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Carta de despedida

La alocución de Tanis en defensa de Mertwig había hecho cambiar de opinión a muchos elfos de Ankatavaka. Pero Canpho había visto el gesto impasible de Kishpa; al parecer, al mago le importaba tan poco el enano que se había marchado sin pronunciar una palabra en favor de su viejo amigo. Con los reunidos discutiendo entre ellos y tomando partido, el sanador decidió zanjar el asunto de la inocencia o culpabilidad de Mertwig de una vez por todas.

—Envío a un mensajero en busca de Piklaker, el artista —anunció—. Cuando regrese, nos dirá cómo le pagaron su obra. Si fue con objetos robados, Mertwig será castigado. Si aceptó la promesa del enano de recibir a cambio su trabajo, entonces el denunciante se hará merecedor de un duro escarmiento. Que así sea.

La decisión de Canpho pareció complacer a todos. Es decir, a todos, salvo a Mertwig.

—¡Intolerable! —gritó encolerizado—. ¿Es que mi honor sigue puesto en tela de juicio? ¿Es que se me va a considerar un criminal hasta que quede probada mi inocencia? ¡Es un insulto demasiado grave que no estoy dispuesto a admitir!

Yeblidod presintió que su esposo se encontraba en un gran apuro que escapaba a su control. Su mundo parecía derrumbarse a su alrededor; se escabulló entre la multitud y corrió en pos de Kishpa. El mago siempre había sido amigo de Mertwig y ahora no lo dejaría en la estacada cuando más lo necesitaba.

Cuando Yeblidod regresó al poco rato acompañada por Kishpa, Mertwig, perdidos los estribos, protestaba la injusta decisión de Canpho. Muchos elfos mostraban una abierta oposición en contra del enano, pero Kishpa tenía influencia suficiente para hacerlos cambiar de opinión. No obstante era preciso que el mago se inclinara en favor de su amigo.

Mertwig estaba tan absorto en defenderse, que no vio llegar a Kishpa, quien oyó la declaración de su amigo.

—He vivido aquí toda mi vida. Todos me conocéis y, sin embargo, ¡parece que mi único amigo es un forastero!

Aquellas palabras despertaron en el mago una sensación de profunda vergüenza y, por fin, se decidió a hablar.

—¡Tiene más de un amigo en este pueblo y yo me cuento entre ellos! —interrumpió al enano con voz estentórea.

Todas las cabezas se volvieron hacia Kishpa. Pero no por mucho tiempo.

El enano estaba demasiado dolido y furioso con el mago para dejarlo hablar, dijera lo que dijese. Su voz sonó estridente al replicar.

—¡Tuviste antes tu oportunidad, Kishpa! ¡Pudiste hablar en varias ocasiones, pero callaste! ¿Crees que ahora necesito ya tu ayuda, cuando todo el pueblo se ha puesto en contra mía?

—No estamos en tu contra —le aseguró Canpho, pero la expresión plasmada en los rostros de la multitud no confirmaba su aserto.

—Estoy de tu parte —dijo con sencillez el mago.

Mertwig caminó de un lado a otro como una fiera enjaulada, en medio de gesticulaciones.

—Demasiado tarde —exclamó iracundo—. Demasiado tarde. Estoy harto de este pueblo. Si fuera un elfo, esto jamás habría ocurrido. No trataríais a uno de los vuestros con tanto rigor. ¡No lo admitiré! Se acabó. Yeblidod y yo nos marchamos. Hallaré un nuevo hogar en un lugar donde se confíe en mi palabra.

—¡Mertwig, no! —gritó el mago, con un gesto de desaliento.

—Afirmas ser mi amigo. ¿Eres sincero? —lo desafió el enano.

—¡Sí, por supuesto!

Kishpa adelantó unos pasos presurosos que lo llevaron junto al que en el pasado fuera su mejor compañero. El resto de los presentes retrocedió y se formó un círculo en torno a la pareja.

—En ese caso, asegúrate de que mi hijo se reúna conmigo cuando el barco vuelva a puerto. Será tu responsabilidad. ¿La aceptas? ¿O acaso empaña tu noble código de conducta ocuparte de ese asunto? —preguntó el enano con fuerte sarcasmo.

Kishpa se puso lívido.

—Me…, me encargaré de tu hijo —aceptó mortificado.

—Gracias. Abridnos paso a mi esposa y a mí. Partimos de Ankatavaka con honor y dignidad. ¡Que nadie ose decir lo contrario!

Aturdida, sin atreverse a mirar a las caras de aquellos a quienes conocía hacía más de ciento cuarenta años, Yeblidod enlazó el brazo al de su marido y pasó frente a Canpho, a Kishpa, a todo el mundo, camino del exilio autoimpuesto.

Lo primero que hizo Brandella, nada más cruzar la puerta de su casa, fue correr hacia el telar. Encendió una vela y reanudó el trabajo con acuciante premura en la prenda inacabada: la bufanda que había planeado regalar a Kishpa. Sería su regalo de despedida. Así tenía que ser, puesto que el mago la había llevado consigo hasta la vejez.

