5
El agujero negro
Tanis miraba todavía hacia abajo, pero en lugar de ver a Kishpa tendido en el suelo, vio las negras botas de cuero de un soldado con las punteras enfiladas en su dirección. De inmediato alzó los ojos y captó el destello de la luz del sol en la hoja de una espada ¡que descendía a toda velocidad sobre su cabeza!
Los elfos veneran la vida. Antes de la batalla, las tropas elfas y sus cabecillas se reúnen para pedir perdón por las vidas que se segarán en el inminente combate. Pero, en esta ocasión, no había tiempo para moverse, pensar, o sentir. De improviso, otra espada salió de la nada y frenó la embestida de la primera. Se produjo un sonoro choque metálico al encontrarse acero con acero y una voz gritó:
—¡Saca tu arma!
Tanis no necesitó que se lo repitieran. El instinto y la experiencia de toda una vida de lucha se adueñó de él. Arremetió con el hombro a su adversario, derribándolo con el impulso, y al punto desenvainó su espada con incrustaciones de plata. Su intención era protegerse mientras se escabullía de la locura en la que lo habían arrojado. Ya con todos los sentidos en alerta, no tardó en darse cuenta de que se encontraba en medio de un reducido grupo de soldados elfos y humanos enzarzados en una mortal lucha cuerpo a cuerpo en un claro del bosque.
El semielfo tenía un dilema. No sabía en qué bando estaba.
Un soldado humano, de largo y grasiento cabello castaño, lo sacó de sus dudas al abalanzarse sobre él con la punta de la espada dirigida al corazón. Tanis desvió el ataque con destreza. El humano contraatacó con un sesgo y el arma trazó un amplio arco, dirigido a cercenar el brazo izquierdo del semielfo. Tanis se desvió a un lado y eludió la fulgurante hoja, a la vez que propinaba una patada a su enemigo en el estómago. El soldado se aferró el vientre y se dobló en dos por el dolor; sus gemidos se entremezclaron con los gritos de otros humanos y elfos repartidos por el claro.
Un soldado elfo, al ver al humano agachado e indefenso, se interpuso entre él y Tanis y dejó caer con fuerza su sable en el cuello desprotegido del hombre. Una vida llegó a su fin.
Tanis quería mirar los rostros de los soldados y buscar a su padre. Pero con el aire cargado con el hedor del sudor y la sangre, y con la muerte acechando a cada momento, no podía permitirse el lujo de estudiar los rasgos de todos aquellos asesinos potenciales. Más valía escabullirse, decidió para sí. No obstante, antes de que pudiese llevarlo a cabo, otro humano lo atacó, y estrelló su escudo contra la espalda del semielfo. Tanis se fue de bruces al suelo. Situándose sobre el cuerpo desplomado del semielfo, el soldado tiró a un lado el escudo, se arrojó sobre él y lo inmovilizó con todo el peso de su cuerpo. Por el rabillo del ojo, Tanis atisbó una mano enorme que cogía una piedra. Luchó desesperado por sobrevivir, rodeando con los brazos una de las piernas del humano y tirando con todas sus fuerzas.
La roca salió despedida de las manos del soldado cuando éste cayó de espaldas. Tanis tampoco mató a este humano. En lugar de ello, rodó con agilidad sobre sí mismo, cogió el escudo del soldado y se valió de él y de su espada para rechazar el ataque de la oleada de guerreros enemigos.
Pero no por mucho tiempo.
—¡Más humanos! —alertó una voz elfa.
Tanis supo de una manera instintiva hacia donde mirar. Notó que el suelo se estremecía bajo sus pies y comprendió que se trataba de la caballería. Había sólo un sitio por el que podían venir los hombres de a caballo y era el campo abierto situado al este. Bajo la intensa luz matinal, galopaban a través de la pradera y cargaban contra las reducidas fuerzas de defensa élficas, en medio de gritos de venganza. Las lanzas empalaron a los elfos y las espadas los cortaron en pedazos.
Era una masacre. Tanis se las ingenió para derribar a un jinete de su montura y romper la lanza de otro, pero eran demasiados.
—¡Retirada! —gritó un cabecilla elfo. Después, con más precisión, chilló—: ¡Huid!
