20
Lucha a muerte

La bestia gritó. El rugido, tan cerca de Tanis, retumbó en sus oídos de forma dolorosa. Entonces, de improviso, la araña se alejó y soltó su presa. Tanis se debatió contra la pegajosa urdimbre y se giró para ver lo que ocurría.

Entre las patas de la criatura divisó a su salvador, alguien a quien no esperaba ver allí. ¡Era Mertwig! El viejo enano se había acercado a la araña por detrás y le había aplastado el extremo de una pata con su hacha. El monstruo enfocó todo su odio en el nuevo enemigo.

Mertwig se maldijo por ser tan estúpido. Lo único que iba a conseguir era morir junto al semielfo. Aun así, tenía que hacer algo para ayudar a quien, con tanta nobleza, había salvado a Yeblidod.

El enano había dejado caer la pesada bolsa de cuero que llevaba cuando salió de un callejón adyacente para atacar al monstruo, con la esperanza de alejarlo de Tanis. Su treta había tenido éxito, pero, ahora, ¿quién lo salvaría a él de la encolerizada bestia?

Mertwig profirió otro juramento bastante grosero y malsonante. Tenía una gran experiencia en combates y sabía que uno no entablaba una liza a vida o muerte con la esperanza de disponer de otra ayuda que no fueran las armas que llevaba en las manos. Tales armas —su hacha y una daga larga y curvada— no serían suficientes para derrotar a aquella monstruosidad. Aun así, el enano se mantuvo firme a la vez que blandía el hacha en amplios círculos sobre su cabeza. Su intención era arrojarla al punto donde se unían las patas delanteras de la araña, con la esperanza de alcanzar alguno de los ojos salientes y de ese modo cegarla. Quizás entonces tuviera la ocasión de recoger la pesada bolsa y huir. Era su única oportunidad.

La araña no parecía ver peligro alguno en la ondeante hacha que giraba en círculos sobre el enano. Se lanzó hacia adelante alargando tres patas, a la vez que agachaba el abdomen. Justo en ese instante, el enano arrojó el hacha. El arma hendió el aire en un arco ascendente y trazó un ángulo que la llevó muy por encima de la monstruosa criatura. Su blanco fue la barricada, donde se clavó.

—¡Por Reorx! —gritó Mertwig, en tanto se zambullía de cabeza tras la enorme bolsa de cuero.

Tan pronto como el enano captó la atención de la araña, Tanis intentó una vez más encontrar su espada recorriendo a tientas los bordes de la constrictiva tela. No la localizaba. Quiso alzar la cabeza, pero los hilos del tupido capullo se lo impedían. Frustrado, pateó el extremo inferior de la tela con la esperanza de romperla.

Ni se rompió ni se desgarró. El movimiento de las piernas, no obstante, hizo que algo atrapado entre los hilos, cerca de su pie derecho, resonara al chocar contra los adoquines. Aquel sonido devolvió el ánimo al semielfo. Había encontrado la espada.

Se apresuró a girar sobre el costado derecho y, doblándose cuanto le permitía la pegajosa sustancia, se valió del pie derecho para empujar hacia arriba el arma a la vez que alargaba el brazo para alcanzarla.

Rozó con las puntas de los dedos el borde de la empuñadura.

Tanis se estiró un poco más. Avanzó un par de centímetros, pero todavía no conseguía agarrar la espada. Sentía los músculos como si se le fueran a romper en cualquier momento por la tensión a la que los tenía sometidos, pero aun así los forzó un poco más. En esta ocasión, sus dedos se cerraron en torno al extremo de la empuñadura, a la que propinó un pequeño tirón; un instante después sentía el tacto frío del metal en la palma de la mano.

La espada emitía un fulgor carmesí.

Tanis alzó el arma y la hoja atravesó con facilidad la tela del capullo. Estaba libre.

El semielfo se incorporó a tiempo de advertir el gran peligro que corría Mertwig; el enano se zambullía en ese momento tras la bolsa de cuero. Todavía saltaba en el aire, cuando Tanis salía ya disparado hacia el cercano parapeto. Desde lo alto de la barricada vio que el enano había eludido por poco las afiladas patas de la araña. El monstruo no fallaría la próxima vez.

El semielfo tenía que matarlo de inmediato, o morir en el intento. Calculando la distancia, Tanis corrió hacia la araña por encima de la empalizada y, al llegar al borde, saltó por el aire. Cayó sobre la espalda del monstruo y hundió a fondo la espada en el cuerpo de la araña.

La bestia se encabritó por la conmoción y el dolor; enfurecida, trató de desmontar a Tanis. El semielfo resbaló por el costado derecho, pero se mantuvo firmemente sujeto a la empuñadura de la espada. El brusco tirón, combinado con su peso, hizo que la hoja se deslizara poco a poco hacia abajo abriendo en canal a la criatura.