Mientras trabajaba en el telar, Brandella sollozaba. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas y caían en el tejido. Cuando la bufanda quedó terminada, no sólo portaba su habilidad artesanal, sino todo su amor.

Con ternura, dejó la prenda sobre la almohada, en el lado de la cama ocupado en otras ocasiones por su amado. Luego, con manos temblorosas, cogió una hoja de papel de la mesa y se sentó a escribir. Las palabras no surgieron con facilidad.

«Querido mío,

»Jamás te dejaría si la elección dependiera de mí. Pero Tanis ha venido en mi busca y no puedo rehusar. Está aquí por tu requerimiento, a través de tu magia, de un hechizo conjurado por ti siendo ya un anciano. Esta vida que vivimos, afirma, no es real. Es sólo el recuerdo que de ella guardas en los días de tu vejez. A pesar de los años transcurridos, aún piensas en mí y te amo por ello… y por muchas otras cosas más. Al igual que tú no me has olvidado; juro que tampoco yo te olvidaré. Y te amaré siempre. Créeme. Lleva esta bufanda que he tejido con mis lágrimas y el dolor de nuestra separación. Pero no llores por mí; porque siempre estaré contigo.

»Siempre tuya,

»Brandella.»

Pensó muchas otras cosas que hubiera querido decirle, muchas otras vivencias con las que confortarlo, pero no sabía por dónde empezar y cómo terminar. En consecuencia, no añadió nada más, con la ferviente esperanza de que su manifestación de amor, exenta de otros pensamientos y recuerdos, le diría con más claridad cómo se sentía.

Dejó la carta sobre la bufanda y se dirigió hacia la puerta. Mas, de improviso, una idea acudió a su mente y la hizo detenerse. Levantó la vista al techo y contempló el cuadro que había pintado hacía mucho tiempo. Allí vio la imagen de Tanis que la llevaba consigo, lejos. Pero el sueño que había plasmado con los pinceles no revelaba si había tenido éxito en su empresa. ¿Y si Tanis fracasaba? ¿Y si no era capaz de sacarla de la memoria de Kishpa? ¿Y si él escapaba de la mente del mago pero ella no? ¿Qué recuerdo guardaría de ella el semielfo?

Brandella volvió con premura hacia la mesa y escribió otra nota, esta última, dirigida a Tanis. La releyó una vez finalizada y después cerró los párpados para contener las emociones que la embargaban. Una cosa era segura: sabía que Kishpa no lo comprendería. El mago no debía ver esta carta. Dobló el papel y lo metió en una caja de metal; recordó que tenía que dejar atrás la plumilla con la que había escrito las cartas. La colocó junto a la nota dirigida a Tanis, cerró la tapa y cogió la caja; después salió de la casa con premura; fuera, la luz del ocaso se apagaba por momentos.

En su camino hacia la puerta este de Ankatavaka, Brandella hizo un alto en el punto donde Tanis había matado a la araña gigante. «Un guerrero no olvida el lugar donde ha mantenido una liza», se dijo; en consecuencia, allí fue donde enterró la caja de metal. Después hablaría a Tanis de ello. Si él sobrevivía y ella no, quería que el semielfo supiera que jamás volvería a sentirse a la deriva.

La ruptura de su amistad con Mertwig resultó de por sí muy dolorosa, pero descubrir que Brandella lo había abandonado era más de lo que Kishpa podía resistir. Estaba a solas, sollozando quedamente, aferrando con fuerza la bufanda multicolor en una mano y la carta en la otra.

A su mente acudían en tropel amargos pensamientos de traición. Hablaba de amor en su carta. ¿Qué sabía ella del amor si era capaz de dejarlo, sabiendo lo que sentía? ¿Qué sabía del amor si era capaz de marcharse con un extraño? ¿Y qué decir de aquel sin sentido de ser el producto de un recuerdo evocado por su propia mente cuando fuera viejo? ¿Cómo se había dejado convencer por el semielfo de semejante locura? ¿Por qué Tanis elaboraba tamañas mentiras?

—Debí dejar que se ahogara —gritó a las figuras que Brandella había pintado en las paredes y en el techo—. Debí matarlo cien veces por incurrir en el crimen de robarme a Brandella. ¡A mi Brandella! ¡No suya! Su astucia la habrá engañado, pero ella no tardará en descubrir su falacia y regresará conmigo, más enamorada que nunca. ¡La recuperaré! ¡Lo juro!

Pero no se movió.

Aún le parecía imposible que se hubiera marchado. Miró una vez más la bufanda y la nota que sostenía en las manos. De repente, gritó algo ininteligible, estrujó la carta y la arrojó junto con la bufanda contra la pared.

Antes incluso de que cayeran al suelo, tras chocar contra la pared, se lanzó a recogerlas y las levantó con la misma ternura de quien sostiene un bebé en sus brazos. Eran todo cuanto le quedaba de ella. Al menos, de momento.

