29
Vida después de la muerte
La luz brillante no era una estrella, ni una luna, ni un fuego. Era una abertura al final de un pasillo casi infinito, semejante al resplandor que se ve desde dentro de un túnel al mirar la boca de una mina.
Cuando por último Tanis y Brandella salieron a tumbos de la oscuridad, se encontraron sobre un lecho de flores de colores vividos. Sobre sus cabezas se encumbraban árboles con hojas de tonos púrpuras.
Cegados por la luz, ninguno de los dos vio otra cosa que una rápida sucesión de colores brillantes durante los primeros minutos.
—¿Te encuentras bien? ¿Estás herida? —preguntó Tanis, mientas avanzaba a tientas por el lecho de flores.
La voz de Brandella le llegó temblorosa a través de los borrones rojos, naranjas, purpuras y magentas.
—No me he roto nada. ¿Y tú?
Antes de responder, el semielfo hizo un nuevo intento de enfocar lo que al parecer era un crisantemo, aunque jamás había visto una de estas flores con aquel tono ambarino.
—Bien. Me encuentro bien. O eso creo.
—Me pregunto dónde estamos —dijo Brandella, en tanto se frotaba los párpados.
—¡Estáis en mi jardín! ¡Y lo estáis estropeando! —bramó una encolerizada voz masculina.
Tanis gateó en dirección a la voz; al hacerlo, aplastó con la rodilla un manchón de color rosa.
—¡No te muevas! —chilló la voz con un timbre aún más estridente—. ¡Sólo lo estropearás más! Espera hasta que se te haya ajustado la visión.
La pareja siguió las instrucciones.
—Además de ser tu jardín, ¿qué es este lugar? —inquirió el semielfo, mientras él y Brandella se sentaban.
Hubo una pausa.
—¿No lo sabéis?
Tanis negó con un movimiento de cabeza.
Tras unos segundos, una carcajada corta, de timbre barítono, rompió el silencio.
—¡Vaya! Este lugar es la Muerte. Todos los que llegan aquí lo saben.
«¿Jardines con flores en el más allá?», se preguntó para sus adentros Tanis. Poco a poco, un tulipán negro cobró nitidez ante sus ojos, mas, al punto, la imagen se volvió borrosa de nuevo.
—Imposible. No hemos muerto. Al menos, es mi opinión. ¿Hemos muerto, Tanis? —preguntó Brandella.
El semielfo estudió el tulipán. Cuando la imagen se tornó nítida una vez más, comprobó que era negro y lavanda. Sacudió la cabeza con la esperanza de librarse del aturdimiento; una nube de fragmentos desenfocados y multicolores pasó ante sus pupilas.
—No tengo la más remota idea. Aunque, a fuer de ser sincero, espero que no.
Lentamente, los ojos de ambos cesaron de llorar y al fin pudieron contemplar el entorno. Vieron las flores y los árboles. También vieron al hombre que a su vez los observaba de hito en hito. Era un humano de mediana edad, alto, con barba poblada, un largo y espeso bigote, y brazos robustos. Sin duda, en su juventud había sido un hombre bien proporcionado, de constitución fornida. Vestía con sencillez: unos amplios pantalones blancos y una camisa del mismo color, de un tejido vaporoso.
Docenas de pétalos se enredaban en la rizosa melena de Brandella. La mujer miró a Tanis y rió divertida; el semielfo imaginó que su cabello rojizo lucía el mismo tipo de aderezo.
—Eh… ¿veis ya? —preguntó el hombre—. Si es así, os ruego que abandonéis mi jardín.
En medio de risitas contenidas, la pareja salió de los macizos de flores. El hombre aventajaba en media cabeza a Tanis. Brandella hizo un intento de apaciguar al enojado humano.
—Jamás había visto flores como éstas. Son maravillosas.
La joven se arrodilló para oler un capullo amarillo y verde, salpicado con motas rosas y rojas. El hombre, en apariencia más sosegado, le dedicó una sonrisa indulgente.
—Proceden de la Era de los Sueños —explicó—. En la actualidad, no crecen en Krynn. Al igual que ocurre con los árboles.
Brandella olisqueó la flor y en su rostro se plasmó una expresión de sorpresa.
—No tiene perfume —dijo, perpleja, en tanto giraba sobre sus talones.
—Sí, es una pena —admitió su guía—. Son hermosas, pero están muertas; como todo cuanto está aquí.
—Salvo nosotros —lo corrigió la joven, con un deje de esperanza.
El jardinero les dedicó una mirada extraña y se dio media vuelta.
—Si es así, no tardaréis mucho en lamentarlo —dijo, mientras se alejaba.
—¿Por qué? —inquirió Tanis, mientras iba en pos de las amplias espaldas del hombre, que avanzaba por una senda de losas rojas que armonizaba con la profusión de tonalidades púrpuras y rosas de la vegetación que la flanqueaba.
—¿Por qué va a ser? Moriréis de inanición —dijo el jardinero, mirando por encima del hombro—. Aquí no hay nada comestible, nada. Todo está muerto: animales, frutas, incluso los árboles. Todo muerto. Al igual que vosotros lo estaréis si no salís de aquí cuanto antes.
Corrieron en pos del humano hasta que llegaron al pie de una pequeña colina cubierta casi en su totalidad por una alfombra blanca de árboles, flores y arbustos. Quedaban algunos claros, pero no muchos.
—Si esto es la Muerte, ¿cómo se sale? ¿Hay un camino? —inquirió Tanis.
El hombre pasó por alto su pregunta y señaló la colina blanca.
—Es la mía —dijo con orgullo—. Ojalá fuera más pequeña y más blanca, pero es cuanto pude hacer en vida —añadió con tristeza.
