22
Punto de encuentro

Mertwig miró con angustia cuando el semielfo se abrió paso hasta el hueco abierto en el centro de la multitud.

—Desconozco si el enano es merecedor de los cargos que se le imputan, pero he de decir algo que todos ignoráis —comenzó en voz alta.

Mertwig enrojeció. Hubiese querido gritar, «¡traidor!», pero sabía que, si lo hacía, no lograría más que empeorar su situación. En lugar de eso, hundió los hombros e inclinó la cabeza como si tratara de resguardarse de un viento fuerte y gélido.

—Apenas me conocéis —prosiguió Tanis dirigiéndose a los aldeanos reunidos—. Y, a fuer de ser sincero, tampoco yo os conozco mucho. No obstante, sé lo que es el sacrificio y la valentía; y, si estoy aquí para hablar de ellos, es gracias al enano sobre el que ahora pesa una acusación de robo.

Algunos elfos murmuraron y se removieron intranquilos.

—El enano ha vivido aquí mucho tiempo —dijo uno de los aldeanos, que hasta entonces había permanecido en silencio—. No nos precipitemos en nuestros juicios.

Varios elfos asintieron con la cabeza, dando muestras de aprobación. Tanis aguardó a que terminaran los comentarios. El sol del atardecer otorgaba a su cabello un resplandor rojizo. Su vestimenta de cuero también emitía un cálido resplandor. Mertwig comprendió que el semielfo se encontraría mucho más a gusto rastreando un venado por el bosque que dirigiéndose a una numerosa asamblea.

A diferencia de Scowarr, pensó Mertwig, el semielfo hablaba sólo por obligación, no le gustaba atraer la atención sobre él. Tanis reanudó su alocución.

—Que se sepa que Mertwig, el enano, vino en mi auxilio cuando luchaba contra la araña gigante. Me salvó la vida con riesgo de la suya propia. Por razones que no me explicó —modestia, quizá—, me pidió que no contara su hazaña.

Yeblidod miró a la concurrencia, retándoles a que se atreviesen a criticar a su amado Mertwig.

—Falto a la palabra dada al deciros esto, pero me sentía incapaz de guardar silencio —prosiguió Tanis—. Hablo en su defensa ahora porque semejante heroísmo no encaja con la imagen de ladrón que quiere dársele. Os pregunto a todos: ¿arriesgaría un ladrón su botín —por no mencionar su propia vida— para salvar a un extraño de una muerte cierta?

Mientras los elfos comentaban entre sí, impresionados por el argumento planteado por Tanis, Mertwig escuchó a Brandella hablar con Kishpa.

—Habla con elocuencia en favor de tu amigo. ¿No deberías hacer lo mismo mientras aún estás a tiempo?

El enano ladeó la cabeza a fin de captar la respuesta del mago.

—Se lo advertí. Tomó su propia decisión —dijo Kishpa con aspereza.

—¿Entonces crees que miente? ¿Piensas que es culpable?

—Yo… no estoy seguro. Pero…

Tanto el enano como el mago advirtieron el cambio de expresión en Brandella. Kishpa enmudeció; Mertwig sintió que su interés crecía por momentos. Algo había alterado a la joven. Dirigió una mirada escudriñadora a la multitud y vio que Tanis, una vez concluido su discurso, se abría paso entre el gentío y se encaminaba hacia la pareja.

—¿Qué ocurre? —se interesó el mago.

—Nada. —Brandella volvió el rostro para eludir la mirada del hechicero; desde su posición, Mertwig vio con claridad la expresión de dolor que empañaba sus dulces ojos.

—Te conozco bien —insistió Kishpa—. Por favor, ¿qué te preocupa?

Ella se estremeció.

—Pronto estaré bien. Guarda silencio un momento. —Brandella hizo un esfuerzo denodado por controlar sus emociones. Respiró hondo—. Mira, ahí viene Tanis.

El semielfo llegó junto a la pareja y saludó con una amable inclinación de cabeza a Kishpa; a continuación se agachó hacia Brandella y le murmuró algo al oído. Ella, con un leve estremecimiento, asintió, dirigió unas palabras al mago que Mertwig no captó, y el semielfo se alejó presuroso.

Al enano no le pasó inadvertido que cualquier idea relacionada con su dilema había volado de la mente del hechicero. Algo ocurría entre el semielfo y Brandella y, a juzgar por la firme decisión impresa en el semblante de Kishpa, el mago no descansaría hasta descubrir de qué se trataba.

—Vengo a recordarte tu promesa —susurró Tanis a Brandella—. La batalla ha concluido. Ha llegado la hora de que abandones este lugar antes de que tú misma y todo lo demás desaparezcáis. Reúnete conmigo detrás de la cabaña de Reehsha.