Se reunieron en la puerta este. El suelo aún aparecía manchado de sangre allí donde el enemigo había sido derrotado horas antes.

—Creí que habías cambiado de opinión —admitió Tanis.

—Lo pensé varias veces —respondió la joven con inquietud—. Si no conociera la habilidad de Kishpa en la magia, habría pensado que todo cuanto dijiste era la insensata retahíla de un loco. Aun ahora, me pregunto si he puesto mi vida en las manos de alguien de quien debería huir.

—Cualquier cosa que diga no servirá para esclarecer tus dudas. Sólo cuando descubras por ti misma que te he salvado, sabrás que es cierto lo que afirmo.

La tejedora se mantuvo inmóvil, con los brazos caídos a los costados. A lo lejos, en el campo de batalla, se alzó el canto de un pájaro de la pradera. Luego volvió el silencio.

—Muy bien, adelante. Estoy aguardando —dijo la joven.

El sol se había puesto y la única luz que los alumbraba procedía de un par de antorchas prendidas a ambos lados de la puerta. Tanis cogió una.

—Sígueme. Hemos de ir a un sitio —anunció, asumiendo una actitud de seguridad que estaba muy lejos de sentir—. Es allí donde la magia de Kishpa nos liberará.

El semielfo la tomó de la mano y abandonaron Ankatavaka hacia la oscuridad de la noche. El aire era dulce y Tanis se imaginó que llevaba a esta hermosa mujer a dar un paseo bajo las estrellas.

«Mírala —pensó, dedicándole una fugaz ojeada—. Va al encuentro del hombre a quien ama con una entrega total». ¡Cuán distinta de Kitiara! La espadachina había hecho siempre su voluntad y, en todo caso, habría sido él quien la habría seguido. Pero Brandella… Tanis frunció el entrecejo. Ojalá fuera su amada, no la de Kishpa; al menos, por esta noche. Pero ¿qué demonios le pasaba?, se recriminó. Había venido para cumplir el deseo de un anciano moribundo y ahora barajaba las posibilidades de robar los recuerdos del mago en su propio provecho. Él, y no Mertwig, debería ser juzgado. Mas Brandella le sonreía con tanta ternura… Sus manos encajaban tan bien la una en la otra…

Tanis tropezó con la raíz de un árbol y estuvo a punto de irse de bruces.

—¿Te encuentras bien? —Brandella se acercó más a él, envuelta en un perfume de flores silvestres y especias aromáticas. La oscuridad tornaba el color verde de su blusa en otro negro. Sus pupilas brillaban en su semblante suave y terso cual porcelana.

—Eh… creo que sí —respondió. Con el propósito de disimular su nerviosismo, Tanis acercó la antorcha a la raíz del árbol, como si examinara la causa de su tropezón. Una sombra cruzó por el árbol cuando la luz de la tea se movió—. Un tronco hueco. Creo que estamos cerca. Aquí es donde Scowarr me salvó la vida; por consiguiente, estaba de pie allí cuando me materialicé. —Apuntó con la antorcha hacia el centro de la herbosa pradera.

Por alguna razón —Tanis deseó que fuera porque Brandella quería prolongar el tiempo compartido por ambos—, caminaron con lentitud hacia la dirección señalada. Él aún la agarraba de la mano. Respiró hondo.

—Creo que es aquí donde aparecí —dijo por último.

—¡Aguarda!

La miró sorprendido, pero su rostro, iluminado por la titilante luz de la antorcha, no denotaba temor. Con todo, algo la inquietaba, pero no alcanzaba a imaginar qué era.

—¿Qué te ocurre?

—Si algo sale mal… —comenzó la joven.

—Todo irá bien. Kishpa dijo…

—Escúchame —lo interrumpió, a la vez que lo aproximaba hacia ella—. Si regresas a tu mundo sin mí…, si no consigo escapar de la memoria de Kishpa…, si desaparezco…, ve al lugar donde mataste a la araña gigante. Dejé algo allí, al pie de la empalizada, enterrado en una cajita. Es para ti. Sólo para ti, Tanis. ¿Comprendes?

—Sí. —Su mente se quedó en blanco por la proximidad de la joven. Luego, con un suspiro, agregó—: Ha llegado el momento. ¿Estás preparada?

La tejedora abatió los párpados y asintió en silencio.

Sin soltar su mano, Tanis alzó la mirada a la negrura de la noche.

—¡Kishpa! ¡Haznos regresar! ¡Brandella está conmigo! ¡Sálvala!

No ocurrió nada.

—¡Kishpa!

—Aquí estoy —respondió la voz del mago.

Tanis sintió una oleada de alivio. No quedarían atrapados en la memoria del mago, después de todo. Pero, entonces, el cuerpo del semielfo se puso rígido por la conmoción. La voz pertenecía a un hombre joven, no a un mago anciano que agonizaba. Tanis sintió la punta de una daga apoyada con fuerza contra su espalda.