La araña intentó agarrar a Tanis con sus patas, pero el semielfo estaba en un ángulo que lo ponía fuera de su alcance. Entonces embistió de costado contra la barricada, con el propósito de aplastarlo. Tanis adivinó su propósito; sacó de un tirón el arma y saltó en el aire. Antes de que el monstruo tuviera tiempo de levantarse, el semielfo se encaramó una vez más sobre él. Con un golpe certero, la espada se hundió en el centro vital del cuerpo de la criatura, donde confluían todos los nervios. En el mismo momento, todas las réplicas desaparecieron. Derrotado, el único ejemplar real se encogió sobre sí mismo y, con un golpe sordo, se desplomó muerto en el suelo.

Tanis cayó con la criatura y aterrizó al pie de la barricada.

Mertwig corrió hacia él y se arrodilló a su lado.

—¿Estás herido? —El enano tenía el rostro ceniciento y temblaba violentamente de pies a cabeza.

Tanis, a quien el golpe de la caída lo había dejado sin resuello, fue incapaz de responderle. Se incorporó hasta quedar sentado, pero la cabeza le daba vueltas.

Mertwig lo obligó a inclinarla de modo que le quedara colgando entre las rodillas.

—Yeblidod actúa así cuando alguien se desmaya. No te muevas y respira con lentitud. Iré en busca del sanador —ordenó el enano. Pero Tanis alargó la mano y lo aferró por el brazo. Tras unos cuantos segundos, el semielfo se sintió capaz de hablar. Alzó la cabeza.

—Estoy bien —jadeó—. Ayúdame a levantarme.

Con la colaboración del enano, Tanis se puso de pie. Comprobó con alivio que, salvo una ligera sensación de vértigo, estaba ileso. No podía decirse lo mismo de la araña.

—Jamás vi algo parecido… —comenzó Mertwig.

Tanis no le dejó terminar la frase.

—A no ser por ti… —Enmudeció para dominar una náusea; luego prosiguió—. Te debo la vida, Mertwig. Si puedo hacer algo por ti…

Esta vez fue el enano quien lo interrumpió, a la par que erguía la cabeza con actitud ofendida.

—Soy yo quien estoy en deuda contigo por salvar a Yeblidod. —Hizo una pausa al escuchar el tumulto de un gran gentío que venía a toda carrera por la calle—. Mas, ahora que lo mencionas, hay algo que puedes hacer por mí —se apresuró a rectificar—. Te ruego que no le digas a nadie que estaba aquí. No me has visto, ¿comprendes? Lo que hiciste, lo hiciste tú solo. ¿Me lo prometes?

Tanis no salía de su asombro.

—Pero ¿por qué…?

—Por favor. ¡Tienes que darme tu palabra! —insistió el enano.

—Desde luego, pero…

—Bien. Esto es un juramento solemne —le advirtió Mertwig.

Sin más, corrió hacia la pesada bolsa de cuero que dejara caer unos minutos antes, se la echó al hombro y se alejó a gran velocidad por un oscuro callejón. Se había perdido de vista cuando Scowarr, Kishpa y Brandella aparecieron por una esquina, al frente de cientos de elfos que corrían hacia Tanis.

Scowarr y los demás refrenaron la carrera y luego se detuvieron. El espectáculo que ofrecía Tanis, solo, erguido junto a la araña desplomada, los había impresionado.

Kishpa estudió al semielfo.

—Temí encontrarte muerto y a las arañas deambulando por el pueblo —dijo el mago, con evidente alivio.

La reacción de Brandella sorprendió a todos y en especial a Kishpa. Tras detenerse y asimilar lo acontecido, echó a correr de improviso y se abrazó con fuerza a Tanis.

Fueron muchas las cejas que se arquearon sobre los ojos almendrados, pero nadie dijo una palabra excepto Kishpa quien, al llegar junto a Tanis, habló con una voz que denotaba el esfuerzo por controlarse.

—Te estamos agradecidos por lo que has hecho por Ankatavaka.

Luego, con suavidad pero de manera inexorable, apartó a Brandella del semielfo.

—Dinos cómo lo hiciste —pidió excitado Scowarr, que no se había percatado de los celos de Kishpa y la turbación de los elfos.

Tanis, atónito aún por la forma espontánea con que la joven había demostrado su aprobación, procuró minimizar su proeza.

—No habría sobrevivido a no ser porque Kishpa había hechizadlo mi espada. Además, tuve mucha suerte.

—Y mucho valor —añadió Scowarr, orgulloso de su amigo.

Kishpa estrechó los ojos. Parecía debatirse entre distintas emociones antagónicas: desconcierto por la reacción de Brandella hacia Tanis, respeto por la valentía del semielfo y, quizá, celos por tener que compartir la gloria con quien, al parecer, se estaba convirtiendo en su rival.

Tanis observaba la lucha del mago y se preguntó cuál de aquellos sentimientos se impondría sobre los demás.

La incógnita se despejó cuando el mago de túnica roja se volvió hacia la muchedumbre.

—Tenemos otra victoria más que celebrar hoy. ¡Que empiece la fiesta! —gritó el hechicero.