La tejedora sopesó por un instante la posibilidad de quedarse, de desvanecerse cuando el anciano hechicero dejara de evocarla. Encontraba una atracción fascinante en la idea de morir juntos de ese modo. Mas ¿quién recordaría a Kishpa si ella dejaba de existir? ¿Quién mantendría vivo el recuerdo del mago? Con un suspiro, accedió a acudir a la cita con Tanis.

Antes de entrar al jardín posterior, el semielfo miró por la ventana el interior de la cabaña de Reehsha; respiró con alivio al comprobar que el viejo pescador no estaba allí.

Desde donde se encontraba, Tanis no divisaba la zona de la playa en la que se celebraba la fiesta, pero sí el titilante reflejo de las olas del estrecho de Algoni. El sol no tardaría en ponerse y el llameante fulgor de la superficie del mar se apagaría. Deseó que su desaparición y la de Brandella ocurriese del mismo modo sencillo y fugaz.

De improviso, sintió que el latido de su corazón se aceleraba. Ahora que estaba tan cerca de cumplir la promesa hecha al anciano hechicero cayó en la cuenta, no sin cierto sobresalto, de que ignoraba cómo regresar a su propio tiempo. Clotnik le había dicho que Kishpa se encargaría de ello. Pero ¿cómo? ¿Y cuándo?

Tanis estaba sumido en hondas cavilaciones cuando escuchó una voz suave.

—Aquí me tienes.

La tejedora estaba al otro lado del jardín, cerca de la casa. Los oblicuos rayos del sol poniente se reflejaban en su cabello y conferían a los oscuros rizos un tinte rojizo; el corazón de Tanis latió aún con más fuerza.

Se acercó presuroso hacia la joven.

Brandella le había dicho a Kishpa que se sentía cansada y regresaba a casa. Si había algo que el mago sabía acerca de esta mujer, era que las mentiras no acudían con facilidad a sus labios. La desconfianza, no obstante, se adueñó de él.

El mago se levantó para seguirla a una distancia prudente, pero Scowarr lo vio abandonar la fiesta y corrió a reunirse con él.

—Tengo un chiste para ti —dijo el hombrecillo—. ¿Conoces al mago que responde siempre «no»?

—No.

—¡Ah, te cogí!

Kishpa vio que Brandella tomaba una dirección que la alejaba del camino que llevaba a su casa y frunció el entrecejo.

—No te ha gustado, ¿eh? —preguntó Scowarr.

Kishpa no respondió. Aceleró el paso y dobló a la derecha, siguiendo el camino tomado por la tejedora.

—Bueno, pues te contaré otro —insistió Alfeñique, manteniendo el mismo paso del mago.

—Ahora no —cortó con brusquedad Kishpa, en tanto alejaba con un ademán al hombrecillo.

—¿Qué te he hecho? —protestó Scowarr, adoptando una actitud de dolida inocencia. Kishpa pensó que al hombrecillo podría atribuírsele sin dificultad una ascendencia kender.

—Lo siento —se disculpó, con un suspiro—. He de atender un asunto personal. Regresa a la playa y diviértete.

Scowarr se plantó de un salto delante de Kishpa, con una sonrisa zalamera.

—¿Cómo voy a divertirme si mi mago favorito está molesto conmigo?

Kishpa se detuvo a regañadientes.

—No estoy enfadado contigo —dijo con evidente irritación, en tanto observaba cómo Brandella torcía una vez más a la derecha. A juzgar por el camino que llevaba, daba la impresión de que se dirigía dando un rodeo hacia la cabaña de Reehsha. «¿Por qué?», se preguntó. Hizo un quiebro para zafarse del hombrecillo, reanudó la marcha y aceleró el paso, pero Scowarr fue en pos de él. No había avanzado mucho, no obstante, cuando un grito lo hizo detenerse de nuevo.

—Es Yeblidod —dijo Alfeñique, mientras echaba una ojeada sobre el hombro.

La esposa del enano se acercaba hacia ellos con pasos inseguros y los ojos enrojecidos por el llanto.

—Kishpa, regresa —suplicó—. Vuelve a la playa y ayuda a mi Mertwig.

—¿Más problemas? —se interesó el mago.

—Te necesita —dijo Yeblidod, a la par que le tiraba de la manga de la túnica, aferraba su brazo y sollozaba de miedo y dolor.

A pesar de que Kishpa ansiaba ir en pos de Brandella, no tuvo el valor de rechazar la súplica de la esposa de su viejo amigo. Tras lanzar una ojeada preocupada en la dirección por la que había desaparecido la tejedora, suspiró hondo y volvió sobre sus pasos, acompañado por Yeblidod.

