8
En las barricadas

Con la esperanza de desviar la atención de Kishpa, Tanis se volvió hacia el tembloroso Scowarr.

—¿Dónde está tu buen humor, amigo mío? ¿No nace la risa del miedo?

El gracioso hombrecillo miró afligido a Tanis antes de responder.

—Me estoy acostumbrando tanto a sentirme asustado que cuando me siento seguro me asusta.

Yeblidod soltó una risita y su reacción animó a Scowarr.

—Pero ahora empiezo a sentirme mejor —agregó, algo más tranquilo.

—¿Adónde ibais vosotros dos? —inquirió la regordeta y afable enana, mientras señalaba la pradera donde las flores se mecían con la brisa, el mar que rompía al fondo y el pueblo de Ankatavaka donde resonaban los gritos de los elfos, apagados por la distancia.

—No nos dirigíamos a ningún sitio en particular —contestó Tanis de manera evasiva—. ¿Y tú? ¿Dónde ibas con tu carro antes de que trataras de rescatarnos?

La mujer señaló por encima del acantilado hacia el barco anclado al sur del puerto del pueblo.

—Mertwig lleva a nuestro hijo y la mayor parte de nuestras pertenencias a ese navío. Yo transportaba el resto. Verás, vivimos en las afueras del pueblo y no podemos defender nuestra casa. Sobre todo, deseábamos poner a salvo a nuestro hijo antes de la batalla.

—También deberías marcharte tú —rezongó Kishpa—. Será peligroso cuando los humanos ataquen. Le estás dando un mal ejemplo a Brandella.

Tanis casi dio un brinco al escuchar el nombre de la mujer. Estaba aquí. Pero, tal vez se marchaba en aquel barco. El semielfo se dio cuenta de que a Kishpa no le había pasado inadvertida su reacción; el mago lo estaba mirando de un modo extraño. Pero Yeblidod prosiguió con su cháchara y atrajo de nuevo la atención del hechicero.

—Oh, Brandella toma sus propias decisiones. Lo sabes muy bien. Nada de lo que yo haga, en un sentido u otro, la hará cambiar de opinión.

—Ni tampoco, al parecer, lo que haga o diga yo —protestó Kishpa—. Sabes que será muy duro para ella si el pueblo cae. Una mujer humana que vive entre elfos… —No terminó el razonamiento, ni era preciso. Frustrado, prosiguió—: ¡Por los dioses! Ojalá vosotras dos os marchaseis en ese barco para que Mertwig y yo pudiésemos luchar con la mente despejada de preocupaciones. Tal y como están las cosas, llevamos las de perder.

Interpretando bien el gesto de Tanis de arquear las cejas como una pregunta, Kishpa se dirigió al semielfo y a Scowarr.

—Desde el invierno de la plaga, soy el único mago que queda en el pueblo; y todavía no estoy preparado del todo. Lo que es peor, nuestros exploradores nos han informado que el ejército enemigo nos aventaja en una proporción de seis a uno, como poco. ¿No sería mejor que las mujeres, los niños y los ancianos estuvieran a salvo en el mar cuando el asedio se inicie? —argumentó.

—Los que quieran marcharse, que lo hagan —replicó Yeblidod—. Pero Canpho dijo que puedo ayudarlo con los heridos. Sabes que el curandero precisará toda la asistencia que se le ofrezca. —Su voz suave había adquirido un timbre agudo—. En cuanto a Brandella, es muy hábil con un arco… Mejor que la mayoría. Hará mucho más por el pueblo permaneciendo en él que flotando a la deriva en ese barco. Por otro lado, tanto ella como yo estamos decididas a afrontar el riesgo —concluyó con determinación.

Kishpa parecía contrariado, pero para Tanis fue un alivio saber que Brandella tenía intención de quedarse. Sin embargo, ¿dónde estaba su padre? No se marcharía hasta dar con él. Lo más probable es que su progenitor se encontrara entre el multitudinario ejército humano. Hasta que no se entrara en combate, el semielfo no tendría oportunidad de localizarlo y, aun entonces, ¿qué probabilidades había?

Tanis sintió que se hundía en el desánimo.

—Pareces sentirte desdichado —dijo la enana, a la vez que fruncía los pequeños y delicados labios en un mohín—. Hace sólo un instante, te salvaste de una muerte cierta. Incluso echaste en cara a tu amigo su gesto sombrío. Y ahora, sin un motivo aparente, adoptas una actitud pesarosa.

El semielfo procuró esbozar una sonrisa, pero su gesto no convenció a Yeblidod.

