7
Esperanza multicolor

—¡No! —clamó Scowarr desde abajo, al alcanzarlo la pequeña avalancha y acribillarlo con una lluvia de guijarros y terrones. Por fortuna, el arbusto no lo golpeó. Y tampoco Tanis; estaba colgando por una mano al pedazo de madera fosilizada mientras hacía intentos desesperados por encontrar huecos donde apoyar los pies.

—¡Aguanta!

A Tanis le dio el corazón un vuelco y renació la esperanza; ¡la nueva voz procedía de lo alto del acantilado!

—No dispongo de cuerda, pero tengo otra cosa —ofreció la voz femenina, de tono grave—. ¡Por favor, aguanta un poco!

Tanis sentía el brazo como si fuese a arrancársele de cuajo. ¡Si al menos encontrara un saliente donde apoyar los pies! Pero, cuanto más se esforzaba por conseguirlo, tanto más aumentaba la tensión del brazo.

—Allá va —anunció la mujer—. Está bajando por tu derecha. ¿Lo ves?

Sí, lo veía; era un chal fino, de color rosa, que ondeaba al viento.

Lo agarró con la mano libre. El chal, atado a otros de distintos colores —rojo, azul, púrpura, amarillo—, se puso tenso.

—¿Dónde has amarrado el otro extremo? —gritó Tanis, sin resuello.

—A un carro —fue la respuesta—. He apuntalado las ruedas con piedras, pero se desliza poco a poco hacia el acantilado. El carro es muy ligero, apenas pesa, y no puedo sujetarlo. ¡Apresúrate!

Tanis se izó por la tira multicolor de chales como si utilizara una liana en el bosque.

—¡Deprisa! —suplicó la mujer—. ¡El carro se desliza con más rapidez!

Tanis progresó con gran esfuerzo. Le dolían los brazos y tenía la boca seca por la tierra que seguía desprendiéndose de la pared rocosa.

Ya no faltaba mucho para la cima. Unos cuantos impulsos más por la improvisada cuerda y…

El semielfo alzó la vista, esperando encontrar una mano tendida que lo ayudara a remontar la cima. En lugar de ello, escuchó un grito y vio el carro que se precipitaba por el borde del acantilado. ¡No lo iba a conseguir!

El vehículo se desplomó y chocó contra Tanis, que se encontraba a escasos palmos de la cima.

Conmocionado por el golpe, el semielfo sólo alcanzó a comprender que algo terrible había pasado. Manoteó inútilmente en el aire en tanto que el encrespado mar se precipitaba a su encuentro. De repente, un viento distinto a cuantos había sentido hasta entonces sopló bajo él con tanta fuerza que detuvo su caída y lo empujó hacia arriba. En ese mismo momento, el carro se estrelló contra el acantilado y se hizo pedazos. Fragmentos de madera y astillas saltaron a su alrededor y, al ser más ligero su peso, salieron disparados hacia el cielo, impulsados por la corriente de aire.

Incapaz de respirar, Tanis intentó ponerse boca arriba mientras continuaba la vertiginosa ascensión sustentado en el invisible colchón de aire. Sin embargo, todo cuanto consiguió fue rodar sobre sí mismo en rápidos giros, semejante a una hoja seca sacudida por el viento. En una de las volteretas atisbó a Scowarr que ascendía a toda velocidad y se acercaba a él.

Para cuando Tanis llegó al borde del acantilado, Alfeñique estaba al alcance de su mano. La faz del hombrecillo era la viva imagen del terror; alargó los brazos y agarró el tobillo izquierdo del semielfo con tanta fuerza que Tanis creyó que se lo iba a romper.

Flotaron sobre la cima del acantilado, donde una corriente más suave los absorbió del ventarrón. Cayeron al suelo despatarrados y, rodando por el terreno desnivelado, arrancaron a su paso las delicadas flores de la pradera.

Desorientado, jadeante, Tanis permaneció tumbado, inmóvil. Al cabo de un momento, recordó a la mujer. Se incorporó sobre las rodillas con esfuerzo y, sintiendo una presencia a sus espaldas, se volvió.

La mujer, una enana seria y grave, con aspecto de matrona y ojos verdes como lascas de malaquita, corría hacia él. Caminando más despacio tras ella, venía un hombre joven que le resultaba vagamente conocido, si bien el semielfo seguía aturdido y le costaba trabajo enfocar la vista.

La mujer llegó primero y tomó entre sus manos las ensangrentadas de Tanis.

—Oí un grito y entonces te vi —dijo con voz maternal y reconfortante. Era la misma voz que escuchara en lo alto del acantilado—. Pensé que te matarías cuando el carro cayó por el precipicio. Siento mucho no haber podido frenarlo. —Su mano fue a la frente del semielfo.

Su contacto era suave y cálido. De manera instintiva, Tanis se acercó más a ella y aspiró su olor, una fragancia a flores de primavera mezclada con el limpio aroma de algodón. Se sintió reconfortado con su presencia.

—Lamento lo ocurrido con tu carro —dijo al cabo, sintiéndose culpable—. Has perdido todo, ¿verdad?

