3
El pacto

Casi había amanecido cuando el incendio se extinguió. El bosque era una reliquia humeante y las intermitentes ráfagas de aire creaban remolinos de ceniza sobre el lago.

Clotnik estaba tendido, medio sumergido, medio a flote, con una pierna por encima del tronco al que se aferraba, mientras que la otra pierna y un brazo pendían sobre el agua helada.

Tanis, que acababa de despertar de un duermevela intranquilo y fugaz, dirigió una mirada conmiserativa al malabarista. Clotnik semejaba un niño abandonado al que no le quedaba nada, ni siquiera esperanza. Pero el enano se recobraría tras un corto descanso. Los ojos del semielfo fueron de Clotnik al delgado anciano, que estaba apoyado en el hueco formado por el leño, parcialmente sumergido, con una sólida rama. Tanis lo observó sin pestañear hasta que percibió el leve pálpito de la respiración en el pecho del hombre. Todavía estaba vivo. Al menos, el frescor del agua aliviaba en parte las terribles quemaduras de la piel del anciano; un parco consuelo, en cualquier caso.

El semielfo apartó con la mano la capa de suciedad que flotaba en la superficie y luego se refrescó el rostro. A pesar de sentirse entumecido por permanecer toda la noche en el agua, Tanis empezó a nadar ayudándose con las piernas y un brazo, maniobrando poco a poco para conducir el tronco hacia la orilla.

Casi había alcanzado tierra firme cuando lo sorprendió una ronca exclamación.

—¡Tú!

El semielfo miró de inmediato a Clotnik, pensando que había despertado. Mas el enano roncaba plácidamente.

—Aquí. He sido yo —dijo la voz.

Tanis enfocó la zona curvada de la rama del tronco y quedó sorprendido al encontrarse con los ojos azules del anciano. Dejó de nadar.

—Continúa —ordenó el hombre—. Sácame del agua antes de que me acorche como una judía puesta en remojo.

—Tienes quemaduras graves, anciano —dijo Tanis con suavidad—. Te dolerá mucho cuando te tumbe en el suelo.

—¿Qué sabrás tú de sufrimiento y dolor? —replicó el hombre con sarcasmo—. Limítate a hacer lo que te he dicho.

Clotnik se removió. Alzó los brazos para desperezarse y al momento caía de cabeza al agua. Manoteó para agarrarse al tronco a la par que pedía auxilio a voces, sin reparar en que se encontraba a escasos metros de tierra firme.

Deslizándose con facilidad por la superficie cubierta de ceniza, Tanis agarró al enano por la nuca y le sostuvo la cabeza fuera del agua.

—Tranquilo —dijo el semielfo con firmeza—. No te ocurrirá nada. Sujétate al tronco. Casi hemos alcanzado la orilla.

—¡Estupendo! —jadeó Clotnik, a la vez que se aferraba al leño.

Mientras Tanis empujaba el tronco hacia tierra firme, el enano miró de soslayo al anciano y vio que sonreía; o, tal vez, era una mueca de dolor. El rostro del hombre estaba abrasado y, a despecho de los esfuerzos realizados por el semielfo y el enano para evitarlo, las pavesas incandescentes le habían quemado parte del canoso cabello.

—Temí que no llegaras vivo al amanecer —dijo Clotnik con tono sombrío.

Al hablar, la voz del anciano estaba ronca por el dolor y el agotamiento.

—No me quedaba otra alternativa.

Tanis desenterró sus exiguas pertenencias y cogió una manta de su petate; tras empaparla en el lago, la extendió en una zona lisa del terreno.

—Ayúdame —pidió a Clotnik, mientras señalaba al anciano.

El enano tragó saliva, se metió en el lago y se situó detrás del herido.

—Con mucho cuidado —instruyó el semielfo.

Al levantarlo, los asaltó un fuerte hedor a carne muerta. Clotnik se propuso no mirar al pobre anciano, al menos, hasta haberlo tendido sobre la manta. Entonces fue cuando se percató de que sus propias manos, así como los brazos, estaban cubiertos de tiras de piel quemada y coágulos de sangre, pero no eran suyos. Con el estómago revuelto, dirigió una mirada al anciano.

