19
El hechizo

Se produjeron nuevos gritos en las fuerzas enemigas mientras Tanis trepaba a la barricada.

Al llegar a lo alto, el semielfo dio un respingo ante la escena que tenía lugar allá abajo, al otro lado del parapeto. Una araña gigantesca, de largas patas denticuladas y afiladas mandíbulas, arremetía contra cualquier soldado humano que encontraba en su camino y dejaba a su paso un rastro sanguinolento de carne desgarrada. Las réplicas ficticias de los humanos que caían muertos o heridos reflejaban el mismo aspecto que sus originales, por lo que parecía que eran docenas los que se desplomaban en medio de agónicos sufrimientos. La araña mataba en medio del silencio, pero el estruendo de sus víctimas resultaba ensordecedor. Brandella gimió horrorizada y dio media vuelta para no contemplar la masacre; muchos elfos reaccionaron del mismo modo.

No pasó mucho tiempo antes de que la simple contemplación de la espantosa criatura propiciara la retirada en masa de los soldados reales, seguidos al unísono por sus réplicas. No obstante, los humanos situados en la retaguardia encajaron las flechas en sus arcos y las dispararon contra la gigantesca araña.

Una lluvia de proyectiles surcó el aire; temeroso tal vez de que lograran matar a la criatura, Kishpa reanudó la salmodia en el arcano lenguaje que, a juicio de Tanis, sólo Raistlin habría sido capaz de comprender.

El hechicero, en lo que en opinión del semielfo fue un acto de justicia, recurrió al mismo conjuro de multiplicación utilizado por sus oponentes humanos. A la par que las palabras del mago adquirían más y más fuerza, los alaridos en campo abierto crecían hasta un punto desgarrador conforme los soldados humanos se enfrentaban a un número creciente de arañas gigantes.

Por norma, las arañas eluden la lucha a menos que se sientan amenazadas y crean que no tienen otra alternativa. Con el parapeto a sus espaldas, la única dirección en la que tenían una salida factible era al frente y de allí provenían las dolorosas flechas y el enjambre de humanos amenazantes.

En medio de la confusión creada por el avance de las arañas entre la multitud, se hizo imposible distinguir cuál de ellas era la original y cuales las réplicas mágicas. Matar a la verdadera habría terminado con los apuros de los humanos, pero al ignorarlo, no tuvieron más remedio que atacarlas a todas. Las flechas procedentes de las barricadas elfas contribuyeron a hacer más infernal si cabe la situación de los soldados.

El ejército humano, tanto los hombres reales como los duplicados, se dio a la fuga. Retrocedieron como barcos en mitad de una galerna, girando al unísono y cambiando de rumbo como impulsados por un vendaval. Ebria por el baño de sangre, la verdadera araña los persiguió, impulsada por una ansiedad insaciable. Como era de esperar, el resto de las monstruosas réplicas la siguió en una danza macabra de docenas de largas y afiladas patas que avanzaban por la abierta pradera cual pesadillas vivientes.

El ejército enemigo estaba derrotado.

En las barricadas, los elfos prorrumpieron en gritos de alegría por su liberación. El nombre de Kishpa se alzó entre los defensores y levantó ecos en el cielo matinal.

Por su parte, el mago se erguía en lo alto del parapeto, apoyado en el hombro de Brandella, exhausto. Sosteniendo a su amado, la tejedora dirigió una mirada a Tanis que parecía decir: «¿Lo ves? Te advertí que me necesitaría», y el semielfo, que comprendió su mensaje, asintió con un breve cabeceo. Un puñado de agradecidos aldeanos corrió hacia su mago y lo bajó del parapeto a hombros; Brandella seguía al grupo. El resto de los elfos danzaba en las barricadas, mostrando una actitud contradictoria con su notorio carácter reservado.

—¡Tenemos que celebrar una fiesta! —gritó Canpho, el sanador, quien recorría el perímetro de la plaza mayor sobre sus cortas y rechonchas piernas.

—¡Sí, una fiesta! —corearon los elfos, en tanto descendían con premura de las barricadas.

—¡Vayamos a buscar a las mujeres para que se reúnan con nosotros! —gritó Canpho—. ¡Nos ha salvado una gran magia!

