13
Brandella
La faz de Yeblidod presentaba un corte en el pómulo y la sangre le resbalaba por la mejilla. Alrededor de la garganta tenía marcas amoratadas y le costaba trabajo respirar.
Tanis vio el dolor reflejado en los ojos de la mujer maltratada y pensó en su madre. ¡Cuánto peor debió de ser para ella! Sintió el estómago revuelto y apretó los puños, confiando en que el dolor y la angustia remitieran. Pero no fue así. Con el rostro empapado en sudor, empezó a golpear la arena con los puños una y otra vez, más y más fuerte. Había conocido a su padre y lo que había visto lo había espantado. ¿Cuánto de aquel bestial humano había en él? Lo que era peor: tuvo en sus manos la oportunidad de librar al mundo de aquella alimaña y había fracasado.
Tanis no pudo resistir más.
Con un aullido de dolor que sobresaltó a la ya asustada Yeblidod, el semielfo envainó la reluciente espada. Luego, bajo el manto de oscuridad, se incorporó con rapidez y alzó a la magullada mujer en sus brazos.
—Te llevaré a un lugar seguro —dijo, con los dientes apretados, luchando por contener las lágrimas—. Y después me encargaré de que el hombre que te hizo esto muera. —Bajó la mirada hacia la enana y en un susurro ronco agregó—: Lo juro por la vida de mi madre.
Ella asintió en silencio, suspiró y cerró los párpados.
Corrió por la playa con la mujer en sus brazos, su peso era ligero como el de un chiquillo. La falda de algodón ondeaba con la brisa. La llevó hasta la cabaña de Reehsha, el sitio más cercano que conocía. Aunque no se veía luz en el interior, llamó a la puerta.
—¡Lárgate! —gritó una voz malhumorada.
—¡No lo haré! —replicó Tanis, con una furia que lo sorprendió—. Abre la puerta. Una mujer precisa ayuda. ¡Abre ahora mismo!
La hoja de madera se abrió poco a poco y Tanis le propinó una patada y entró en la oscura habitación.
—¡Enciende una vela! —ordenó.
Un instante después, se encendió una luz débil en la estancia. Ansioso por hallar un lugar donde tender a Yeblidod, giró sobre sí mismo y diviso un camastro bajo la ventana pero, para su desaliento, ya estaba ocupado.
Kishpa yacía inconsciente en el jergón. La túnica roja remarcaba la delgadez de su cuerpo. El pecho apenas se movía con una leve respiración.
—¡Muévelo! —ordenó Tanis dándose media vuelta para enfrentarse con un anciano elfo, flaco y macilento, si bien sus brazos y piernas eran musculosos.
—Está enfermo —dijo el anciano, negándose a obedecer—. No lo moveré.
—Si no lo haces tú, lo sacaré de la cama de una patada. Lo juro —advirtió el semielfo. Yeblidod, alterada sin duda por sus gritos destemplados, se removió incómoda en sus brazos.
La titilante luz de la vela remarcó el aspecto consumido del viejo elfo.
—No lo entiendes. Ese… —protestó.
—Kishpa —terminó Tanis, y bajó la voz al notar que Yeblidod se removía de nuevo—. Sí, lo conozco. Se pondrá bien, lo sé. Vivirá muchos años. No te preocupes por él. Pero esta mujer necesita cuidados ahora mismo.
El anciano estaba remiso a mover a Kishpa hasta que reconoció a la mujer que el semielfo llevaba en los brazos.
—¡Yeblidod! Dime qué ha ocurrido —exigió, y se acercó un paso. Tanis percibió un ligero olor a pescado. Estaba perdiendo la poca paciencia que le quedaba.
—Qué importa ahora lo ocurrido. Limítate a hacerle sitio en el jergón.
Reehsha hizo lo que le pedía. Levantó al mago de la cama y lo tumbó sobre una alfombra de piel de animal. Kishpa se removió, pero no recobró el sentido.
—Tráeme agua caliente y vendas —dijo Tanis—. Y una manta.
