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El sacrificio
Los soldados humanos afluían por la barricada meridional como el agua que se precipita por una cascada. Pero había un dique delante que luchaba por contener el ímpetu de la riada, un dique que no era de tierra y madera, sino de pequeños batallones de aldeanos elfos dirigidos por Tanis.
Mientras el semielfo corría hacia la refriega, lo asaltó un temor desconocido. Se sabía capaz de luchar contra varios enemigos a la vez; lo había hecho en muchas otras ocasiones. Pero jamás se había enfrentado a tantos adversarios sin tener a su lado a sus fieles compañeros.
Aun así, se lanzó al ataque.
Estaba acostumbrado a tener a Flint Fireforge a su derecha, blandiendo su temible hacha de guerra; a Sturm Brightblade a su izquierda, manejando su mortífera espada; y a Caramon Majere, lanzando cuerpos por el aire en todas direcciones y haciendo notoria su presencia en mil formas distintas. La habilidad de Kit como espadachina, la jupak de Tas y la magia de Raistlin, nunca le habían fallado y podía contar con ellos para nivelar la desventaja de enfrentarse a un enemigo superior en número. No sentía miedo cuando entraba en batalla si estaba con ellos. Ahora, privado de su compañía, estaba asustado.
Aun así, se lanzó al ataque.
No sabía si los elfos que lo seguían hacia la barricada presentarían batalla con la eficacia de los soldados. De hecho, no tenía idea de cuántos habían hecho caso a su llamada para correr hacia el parapeto. Lo mismo podían ser sólo tres o cuatro, como veinte o treinta. No tuvo valor de mirar atrás y contarlos.
Aun así, se lanzó al ataque.
Su única certeza era que Scowarr se encontraba a su lado en el momento que iniciaron la carga, y que el hombrecillo seguía allí cuando ya se acercaban a la barricada. Alfeñique no era Flint, pero tendría que conformarse.
Una mujer estaba erguida en un balcón. Justo debajo de su posición, vio a humanos peleando contra elfos en las calles. Hacia el este, divisaba el grueso del ejército enemigo debatiéndose bajo el implacable aguacero que se precipitaba sólo sobre ellos. Fue la perspectiva del flanco sur, no obstante, lo que la atemorizó. Se habían abierto brechas en las defensas. Un reducido batallón de soldados humanos penetraba por ellas y todas las advertencias de Kishpa de que abandonara Ankatavaka cobraron ahora sentido. Mas, desechó los temores como antes desechara los consejos. No abandonaría su hogar; no mientras estuviese en su mano defenderlo.
La mujer parecía frágil, pero no lo era; en su pecho latía un corazón animoso, fuerte. Los exquisitos rasgos de su rostro, no obstante, desmentían su espíritu luchador. Poseía una inmensa, misteriosa femineidad; sus relucientes ojos castaños eran tan oscuros que parecían negros, perfilados por pestañas increíblemente espesas, y tan fascinantes como la magia de Kishpa, en contraste con su delicado cutis nacarado. La nariz era recta, orgullosa; la boca mórbida, de labios llenos y sensuales; y el cabello espeso y rizado le caía en cascada hasta la cintura. Todos sus rasgos, en conjunto, resultaban fascinantes.
Era Brandella.
Con un arco en las manos y un montón de flechas a su lado, Brandella apuntó a un humano que trepaba por la barricada y disparó. No veía a su diana como a un ser perteneciente a su propia raza, sino como a un enemigo. Sentía escrúpulos por causar la muerte de un semejante, desde luego, pero no por defender su hogar, a sus amigos, y al futuro compartido con Kishpa. La flecha alcanzó su objetivo y se hundió profundamente en el muslo izquierdo del soldado, quien cayó de espaldas mientras se agarraba la pierna, para después desplomarse por el borde de la barricada y perderse de vista.
En ese momento Brandella vio la carga llevada a cabo por un grupo de elfos con el propósito de reconquistar el parapeto. Según sus estimaciones, eran cerca de un centenar de humanos los que trepaban por la barricada y sólo una docena —más o menos— de aldeanos, los que intentaban recuperarla.
Con una furia controlada, empezó a disparar sus flechas al enemigo encaramado en lo alto de la fortificación, en un intento desesperado de dar un poco más de tiempo al puñado de elfos mártires.
A despecho de la andanada de proyectiles, estaba convencida de que los defensores no tardarían en ser arrollados por las fuerzas enemigas, mucho más numerosas. Aun cuando varios elfos cayeron, el resto se las ingenió para proseguir luchando y hacer que los humanos retrocedieran, paso a paso, hacia lo alto de la barricada. Brandella observó con más detenimiento y divisó a alguien a quien no conocía. Era más alto que los otros elfos y luchaba con una ferocidad que no había visto hasta ahora. Cubría su cuerpo musculoso con una indumentaria de cuero blando con dibujos repujados. Marchaba al frente del grupo y urgía al resto de los elfos para que prosiguieran la carga, batallando como el valiente guerrero que de niña había soñado, un hombre que vendría de un mundo mítico y la llevaría en un grandioso periplo a la eternidad.