Tanis echó a correr, perseguido por dos jinetes. Era una carrera inútil y el semielfo lo sabía. Tenía que encontrar un refugio y cuanto antes. A su izquierda atisbó el tocón de un árbol. No era mucho, pero se tendría que conformar. Cambió de rumbo con un quiebro; a sus espaldas, los jinetes ganaban terreno a cada paso.
Alcanzó el tocón y lo rodeó justo unos instantes antes de que sus perseguidores lo cercaran. Retrasando lo inevitable, Tanis blandió la espada y desvió la punta de una lanza antes de agacharse para eludir la embestida de la segunda, que le pasó silbando junto al oído.
Los jinetes galoparon a su alrededor, levantando una densa nube de polvo que lo cegaba y lo ahogaba. Trató de respirar, de aclarar la vista, sabedor de que tenía que estar preparado para hacer frente a sus adversarios cuando dieran la vuelta y cargaran de nuevo contra él.
Oyó a los caballos encabritarse y relinchar y después el estruendo de los cascos cada vez más próximos, aunque los animales seguían ocultos tras la nube de polvo. Escuchó los gritos de otros elfos, invisibles también tras la polvareda, al recibir las mortales heridas infligidas por los humanos. Tanis templó los nervios, esperando ver a los jinetes antes de que fuera demasiado tarde. Entonces, a una corta distancia, divisó los caballos. Los hombres que los montaban se adelantaron en la silla para tener una mejor perspectiva de su víctima, mientras cargaban contra el semielfo.
En ese momento, dos manos salieron del tocón, que al parecer estaba hueco, agarraron a Tanis por la espalda y lo arrastraron a la oscuridad.
El semielfo yacía perplejo en el húmedo suelo. Un estrecho haz de luz, procedente del campo de batalla, allá en lo alto, se colaba por la hendidura del tronco hueco y le daba en la cara. Sintió un objeto que se le clavaba en el costado… ¿Una espada? No, demasiado romo. ¿Un palo?
Se removió para librarse de la incómoda sensación.
—La vida es maravillosa. Sin ella, estarías muerto —susurró una voz, a la que siguió una risa salida de la oscuridad.
—¿Quién eres? —inquirió Tanis, todavía mareado a causa de la caída.
La voz sonaba áspera, grave y profunda, a pesar de ser un susurro.
—Me llaman muchas cosas, y muy pocas son halagüeñas; pero mi nombre es Scowarr Alfeñique. Aunque tampoco estoy seguro de que sea muy lisonjero.
—¿Eres humano? —preguntó Tanis, mientras buscaba a tientas su arma.
—Tu espada está a un palmo de tu mano derecha. Ten cuidado con el filo —dijo Scowarr—. Los ojos se te acostumbrarán pronto a la oscuridad.
La voz podía pertenecer a un humano, pero su propietario lo había rescatado de los otros humanos. «Y los enemigos no acostumbran a ayudar a sus adversarios a encontrar un arma perdida», reflexionó Tanis. Agarró la espada y la envainó. En las sombras sólo distinguía una figura. De nuevo se oyó la voz que, aún manteniéndose en un susurro, había adoptado un timbre más agudo.
—Ven conmigo, pero no levantes la cabeza. Este túnel es muy angosto.
El semielfo avanzó en la oscuridad reinante, en pos de la figura; llegó un momento que incluso ésta se fundió con las sombras y sólo quedó la voz.
—Antes de que apareciesen esos soldados, los habitantes del pueblo gozaban de una salud tan excelente que no tuvieron más remedio que matar a uno de los vecinos para inaugurar el cementerio.
Tanis apenas prestó atención al chistoso comentario.
—¿Ese pueblo se llama Ankatavaka? —inquirió.
Más que ver, sintió que su compañero hacía un alto. La voz adoptó de nuevo un timbre grave e irritado.
—Eso era un chiste, muchacho. ¿No tienes sentido del humor?
Bajo las presentes circunstancias, pensó el semielfo, la necesidad imperiosa de sobrevivir postergaba cualquier sentido del humor.
—Por favor…, ¿es Ankatavaka? —insistió.
—Sí —dijo la voz, denotando un evidente fastidio—. Y, puesto que todavía me siento inclinado a hablar contigo, creo que debo advertirte que te mantengas a la izquierda cuando el túnel se bifurque. —El humano reanudó la marcha.