El anciano le proporcionó lo pedido. Tanis, con gestos torpes y desmañados, trató de curar los cortes y moretones de Yeblidod. Entonces se oyó en la puerta una ronca voz femenina.
—¿Qué ocurre? ¿Quién está herido?
El semielfo se volvió y contempló la imagen de una mujer como jamás había visto. Su piel nacarada resplandecía en contraste con los rizos negros del cabello y sus rasgos delicados parecían haber salido de la paleta de un pintor magistral. Las formas de su cuerpo se acentuaban con un fino corpiño negro, ajustado con un cordón al estrecho talle; una falda del color de hojas nuevas cubría las piernas largas y esbeltas. Calzaba zapatos de cuero marrón, adornados con hebillas plateadas.
Tanis no dudó ni por un momento que la mujer que contemplaba era Brandella. A fuer de ser sincero, no era su presencia lo que lo había conmocionado. El parecido con otra mujer que había sido su amante atravesó al semielfo con la misma dolorosa intensidad de una flecha disparada por un arco. El cabello de Brandella era largo, casi le llegaba a la cintura, mientras que los rizos negros y cortos de Kitiara enmarcaban su faz. Pero los ojos castaño oscuro eran tan semejantes que podrían haber pasado por hermanas. Kit había sido suya —si es que algún hombre podía afirmar algo semejante de aquella intempestuosa espadachina—, hacía tan sólo unos cuantos días. Ahora viajaba, los dioses sabían por dónde, en compañía de Sturm Brightblade.
Kitiara se habría reído del dolor que ahora lo afligía, estaba seguro.
«¿Qué, Tanis? ¿Sin rencores?», le habría preguntado burlona, con aquella sonrisa oblicua que la hacía tan sugestiva, hurgando en las heridas abiertas por su ruptura. Con todo, en su voz habría una inflexión apasionada que lo habría dejado sin aliento. No podía imaginarse a esta mujer, a Brandella, mofándose de nadie. Cayó en la cuenta de que la estaba mirando con fijeza y se obligó a posar la mirada en el compañero de la mujer. Detrás de Brandella se encontraba un enano, Mertwig. Cuando éste vio quién yacía en el lecho, cruzó el cuarto a toda carrera.
—¡Yebbie! ¡Yebbie!
Yeblidod alzó con debilidad los brazos hacia su marido, mientras Tanis se apartaba a un lado. Mertwig sollozaba y la enana le dio unas palmaditas en la cabeza.
—Estoy bien —le aseguró con un susurro, un pobre reflejo de su habitual timbre de contralto—. Un poco de descanso, una sopa, y me repondré.
—¿Qué paso? ¿Quién te hizo esto? —preguntó Mertwig temblándole la barbilla. Se enjugó los ojos con el pico de su blusón marrón.
—Un humano. Pero él me defendió y lo hizo huir —dijo señalando a Tanis, que escuchaba en silencio en un rincón.
El enano le dio las gracias con una inclinación de cabeza, incapaz de expresar lo que sentía su corazón. El semielfo lo comprendió; Flint actuaba de un modo muy parecido.
Aunque estaba herida, la postración de Yeblidod se debía más al sobresalto por la terrible experiencia vivida que a las magulladuras. Brandella apartó con suavidad a Mertwig y examinó a la enana.
—¿Dónde esta Canpho? —preguntó el viejo pescador con un gruñido.
—No lo encontré, Reehsha —respondió Brandella en voz baja, sin levantar la vista. Se había sentado en un pequeño taburete, junto al camastro—. Hay muchos heridos y moribundos. Podría estar en cualquier parte. —Dirigió una mirada fugaz a Kishpa, que seguía tendido en la alfombra de pieles sin hacer un solo movimiento.
—Pero Canpho habría venido si supiera que Kishpa está mal —insistió el frustrado pescador. Su inquieto deambular por el cuarto proyectó sombras fantasmales en las paredes de la cabaña—. ¿Por qué no dijiste que lo buscabas? Lo habrían encontrado y le habrían dicho que viniese.