—¡Kishpa! —llamó la mujer, con un súbito centelleo en sus ojos verdes—. Quizás uno de los hechizos que coleccionas le levantaría el ánimo. ¿Por qué no intentas con ése que deja pegados los dedos de los pies?

—¿Te gusta ése? —rió el mago.

—Oh, sí. Cuando lo utilizaste con Mertwig, logré que me barriera el suelo sin necesitar otra cosa que sus pies descalzos —dijo, sin quitar ojo a Tanis.

Kishpa adoptó un tono jovial.

—¿Ves? Te he repetido infinidad de veces que mis hechizos no son del todo inútiles.

Tanis no salía de su asombro.

—¿Un conjuro que deja pegados los dedos de los pies? ¿Qué objeto tiene? —preguntó.

—Ninguno —contestó Kishpa, con una amplia sonrisa—. Colecciono hechizos estúpidos que carecen de sentido y, como Yeblidod acostumbra a decir, sin utilidad alguna. —Animado por el tema, prosiguió—. Tengo uno que quita el blanco a la nieve. Otro que hace crecer un bigote negro a cuantos se encuentren en un radio de un kilómetro, ya sean hombres, mujeres, niños, e incluso animales. —Señaló a su alrededor y después hizo una reverencia.

Tanis se rió a su pesar. Scowarr, por su parte, no parecía muy dispuesto a jalear otro humor que no fuera el suyo y se limitó a estudiar con atención el barco que mecían las olas al sur del puerto.

—¿Lo has utilizado alguna vez? —inquirió el semielfo.

—¡Ni hablar! ¡Me desterrarían de Ankatavaka! —Kishpa echó la cabeza hacia atrás y estalló en carcajadas al imaginarse a toda la población elfa del pueblo, con bigotes. El vello facial era una rareza entre esta raza.

Yeblidod y Tanis se sumaron a la algazara, en tanto que Alfeñique aguardaba el momento oportuno para soltar su propia chanza. Cuando, por fin, las risas se calmaron, dijo:

—Había un granjero que tenía una hija…

—¡Silencio! —ordenó Kishpa, interrumpiendo a Scowarr a mitad de la frase—. ¡Escuchad!

Sobre el rumor del mar encrespado se oyó el retumbar de tambores.

—El ejército humano avanza —dijo Tanis.

—No debí entretenerme tanto tiempo aquí —rezongó Kishpa, con un súbito malhumor—. Me necesitan en las fortificaciones y yo pierdo el tiempo salvando a dos tipos a quienes les trae sin cuidado lo que ocurra.

—Eso no es cierto —dijo Tanis, desafiante. Tenía que entrar en el pueblo si quería encontrar a Brandella y a su padre. Si ello significaba tomar partido en el combate, lo haría—. He luchado contra los humanos con anterioridad —declaró—. Te he dicho que estoy de parte de quienes me llaman amigo. Salvaste mi vida. Lucharé a tu lado para protegerte a ti y a los que están a tu cuidado. Y lo mismo hará mi amigo, ¿verdad, Scowarr?

—¿Quién, yo? —El delgaducho humano estaba consternado, pálido. Su voz sonaba estridente—. ¿Luchar?

Tanis asintió con gesto adusto. Scowarr procuró dominar el nerviosismo mientras lanzaba miradas inquietas al mago cuya magia lo había salvado de una caída mortal en el mar y que, presumiblemente, podría invertir el proceso con la misma facilidad.

—Eh, sí, por supuesto, ni que decir tiene —balbuceó—. Dadme una espada, un palo, lo que queráis.

—Muy convincente —dijo Kishpa, rebosando sarcasmo. Dio la espalda al semielfo y al hombrecillo y se dirigió a Yeblidod, quien daba evidentes muestras de turbación—. Desde luego, nuestros compañeros elfos estarán encantados de tener a un humano, al que no conocen, luchando codo con codo a su lado.

El mago giró sobre sí mismo y empezó a caminar a zancadas entre las flores silvestres. Tanis se interpuso de un salto en su camino; Kishpa frunció el entrecejo.

—Un inconveniente que tiene fácil solución. Le vendaremos la cabeza como si hubiese sufrido una herida —sugirió el semielfo.

—Podéis utilizar el último chal que me queda como vendaje —ofreció Yeblidod con voz apaciguadora, deseosa, al parecer, de zanjar la discusión.

