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La vela titilante

—Creí que te conocía —susurró Brandella al oído de Tanis.

—Y así es —fue la enigmática respuesta del semielfo.

La tejedora, con los labios apretados en una fina línea, le dedicó una mirada suspicaz en tanto se enjugaba el rostro mojado por la lluvia. ¿A qué se refería?, se preguntó perpleja.

Entraron en la choza del nigromante, empapados hasta los huesos; el viento perpetuo y la llovizna los había azotado sin piedad. Brandella pensó que Fistandantilus era afortunado al carecer de un cuerpo físico al que atormentaran el frío y el hambre. De pronto, se le ocurrió que tal vez todo aquello no era más que una alucinación de su mente enfebrecida. Al fin y al cabo, estaba debilitada por la falta de alimento y el sueño, y el inclemente tiempo, sin duda, había obrado el resto.

Tanis la observaba con preocupación. Estaba demacrada y parecía enferma. Habían pasado varias horas llevando a cabo las órdenes del hechicero. Mientras las nubes tormentosas pasaban sobre la montaña, habían arreglado el techo de la choza cubriendo los huecos con ramas de árboles. A continuación limpiaron el barro y el agua acumulados en el suelo a fin de acondicionar lo mejor posible el interior. Ni que decir tiene que la cabaña rezumaba humedad y el aire era casi irrespirable a pesar de mantener abierta la puerta de par en par. Sin embargo, Fistandantilus se mostraba complacido con el resultado.

El conjuro, les dijo, debía realizarse en un lugar seco e iluminado, con el propósito de aislarlo de su mundo envuelto en perpetuas tinieblas e inacabables lluvias. Era evidente, pensó Tanis, que el nigromante temía que las garras de la Muerte resultaran demasiado férreas para escapar de ellas. Deseó que, en efecto, así fuera…, por si acaso.

—No prendáis la vela hasta que haya iniciado el conjuro —ordenó Fistandantilus. El susurrante tono sibilante parecía haber adquirido fuerza. Tanis sintió un escalofrío de miedo recorrerle la espalda hasta alcanzarle la nuca. Se advertía que Brandella se agotaba por momentos; bajo los ojos, se le marcaban unas manchas violáceas a través de la casi traslúcida piel.

Encima de la burda mesa de madera había una vela en su palmatoria. La cera, a pesar de su aspecto antiguo, no había sido utilizada y la mecha aparecía ennegrecida por incontables intentos fallidos de encenderla, enhiesta y desafiante a cualquier llama. Cerca de la vela yacían dos piedras pequeñas y negras sobre un montón de pergaminos desgarrados.

—Mirad la pared a vuestras espaldas —dijo el hechicero.

La tenue penumbra se reflejaba en un espejo pequeño enmarcado en oro.

—Semielfo, coge el espejo y sostenlo en tus manos… con mucho cuidado —ordenó el nigromante.

La tormenta había arreciado. Sin embargo, a despecho del viento ululante, Tanis oía la susurrante voz del hechicero como si zumbara en el interior de su cabeza.

Se dirigió hacia el espejo, que colgaba de la pared a la altura de sus ojos. Alargó las manos para cogerlo… y se quedó paralizado. Al cabo de un instante, movió la mano frente al brillante cristal; su faz no se reflejaba en la superficie. Aun cuando lo sostuvo en un ángulo correcto para captar la grisácea luz que penetraba por la puerta, el espejo permaneció vacío de imágenes. Tanis volvió la vista hacia Brandella. La tejedora tiritaba y sólo su tenaz fuerza de voluntad la mantenía en pie.

—Basta de vacilaciones. Te dije que lo sostuvieras con cuidado —ordenó el hechicero.

—¿Por qué es tan importante este espejo? —inquirió Tanis mientras se aproximaba a la mesa en la que reposaba la vela.

El frío que reinaba en la habitación se incrementó.

—Cuando realice el conjuro que os hará regresar a la Vida, llevaréis el espejo con vosotros —explicó la voz—. Mediante un hechizo, guarda mi imagen tal y como era cuando estaba vivo. Una vez que lo hayáis transportado a vuestro plano, la imagen quedará libre y yo regresaré de nuevo a Krynn.

Tanis examinó el grueso y singular cristal. A despecho de sí mismo, era incapaz de apartar la mirada de él con el propósito de vislumbrar el rostro del nigromante, oculto en algún lugar recóndito tras la transparente superficie.

Fistandantilus soltó una risa carente de humor.

—No es ése el único hechizo que irá con vosotros a Krynn desde este lugar más allá de la tumba. He invocado un conjuro sobre vosotros dos. —Tanis advirtió que Brandella se retorcía las manos; tenía los ojos vidriosos y una expresión ausente. Las siguientes palabras del nigromante incrementaron la tensión del momento—. Recordadlo: si me traicionáis, la muerte os llegará a manos de aquellos a quienes más amáis. Habéis sido advertidos.

De repente, la puerta se cerró con un golpe seco y la oscuridad reinó en la choza. Tanis dio un respingo, pero Brandella parecía ajena a todo, salvo al terror que la paralizaba.

—Llegó la hora —anunció Fistandantilus, con un timbre disonante en la voz merced a la excitación—. Prepárate para encender la vela, humana.

Tanis, que sostenía el espejo con una mano, buscó a tientas la de Brandella. Cuando la encontró, la mujer la apartó con cierta brusquedad. Tenía los dedos fríos como el hielo.

La salmodia se inició con tono muy bajo, apenas audible. Poco a poco, creció de intensidad y se escucharon unas palabras misteriosas e incomprensibles.

