30
Un pequeño sacrificio
Tanis se quedó sin aliento; la cabeza le daba vueltas, tan aturdido estaba. Por fin recobró el habla.
—Huma el Lancero —musitó.
El hombre blanco, enmarcado por la variedad de colores de la lujuriosa vegetación, arqueó una ceja y dedicó una mirada burlona al semielfo.
—También me llamaban así. ¿Has oído hablar de mí?
—Sí. Oh, sí —balbuceó Tanis, dominado por un temor reverencial al hallarse en presencia del héroe que, conforme a la leyenda, había expulsado de Krynn a los dragones del Mal durante la Era de los Sueños.
—Es agradable que lo recuerden a uno —se limitó a decir el caballero—. Mas debéis partir de inmediato en busca del camino de regreso a la Vida. Si fracasáis, volved y regalaos la vista con mis flores. ¡Poseo el mejor jardín del más allá! —Clavó la mirada en Tanis y después ladeó la cabeza en tanto reía—. ¿O es mi orgullo quien habla por mí?
Caminaron durante horas y horas; sin embargo, el sol no cambió su posición en el cenit, ni las nubes surcaron el cielo, ni los muertos que poblaban este mundo hicieron acto de presencia. Por último, toparon con una anciana consumida y macilenta de cabellos grises y ásperos a la que acompañaba un niño rubio con aspecto de querubín; los dos intentaban arreglar la rueda de una carreta. El vehículo estaba inclinado en un ángulo precario, en la encrucijada de caminos situada en lo alto de una colina bajo la cual corría un arroyo caudaloso.
—¿Podríais ayudarnos a mi nieto y a mí? —suplicó la anciana, con voz cascada.
La abuela, ataviada con un harapiento vestido azul oscuro, se recostaba agotada contra la carreta; Tanis estaba seguro de que aquel estilo de la indumentaria no se utilizaba hacía siglos. El niño, que llevaba una camisa ajustada y polainas de un tono marrón rojizo, ambas prendas tan pasadas de moda como las de la anciana, se mantenía en silencio, con actitud sumisa.
—Haremos cuanto podamos —ofreció el semielfo con amabilidad—. La rueda no parece estar en muy malas condiciones.
La piel de la anciana estaba salpicada con las manchas propias de la edad, y su cabello era ralo. Se irguió y se apartó de la carreta.
—No me refería a la rueda —dijo con brusquedad mientras sus ojos centelleaban sobre la afilada nariz—. La carreta no podrá repararse. Es otra cosa lo que necesitamos.
—¿Sí? —Tanis se llevó la mano hacia la espada, si bien no estaba seguro de qué lo inducía a actuar así.
—Acércate —insistió la anciana, señalando al semielfo.
Brandella agarró a Tanis por el brazo y lo hizo retroceder.
—No confío en ella. Fíjate que oculta algo a la espalda —le susurró al oído. Él asintió con un gesto.
—Dime qué es lo que necesitáis y haré cuanto esté en mi mano para ayudaros —dijo, sin avanzar un paso.
La mujer frunció el entrecejo.
—No es mucho lo que pedimos —dijo con debilidad. Su voz se quebró y una expresión de infinita melancolía se plasmó en su semblante—. Sólo un poco de amabilidad. Un pequeño sacrificio. —Tanis sintió una creciente culpabilidad. La mujer prosiguió con un timbre patético—. Tal vez, vuestras vidas.
El niño soltó una risita contenida y movió la cabeza en un gesto apreciativo.
—Tanis, fíjate en sus ojos —le advirtió Brandella.
A pesar de la distancia que los separaba, el semielfo observó sin dificultad cómo los ojos de la pareja se inflamaban y ardían en las cuencas oculares con una brillante llama azulada. El niño se rió otra vez.
—¡Os veo! —chilló con alegría a Tanis y a Brandella—. Veo que vivís y que vuestros corazones aún palpitan. —Se volvió hacia la vieja con gran excitación—. Todavía laten. ¡Laten!
—¿Demonios? —susurró Brandella.
Tanis agarró la empuñadura de la espada, pero no desenfundó el arma.
—No lucharé contra una anciana y un niño —dijo.