—Las ropas de Scowarr están tan destrozadas que igual podrían ser elfas o humanas —hizo hincapié Tanis, pasando por alto la mirada dolida que le dedicó el hombrecillo—. Además, con su constitución, una vez que tenga la cabeza cubierta, nadie pondrá en duda que es un elfo…, siempre y cuando se guarde sus chistes para sí mismo —agregó intencionadamente, mientras miraba de soslayo a Alfeñique.

Los ojos del mago se posaron en Yeblidod, luego enfocaron el mar, y, por último, volvieron hacia el pueblo; el aire húmedo traía los ruidos de los preparativos de defensa llevados a cabo por la población. Kishpa se encogió de hombros.

—Nos vendrá bien cualquiera que esté dispuesto a luchar. Vendadlo mientras caminamos —ordenó—. Vamos. Nos necesitan en las barricadas.

No hubo tiempo de poner en duda su afirmación. Apenas había transcurrido una fracción de segundo desde que pronunciara la última frase, cuando Tanis, Kishpa y Scowarr se encontraban en las fortificaciones que cercaban el pueblo de Ankatavaka. A la enana no se la veía por sitio alguno.

Ni Kishpa ni Scowarr, ni tampoco ninguno de los defensores elfos que los rodeaban, se mostraron sorprendidos o perplejos por la súbita aparición de los recién llegados. Lo primero que pensó el semielfo era que Kishpa había realizado un conjuro que los había transportado a este lugar. Con todo, Tanis no le había oído pronunciar palabras mágicas, ni hacer gesto alguno que apuntara la ejecución de un hechizo. Algo mareado, llegó por fin a la conclusión de que el anciano mago que se debatía con la muerte en una orilla arenosa al oeste de Solace, había olvidado la precipitada marcha desde el acantilado al pueblo que tuviera lugar hacía casi un centenar de años. Una vez relegado al olvido, fue como si el trayecto nunca se hubiese realizado; al menos, para el mago.

De todos modos, no había tiempo para abstraerse en semejantes menudencias. Los tambores del masivo ejército humano resonaban con insistencia. Desde su posición aventajada en lo alto de una carreta volcada que cortaba la calle principal del pueblo, Tanis los vio venir. En tromba, salían a miles del bosque al terreno abierto de pastizales que conducía a la población. A juzgar por sus uniformes ajados y harapientos y la falta de disciplina en la maniobra de carga, semejaban más una horda salvaje que un ejército bien entrenado. Por desgracia, los defensores elfos que ocupaban las barricadas estaban tan mal adiestrados como sus enemigos.

Tanis examinó con una rápida ojeada las defensas del pueblo. Quedó espantado. No había brigadas con agua para apagar os focos de incendio. No había fuerzas de reserva para reforzar las líneas en caso de que se abrieran brechas en la defensa. No se había asignado a nadie para que recogiese las flechas disparadas por el enemigo sobre la barricada.

Mientras el semielfo inspeccionaba la fortificación, Kishpa hacía otro tanto. Pero, a diferencia de Tanis, lo que la mirada del mago buscaba era un rostro en particular.

—¿Dónde esta Mertwig? —exclamó—. ¿Alguien lo ha visto? ¿Se encuentra bien?

—El viejo enano dijo que no empezásemos la lucha sin él —respondió un elfo, con una risita nerviosa.

—¿Viejo? —gritó un enano de rostro hosco y arrugado que venía calle abajo, en dirección a la barricada—. ¿Quién ha dicho que soy viejo?

Al llegar a la barrera, se detuvo y observó con fijeza a los dos forasteros. Luego dirigió una mirada interrogante a Kishpa, que a su vez dedicó una ojeada a Tanis y a Scowarr y asintió con la cabeza, como diciendo: «Los conozco, no te preocupes».

Mertwig se encogió de hombros.

—Subo a reunirme contigo —dijo al mago.

Mientras el enano trepaba a lo alto de la barricada, Kishpa dio media vuelta y observó la marcha del ejército oponente. Allí, en lo alto de la fortificación, erguido, con su túnica roja, el hechicero semejaba un faro luminoso de indestructible esperanza y seguridad. Los elfos que estaban a sus espaldas lo miraban como su salvador; los humanos que se aproximaban a gran velocidad lo veían como su principal diana. A despecho del escaso porcentaje de sangre elfa que corría por sus venas, era obvio de qué lado estaba su adhesión, su lealtad, incluso su amor.

—Espero que tu magia sea poderosa —le dijo Tanis—. Este pueblo no está preparado para resistir un asedio largo.

El mago no pareció haberlo escuchado. Murmuraba palabras extrañas. El sortilegio había comenzado.