—Muy bonita —comentó sin interés el semielfo—. Pero ¿cómo salimos de este lugar? ¡Tienes que ayudarnos!
El hombre cambió de dirección con gesto calmoso y avanzó hacia Tanis. Su actitud no era agresiva ni amenazadora; por consiguiente, el semielfo no hizo el menor intento por defenderse. Cometió un error. Con la velocidad del rayo, la mano del jardinero se disparó, se cerró como un cepo en torno a la garganta de Tanis, y apretó.
El semielfo trató de aflojar los férreos dedos que le comprimían la tráquea, pero la presión era tan inflexible como la propia muerte. Tanis empezó a ver puntitos azules que brincaban ante sus ojos.
—¡Tanis! ¡Estoy… paralizada! —gritó Brandella, que se encontraba a unos palmos de distancia, petrificada en el acto de alargar los brazos para ayudarlo.
El semielfo estaba a punto de desmayarse cuando el hombre lo soltó. Tanis se tambaleó y se desplomó sobre las suaves losas del camino, a la vez que aspiraba con ansiedad para llevar aire a sus pulmones. Más que ver, notó que el cuerpo de Brandella perdía rigidez y alzó la mirada hacia el jardinero.
—Mi colina es mucho más que «muy bonita» —manifestó, iracundo, el hombre—. Mira los cerros y montes del entorno. ¿Qué ves?
Tanis echó una ojeada a su alrededor, pero no respondió; tenía la garganta tan dolorida que era incapaz de pronunciar una sola palabra. Fue Brandella quien contestó.
—Cientos, tal vez miles de montes oscuros en todas direcciones.
—Muy bien —dijo el jardinero, con la faz pálida y ojos terribles. Tanis comprendió cuán magnífico debió de ser en vida. Tenía los labios apretados en una mueca de cólera. Cerca, en claro contraste con el talante del jardinero, unos pétalos rosas se desprendieron con suavidad de un arbusto pequeño y flotaron hasta posarse en el suelo.
—Muy bien —repitió el hombre, en tanto señalaba las colinas—. En cambio, la mía es pequeña y blanca. Esos otros picos de allí, allí, y allí, son las mentiras y los terribles crímenes de mis vecinos. Mi colina representa mis sentimientos cuando vivía en Krynn. No fui perfecto. También tenía faltas.
Tanis estrechó los ojos en un gesto pensativo.
—¿Orgullo? ¿Tal vez un genio demasiado vivo? —apuntó con voz ronca, desde su posición en el sendero.
El jardinero miró a Tanis con sorpresa. Aunque renuente, una expresión de respeto asomó a sus ojos y un esbozo de sonrisa curvó la comisura de sus labios.
—Buena conjetura —dijo el hombre, que prosiguió con indiferencia—: En cuanto a tu pretensión de que «tengo» que ayudaros a salir de la Muerte, permíteme que te diga que vuestra suerte no me concierne. Además, al final todo el mundo viene aquí.
Brandella avanzó unos pasos cautelosos hacia el hombre.
—Con el debido respeto, aunque todo el mundo venga aquí, tal vez algunos lleguen antes de su hora —sugirió con suavidad, con la evidente intención de no alterar al temperamental jardinero—. No me refiero a que mueran jóvenes, sino a que todavía no era su momento. Y, de ser así, tiene que existir un modo de regresar. ¿No puedes decirnos cómo hacerlo?
El hombre observó a la tejedora con atención.
—Muy bien expuesto —aceptó al cabo, en tanto hacía una reverencia que armonizaba a la perfección con su blanco atuendo—. Planteado con respeto y elegancia. Quizás os diga lo que sé, después de todo.
—Eres muy amable —dijo con dulzura la joven, recurriendo a todo su encanto personal.
«Por todos los dioses, va a hacer una reverencia en el más puro estilo cortesano», pensó Tanis, que seguía sentado en el sendero; abrió la boca para decir algo, pero la tejedora se lo impidió con una mirada imperiosa. No obstante, no dobló la rodilla y permaneció erguida.
El hombre señaló al horizonte, al pico más alto de las tenebrosas montañas.
—Se dice que al otro lado de la montaña de Fistandantilus existe un acceso que conduce de regreso a la Vida. Claro que, por lo que sé, nadie ha escalado el monumento al Mal del nigromante. Ni siquiera el propio Fistandantilus. Vive en una de las laderas, siempre al abrigo de las sombras; jamás ve la luz del día.
—Si sabes que ése es el camino de regreso a la Vida, ¿por qué no intentas volver? —inquirió con temeridad Tanis.
El jardinero le dedicó una larga y dura mirada.
—Semielfo, tu parte humana se impone a veces sobre tu parte elfa —comentó. Tanis tragó saliva con nerviosismo, pero mantuvo una expresión impasible. Empezó a incorporarse, en caso de que el hombre lo atacara de nuevo.
—Viví mi vida —contestó por fin el jardinero—. La viví con plenitud. No me quedaba nada por hacer, excepto envejecer y chochear. Además, los que llegaron después me dijeron que dejé un cierto renombre. ¿Por qué echarlo a perder? Por otro lado, tengo mis flores; y paz y tranquilidad para cuidarlas… casi siempre —agregó, con una mirada significativa a Tanis—. ¿Responde esto a tu pregunta, mi joven e inquisitivo destructor de jardines?
—Sí. —El semielfo se mordió con nerviosismo los labios—. ¿Puedo hacer una última pregunta?
El hombre hizo una pausa, reflexionó, y después asintió con la cabeza. Tanis lo miró a los ojos al plantearle el interrogante.
—¿Quién eres?
El jardinero contestó con indiferencia, casi con apatía.
—Me llamo Dragonbane. Huma Dragonbane. Fui un Caballero de Solamnia.