El cántico aumentó aún más de volumen. La estructura de la pequeña choza empezó a temblar, como si el viento tratara de arrancarla de sus cimientos para arrojarla pendiente abajo hasta el valle tendido al pie de la montaña. Agua y barro escurrían entre las grietas, cada vez más anchas, del tejado. Una sección del entramado de troncos que cubría el techo se quebró y cayó dentro de la choza.

La despavorida tejedora dejó escapar un gemido, pero Tanis no se atrevió a consolarla.

Fistandantilus prosiguió con la salmodia y su voz sobrepasó incluso el ulular del viento.

Tanis no estaba seguro de qué era lo que estaba rompiendo en pedazos la cabaña: si el poder desatado por el conjuro o la Muerte que rehusaba soltar a sus víctimas. Las fuerzas de la magia y las de la naturaleza libraban una lucha sin cuartel.

A pesar del desprendimiento de parte del techo, a despecho del azote del viento que se introducía entre las resquebrajadas paredes, la vela permaneció encendida, con la llama erecta, firme, sin que alterara su perfecta inmovilidad el más leve parpadeo.

La magia desatada era muy poderosa. Tanis sintió que se aproximaba un cambio. Apenas quedaba tiempo, mas, cualquier movimiento que realizara de ahora en adelante, sería crítico. A la luz de la vela, el semielfo alargó la mano y aferró a Brandella por el brazo. De nuevo la joven trató de soltarse, pero en esta ocasión Tanis no se lo permitió, sabedor de que la tejedora era capaz de sacrificarse a sí misma con tal de evitar que Fistandantilus regresara al mundo de los vivos. No quería que la joven hiciera algo que interfiriese en sus planes.

El semielfo estaba en lo cierto. Brandella se debatió para librarse de su presión y le propinó una patada a la vez que procuraba apoderarse de la vela para apagarla.

—¡Traidor! —chilló, con el rostro distorsionado cual una máscara de odio.

Los escombros se precipitaban a su alrededor y, si no ocurría algo muy pronto, sería difícil que escaparan ilesos. Hasta el momento, las vigas de carga de la choza aguantaban bien, pero la propia tierra se estremecía por las sacudidas. En lo alto, procedente de un punto indiscernible, un retumbar creció de intensidad por momentos. A través del techo parcialmente desplomado Tanis vio, con aterradora claridad, lo que causaba el desgarrador sonido. La cumbre de la tenebrosa montaña de Fistandantilus, el pináculo que se alzaba sobre sus cabezas, se había resquebrajado y una demoledora masa de negro sulfuro rodaba en avalancha justo en dirección a la choza.

La clave radicaba en elegir el momento preciso. Tanis sabía que si actuaba antes de tiempo Fistandantilus interrumpiría el hechizo de Kishpa y dejaría que los aplastara la avalancha. Por otro lado, si esperaba demasiado, se arriesgaba a que ocurriera lo peor: traer de vuelta a la vida al infame nigromante.

El semielfo no tenía más remedio que correr el albur de que Fistandantilus estuviera muy ocupado en mantener su pantomima. De nuevo recordó las palabras del viejo dragón, Fuegomanso: «En el reino de la Muerte, la magia de los hechiceros es apenas efectiva». Tanis se lo había jugado todo por la corazonada de que el nigromante estaba representando una farsa; de que en realidad no tenía ninguna influencia en el destino de la hermana de Brandella o el de su madre; de que el alcance de su magia en la Muerte se remitía exclusivamente a aquellos efectos pirotécnicos destinados a impresionar a los visitantes. Después de todo, el hechicero estaba condenado a permanecer a la sombra de su horrenda montaña y Tanis confiaba en que el poder de Fistandantilus fuera mucho más limitado de lo que daba a entender.

Muy pronto Tanis no tendría que continuar con el simulacro de estar de acuerdo con el nigromante. A su entender, la amenaza de Fistandantilus carecía de fundamento y no le temía; su único propósito era que el hechicero terminara de recitar el conjuro de Kishpa. Aquello era lo que le había impedido actuar.

Mas ¿cómo saber en qué momento se había completado el hechizo?

¡Kyvorek blastene tyvvelekk winderfall! —tronó el nigromante— ¡Tilvvanus! ¡Tilvvanus! —El timbre de la voz era más potente que el estrepitoso avance de la avalancha, más incluso que el tremor de la ladera que se desmoronaba en bloques inmensos que amenazaban con enterrarlos antes de que el alud pusiera fin a sus vidas.

Brandella y Tanis lo vieron todo a través del techo roto y las paredes desgajadas. La tejedora lanzó un chillido e intentó, otra vez en vano, soltarse del semielfo.

Apenas les quedaban unos segundos de vida. Aun así, Tanis esperó. Presentía que el hechizo de Kishpa no estaba todavía completo. Tenía que haber un indicio, un ademán, una inflexión; algo que denotara que estaban a punto de ser transportados de vuelta al mundo de los vivos.

Pero no percibió nada. Y la muerte pendía sobre sus cabezas.

Brandella gritó una vez más. El desprendimiento de tierra se elevó como una ola gigantesca encrespada a punto de romper sobre sus cabezas. En el mismo instante, el alud ocasionado por el pináculo desgarrado chocó contra la masa de fango. El final se precipitaba. Tanis levantó la mano en la que sostenía el espejo.

Por el rabillo del ojo atisbó algo: la llama de la vela titiló por vez primera. ¡Debía de ser la señal! Arrojó el espejo con todas sus fuerzas contra el cirio. La luz se apagó y el espejo cayó en el rocoso suelo de la choza, donde estalló en mil añicos cristalinos, inútiles.

—¡No! —aulló el nigromante.