—No podíamos correr ese riesgo —dijo Brandella con desánimo—. Si se enteran de que Kishpa está enfermo y no puede usar su magia en defensa del pueblo, cundirá el pánico. Es así, y ya muchos están preocupados al no ver a su mago… De no contar con la nueva distracción, el miedo cundiría en Ankatavaka a estas horas.
—¿Una distracción? —preguntó Tanis.
Brandella asintió sin volver la mirada hacia él.
—Un gracioso hombrecillo al que titulan héroe —explicó, mientras enjugaba con cuidado la frente de Yeblidod con un pico humedecido de su chal. Brandella miró por encima del hombro al viejo pescador—. Me temo que sólo nosotros sabemos el peligro que corre el pueblo. Y yo, además, me siento culpable —añadió, con los ojos empañados por el llanto—. Kishpa se encuentra en este estado por mi culpa.
El anciano elfo adelantó un paso, dominado por una súbita cólera.
—¿Culpa tuya? ¿Por qué?
La joven se volvió hacia Yeblidod, a quien siguió prodigando sus cuidados, pasando por alto la amenaza implícita en la voz de Reehsha.
—Le exigí demasiado —explicó, intentando mostrarse tranquila, aunque Tanis advirtió por la expresión de sus ojos que se sentía dolida—. Los humanos estaban a punto de hacerse con el dominio del parapeto sur y sólo un puñado de defensores se interponía en su camino. Le pedí que hiciese uso de su magia para salvarlos, ya que ellos se habían comportado con tanta valentía. Me dijo que era demasiado pronto para realizar un nuevo hechizo, pero yo insistí.
La voz de Brandella tembló; respiró hondo y recobró el dominio de sí misma mientras cubría a Yeblidod con una manta. La enana, sosegada por el apacible contacto de las manos de su amiga, no tardó en quedarse dormida.
—Lanzó su conjuro —prosiguió la joven, cuyas espesas pestañas estaban húmedas por las lágrimas—. Ignoro qué hechizo era e incluso si funcionó o no, pero lo cierto es que Kishpa cayó desplomado a continuación. Aún no ha recobrado el conocimiento. —Sus últimas palabras fueron una afirmación, no una pregunta. Una lágrima se deslizó por su mejilla.
—¡Te lo advirtió! —gritó el viejo pescador—. ¡Si muere, caerá sobre tu conciencia! ¡Y, si eso ocurre, juro por los dioses que te cortaré la cabeza y se la echaré de carnaza a los peces! —Reehsha recorría a zancadas el cuarto mientras gritaba, olvidando los dos enfermos que yacían a unos pasos.
—¡Basta! —gritó Tanis. Desenvainó la espada y el ominoso fulgor rojizo del acero iluminó la pequeña cabaña. Ahora comprendía la fuente de donde procedía el poder de su arma. Había sido Kishpa quien la había encantado y le había salvado la vida y, desde luego, la de los habitantes del pueblo de Ankatavaka—. Ya te lo dije —prosiguió con un gruñido—. Kishpa sobrevivirá. Si tanto aprecias a tu mago, compórtate bien y trágate tus gritos y tus juramentos.
Mertwig, tembloroso por la tensión soportada durante el día, al ver la espada resplandeciente enarbolada por el semielfo, se dejó dominar por los nervios.
—¡No lo mates! —chilló.
Brandella trató de hacerlo callar, a la vez que dirigía miradas nerviosas a los dos enfermos.
—¡Un hechicero guerrero! ¡Jamás vi algo igual! —exclamó Reehsha, contemplando boquiabierto a Tanis.
—No soy hechicero —replicó con dureza el semielfo mientras bajaba la espada hasta que la punta quedó a la altura del rostro del viejo pescador. Habló en voz baja para complacer a Brandella—. Sólo soy un amigo de Kishpa que está al servicio de esta dama.
—¡Mientes! —contestó Reehsha, sin asustarse por la proximidad del arma—. Tienes que ser hechicero además de guerrero. Posees una espada mágica y has predicho el futuro en dos ocasiones. ¿Cómo sabes que Kishpa vivirá?