—No era nada comparado con la pérdida de una vida. —Su mirada fue hacia Scowarr, que por fin empezaba a removerse y a gemir—. De dos vidas.

—Yo…, nosotros… Te estamos sinceramente agradecidos por lo que has hecho —dijo Tanis con humildad.

—¿Y yo, qué? —intervino el hombre que estaba tras la enana—. ¿Nadie me da las gracias? Después de todo, fue mi magia la que os salvó.

Tanis parpadeó. El rostro era más delgado, el cabello negro y más espeso, y la túnica de un tono rojo fuerte, y estaba limpia. ¿Kishpa? ¡El hombre era tan joven, tan rebosante de salud y vigor! Los ojos azules brillaban llenos de vida en el juvenil semblante. Parecía imposible. Aun así…

—¿Vas a hablar con Yeblidod y conmigo no? —inquirió el hombre, con buen talante. Se volvió hacia la mujer y le tomó el pelo diciéndole—: Mertwig se pondrá celoso. —Luego, con más seriedad, agregó—: No te preocupes por las pérdidas. Hablaré con Mertwig sobre la manera de reemplazar lo que cayó por el acantilado.

Ella alzó la mirada hacia el hechicero y asintió con docilidad.

Entretanto, Tanis intentaba imaginarlo como un anciano con la piel abrasada, tendido en una manta y suplicando su ayuda. Eran tan parecidos y, sin embargo, tan notoriamente diferentes…

A pesar del aturdimiento, Tanis comprendió que debía ser muy cauto. No había olvidado la advertencia de Kishpa: «Habrá muchos que traten de interponerse en tu misión. Te prevengo contra uno de ellos…, yo».

Cuando el mago se volvió hacia él, Tanis intentó incorporarse.

—Te pido disculpas por mis malos modales. Acepta mi agradecimiento —le dijo.

El semielfo se tambaleó, pero se mantuvo de pie; aun cuando todavía resonaba el silbido del viento en sus oídos, sólo una brisa ligera mecía las flores y la hierba.

—Que tu magia sea siempre una bendición para ti —agregó, mientras le dedicaba una reverencia inestable.

La mujer alargó la mano y lo agarró por el brazo para que no cayera.

El hechicero inclinó a su vez la cabeza.

—Tus palabras te honran —comenzó el hechicero. Entrecerró los ojos y agregó—: Mas, he de decir que no eres de mi pueblo y tus rasgos apuntan a, digámoslo así, una mezcla de sangres. Uno se podría preguntar de qué lado está tu lealtad.

Acostumbrado a esta clase de preguntas suspicaces, Tanis fue capaz de responder con tranquila indiferencia, si bien, como le ocurría siempre, la amargura estaba a flor de piel. Simuló no estar enterado del mestizaje de sangre que corría por las venas del propio Kishpa.

—Mi lealtad está con quienes me llaman amigo —dijo con calma—. ¿Y tú? Por lo que veo, eres humano y, por lo tanto, un enemigo potencial de Ankatavaka. ¿De qué lado estás ?

La enana tiró de la manga a Tanis.

—No sabes de qué hablas —dijo, al parecer turbada porque el mago escuchara sus palabras—. Es Kishpa, nieto de Tokandi, uno de los antepasados más venerados de Ankatavaka.

—Así como un notorio entusiasta de las féminas humanas —intervino el joven Kishpa, con una alegre carcajada. Luego, señalando a Tanis, agregó—: Mi padre era como tú; un semielfo. Se casó con una mujer humana (parece ser una debilidad familiar), y nací yo. Me has preguntado de qué lado estoy y te respondo: éste es mi hogar. Ésta es mi gente. Y los humanos reunidos para atacarlos son mis enemigos. Enemigos, como éste —dijo con dureza, mientras señalaba a Scowarr.

Alfeñique tembló, asustado. No sólo estaba falto de palabras, sino también, por una vez, falto de chistes. La habilidad mágica demostrada por Kishpa lo había espantado.

—Scowarr no es vuestro enemigo —intervino Tanis—. Los humanos intentaron asesinarlo y huyó. Iban a matarme y me salvó la vida. Dejemos que las acciones de un hombre hablen por él, en lugar de juzgarlo por las circunstancias de su nacimiento.

—Oh, ¿también eres filósofo? —dijo Kishpa, observándolo con atención.

—Ni mucho menos.

El hechicero sonrió.

—Y, además, modesto. Pero dime, eh… ¿cómo te llamas?

—Tanthalas. O Tanis, si lo prefieres.

—Dime, Tanis, ¿qué te trajo aquí? —La voz de Kishpa se hizo casi un susurro—. ¿Por qué estás aquí y por qué ahora?

La intensidad del tono alarmó al semielfo. Daba la impresión de que el joven Kishpa sospechara algo. Mentir iba en contra de su forma de ser; por otro lado, le daba miedo confiar al mago la verdadera razón de su viaje. Sin embargo, tenía que contestar algo; algo que fuera cierto.

—Un moribundo me pidió que encontrara a alguien —dijo de manera atropellada—. Vine tan pronto como me fue posible y regresaré, creo, muy pronto. Al menos, así lo espero.

Kishpa no parecía convencido. Tanis se preguntó si no habría dicho ya algo que no debía.