15
En busca del mago

—¡Mirad! —gritó un elfo, al parecer harto de patear de un lado a otro la húmeda arena de la playa—. ¡Hay luz en la cabaña de Reehsha!

—Quizás haya visto a Brandella y a Mertwig —sugirió otro—. Vayamos a preguntarle.

Un murmullo de asentimiento se alzó entre la multitud, compuesta por casi un centenar de elfos. Scowarr se apresuró a ponerse al frente del grupo.

—¡No descansaremos hasta encontrar a Kishpa! —gritó.

Su actitud no era sólo una bravuconada. Disfrutaba con su papel de héroe, pero también le preocupaba la suerte del mago. Después de todo, Kishpa le había salvado la vida en el acantilado y el hombrecillo no olvidaba la deuda que tenía con él. Si Kishpa necesitaba que lo rescatasen de algún peligro, Scowarr sería el primero en acudir en su auxilio. Incluso estaba convencido de ser capaz de lograrlo.

Las antorchas ardían y alumbraban la marcha, a través de la playa, de los ansiosos elfos y su temporal líder. Las olas rompían a sus pies y reflejaban el resplandor de las teas.

Cuando treparon por las rocas que conducían a la cabaña de Reehsha, Scowarr sintió que le dolían las piernas y los brazos a causa del agotamiento que se apoderaba poco a poco de él. Deseaba ser de nuevo un héroe y, para lograrlo, tenía que hallar a Kishpa.

Mientras Scowarr conducía a la multitud hacia la choza, la puerta destartalada del viejo edificio se abrió de súbito. Una luz dorada alumbró la oscuridad y la figura de un luchador, erguido y fuerte, se perfiló en el áureo resplandor y aguardó su llegada.

Tanis decidió mantener abierta la puerta de la cabaña. Cerrarla a sus espaldas habría levantado la sospecha de que intentaba impedir el paso a la muchedumbre. Mejor sería aparentar que no tenía nada que ocultarles.

Conforme se acercaban, Tanis se quedó perplejo, sin dar crédito a sus ojos.

—¿Eres tú, Alfeñique? —preguntó en voz alta.

—Desde luego; no soy Huma de la Dragonlance.

Se escucharon algunas risas apreciativas de los elfos que seguían al hombrecillo. Tanis, por el contrario, se mantuvo en silencio.

—Bien —dijo Scowarr con un deje de sarcasmo—. A juzgar por la risa que le ha causado mi pequeña broma, no me cabe duda de que la persona que tengo ante mí, es, ni más ni menos, que mi queridísimo y risueño amigo Tanis.

Sus palabras arrancaron una sonrisa al semielfo.

—Claro que, podría estar equivocado —prosiguió el comediante, asumiendo una expresión esperanzada.

—Tu primera suposición era la correcta —dijo Tanis, con cierto talante bromista. No obstante, cuando las antorchas que portaba la multitud estuvieron lo bastante cerca, Scowarr advirtió la tensa expresión plasmada en el rostro del semielfo.

—Estaba preocupado por ti —dijo el hombrecillo. Los elfos que lo seguían guardaron silencio—. No te había visto después de la batalla. Temí que te hubiese ocurrido algo malo.

—En absoluto. Perdiste el conocimiento y te dejé al cuidado de amigos. ¿O debería decir admiradores?

—Buenos amigos —remarcó el hombrecillo, a la par que señalaba a los elfos apiñados a su alrededor.

—Así parece. Pero ¿qué hacéis aquí todos cuando deberíais estar descansando para la batalla que, a no dudar, tendrá lugar al amanecer?

—Venimos en busca de Kishpa.

—Si lo veo, se lo diré.

—¿Dónde está Reehsha? —exigió alguien, desde la parte trasera de la muchedumbre—. ¿Qué haces en su casa?

—Atacaron a una mujer en el muelle. Fue obra de un soldado humano. La traje para proporcionarle los cuidados que precisa —explicó el semielfo.

—¿La mató? —inquirió una voz estridente.

—No. Pero está herida.

—Sí, pero ¿dónde se encuentra Reehsha? —insistió el mismo elfo que le había preguntado antes.

—Aquí estoy. —El viejo pescador se asomó por la ventana—. Ahora que ya he satisfecho tu curiosidad, dejadnos en paz.

—¿Quién es la mujer herida? —preguntaron con curiosidad varios elfos.

En lugar de responderles, Tanis alzó la mano y la posó en el hombro de Scowarr; advirtió la nueva vestimenta del hombrecillo, pero no hizo comentario alguno.

—¿Recuerdas a la enana que nos ayudó en el acantilado?

—Desde luego… ¡Oh!… ¿No será ella?

El semielfo asintió en silencio. Scowarr se frotó los ojos.

—Lo siento. Lo siento de verdad —susurró.

—Se pondrá bien —lo animó Tanis.

—¿Quién es? —insistió alguien desde atrás.

—Yeblidod —contestó el semielfo, sin pensarlo. Un instante después comprendió el tremendo error cometido.

—¡Es la esposa de Mertwig! —exclamaron varios aldeanos.