El estruendo de vítores y gritos retumbaba en el aire; el agotamiento se marcaba en el semblante de Kishpa, si bien irradiaba satisfacción por las alabanzas. No era de extrañar, pensó Tanis, que el mago recordase este momento hasta el último detalle después de muchos años.

—Vamos, encenderemos hogueras en la playa —propuso Canpho—. Que todo el mundo traiga algo de comida. Compartiremos nuestras escasas reservas para celebrar la victoria.

Los parapetos quedaron vacíos y los elfos del pueblo transportaron en hombros a Kishpa por las calles, en medio de una alegría desbordante.

Scowarr se quedó atrás, junto a Tanis. El enjuto humano se había puesto otra vez las ropas de ayer, salvo los vendajes, sin duda para no estropear su nueva vestimenta.

—¿Por qué no vas con ellos? —se interesó el semielfo.

—Ayer yo era el héroe —se quejó el hombrecillo, con expresión taciturna.

Tanis sonrió por su amigo humano; humano y susceptible.

—Los elfos no son tan volubles como los humanos, Scowarr. No olvidarán lo que hiciste por ellos. Mas ahora es Kishpa quien merece sus alabanzas. No sientas envidia de él.

—¿Quién dice que la siento? —exigió Alfeñique con aire belicoso.

Tanis no respondió. Un ruido, rasposo y extraño, le había llamado la atención. Parecía provenir de alguna parte a sus espaldas. Miró por encima del hombro y retrocedió horrorizado. Una pata de araña, larga, afilada y ensangrentada, trepaba sobre lo alto de la barricada.

—No estoy celoso, ni mucho menos —prosiguió Scowarr con petulancia—. Me sorprende que se te haya ocurrido ni por un momento que…

Tanis alargó la mano, agarró a Alfeñique por el cuello de la camisa y lo obligó a dar media vuelta.

Scowarr palideció al ver aparecer otra pata gigantesca.

—No es posible —dijo incrédulo, con voz temblorosa.

Otra pata pasó por encima del parapeto. Después, otra más. La empalizada se alabeó a causa del peso y gimió, como anunciando el horror que se avecinaba, en tanto la araña empujaba hacia abajo, apoyada en las patas delanteras. El cuerpo grotesco de la criatura surgió de súbito, con las patas posteriores ondeando tras él hasta que encontraron agarre en lo alto del parapeto.

Un instante después, más patas de arañas, largas, afiladas como cuchillas, empapadas de sangre, aparecieron a todo lo largo de las paredes de la fortificación. Por doquier surgían los negros miembros aferrándose, tanteando, trepando. Las réplicas de araña treparon a lo alto en pos de su original, cual una pesadilla de muerte que avanzaba de manera inexorable y descendía de las barricadas.

—Me siento como una mosca —masculló Scowarr.

—Y tendrás también el mismo sabor —respondió Tanis.

Ahora se te ocurre hacer chistes.

El semielfo desenvainó la espada encantada cuya hoja irradiaba un fulgor rojizo. Scowarr hizo otro tanto y sacó su propia arma de la vaina.

—No. —Tanis detuvo al humano antes de que la espada acabara de salir de la funda—. Ve a buscar ayuda. Tengo localizada a la verdadera araña y, si consigo mantenerla a raya, las réplicas no seguirán adelante.

—No puedes luchar solo contra ella —insistió el hombrecillo.

A Tanis le conmovió el gesto de Alfeñique; se aprestó a la lucha.

—Eres un gran hombre, amigo mío. No permitas que nadie te diga lo contrario. Pero me ayudarás mejor haciendo lo que te pido. Ve en busca de Kishpa. La araña no esperará mientras nosotros discutimos.

Scowarr se mostró indeciso.

—No estoy seguro de que haga bien marchándome.

Tanis giró sobre sus talones y apoyó la punta de la espada en la garganta del hombrecillo.

—¿Y ahora, lo estás?

—Eh… sí. —Alfeñique parpadeó.

—¡Entonces, vete de una vez!

El humano obedeció a Tanis y echó a correr tan deprisa como se lo permitían las piernas en la dirección por la que habían desaparecido las gentes del pueblo.

