12
El enfrentamiento
Tan pronto como Tanis desenfundó la espada, el extraño fulgor rojizo del acero emitió una luz tenue y sobrenatural que iluminó la parte baja del embarcadero. Sólo entonces comprendió Tanis su tremendo error. El cortante filo de la espada se precipitaba sobre la garganta de una enana inmóvil, indefensa.
No podía frenar el impulso del arma; la única alternativa era arrojarse hacia la izquierda y esperar que el golpe fallara.
La hoja de acero silbó al hendir el húmedo aire nocturno y se hundió en la arena, justo por encima de la cabeza de la mujer.
El humano había escuchado el ruido de la espada al salir de la vaina y se dispuso a matar. El fulgor rojo de la hoja lo sorprendió, pero la luz que emitía facilitaba su ataque. Vio con claridad al enemigo y arremetió con la daga dirigida al centro de la espalda de Tanis. Pero el humano no contaba con el brusco sesgo realizado por su oponente en el último momento.
El semielfo sintió en el hombro el impacto de un golpe oblicuo cuando el humano pasó a su lado, llevado por el impulso. Tanis rodó sobre sí mismo y se incorporó en un único y ágil movimiento, sin soltar su espada reluciente. El humano recuperó la estabilidad con igual rapidez, con la daga y el escudo prestos al combate. El crujiente embarcadero se alzaba a menos de un metro sobre sus cabezas.
Los dos hombres se miraron a los ojos. El humano vio a un semielfo de formidable físico, aunque se mostraba confuso e inseguro; una presa fácil.
Lo que Tanis vio fue un reflejo de sí mismo.
Tenían los mismos ojos, la misma boca, el mismo corte de cara. La nariz del hombre estaba rota y su cabello era largo y negro, como Clotnik le había dicho. Lo único que no encajaba con la descripción del malabarista era la supuesta herida de espada en la pierna derecha.
Éste era el hombre al que Tanis ansiaba encontrar, conocer, saber de él; pero, ahora que estaban cara a cara, el semielfo no supo qué hacer. Tal vez un gesto de aproximación, pensó. ¿Y si demostraba que no quería hacerle daño alguno?
Tanis bajó la espada con la esperanza de que su padre estuviese impresionado por su semejanza e hiciese otro tanto.
El humano vio su oportunidad. Se abalanzó de un salto hacia adelante, con la daga enarbolada para cortar el cuello del semielfo.
Un grito, no de sorpresa o temor, sino de infinita tristeza, escapó de los labios de Tanis mientras daba un paso atrás, a la par que alzaba con un gesto mecánico la espada encantada para frenar el golpe. Con las armas trabadas, apenas un palmo separaba los rostros de los dos hombres.
Tanis no pudo soportarlo por más tiempo.
—¡Mírame! —gritó al distorsionado reflejo de su propia imagen—. ¿No te das cuenta? ¡Soy…
—… el que va a morir! —bramó el humano, a la par que zancadilleaba a Tanis.
El semielfo trastabilló y cayó de espaldas. Su cabeza golpeó con fuerza en el suelo, lo que le causó un momentáneo aturdimiento. El humano tenía ventaja y la aprovechó. Arrojándose sobre Tanis, apretó el escudo contra el rostro de su oponente para herirlo o para impedirle que viese su siguiente movimiento; un movimiento —supo el semielfo— destinado a abrirle el vientre con un largo sesgo de su daga.
Su padre era más corpulento, más fuerte. Pero unos expertos como Kitiara, Sturm y Flint le habían enseñado a defenderse con métodos desconocidos por un guerrero corriente. Justo cuando la daga del humano descendía sobre su estómago, el semielfo ejecutó un rápido giro que derribó a su padre de costado. El arma falló su objetivo.
Los dos combatientes se incorporaron de un salto, Tanis con más rapidez que el humano. Con cualquier otro enemigo que mostrara una determinación tan obvia por matarlo, el semielfo habría respondido a la destructiva violencia con un ataque letal. Pero este hombre era su padre.
¿Nacería si lo mataba, o el hecho de estar en la memoria de Kishpa lo protegería? ¿Era justo perdonar la vida de un hombre para que después violase a su madre? ¿O acaso el atroz acto ya había tenido lugar? Tanis tomó una rápida decisión y, con un golpe seco, abrió un profundo corte en la pierna derecha de su padre. El hombre soltó un aullido y retrocedió, con el muslo sangrando profusamente.
—¡Ríndete! —ofreció Tanis—. No se te hará más daño. ¡Lo juro!
El humano no tomó en cuenta su proposición. Había visto cómo luchaba este semielfo y no quería tener nada que ver con él. Retrocedió hasta la postrada enana que yacía indefensa en la rojiza penumbra. Arrojó a un lado su escudo, cogió a la mujer por la cintura y le puso la daga en la garganta.
—Tira la espada, o morirá —amenazó.
Tanis miró de hito en hito a aquel hombre que era su padre.
—¿Serías capaz de asesinar a una mujer indefensa? —preguntó con voz temblorosa.
El soldado soltó una risa amarga.
—¿Lo dudas?
El semielfo comprendió por la mirada salvaje, animal, que alentaba en los ojos de su padre, que decía la verdad. La mataría sin dudarlo.
La mujer se removió y abrió los ojos. Tanis se fijó en ella por primera vez y se quedó sin aliento. Era Yeblidod, la enana que intentó salvarle la vida en el acantilado, con su cuerda de chales.
Tiró la espada.
—Luchas bien para ser un semielfo —admitió el humano.
—Abrigaba la esperanza de que fueras un hombre mejor —dijo Tanis, con un tono poco más alto que un susurro—. Estaba equivocado. Debí imaginarlo, después de lo que le hiciste a mi madre.
Pero, tal vez, su padre todavía no conocía a su madre. Quizás este rufián aún no había perpetrado el horrendo acto que destrozara su vida. De repente, a Tanis dejó de importarle si matar a este humano tendría por resultado que él jamás naciese. Si con ello evitaba que su madre sufriese la crueldad del ataque del hombre, tal vez mereciese la pena el sacrificio. Sólo sentía asco y repulsión hacia el hombre que lo había engendrado; no había nada por lo que enorgullecerse de sus orígenes.
Conforme el humano retrocedía y Tanis realizaba un movimiento veloz para agarrar a Yeblidod y atraerla hacia sí, los pescadores que habían estado reparando sus barcas pasaron por allí. El humano los vio y se escondió tras uno de los pilares, olvidando por un momento a Tanis.
El semielfo cargó contra su padre. Yeblidod lo vio venir y mordió la mano que sostenía la daga contra su garganta. El humano gritó y la soltó. Mientras la enana se desplomaba en la arena, Tanis embistió al soldado en el plexo solar con la cabeza, y lo aplastó contra el pilar del embarcadero.
Con el impacto, la daga cayó de la mano del soldado, pero el hombre estaba más sorprendido que dolorido por el encontronazo. Golpeó la nuca del semielfo con los puños una, dos, tres veces, hasta que Tanis se tambaleó y cayó de rodillas. El humano le propinó una patada en la cabeza; el semielfo salió disparado hacia atrás y rodó sobre sí mismo.
Desesperado, el soldado buscó la daga en la arena, pero Tanis había caído cerca de su espada y se aprestó a cogerla.
El humano vio que su oponente había recobrado la fulgurante arma y echó a correr.
Tanis lo habría perseguido hasta el fin del mundo, pero el grito de Yeblidod lo detuvo.
—¡Socorro, ayúdame!
Sin dudarlo, el semielfo volvió hacia la mujer herida.
Masculló un juramento al ver que su padre desaparecía en la noche.