Tanis esperó que ocurriera algo dramático, espectacular. Lo único que cambió fue la distancia que separaba al parapeto de la vociferante horda atacante. Los humanos, empujados por la necesidad de nuevas tierras e inculcados desde la cuna a sentir odio y desconfianza hacia todo ser o cosa que fuera distinto a ellos, se abalanzaban en oleadas hacia adelante. Muy pronto estarían a tiro de arco.

Kishpa prosiguió con su salmodia, con los ojos cerrados, los brazos en constante movimiento; daba la impresión de que su piel brillaba con una tenue aura plateada, debido, tal vez, a la cambiante luz de la tarde. En el cielo apareció un nubarrón oscuro que se desplazaba rápido y muy bajo.

Las primeras líneas del ejército humano frenaron la carga, plantaron una rodilla en el suelo, colocaron las flechas en sus arcos y las dispararon contra la barricada… y contra Kishpa.

De inmediato, Tanis saltó de detrás de su refugio, agarró al mago por las rodillas y lo derribó en el mismo momento que una andanada de flechas pasaba zumbando sobre sus cabezas. Los dos rodaron por el costado del parapeto y cayeron con un golpe sordo sobre un montón de tierra, en el lado interior de la barricada.

Más de una docena de elfos, encabezados por Mertwig, el enano, corrieron a levantar a Kishpa del suelo. El mago los alejó con un gesto que recordaba a un granjero ahuyentando a las gallinas y les ordenó que regresaran a sus puestos.

—Supongo que crees que esto salda la deuda que tienes conmigo —dijo Kishpa al semielfo.

Tanis sintió que su gesto se endurecía ante la expresión implacable impresa en el semblante del mago.

—En tiempos de guerra, no cuentan cosas tales como saldar favores —respondió con dignidad—. Salvar las vidas de sus compañeros de filas es la obligación de todo buen guerrero y nadie que se precie de tal llevaría cuenta de tales actos.

—Tienes carácter —dijo el hechicero, ablandado por la actitud del semielfo.

Tanis decidió que la franqueza era su mejor arma.

—Me haría un flaco favor si no procuro que tus hechizos funcionen —dijo, manteniendo la mirada de Kishpa—. Y me temo que hasta el momento han tenido poco efecto, excepto atraer varios cientos de flechas en tu dirección.

Kishpa contuvo a duras penas una carcajada.

—¿Te recuerdo a Scowarr? —preguntó Tanis.

—No. Pero eres gracioso sin proponértelo. Echa una ojeada al otro lado de la barricada y juzga de nuevo mi magia.

Tanis trepó por el costado de un carro volcado y oteó un panorama de cieno y lodo. Sobre el campo abierto, el cielo estaba encapotado con unos negros nubarrones que descargaban un intenso aguacero cegador. En cuestión de minutos, el campo se había convertido en un cenagal.

Los elfos prorrumpieron en vítores. Muchos abandonaron sus posiciones en los flancos norte y sur del perímetro para congregarse en la barricada oriental y disfrutar del espectáculo de la magia de Kishpa, así como también para crear otra clase de lluvia muy especial: flechas que se precipitaron sobre los indefensos humanos en una avalancha mortífera.

El ejército enemigo había sido diezmado y se había frenado la carga procedente del este. Mas, mientras el grueso de las fuerzas humanas se encontraba atascado en barro y sangre, una segunda oleada de soldados atacó por el sur; la maniobra pasó prácticamente inadvertida para los elfos. Los gritos de socorro de los defensores asediados que se habían mantenido en sus puestos apenas se escucharon con el griterío desatado por la supuesta victoria lograda en el flanco oriental.

Con gran imprudencia, cientos de elfos se quedaron contemplando cómo el enemigo se hundía más y más en el campo encenagado, en tanto que algunos otros corrían hacia un combate cuerpo a cuerpo contra los humanos que habían abierto brecha en el muro meridional y entraban en el pueblo. Tanis sabía que el mayor peligro no radicaba en los humanos que tenía ante él.

—¡Seguidme! —gritó a los elfos que estaban alcance de su voz—. Hemos de reconquistar la barricada sur. Quienquiera que se haga con el control en ese muro tendrá en sus manos el destino de la batalla.

Era un grupo reducido de elfos contra un enemigo cada vez más numeroso. Tanis vio que Scowarr, con los vendajes aleteando alrededor de la cabeza, corría en silencio junto a él, dispuesto a la lucha.

—Sé lo que estás pensando —jadeó Alfeñique mientras corría—. Te preguntas, «¿por qué no hace ningún chiste ahora?». Bueno, te diré el porqué. Si estás con el agua al cuello, más te vale tener la boca cerrada.