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Morir ahogados
El agua irrumpió en el túnel con tanta fuerza que lanzó a Tanis y a Brandella contra el otro extremo de su tumba, como si fueran restos de un naufragio zarandeados por el rugiente oleaje.
Se debatieron contra la corriente en un intento desesperado de subir a la superficie para respirar. Pero no había superficie. El agua había inundado el túnel hasta el techo de manera casi instantánea.
La enorme presión del agua y la inclinación del túnel los mantenía inmovilizados, empotrados literalmente contra la zona que habían excavado. Con todo, el mismo empuje del agua hizo comprender a Tanis que, de hecho, existía la posibilidad de escapar si tan sólo lograban nadar contra corriente y se abrían paso a través de la pared del túnel desplomada por la que irrumpía la avalancha de agua.
Al semielfo le ardían los pulmones y sintió que la idea de una muerte inminente se apoderaba de su cerebro con una oleada de pánico. No podría contener la respiración mucho tiempo más.
El líquido cenagoso oscurecía su visión élfica. Aun así, tenía que encontrar a Brandella. Tanteó enfebrecido en el espeso fango arremolinado hasta que, por fin, la agarró por un brazo. Con Brandella a remolque, se libró con esfuerzo de la tierra cavada que los aprisionaba y luego arremetió contra la brutal corriente. A fuerza de un enérgico pataleo y ayudándose con el brazo libre, casi alcanzó la abertura.
Mas el empuje de la corriente era muy grande y los lanzó de nuevo hacia atrás con una fuerza enorme que hizo de sus cuerpos unos arietes. Se estrellaron contra el extremo opuesto del túnel; merced al brutal impacto, Tanis fue incapaz de contener por más tiempo la respiración; abrió la boca.
Por fortuna, también se abrió el túnel.
Los escombros que taponaban el hueco de la excavación cedieron; se deshicieron en barro y se convirtieron en la cresta de una ola que avanzaba veloz arrastrando a su paso a Tanis y a Brandella quienes, mientras volvían a tumbos por el túnel que habían excavado, tragaban agua en su desesperado afán por coger un poco de aire.
En cuestión de segundos, estaban de regreso en el fondo del pozo. Sacudidos por una tos violenta, sintiendo que los pulmones les reventarían en cualquier momento, la pareja se apartó de la abertura por donde fluía en tromba el agua cenagosa.
La acartonada vieja y su nieto se asomaban por el borde del pozo observando el desarrollo de los acontecimientos. Advirtieron que el pozo empezaba a llenarse de agua con rapidez. El niño sonrió.
—¡Están vivos, abuela!
—Sí, es verdad, pequeño. Lo están. Y aún son nuestros prisioneros.
—Son dos; uno para cada uno de nosotros —dijo con gravedad el niño, alzando dos dedos.
Conforme subía el nivel del agua en el pozo, Tanis y Brandella se vieron obligados a ponerse de pie a despecho de la protesta de sus músculos doloridos tras los agotadores esfuerzos a los que los habían sometido durante los últimos días. Después, cuando el pozo se convirtió en una profunda alberca, el agua dejó de representar el principal peligro para la pareja. A no tardar, se encontraron subiendo al mismo tiempo que el nivel del agua hacia el borde del pozo.
—¿Qué harán… esos dos de arriba… cuando nos tengan más cerca? —preguntó entre jadeos la tejedora.
—Todo cuanto puedan para atraparnos —contestó Tanis, sin apartar la vista de los horrendos personajes, mientras tosía el agua sucia que había tragado.
La vieja dijo algo al niño, quien sonrió y asintió en silencio. Se acercaron presurosos a un rincón del pozo y se inclinaron sobre el borde, tras coger ambos algo del suelo.
Ni Tanis ni Brandella veían qué tenían los demonios en las manos. El semielfo estrechó los ojos.
—Planean algo. Ten… —un estornudo lo interrumpió—, ten cuidado —advirtió a la joven.
El nivel del agua siguió subiendo, alimentado por la corriente que fluía por el túnel desde el lecho del arroyo situado en un terreno más alto. Tanis y Brandella estaban a menos de dos metros de la boca del pozo. Otro medio metro más y el semielfo podría alcanzar tierra firme con sólo extender el brazo.