—¡Por Reorx! —exclamó.

Se dio la vuelta con rapidez, se apartó unos cuantos pasos vacilantes, y vomitó en el lago.

—Al parecer, estoy un poco chamuscado —comentó el anciano.

—Aceptas tu suerte con una tranquilidad sorprendente —manifestó el semielfo, con un ribete de respetuosa admiración.

—Fue culpa mía —replicó el herido. Sus ojos azules estaban empañados por las lágrimas, provocadas, sin duda, por el dolor de las quemaduras.

—No puedes culparte por ser incapaz de escapar de un incendio en la pradera —comentó el semielfo con el entrecejo fruncido.

—Y no lo hago. —Los ojos azules, despejados ya de lágrimas, estudiaron con detenimiento a Tanis—. Me culpo por haberlo provocado.

—¿Lo iniciaste tú? ¿Por qué? —preguntó, con las cejas arqueadas por la sorpresa.

—Los sligs me perseguían —explicó el anciano—. Eran muchos, por cierto. Pensé que el fuego los detendría o acabaría con ellos.

Tanis miró a su alrededor. A pocos pasos, Clotnik se recuperaba del ataque de náuseas. Los troncos y las ramas calcinados todavía humeaban. Los animales de la zona habían desaparecido horas atrás, ya fuera porque habían huido o porque habían perecido en aquel infierno. Los sligs, una especie de seres fornidos e inteligentes, emparentados con los hobgoblins, habrían tenido grandes dificultades para encontrar algún refugio en el área calcinada que se extendía en torno del lago.

—Al parecer ha dado resultado —se mostró de acuerdo el semielfo. Después, como hablando para sí mismo, concluyó—: Hasta ahora, los sligs no habían llegado hasta esta parte del continente. Sin duda, iban detrás de algo muy valioso. —El anciano bajó los párpados y desvió la mirada, pero no respondió. Tanis prosiguió—. El incendio se extendía de un extremo al otro del horizonte. Tuviste que prender el fuego a una distancia considerable para que se propagara de ese modo.

El herido trató de denegar con la cabeza, pero al momento torció el gesto por el dolor. No cabía duda de que los efectos sedantes ocasionados al permanecer toda la noche sumergido en agua fría empezaban a remitir, dando paso a un espantoso dolor. Los ojos azules del herido se enturbiaron de nuevo y, con un suspiro, el hombre los cerró. Cuando habló, su voz era apenas un susurro.

—No. No empezó muy lejos de aquí, ni mucho menos. Fue mi magia la que lo hizo tan extenso.

—¿Eres mago?

—Lo que queda de él —respondió con una risa amortiguada.

Algo no encajaba, pensó Tanis.

—Si te salvaste de los sligs con tu magia, ¿por qué no recurriste a otro conjuro para escapar del fuego?

—No podía… —enmudeció e hizo un esfuerzo evidente para sosegarse—. No podía realizar otro hechizo con tan poco tiempo de diferencia con el primero. No tengo la misma fuerza de antaño. —Sacudió la cabeza, ensimismado en los recuerdos—. Una vez iniciado el incendio, fui incapaz de controlarlo. Al principio todo fue bien, pero cuando el viento cambió y sopló en mi dirección, creí que no lograría llegar hasta aquí.

Clotnik escuchó la última frase y regresó junto a ellos.

Estaba pálido y tiritaba; se sujetaba el estómago con una mano como si tratara de mantenerlo en calma, en tanto que con la otra se rodeaba el pecho como si quisiera resguardarse del frío, a pesar de que el sol ya asomaba por el horizonte.

—Si sigues vivo, es gracias a Tanis. Él te salvó —dijo.

—Lo recuerdo —susurró el atormentado mago—. Cuando lo vi, creí en el primer momento que era su padre.