La esperpéntica vieja se sumó a la risa del niño, a la par que ambos se separaban de la carreta y, poco a poco, con seguridad, avanzaban hacia Tanis y Brandella. La decrépita mujer sacó con lentitud la mano que escondía detrás de la espalda y dejó al descubierto una especie de azada pequeña con filos cortantes como navajas. Parecía una versión macabra de uno de los juguetes fabricados por Flint, algo con lo que abrir un agujero en una superficie muy dura. La vieja sostenía la herramienta como si se tratara de un arma; ella y el niño empezaron a caminar en círculos.
—Una gente encantadora —dijo Brandella en un susurro.
La joven y Tanis retrocedieron y salieron del camino a la hierba alta, en dirección al cercano arroyo.
—¡Laten! —gritó el niño.
—¡Laten! —coreó la vieja.
El sol cegaba a Tanis y a la tejedora; la pareja se enjugó la frente con la manga repetidas veces. Brandella se tambaleó.
—¿Vamos a seguir retrocediendo de manera indefinida? —inquirió.
Con el siguiente paso, la pareja sobrepasó la hierba alta y pisó una fina capa de hojas y ramas secas. En el mismo momento, el suelo crujió bajo sus pies y cedió. Se afanaron en recuperar la estabilidad pero el terreno con guijarros sueltos era muy resbaladizo y cayeron a un agujero de cinco metros de profundidad.
Ninguno de los dos sufrió heridas; el terreno blando y húmedo había amortiguado lo peor de la caída. Se arrimaron el uno al otro, en cuclillas, cuando dos rostros cadavéricos de ardientes pupilas se asomaron por el borde.
—¡Funcionó, abuela! —dijo el chiquillo a la horrenda vieja.
—Pero ¿por qué? —preguntó Tanis a Brandella en voz baja. Se incorporaron e hicieron la misma pregunta a los que estaban arriba—. ¿Qué queréis de nosotros?
—¡Vuestros corazones palpitantes! —chilló la anciana, en tanto blandía la azada—. Para sostener el corazón de un ser vivo en nuestras manos y así salir de la Muerte y regresar a la Vida. Hemos esperado en esta encrucijada tres mil ochocientos ochenta y dos años, con la esperanza de que llegara este momento. Nuestra paciencia ha sido recompensada —concluyó, mientras palmeaba.
—No. Todavía, no —desafió Tanis—. No sabéis con certeza que ese cuento sea cierto. A nosotros nos dijeron que el camino que conduce fuera de la Muerte se encuentra al otro lado de la montaña de Fistandantilus. ¡Y esta información nos la ha dado el mismo Huma de la Dragonlance en persona!
—¿Quién? —preguntó la anciana.
Tanis la miro con sorpresa.
—Huma, el héroe más famoso de todo Krynn —gritó.
La mujer reflexionó un instante; luego sacudió la cabeza.
—Debió de ser después de mi tiempo. Jamás oí hablar de él —comentó, encogiéndose de hombros.
Tanis estaba fuera de sí por la frustración.
—Aun cuando nuestros corazones palpitantes fuesen el medio para que salieseis de la Muerte, vuestro propósito está tan fuera de vuestro alcance como lo esta para nosotros el salir de este agujero.
—¡Error! —gorjeó el niño rubio—. El hambre os debilitará. Necesitáis comer —dijo, moviendo la cabeza en un gesto de estar al corriente—. Yo comía. La comida sabía bien. Me gustaba la sopa, ¿verdad abuela?
—Sí —respondió la vieja, en tanto palmeaba al niño en la cabeza—. Le encantaba mi sopa de pescado —dijo, ufana, a sus víctimas.
—Os vencerá el sueño antes de que hayáis muerto —prosiguió el niño—. Entonces descenderemos y os abriremos en canal con la azada de la abuela. Sostendremos vuestros corazones en las manos, regresaremos a la Vida y comeremos sopa. ¿Verdad, abuela?
Ella sonrió en tanto asentía con la cabeza; el movimiento le soltó un mechón canoso del cabello que sujetaba en un moño.
—Comprendéis por qué me siento tan orgullosa de él, ¿verdad?
Tanis se sentó en el blando suelo del agujero e hizo caso omiso de los ladinos muertos asomados por el borde; se esforzó en discurrir algún modo de salir de su apurada situación.