—¡Ahora! —aulló la repulsiva vieja, a la vez que echaba el brazo hacia atrás y arrojaba una piedra a Tanis; el pedrusco cayó con un chapoteo junto a su cabeza. El niño lanzó otra piedra a Brandella y la alcanzó en el brazo; la joven hizo un esto de dolor.
—¡Otra vez! —chilló la vieja—. ¡Apúntales a la cabeza!
Ahora estaba claro el motivo por el que los dos engendros habían esperado tanto para entrar en acción. Los atontarían a pedradas y después se limitarían a sacarlos del agua cuando estuvieran cerca del borde.
—¡Sumérgete! —ordenó Tanis.
La tejedora respiró hondo y se zambulló bajo el agua.
Una piedra la golpeó en la espalda mientras se sumergía de cabeza en el fangoso líquido.
El semielfo la siguió de inmediato, justo en el momento en que una piedra le pasaba rozando una oreja. Llegó a una conclusión: cuando emergieran para tomar aire, tenían que estar tan lejos como les fuera posible de la vieja y del niño.
Buceando a medio metro de la superficie, Tanis se dirigió al lado opuesto del pozo. Cuando tocó la pared, emergió a gran velocidad con la esperanza de que el impulso lo ayudara a alcanzar el borde y tuviese oportunidad de trepar a tierra firme. En lugar de ello, se encontró justo debajo de los dos demonios que ansiaban su corazón. Habían adivinado su propósito y se habían desplazado al otro extremo del pozo. Ambos le arrojaron piedras del tamaño de su puño desde una distancia de apenas unos palmos. Una de las rocas lo alcanzó en el hombro; faltó poco para que la otra lo golpeara en la frente, pero logró desviarla con el brazo.
Tanis apenas tuvo tiempo de aspirar otra bocanada de aire antes de zambullirse de nuevo en el agua. Nadó sin rumbo fijo, y, al parecer, fue una sabia decisión. Cuando emergió por segunda vez para respirar, la vieja arpía y su nieto estaban a más de cuatro metros de distancia y las piedras que le lanzaron se hundieron lejos de su blanco.
El semielfo no veía a Brandella. Confiaba en que la joven hubiese subido a tomar aire y se hubiese sumergido otra vez. En cualquier caso, esperarla en la superficie quedaba descartado. Hizo tres rápidas inspiraciones, seguidas de otra profunda que llenó sus pulmones de aire; se sumergió al mismo tiempo que más piedras volaban en su dirección.
De nuevo, Tanis nadó sin rumbo; buceó hasta llegar a una profundidad desde la cual pasaran inadvertidos sus movimientos y se dirigió al otro lado del pozo. Con los pulmones a punto de estallar, se impulsó con fuerza hacia la superficie, con los brazos extendidos para alcanzar tierra firme. Los demonios no estaban en el punto donde emergió.
Ésta era su oportunidad. Con las palmas de las manos plantadas en el borde del pozo, empezó a izarse fuera del agua. Una roca se estrelló cerca de su cadera y otra cayó muy cerca de su mano. Con un ronco gruñido, pasó primero una pierna y después la otra por el borde de la charca para, acto seguido, rodar sobre sí mismo y ponerse de pie de un salto. La vieja y el niño corrían hacia él; el pequeño arrojó una piedra que le pasó a escasos centímetros de la cabeza. La vieja blandía la azada como si manejara un hacha. Los bordes de la herramienta eran tan afilados como los de tal arma.
Aun entonces, Tanis fue incapaz de desenvainar la espada contra aquella pareja infernal, mas no por ello sentía escrúpulos para defender su vida con otros medios. El niño se frenó, poco dispuesto a atacarlo; pero la vieja se abalanzó sobre el semielfo con un destello de odio en sus horrendos ojos.
—¡Necesito tu corazón! —aulló.
Tanis la agarró por la muñeca y la forzó a soltar la azada. El chiquillo se lanzó a recogerla, pero Tanis fue más rápido que él y la arrojó de una patada al pozo; la herramienta se hundió al punto.