Tanis sintió que la cabeza le daba vueltas. Su mente era un hervidero de interrogantes, pero parecía haberse quedado mudo. «Por favor —pensó—, dejadlo vivir hasta que me cuente lo que sabe».

Clotnik alargó la mano y quitó con cuidado una ramita enredada en el cabello gris del anciano.

—Debes descansar —aconsejó con dulzura al hechicero.

Por toda respuesta, el mago apretó los labios en un gesto tenaz. Tanis pensó que el anciano debió de ser todo un carácter en sus años mozos.

—Sabes muy bien que no queda mucho tiempo. He de hablar con el semielfo mientras pueda.

El mago trató de volver la cabeza hacia Tanis, pero el esfuerzo le produjo un dolor insoportable. Emitió un gemido sordo y puso los ojos en blanco. Tanis se apresuró a hablar.

—Nos quedaremos contigo hasta que… —El semielfo no finalizó la frase.

—¿Hasta que muera? —le dijo el mago, con los dientes apretados—. No. Tú, no.

Tanis se quedó sin saber qué responder.

—Hemos de llegar a un acuerdo —prosiguió el mago lentamente, con creciente dificultad—. Un pacto. Información acerca de tu padre a cambio de… un favor.

—Desde luego —aceptó sin dilación Tanis—. Dime qué deseas y, si está en mi poder dártelo, lo tendrás.

Los ojos azules adquirieron un súbito tono acerado en el rostro ceniciento.

—Quiero que encuentres a alguien. Alguien que, si no lo ayudas, morirá.

Las últimas palabras fueron un gemido. Las manos del mago aferraron la túnica del semielfo. Los dedos socarrados por el fuego se cerraron como garras y el anciano se valió de su presa tanto para atraer hacia sí a Tanis como para incorporarse.

—¡Tienes que salvarla! ¡Promételo! —exclamó con voz estrangulada.

—¿Esa mujer estaba contigo en la pradera cuando se inició el incendio? —preguntó alarmado el semielfo, temiendo tener que ir en busca de lo que, en el mejor de los casos, sería un cadáver carbonizado.

No obstante, el mago denegó con la cabeza y, con una fuerza nacida de su desesperación, atrajo más hacia sí a Tanis.

—Está muy lejos —dijo con tristeza.

El semielfo ayudó al hombre a tenderse sobre la manta.

—¿Quién es?

—Brandella —fue la sucinta respuesta—. No hay otra como ella. Y tú debes encontrarla y salvarla. De ese modo, seguirá viviendo después de que yo haya muerto.

Clotnik intervino.

—Kishpa, no se lo has explicado.

—Dadme un poco de agua —pidió el mago. Una vez que hubo bebido unos sorbos del odre que le tendía el enano, suspiró hondo y prosiguió—. Hace tres años realicé un conjuro de búsqueda con la esperanza de que mi magia me indicara la persona más indicada para mi propósito. Y la magia me dijo que te encontrara a ti, Tanthalas —dijo, utilizando el nombre élfico de Tanis. Kishpa sufrió un ataque de tos y Clotnik le ofreció más agua, pero el anciano hechicero la rechazó y prosiguió—. Desde entonces, te he estado buscando. Mi influencia sobre ti se basa en un hecho simple. Tu padre llegó a mi pueblo hace noventa y ocho años. Yo te conduciré hasta él si tú me entregas a Brandella.

El anciano hizo una breve pausa para recobrar el aliento.

A Tanis le resultaba casi tan dificultoso respirar como al mago. Su padre. ¿Sería posible? Noventa y ocho años no representan un período muy largo para un elfo, pero su padre era humano. No podía seguir vivo. Tanis se preguntó si su rostro evidenciaría las dudas que lo asaltaban.

—¿Cómo encontraré a esta mujer, a Brandella? —se apresuró a indagar.

Los labios abrasados de Kishpa sangraron al esbozar una sonrisa.

—Del mismo modo que encontrarás a tu padre. Los buscaras a ambos en mi pasado. Ellos viven en mi memoria.