Antes de que Tanis tuviese oportunidad de responder, Brandella lo tomó de la mano y la apretó.
—¿Es cierto? ¿Se repondrá Kishpa? —preguntó con voz suplicante. Sus ojos oscuros ardían con una chispa de esperanza.
A pesar de estar convencido de que lo presionarían para que explicase cómo lo sabía, Tanis fue incapaz de denegar a la joven la paz que con tanta desesperación necesitaba.
—Sí, vivirá.
Un sollozo escapó de la garganta de Brandella. Luego volvió a mirar al semielfo, con más atención, y un súbito brillo iluminó sus ojos al reconocer sus facciones. Se quedó sin aliento.
—Yo… ignoro cuándo…, cuándo recobrará el sentido Kishpa —añadió Tanis, intranquilo por la reacción de la joven. Tragó saliva y recuperó el dominio de sí mismo—. No sé si estará en condiciones de ayudar a Ankatavaka cuando amanezca y los humanos reanuden el ataque. Sólo sé que disfrutará de una larga vida.
—Entonces eres un mago —insistió Reehsha, muy satisfecho consigo mismo—. ¡Podrías ayudar a Ankatavaka!
—Repito que no lo soy. Pero conozco a este mago —dijo Tanis con ambigüedad, mientras señalaba a Kishpa—. Y su salud no debe preocuparos.
—¿Y qué me dices de Yeblidod? —suplicó Mertwig—. ¿Sabes también qué será de ella?
—Se pondrá bien —afirmó el semielfo, decidiendo que no había motivo para pensar lo contrario—. No te preocupes por ella.
Al parecer, a Mertwig y a Reehsha les faltaban por fin las palabras. Por primera vez, un largo silencio reinó en la destartalada cabaña del viejo pescador. Sin embargo, Reehsha se mostraba todavía receloso; el rostro de Mertwig, por el contrario, denotaba un gran alivio. Brandella se había enjugado las lágrimas y observaba con fijeza al semielfo.
—¿Quién eres? —preguntó, al cabo, la tejedora, con suave amabilidad. Su voz sonaba firme—. Eres forastero en Ankatavaka y, sin embargo, afirmas conocer a mi Kishpa. Lo llamas tu amigo y proclamas ser mi protector. ¿Por qué? ¿Y con qué magia posees semejante espada?
—Interesantes preguntas, Brandella. —Tanis se atrevió a sostener su mirada. El llanto había acentuado su palidez; con todo, el semielfo comprendió que, bajo aquella delicada apariencia, latía un temple de acero más inflexible que la espada que ahora enfundaba en la vaina.
—¿Sabes mi nombre? —preguntó la joven.
—En efecto.
—En correspondencia, responde a mis preguntas y dime lo que quiero y necesito saber.
—Me llamo Tanis —comenzó con lentitud, mientras decidía hasta dónde debía descubrirle lo que sabía. La vela chisporroteó. Mertwig había vuelto junto a su esposa y velaba su descanso. El viejo pescador se encaminó a un banco cercano a la puerta y tomó asiento.
Tanis sabía que su principal problema era que tendría que salir en algún momento de la memoria del anciano Kishpa. Clotnik le aseguró que el mago lo ayudaría a hacerlo. Pero ¿cómo? ¿Y cuándo? Sin ese conocimiento, era reacio a decirle demasiado a Brandella por temor a que la joven se riera de él. Como también ignoraba si su reacción sería contar de inmediato lo que le revelara a su amado, el hombre que trataría de impedirle que abandonara este tiempo y lugar.
—Vengo de muy lejos —comenzó, indeciso de lo que decir a continuación—. Y no poseo otra magia que la que Kishpa me ha dado. Fue él quien me hizo venir. Y también fue él quien encantó mi espada. Me encontraba en la barricada sur cuando realizó el hechizo, ¿comprendes?
Brandella no escuchó una sola palabra de lo que dijo después. Se limitó a mirar de hito en hito a Tanis; recordaba cómo se había fijado en él cuando luchaba en el lejano parapeto. Sí, pensó, era él…, el hombre que aparecía en sus sueños.