La enorme araña, producto de un conjuro, percibió la presencia de la magia de Kishpa en el reluciente metal de la espada de Tanis; aquello era un peligro. La criatura frotó las horrendas patas y un chirrido espeluznante hendió el aire. El semielfo comprendió que se trataba de una llamada a sus réplicas, a fin de que formaran un círculo protector a su alrededor. Las arañas ficticias se acercaron a su amo en medio de un revuelo de patas presurosas.

Tanis, que intentaba con desesperación no perder de vista a la única araña real en el confuso tropel de estos grotescos gigantes, se lanzó a la carga con la espada enarbolada.

Su primer pensamiento, conforme se adentraba en aquella maraña de monstruos, era que estaba cometiendo un suicidio. Las arañas, cuyo tamaño lo sobrepasaban con mucho, se encumbraban sobre él y se preguntó hasta qué punto sería eficaz incluso una espada mágica cuando todo lo que podía atacar eran las patas de las criaturas. Aun así, descargó un golpe contra uno de los miembros del primer monstruo que se interponía en su camino. El acero desgarró un trozo de la pata y por la herida manó un chorro de sangre; el hecho puso de manifiesto que, aun siendo réplicas ficticias, no por ello eran espejismos. Podían morir y matar. De hecho, todos los duplicados sufrieron el mismo daño; la sangre brotó de numerosas patas hendidas.

Las heridas despertaron en las criaturas una furia asesina. Aquellas más cercanas a Tanis intentaron golpearlo con sus afiladas patas. Sin embargo, el semielfo disponía de un arma más veloz, más cortante. La reluciente espada, cual una extensión de su propio brazo, se movió veloz como el rayo centelleando primero a la izquierda, luego a la derecha, sesgando pedazos de patas con la misma eficacia que un hacha de leñador.

La sangre corrió por la calle como un manantial; mas, para Tanis, no resultó una corriente refrescante. El suelo estaba empapado del caliente y pegajoso líquido que hacía de los adoquines un terreno resbaladizo e inseguro.

Tenía que alcanzar una posición más alta, pensó, en tanto se esforzaba por mantener el equilibrio en medio de los arroyos sanguinolentos. A cada paso, propinaba una estocada, y logró mantener a raya a las bestias hasta que llegó a la barricada. Allí era donde aguardaba la araña real, resguardada tras las filas protectoras de su ejército sangrante y diezmado. Ella no sufría las heridas que afectaban a sus réplicas.

Tanis se frotó la cara para limpiarse la sangre que casi lo cegaba. El ataque de las criaturas, en apariencia inacabable, no era ya tan agobiante ya que muchas de ellas se alejaban renqueantes sobre las inseguras extremidades.

Sin embargo, a la izquierda del semielfo, una araña enorme, ilesa, empezó a tejer su tela. Una de las patas realizó un brusco movimiento y arrojó la tela sobre Tanis quien, en vano, trató de eludir la pegajosa sustancia. La viscosa urdimbre se precipitó sobre el guerrero, que se debatió inútilmente por liberarse, en tanto luchaba por contener el pánico que pugnaba por dominarlo. Con dos de las patas delanteras, la araña tiró hacia sí y Tanis cayó de espaldas en el suelo ensangrentado; la espada resbaló de entre sus dedos y quedó enredada en la tela, cerca de sus pies.

La araña arrastró el fino y blanco capullo acercándolo hacia ella. El semielfo, aturdido por la caída y desorientado, rodó sobre su espalda. La colosal bestia, al parecer segura de su victoria, alargó otra pata para facilitar el arrastre de la presa. Cuando Tanis estaba casi debajo de la criatura, ésta empezó a agachar el enorme corpachón; el buche rezumaba una sustancia viscosa.

Una sombra oscura se interpuso entre Tanis y el sol. Un hedor repulsivo alcanzó las fosas nasales del semielfo, que contuvo a duras penas las ganas de vomitar. El fuerte olor a carne podrida sacó al guerrero del estado de aturdimiento en que se hallaba.

Tanis abrió los ojos y atisbó a través de la blanca maraña de hilos las mandíbulas de la araña, que goteaban saliva.

Levantó la mano, pero entonces recordó que había soltado la espada. Desesperado, alargó los dedos tanteando a su alrededor en un intento de encontrar el arma. No sirvió de nada.

El tiempo se le había acabado. Sin espada, no tenía defensa. Atrapado en la tela, contempló aterrorizado cómo la araña se disponía a devorarlo.