18
El ataque
Brandella se apartó de Tanis y regresó a todo correr hacia la cabaña. El semielfo no sabía cómo interpretar su reacción. ¿Su alteración la motivaba la alegría o la desesperación?
Dentro de la choza, encontró a Brandella con el arco en la mano y una aljaba de flechas colgada del hombro.
—Tan pronto como regrese Reehsha, volveré a las barricadas —anunció la joven con voz baja pero firme.
Yeblidod se removió intranquila pero no se despertó.
—¿Y el deseo de Kishpa? —demandó Tanis desde la puerta—. ¿No lo entiendes? Puede morir en cualquier momento.
—Lo entiendo, sí —replicó enfurecida—. Pero no iré contigo. Ahora, no. Es a este Kishpa a quien amo, al que está en las barricadas luchando por su pueblo. Es este Kishpa quien hizo que yo, una humana, se sintiera en su casa en un pueblo elfo al que quiero como si fuese mío.
El rostro de la tejedora mostraba tristeza y cólera a la vez, denotando la lucha interna en la que se debatía. Había cambiado su vestimenta anterior por otros ropajes más acordes para la batalla; unos pantalones marrón claro y un blusón verde oscuro. El atuendo le confería un aspecto de tranquilidad. De nuevo, la actitud de confianza en sí misma le trajo a Tanis a la memoria a Kitiara.
—Compréndeme, Tanis —comenzó la joven con firmeza—. Era una simple niña que flotaba entre los restos del naufragio de un barco de esclavos que se fue a pique en el estrecho. Todavía llevaba los grilletes en los tobillos y el peso amenazaba con arrastrarme al fondo, a pesar de estar aferrada a aquel trozo de madera. De no ser porque Kishpa tuvo una visión de mí debatiéndome en la tormenta, habría perecido. A pesar del encrespado oleaje salió en una barca en mi busca, para salvarme.
La joven apartó los ojos de Tanis, visiblemente turbada por lo que iba a decir a continuación.
—Al principio, lo quise porque le estaba agradecida. Me trató con amabilidad y se esforzó para que sus amigos elfos (y enanos, como Mertwig y Yeblidod) no me rechazaran a causa de mi raza. —De nuevo sus pupilas buscaron las de Tanis—. Después, me enseñó a desenvolverme por mí misma. Aprendí a tejer, a pintar, a utilizar el arco… y, por último, cuando crecí, aprendí a amarlo. Y él correspondió a mi amor.
»Ahora me pides que lo abandone —prosiguió con un deje de incredulidad, en tanto sacudía la cabeza—. Que abandone al Kishpa que tan bien conozco porque, según tú, es el deseo del viejo Kishpa. Pero a éste último no lo conozco. Ignoro cómo ha cambiado con el paso de los años. Sólo sé que mi Kishpa se sentiría muy dolido si lo dejase solo ahora.
De nuevo sacudió la cabeza en un gesto de disconformidad.
—Escúchame —agregó—. Está débil por haber hechizado tu espada. Jamás lo admitiría, pero tiene miedo por sí mismo y por el pueblo. Si me marcho ahora, le romperé el corazón. ¿Seria digna del amor del Kishpa del futuro si abandono al Kishpa del presente?
—Tu lealtad es firme y la defiendes con elocuencia —admitió el semielfo en un susurro—. Aun así…
—¡Ni una palabra más! —lo interrumpió, con un ademán autoritario—. Te acompañaré cuando la batalla haya terminado. No antes. No le fallaré a mi Kishpa cuando más me necesita. Si lo que dices es cierto y no soy más que una imagen en su memoria, no permitiré que mi desaparición en el momento que más le hago falta sea el último recuerdo que guarde de mí.
—¿Entonces vendrás conmigo cuando concluya el combate? —preguntó Tanis.
Ella vaciló un instante. Luego una expresión decidida se plasmó en sus rasgos delicados.
—Sí.
—En ese caso, iré contigo a las barricadas —dudó antes de añadir—: Lucharé a tu lado y haré cuanto esté en mi mano para que no te ocurra nada malo. Mas, una vez que haya terminado la contienda, ya sea con la victoria o la derrota, te llevaré conmigo.
—También yo haré cuanto esté en mi mano para asegurarme de que no te ocurra nada malo a ti —dijo la joven, esbozando una cálida sonrisa.
La niebla envolvía la costa, pero la mayor parte del pueblo estaba bañada por los rayos del sol naciente. Las fachadas de piedra de los establecimientos aparecían desiertas. Tanis y Brandella recorrieron con premura las calles vacías en dirección al apagado rumor de la batalla.
—Ha comenzado —dijo la joven, con el entrecejo fruncido.
Corrieron hacia las barricadas; al llegar, vieron a los defensores elfos del parapeto oriental dominados por el pánico. Por todas partes se alzaban voces exigiendo la ayuda de Kishpa, pidiéndole que hiciese algo antes de que fuera demasiado tarde.
Era obvio que algo terrible ocurría. Tanis y Brandella treparon por el parapeto abriéndose paso hacia la posición ocupada por el mago, quien se erguía a plena vista en lo alto de la barricada. Cuando llegaron arriba, vieron lo que causaba el terror de los elfos.
—¡Por todos los dioses! —exclamó Tanis.
El ejército humano había alcanzado unas proporciones inmensas, incrementándose en un número que superaba los cinco mil hombres, si es que no llegaba a los diez mil.