—No me siento capaz de marcharme sin una palabra de despedida —dijo Brandella entristecida, con la mirada prendida en el reluciente mar. Estaban sentados y habían permanecido tan callados que una pequeña bandada de gaviotas se había posado en la arena, cerca de sus pies, con la evidente esperanza de que la pareja hubiese traído algo de comida que compartir con ellas.

Tanis sabía que tal vez no les quedaba mucho tiempo, pero también sabía cuán duro resulta alejarse de aquellos a quienes amas sin decir adiós. Rememoró la brusca marcha de Kitiara. Los duros y negros ojos de las gaviotas le recordaban el brillo colérico de los ojos de Kit cuando se alejaba en tromba de él.

Brandella advirtió la expresión de tristeza plasmada en su semblante y pareció comprender que eran dos almas gemelas.

—¿Es la separación lo que duele más o es el no decir adiós? —preguntó, de manera tentativa.

—Las dos cosas. —Soltó una risa áspera, recordando el modo en que Kitiara se había despedido de él. Luego, agregó con expresión pensativa—: Pero, en definitiva, es mejor decir a alguien lo que sientes y que el otro haga lo mismo. Sin esas palabras a las que aferrarte —ya sean para bien o para mal—, es como si fueras a la deriva.

Brandella se arrebujó en su chal para resguardarse del aire fresco del anochecer.

—¿Es así como te sientes, a la deriva? —preguntó.

El silencio del hombre fue una respuesta elocuente. Brandella tendió la mano para coger la suya, pero lo pensó mejor y se limitó a permanecer en silencio.

Tanis pensó que la tejedora era distinta a todas las mujeres que conocía; pero jamás sería suya. Aquel asunto lo estaba volviendo loco. La joven rompió el mutismo.

—¿Qué debo hacer?

—Deja a Kishpa una nota —sugirió, después de tragar saliva con esfuerzo—. De ese modo, conservará siempre tus palabras. Tendrá algo a lo que aferrarse.

La joven recapacitó un momento y después, muy despacio, con tristeza, habló.

—Sí, quizá sea lo mejor. De otro modo, tal vez no sería capaz de separarme de él.

En aquel instante, Tanis recordó la plumilla mágica que Kishpa le había entregado. Según las palabras del mago, una banda de sligs lo seguía para apoderarse de ella. Tenía razón; si la dejaba aquí, jamás la encontrarían. Rebuscó en el fondo de un bolsillo de la túnica y se la tendió a la joven.

—Esto perteneció a Kishpa —dijo conmovido—. Me lo dio para que lo dejase en este tiempo y en este lugar. De sus manos a las mías, te lo entrego para que le escribas tu despedida.

La tejedora cogió la plumilla con ternura. Era sencilla, de madera, pero esto no pareció importarle. Había pertenecido a Kishpa.

—Gracias —dijo, luchando por dominar las emociones que la embargaban.

—Sólo te pido una cosa —dijo el semielfo, azorado—. Cuando termines la nota, deja la plumilla aquí. No la lleves contigo.

—Haré lo que me pides. —Lo abrazó con gratitud. El movimiento espantó a la media docena de gaviotas posadas a sus pies.

El olor de su cabello, el roce de los brazos, conturbó al semielfo. Un instante después, se separaba de él con expresión turbada.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Tanis con un susurro.

Brandella asintió en silencio, incapaz de mirarlo a la cara.

—Iré a casa ahora para escribir la nota.

—Sí. Muy bien. Cuando termines, reúnete conmigo en la puerta este del pueblo —accedió el semielfo, no sin cierto alivio.

Apenas se había alejado unos pasos cuando la llamó.

—¡No tardes mucho, por favor!

No estaba seguro de si se lo dijo porque temía que el tiempo se les estaba acabando o simplemente porque necesitaba verla de nuevo cuanto antes.

Scowarr no acompañó a Kishpa y a Yeblidod. Había observado a Tanis, Kishpa y Brandella, y no le había pasado por alto el curioso comportamiento de los tres. El hombrecillo era un bufón, pero no idiota; presentía que se avecinaban problemas y decidió que, como salvador de Ankatavaka, tenía la obligación de impedirlo. La llegada de Yeblidod había sido un golpe de suerte. Sabía, no obstante, que Kishpa no estaría ausente mucho tiempo. Scowarr estaba convencido de que era capaz de arreglar el asunto, con rapidez, antes de que la gran victoria, a la que tanto había contribuido, se echara a perder por una traición y un asesinato.

Alfeñique siguió el camino tomado por Brandella con la esperanza de que sus peores temores no se confirmaran. Cuando llegó al jardín de la cabaña de Reehsha, comprobó con desaliento que sus sospechas eran acertadas.