Tanis no sabía a cuántos humanos había matado. Estaba empapado de sangre y de sudor. Su espada se descargaba contra sus enemigos cual guadaña y abría un paso sangriento para su pequeño y cada vez más reducido contingente de tropas.
Sin que el semielfo lo supiera, el grupo contaba con un arma secreta. Era Scowarr. Con la cabeza vendada, a excepción de unas rendijas para los ojos, nariz y boca, el hombrecillo presentaba un aspecto aterrador. Tenía la apariencia de una criatura que se ha levantado de entre los muertos, una aparición fantasmal que no sólo podía matar, sino a la que tampoco podía dársele muerte. Los terribles gritos y aullidos que salían de su máscara de vendajes parecían sobrenaturales y terribles. Los humanos no podían imaginar que tales alaridos eran producto del delirio histérico de un hombre aterrado que ignoraba lo que clamaba llevado por su abyecto miedo. Tampoco lo sabían sus compañeros de armas, que se sentían impulsados a atacar más rápido y con más fiereza, siguiendo su ejemplo.
Por donde quiera que el hombrecillo cargara, los humanos huían a trompicones, asustados por los salvajes mandobles de su espada. Muy pronto, Tanis y el resto de los elfos se aprovecharon del efecto que Scowarr obraba sobre el enemigo y atacaron a aquellos a quienes el miedo hacía huir.
La táctica desesperada tuvo éxito, y las filas humanas empezaron a debilitarse y romperse. Tanis avanzó de un salto y frenó el golpe de un hacha; de inmediato derribó a su oponente con una patada en el estómago. Otro humano arremetió contra el semielfo en un intento de aferrarlo por las piernas, derribarlo y luchar con él cuerpo a cuerpo.
Con lo que no había contado el humano, era con la flecha que llegó de la nada y se clavó en su nuca. Los brazos del hombre pendieron fláccidos mientras el cuerpo inerte se deslomaba sobre Tanis. El semielfo recuperó la estabilidad mientras se preguntaba quién habría disparado el proyectil que le había salvado la vida.
Brandella esbozó una sonrisa, a la vez que cogía otra flecha de sus cada vez más reducidas reservas.
La batalla por la barricada no había concluido, ni mucho menos. A pesar de que Tanis y los otros habían conquistado lo alto del parapeto, ahora se encontraban en la difícil situación de mantener la posición hasta que los refuerzos llegasen. La luz del ocaso empeoraba aún más si cabe la comprometida situación.
De los elfos que se habían unido a él, sólo ocho quedaban de pie y algunos sufrían graves heridas. No podrían contener al enemigo por mucho tiempo. Brandella cargó otra flecha en el arco y disparó el mortífero proyectil. Entonces, una voz enfurecida gritó debajo del balcón al que se asomaba.
—¡Brandella! ¡Todavía sigues aquí! —gritó Kishpa con angustia—. Esperaba que te encontrases en ese barco del puerto.
La mujer divisó al mago en la calle.
—No te preocupes por mí —contestó—. Tienes que utilizar la magia para salvar a nuestra gente en la barricada sur.
—No puedo —dijo Kishpa con desaliento mientras sacudía la cabeza—. El hechizo de la tormenta me ha dejado exhausto; no tendré bastante fuerza para realizar otro conjuro hasta el amanecer. Mertwig dice…
Brandella puso otra flecha en el arco. Apuntó hacia la distante barricada mientras contestaba con dureza a su amado.
—No importa lo que diga Mertwig. ¿Has visto lo que ha hecho nuestra gente, de qué manera han luchado? —insistió.
—Sí. Son valientes, no cabe duda. ¡Pero tú deberías estar en ese barco!
La mujer disparó y observó con satisfacción que otro soldado humano rodaba por la pendiente del parapeto. Cuando habló, el tono de la voz puso de manifiesto su impaciencia.
—Por favor, Kishpa, no vuelvas a decir una palabra sobre mi marcha. ¡Di que ayudarás a esos pobres infelices de la barricada!
Brandella no reparó en el breve silencio que siguió a sus palabras.
—Lo intentaré —prometió por último el mago con solemnidad—. Lo haré porque tú me lo pides.
El tono del hombre penetró en su concentración y le produjo un sobresalto; Brandella comprendió lo que el mago iba a arriesgar por su causa. Se asomó por el balcón a la calle.
—¡Aguarda! —gritó—. ¡No te sacrifiques a ti mismo! ¡No quería decir…
Pero ya era tarde. Kishpa había entrado en trance y musitaba las palabras sagradas, largo tiempo olvidadas, que invocaban un conjuro. La roja túnica contrastaba contra el gris de los adoquines de la calle como un manchón de sangre.
Al concluir el hechizo, el mago se desplomó en el suelo.