—¿De dónde han salido? —se maravilló Brandella, con los párpados entrecerrados para resguardarse del sol.
Las tropas enemigas, prácticamente incontables, cargaban contra Ankatavaka como un océano inacabable de humanidad. Sus filas se extendían en todas direcciones conforme se adentraban en los prados que rodeaban la población por los tres flancos. Y la oleada seguía saliendo del bosque.
Los elfos no disponían de flechas suficientes para matar a tantos humanos, aun en el caso de que acertaran en el blanco con cada disparo. Comprendieron que estaban en clara desventaja, que la diferencia entre uno y otro bando era insalvable. Estaban a punto de ser arrasados por un ejército que los superaba en treinta a uno, como mínimo.
Así las cosas, a Tanis lo desconcertó encontrar a Kishpa —una figura ataviada con túnica roja perfilada de manera llamativa contra el cielo oriental— observando con calma el avance de la horda humana. El semielfo buscó con la mirada a Scowarr y a Mertwig, sorprendido de que no estuvieran por los alrededores.
Kishpa, tras dedicar una ojeada desconfiada a Tanis cuando éste apareció acompañado por Brandella, respondió a la pregunta de su amada.
—Son producto de un hechizo y sucumbirán del mismo modo —afirmó con tranquila seguridad.
—¿Son un espejismo? —inquirió Tanis.
El mago se alisó los pliegues de la túnica que la brisa hacía ondear.
—Sí. Se trata de un conjuro de multiplicación —explicó—. La mayoría de ellos son imágenes ficticias del número real de soldados, mucho más reducido. Mirad allí —señaló a un joven humano rubio que portaba un carcaj pintado en azul y amarillo—. Ahora mirad allí, al que vadea el arrollo. Y allá. —Tanis y Brandella siguieron la dirección indicada por el índice del mago. Un guerrero rubio que cruzaba la corriente llevaba una aljaba igual al primero; a menos de treinta metros de este soldado, otro duplicado salía corriendo de entre los árboles.
Kishpa parecía contento consigo mismo y esbozaba una sonrisa tranquila.
—Me habrían engañado —admitió—. Pero se excedieron al multiplicar en exceso a los soldados. Me hizo sospechar algo y, al observar con más atención, advertí que muchos vestían exactamente igual, sostenían los arcos de igual manera y corrían al mismo paso, en perfecta sincronización. Entonces, comprendí.
»El conjuro, por cierto, es rudimentario —agregó—. Pero nunca lo había visto realizar a tan gran escala. Tiene que haber al menos media docena de hechiceros en el campamento humano. Si este hechizo es un exponente de su habilidad, ninguno de ellos está muy avanzado en el arte, pero, combinados entre sí, pueden invocar un poder mágico importante.
—¿Eres lo bastante fuerte como para enfrentarte a ellos? —preguntó Brandella, preocupada, en tanto rodeaba con el brazo la cintura del mago. Sus cálidos ojos se prendieron en los azules ojos de él. Tanis desvió la mirada.
—No lo sé —contestó el mago con sinceridad—. Tengo que racionar el uso de mi magia; por consiguiente, contraatacaré con un hechizo relativamente sencillo.
—Espero que tengas algo en mente porque, ficticios o no, los tenemos encima —dijo Tanis con un deje de irritación.
—Si Scowarr o Mertwig, cualquiera de los dos, cumplen su tarea, tal vez logremos… ¡Ah, justo a tiempo! —exclamó el mago, señalando la parte interior de las puertas de la aldea. Alfeñique frenó la carrera debajo de su posición; sostenía en las manos una pequeña caja de metal.
—¡Abrid las puertas! —ordenó Kishpa.
—¡No! —gritaron a coro muchos defensores elfos. Los que no se habían sumado al grito de desacuerdo, miraron atemorizados a los disidentes, pero tampoco hicieron el menor movimiento para cumplir la orden.
—¡Haced lo que he dicho! —demandó enfurecido el mago.
Nadie se movió.
Tanis, Kishpa y Brandella recorrieron con la mirada un mar de rostros cuyos ojos almendrados denotaban una obstinada insubordinación. Con un juramento, Tanis bajó de un salto del parapeto y corrió hacia las puertas. Agarró la cuerda que accionaba las poleas; cuando estaba a punto de tirar de ella, un elfo aterrado que se encontraba en la barricada, justo sobre su cabeza, trató de cortar la cuerda con una daga. Mas Brandella disparó el arco y la flecha atravesó la manga de la camisa del elfo y le sujetó el brazo al clavarse en la pared del parapeto.
Tanis tiró de la cuerda; luego, conforme las puertas se abrían, el semielfo alzó la mirada a la tejedora e hizo una reverencia. Ella respondió con una leve inclinación de cabeza y guiñó un ojo.
Una vez que el acceso quedó franco, el mago gritó una orden a Scowarr.
—¡Abre la caja y vacíala fuera del recinto. Después regresa. Y tú, Tanis, cierra la puerta!
Los dos amigos siguieron sus instrucciones.
La horda humana se acercaba con gran rapidez cubriendo el espacio abierto que separaba el bosque de la población. El estruendo de la carga era ensordecedor, pero Kishpa se concentró en el hechizo que se disponía a invocar; reiteró las mismas palabras extrañas una y otra vez.
En apariencia, no ocurría nada… hasta que, de repente, se alzó un alarido horrible en las primeras filas del ejército humano.