inquirió el semielfo con voz queda.

Clotnik no respondió de inmediato; tampoco miró a sus compañeros. En lugar de ello, removió con la puntera de la bota la tierra calcinada al borde del estanque; los labios le temblaban y abría y cerraba los puños. Brandella se acercó a él; posó una mano sobre su hombro y lo apretó con ternura. También sus ojos estaban llorosos y enrojecidos. La joven había cambiado el mugriento corpiño por una de las camisas más largas de Clotnik y ahora enjugaba la lágrima que se deslizaba por la mejilla del enano con el suave tejido de la manga. Clotnik se estremeció, pero dejó que la joven le prodigara sus cuidados.

—Él…, él… aguantó un día entero —balbuceó el enano. Se obligó a recobrar la compostura, pero no levantó la vista—. No creí que sobreviviera más de una hora —agregó, en tanto sacudía la cabeza—. Tuvo los ojos cerrados todo el tiempo. No me habló ni una sola vez, ni dio muestras de que supiera que estaba con él. —Por fin, Clotnik alzó la cabeza y habló directamente a Tanis—. Parecía estar reviviendo algo que a veces era una pesadilla y a veces el más tierno idilio. Cuando era desagradable, gemía y se agitaba…, también gritaba. Cuando era placentero, sonreía e incluso hubo ocasiones en que la risa brotó de lo más hondo de su ser. ¿Qué fue lo que viste, Tanis? ¿Fue así para él en el pasado, en parte una pesadilla y en parte una vivencia sublime?

—Supongo que sí —dijo el semielfo, tras una breve reflexión que le produjo una profunda y dolorosa sensación de culpabilidad por los sentimientos que abrigaba hacia Brandella.

Clotnik bajó de nuevo la vista al suelo.

—Estuvo a punto de morir en dos ocasiones en el transcurso de aquel día —prosiguió el enano—. La primera vez, se incorporó y gritó a alguien: «¡Todavía no! ¡Todavía no!». Después parpadeó repetidamente, como si se sintiera perdido o confuso. Pronto, no obstante, sonrió de nuevo, como si todo marchara bien. La segunda vez, creí de verdad que lo perdía. Acababa de anochecer. Lunitari asomaba por el horizonte y lo bañaba con su resplandor rojizo cuando Kishpa empezó a toser y a escupir sangre. Abrió los ojos de par en par, como si la muerte lo hubiese cogido por sorpresa. Dejó de respirar. Apoyé la cabeza en su pecho, ansiando escuchar el latido del corazón, pero no lo oí. No percibía en él movimiento alguno, nada que indicara que seguía vivo. Le iba a cerrar los párpados, pero me quedé paralizado.

Clotnik se mordió los labios y contempló fascinado a Brandella.

—Cuando lo miré a los ojos —susurró—, te vi a ti.

La joven lo tomó de la mano y sollozó, incapaz de contener el llanto.

—Kishpa volvió a la vida —musitó Clotnik. Sus ojos verdes relucían cual esmeraldas—. Por ti.

—¿Dónde lo enterraste? —preguntó ella, con la voz quebrada por la emoción.

El enano se incorporó y la ayudó a levantarse.

—Te llevaré hasta él.

Tanis optó por no acompañarlos. La tumba se encontraba en lo alto de un montículo, al otro lado del calvero.

Clotnik dejó sola a Brandella con su dolor; regresó y se sentó en silencio junto a Tanis.

Las palabras que la tejedora dirigió a Kishpa se las llevó el viento, pero ¿cómo afirmar que no fueron escuchadas?