Brandella suspiró hondo y se acomodó a su lado.
—Sé que no es el momento oportuno de hablar sobre ello, pero tengo hambre. Y también mucha sed —dijo, con un nuevo suspiro, a la vez que propinaba suaves tirones a los lazos de sus zapatos de piel.
—Se pasará —dijo con firmeza Tanis.
—Sí. Cuando hayamos muerto y estemos en la tumba.
Guardaron un corto silencio, contemplando la verdad que encerraban las palabras de la tejedora, hasta que la propia Brandella, enfurecida, golpeó con el puño en la pared del pozo. Un trozo grande de tierra se desplomó al suelo.
La joven miró el agujero que había hecho y al punto alzó la cabeza.
—¡Eso es!
—¿Qué? —Tanis se limitó a mirarla de reojo.
La tejedora gateó hacia él, pasando por alto el barro que se adhería a las rodilleras de sus pantalones.
—El arroyo tuerce justo detrás de este pozo. Tal vez sea el motivo por el que la tierra está tan húmeda y blanda. ¿No te das cuenta? —exclamó, con una creciente excitación—. Creo que sé cómo podemos…
Tanis le tapó la boca con la mano.
—Habla más bajo. Nos escuchan —le dijo al oído.
Ella asintió con un gesto de la cabeza y Tanis retiró la mano de su boca; dejó una mancha de barro en la mejilla de la joven, que se aproximó al semielfo.
—El terreno es tan blando que podremos excavar una salida —susurró—. Esos dos de ahí arriba no sabrán por dónde emergeremos.
—Quizá nos lleve más tiempo del que nos resta de vida —le advirtió Tanis.
—¿Cuánto viviremos si no lo intentamos? —instó ella, con la frente arrugada en un gesto exasperado—. ¿Tienes una idea mejor, Semielfo?
Tanis apretó los labios y reflexionó.
—Empecemos a cavar —dijo después.
El semielfo se valió de su espada, que ya no emitía el fulgor rojizo, para arrancar la tierra, en tanto que Brandella apartaba con las manos los terrones que se amontonaban en el suelo.
—¿Qué hacéis ahí abajo? —demandó la vieja arpía, asomándose por el borde.
La pareja hizo caso omiso y continuaron cavando a un ritmo endiablado.
—¿Qué hacen? —preguntó la vieja a su nieto.
—Imagino que cavar un túnel —respondió el niño.
Su abuela esbozó una mueca satisfecha.
—Habrán muerto mucho antes de que lleguen a la superficie. ¡Estúpidas criaturas! —dijo.
Tanis y Brandella transpiraban copiosamente por el arduo trabajo. Arrancaban y arañaban la tierra, que saltaba en terrones entre sus piernas, como si fueran dos perros que escarban para encontrar un hueso enterrado. Cuanto más se esforzaban, tanto más sudaban y más resecas sentían sus gargantas.
—¿A qué distancia estamos del pozo? —preguntó Brandella entre jadeos, tras horas de duro trabajo. La mancha que los dedos de Tanis dejaran en su mejilla había desaparecido bajo la fina película de sudor y polvo que ahora cubría su rostro.
—Calculo que a unos dos metros. —Las paredes húmedas del túnel hicieron que la voz de Tanis sonara con un tono inanimado.
La tejedora se estremeció e hizo una pausa. Sus dedos, súbitamente fláccidos, dejaron caer un puñado de tierra.
—No lo lograremos, ¿verdad? —preguntó.
—No lo sé. Pero sigue cavando —ordenó el semielfo.
Al semielfo le dolían los músculos a causa del laborioso trabajo realizado en condiciones tan precarias. Por su parte, Brandella se había roto las uñas y le sangraban los dedos.
El polvo cubría sus ropas, por dentro y por fuera, y les entraba en los ojos, en los oídos, en la boca.
—No sé si aguantaré mucho más —dijo con debilidad la joven.
—¿Tienes una idea mejor? —se burló con ternura Tanis, repitiendo su comentario anterior.
El semielfo no estaba seguro de si el sonido que escuchó era una risa ahogada o un sollozo, pero continuó excavando.