Poco después, Tanis tuvo que esforzarse para no quedar atorado entre las estrechas paredes del pasadizo.
—No sé si podré pasar —dijo.
—Vamos, continúa. —La voz parecía haber perdido el timbre irascible—. Si pudiera hacerlo, te aseguro que te daría con gusto mi constitución esmirriada y hasta mi mote. Sólo en situaciones como la presente me son de cierta utilidad.
«¿Y a quién le importa?», se dijo Tanis para sus adentros. De hecho, la voz le sonaba ahora más como la de un kender que como la de un humano; Tas se perdía también en divagaciones, pero a diferencia de él, este sujeto tendía a dejarse dominar por la irritación. Tanis decidió contemporizar con su salvador y seguirle la corriente.
—¿Se ensancha esta cueva más adelante? —preguntó.
—La otra ventaja es que ofrezco una diana difícil —prosiguió la voz con su parloteo—. Como te habrás dado cuenta, me gusta ver el lado bueno de las cosas…, si hubiese un poco de luz para distinguirlas. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Tanis el Semielfo.
—Bien, Tanis… ¿Puedo llamarte así, o prefieres el título completo?
Tanis jadeaba por el esfuerzo de avanzar centímetro a centímetro a lo largo del pasadizo, más apropiado para un enano o un kender que para una persona de ascendencia humana.
—Cualquiera que me haya salvado la vida puede llamarme como guste. Y, si no te molesta que te lo pregunte, ¿por qué lo hiciste?
La voz, resonando ahora en un registro alto, respondió a una pregunta anterior.
—Ante todo, Tanis, el túnel se ensancha dentro de poco y después tuerce a la derecha, antes de trazar un brusco descenso. Pasarás sin grandes dificultades. Y… —Tanis lo oyó respirar hondo varias veces y de nuevo la voz adquirió un tono de barítono—. Y en cuanto se refiere al motivo por el que te arrastré de un tirón hasta este miserable agujero negro, la respuesta es sencilla: necesito protección. Y ahora tú me debes la vida.
El semielfo torció el gesto. Al anciano mago que agonizaba junto a un lago, a un centenar de años en el futuro, no le quedaba tiempo para que él lo perdiera en otro asunto que no fuese la misión de Brandella. Por no mencionar sus propias prioridades. No obstante, en su mente podía escuchar a Sturm Brightblade pronunciando el juramento solámnico, «mi honor es mi vida». Y sospechaba que su antiguo compañero dedicaría el tiempo preciso para ayudar a Scowarr, sin reparar en las consecuencias.
Scowarr hizo una pausa —con el propósito de conseguir un efecto dramático, comprendió Tanis—, y luego agregó:
—¿Sabes? Hay personas que pagan sus deudas cuando vence el plazo; otras lo hacen con retraso; y otras jamás las saldan.
—Muy ingenioso —admitió Tanis.
—Pero no te has reído —protestó Scowarr.
—Sonreí. Lo que ocurre es que, con esta oscuridad, no me has visto.
—No es suficiente. En cualquier caso, la cuestión es: ¿vas a pagar la deuda que tienes conmigo?
Tanis hizo un último intento de eludir la responsabilidad que amenazaba con presionarlo de un modo aún más agobiante que las angostas paredes del túnel.
—No te pedí que me salvaras la vida —puntualizó.
La voz equilibró el timbre de fastidio con un tono razonable, aunque algo irritado.
—Cierto, pero yo sí te pido que salves la mía. Al final, viene a ser lo mismo. Dejémonos de sutilezas y evasivas, Tanis. ¿Puedo contar contigo?
El semielfo notó que su compañero contenía el aliento en espera de su respuesta. Tenía que ser honesto; o tan honesto como se lo permitían las circunstancias. Si intentaba explicar toda la historia, el humano jamás le creería.
—Estoy aquí para encontrar a dos personas —comenzó—. He de hacerlo cuanto antes y, una vez que lo haya logrado, he de marcharme de inmediato. No depende de mí, ni tengo otra alternativa. Si mientras tanto puedo protegerte, lo haré. Tienes mi palabra.
—Estupendo —dijo Scowarr, cuya voz había perdido el timbre grave—. Y tú tienes mi parrafada al completo.
Tanis resopló con disgusto.