Mientras el semielfo inmovilizaba a la vieja arpía sujetándole los brazos contra el cuerpo, Brandella trepó con esfuerzo por el borde del pozo y corrió hacia ellos. Agarró al niño por detrás y lo alzó en vilo. El chiquillo pateó y se debatió, pero la tejedora lo mantuvo inmovilizado gracias a la fuerza de sus brazos, adquirida durante años de práctica con el arco.
—¿Qué hacemos con ellos? —preguntó, sin aflojar la presa de su brazo en torno al pecho del niño, cuyos ojos, prendidos en Tanis, centellearon ardientes—. Necesitamos tiempo para escapar.
El semielfo miró a Brandella y ella lo miró a él; a ambos se les ocurrió la misma idea de manera simultánea.
En medio de un estruendoso chapoteo, los dos demonios cayeron en el agua del pozo.
—¡No sé nadar! —farfulló la vieja con un gorgoteo.
El niño se aferró a su cuello con desesperación mientras ella se debatía en vano para librarse de su presa.
—Tampoco moriréis —replicó Tanis.
—Jamás había estado tan sucia —dijo Brandella, después de haber recorrido un par de kilómetros.
—¿Será a esto a lo que se refiere el dicho de: «Ver la mota en el ojo ajeno y no ver la china en el propio»? —comentó Tanis, esbozando una sonrisa maliciosa que borró por un instante las señales de agotamiento marcadas en su semblante.
La joven miró al semielfo de hito en hito, con las cejas ligeramente arqueadas. Había intentado limpiarse la cara del barro del túnel, pero lo único que había conseguido era extender aún más el pegajoso cieno, que en parte se había secado y había formado una fina película marrón sobre la piel.
—Scowarr se sentiría orgulloso de ti, Semielfo. Has desarrollado un sentido del humor muy agudo.
Él resopló con sarcasmo.
—Además, tienes un aspecto muy cómico, con esos pegotes de barro adheridos al cabello —agregó la tejedora, mordaz.
—También tú has cambiado desde aquel día que te vi por primera vez, en la choza de Reehsha —replicó con ironía.
Ella soltó una risita divertida.
—¡La choza de Reehsha…! Pero ¿no era un palacio?
Él coreó sus carcajadas.
—Tenía un aspecto tan mugriento que parecía no haber recibido una buena fregada desde el Cataclismo —dijo entre risas.
—Es decir, como nosotros, más o menos —apostilló la joven.
Prorrumpieron de nuevo en carcajadas, pero pronto se apagó su alborozo al caer en la cuenta de que sus compañeros de Ankatavaka habían desaparecido en el instante que Kishpa murió.
Prosiguieron durante un tiempo la penosa marcha bajo el implacable sol. El paisaje era llano, reseco, invariable. Sólo algunos hierbajos ralos asomaban entre la tierra agrietada. Al cabo de un rato, ni siquiera se molestaron en mirar adelante y se limitaron a caminar en silencio, con las cabezas gachas.
—Tal vez encontremos una charca o un arroyo donde lavarnos —dijo por último Tanis.
La joven asintió con un gesto; arrastraba los pies al caminar. Había recuperado los zapatos del pozo valiéndose de un palo, en tanto que Tanis mantenía alejados a los dos demonios con un tablón de la carreta.
—Tampoco rechazaría un trago de agua fresca y limpia, para variar. Todavía tengo el sabor del barro en la boca.
—Al menos comiste algo —se burló Tanis, a quien le rugía el estómago.
La tejedora acogió su chanza con una sonrisa. Luego alzó la vista y se quedó petrificada. Tanis dio unos cuantos pasos más antes de volverse a mirarla con expresión interrogante.
—Tanis… —susurró la joven, señalando al frente.
Él miró hacia donde indicaba Brandella. La montaña de Fistandantilus se encumbraba ante ellos. Fue como si, de repente, el sol no proporcionara calor; el semielfo se estremeció a pesar del deslumbrante fulgor.
—¿Qué hay en la base? —pregunto la tejedora, sin alzar la voz.
Él escudriñó el horizonte.
Era un pueblo.