Un corpulento elfo que se encontraba detrás de Scowarr y sostenía una antorcha gritó:

—Entonces debió de ser cuando Mertwig iba con Brandella. Y, si Brandella se encuentra ahí dentro, ¡Kishpa también ha de estar!

El elfo se adelantó y trató de abrirse paso hacia la cabaña. Tanis lo agarró para detenerlo; al hacerlo, propinó un golpe a la antorcha de manera accidental y ésta cayó rodando por las peñas hasta la playa; al tocar la arena húmeda se apagó en medio de un siseo.

—No puedes entrar ahí —dijo con severidad Tanis.

—¿Quién eres tú para decirme lo que puedo o lo que no puedo hacer?

En opinión del semielfo, su interlocutor demostraba una beligerancia más propia de un humano que de un elfo.

—Alguien a quien le interesa la salud de Yeblidod —respondió con sencillez.

—No te conozco —espetó el aldeano—. ¡Quién sabe si no fuiste tú mismo quien atacó a la pobre mujer y…!

Antes de finalizar la frase, Tanis se abalanzó sobre el elfo al tiempo que lanzaba un grito salvaje. Le rodeó el cuello con las manos. En medio de un gran alboroto, seis elfos lograron al cabo separar a Tanis de su oponente, a quien casi había estrangulado.

Lo arrojaron al suelo y ya se disponían a propinarle una descomunal paliza cuando Scowarr los detuvo con un grito.

—¡Deteneos! ¡Es amigo mío!

De mala gana, los elfos hicieron lo que les ordenaba su héroe.

Tanis miró de hito en hito a Scowarr mientras se incorporaba y se sentaba en el suelo. El hombrecillo le sonrió con malicia.

—¿Qué quieres que te diga? Les caigo bien.

Tanis le devolvió la sonrisa. Se alegraba de que fuera así.

—¿Sabes? Lo único que se consigue sin problemas es meterse en problemas —dijo Alfeñique.

Muchos elfos rieron su agudeza; Tanis se limitó a asentir en silencio. Por su parte, Scowarr meneó la cabeza con aire resignado. Se agachó junto al semielfo.

—Eres el público más difícil que he tenido en mi vida —protestó en voz baja—. Bueno, hubo otro más difícil que tú —enmendó el gracioso hombrecillo.

Scowarr dirigió a su amigo una mirada interrogante. Ignoraba qué o a quién escondía Tanis en la cabaña, pero no le cabía la menor duda que allí pasaba algo raro.

Sentía una gran curiosidad por descubrir lo que el semielfo se traía entre manos. Frunció los labios mientras se alejaba un paso de Tanis y barajaba las opciones. Se preguntó si los aldeanos amontonarían más gloria sobre sus escuálidos hombros si descubría lo que su amigo intentaba ocultar. También se preguntó lo que le haría Tanis si traicionaba la confianza que había depositado en él. El ansia de gloria era muy fuerte, pero Scowarr no deseaba ser un héroe muerto. Por otro lado, no le había ido mal siguiendo las iniciativas de Tanis. Decidió hacerlo de nuevo y esperar que ocurriese lo mejor para todos.

—Vamos, compañeros —anunció por último—. Estamos perdiendo el tiempo aquí. Pronto amanecerá; no permitamos que el nuevo día nos coja desprevenidos. Debemos estar dispuestos para luchar contra los humanos, con Kishpa o sin él. ¿Acaso no somos hombres valientes?

—¡Lo somos! —coreó la muchedumbre, haciendo acopio de coraje.

—¿No somos fuertes? —La voz del hombrecillo se volvió más aguda.

—¡Lo somos!

—¿Estamos preparados? —Scowarr levantó un puño al decir la última palabra.

—¡Lo estamos!

—Dispongámonos pues a la lucha. —Hizo una pausa y un momento después, agregó—: ¡A las barricadas!

La muchedumbre prorrumpió en grandes vítores y descendió a todo correr por el rocoso sendero hacia la playa. Scowarr se maravilló de la influencia que ejercía sobre estos elfos. Casi —sólo casi— deseó morir en este día para así no tener que enfrentarse de nuevo a su vida mediocre cuando pasara el momento de gloria y celebridad. Dejó que sus seguidores se le adelantaran.

—Lo hiciste muy bien. Te lo agradezco —dijo Tanis cuando se encontraron a solas.

Alfeñique hizo una breve inclinación de cabeza.

—Fue un placer ayudarte. Pero hay algo que me gustaría saber.

—¿Sí?

—Dime qué ocurre —suplicó Scowarr—. ¿Por qué no querías que entrara nadie en la cabaña?

El semielfo iba a contarle todo cuando una figura cruzó el umbral de la choza a sus espaldas. Scowarr bizqueó por la sorpresa al ver de quién se trataba y Tanis se volvió a mirar.

—Me alegro de haberos salvado la vida —dijo Kishpa con voz débil; la dorada luz del interior de la cabaña se derramaba en la noche y perfilaba su figura—. Al parecer, fue una decisión acertada.