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Fuego en la noche
—Hace un tiempo frío y húmedo, cualidades muy satisfactorias para la cerveza de Otik, pero no para los huesos —comentó Clotnik, mientras saciaba la sed en las aguas transparentes del pequeño lago que habían encontrado en la linde del bosque.
Casi había anochecido, pero todavía había luz suficiente para divisar el terreno abierto de pastizales y campos que se extendía tras las últimas filas de los árboles.
Tanis metió la cabeza en el agua; después sacudió como un perro la mata de cabello castaño rojizo y esparció una lluvia de gotitas a su alrededor. Una vez refrescado, se sentó y se recostó en el tronco de un árbol; se sentía cómodo con sus ropas de cuero suave y fino.
Cerró los párpados y, al igual que había hecho durante los tres días transcurridos desde que partieran de Solace, trató de imaginar qué aspecto habría tenido su padre. No era descabellado pensar que habría heredado algún parecido físico; al menos, en lo referente a sus rasgos humanos. Imaginó un hombre alto, de hombros anchos, frente prominente que dejaba algo hundidos los ojos, mandíbula firme con un hoyuelo en la barbilla y boca con un ligero rictus que curvaba los labios hacia abajo. Le gustaba pensar que su padre había sido atractivo, fuerte e inteligente. No obstante, lo único que sabía con certeza de su progenitor es que pertenecía a esa clase de hombres que se aprovecharía de manera vergonzosa de una mujer indefensa. El semielfo necesitaba con desesperación descubrir alguna faceta buena del hombre que tanto daño hiciera a su madre. Muy pronto lo sabría. El enano se lo había prometido.
Un olor preocupante le llamó de repente la atención. Abrió los ojos y se incorporó.
—¿No hueles algo? —preguntó.
El enano simuló una actitud ofendida.
—Oye, te aseguro que me bañé no hace mucho.
Tanis sonrió con desgana, a la vez que estrechaba los ojos. Clotnik reparó en la preocupación del semielfo y olisqueó de un modo sonoro. Luego sacudió la cabeza.
—No percibo otros olores que los normales —dijo.
Tanis, sin embargo, prosiguió escudriñando el horizonte, es decir, lo poco que resultaba visible tras los árboles.
—Humo —dijo con brusquedad, oteando entre la barrera vegetal.
El enano lanzó una exclamación de alarma. Se puso de pie con prontitud, dispuesto a correr, pero al parecer inseguro de qué dirección tomar. Haciendo caso omiso del asustado enano, el semielfo se incorporó y caminó con pasos tranquilos hacia la linde del bosque. Clotnik fue en pos de él, pisándole los talones.
—Los elfos tienen una visión muy aguda. ¿Divisas algo?
—No estoy seguro… —contestó Tanis—. Al otro lado de aquellos cerros del norte el cielo parece más brillante, pero la luz del ocaso puede engañar a los ojos. Lo veremos mejor cuando se ponga el sol.
Se levantó una suave brisa. El malabarista se retorcía las manos y se tiraba de la barba de manera alternativa.
—¿No pensarás que el fuego está a nuestras espaldas, verdad? Quiero decir, que el bosque no está ardiendo, ¿eh? —inquirió, con un timbre más agudo de lo normal.
Tanis vaciló; no apartaba la vista del horizonte, mientras deseaba para sus adentros que el ocaso llegara más deprisa.
—No creo —dijo al cabo, con voz calmada—. El viento sopla del norte y trae el olor a ceniza. —En ese instante el aire cambió de dirección y el semielfo dejó de percibir el olor. Ello le hizo dudar y agregó sin convicción—: Tal vez no ocurra nada y lo he imaginado.
Aguardaron sin perder de vista el cielo septentrional. Poco a poco, la luz del ocaso perdió intensidad y la oscuridad se enseñoreó de todo…, excepto en la zona norte. Para horror de los dos viajeros, el cielo que divisaban en aquella dirección brillaba con un resplandor constante. No se veían llamas, pero no cabía duda de que tras las colinas ardía un gran fuego. Y si el viento seguía soplando en su dirección, el incendio los alcanzaría.
La inquietud de Clotnik iba en aumento y, aparentemente inconsciente de sus actos, se arrancaba pequeños mechones de la barba.
—¡Tenemos que correr! —instó.
Pero Tanis denegó con la cabeza y detuvo al enano que daba un paso para alejarse.
—Imposible. Por mucho que corras no lograrás superar la velocidad de un incendio en la pradera. Además, puede tener un frente de kilómetros. No conseguiríamos rebasarlo por los flancos. Tenemos más probabilidades aquí; el lago nos dará protección.
—Podríamos volver por donde vinimos. El fuego no se propagará con tanta velocidad en el bosque como lo hace en la pradera.
—Eso es cierto —admitió Tanis.
—¡Partamos entonces!
—No.
El pequeño cuerpo del enano se estremeció por la frustración.
—¿Por qué no? —exigió.
Tanis comprendía el miedo de su compañero e intentó mantener un tono de voz tranquilo.
—Este bosque es pequeño. Llegamos hasta aquí a través de praderas. Este paraje es como una isla de árboles y, si nos aventuramos fuera de él, podríamos acabar atrapados en un infierno. No; éste es el lugar más seguro.
El semielfo esbozó una sonrisa animosa. El enano hacía evidentes esfuerzos para controlar los nervios; con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos de sus pantalones marrones, actuaba como si presenciar el avance de un mortífero incendio de pradera fuera un acontecimiento diario, tan habitual para él como realizar sus juegos malabares para los viajeros en cualquier posada perdida en los caminos.
—¿Qué hacemos? —preguntó al cabo Clotnik.
—Hay un tronco caído junto a la orilla del lago —recordó Tanis—. Metámoslo en el agua. Al menos dispondremos de algo a lo que sujetarnos.
El enano se dio media vuelta y empezó a correr, pero Tanis lo agarró por el borde de la túnica.
—Llena los odres de agua lo más rápidamente posible. Cuando todo haya pasado, quizás el lago esté lleno de cenizas y hollín.
El malabarista asintió con la cabeza y se encaminó hacia el lago a toda prisa.
La visión élfica de Tanis le permitía ver bien en la oscuridad y se ocupó de cavar un hoyo en la tierra, donde metió los bártulos y la espada adornada con bellas incrustaciones de plata que Flint había forjado y le había regalado la última noche que pasaron en la posada de El Ultimo Hogar. El arma le hizo recapacitar acerca de las diferencias existentes entre los dos enanos; el irascible Flint Fireforge, firme y veraz como el metal que forjaba y el inquieto Clotnik, tan variable como los fluctuantes dibujos malabares que trazaba en el aire con las bolas. Claro que, una diferencia de casi un siglo en la edad de uno y otro podía justificar en gran parte la diferencia de comportamiento, pensó Tanis.
El semielfo no había empleado más de seis o siete minutos en la tarea de enterrar los bultos del equipaje; no obstante, en tan corto espacio de tiempo, el cielo había adquirido un tono bermellón y el humo empezaba a hacer el aire irrespirable. Tanis dirigió una ojeada al norte, al cerro más cercano; las llamas habían alcanzado la cima. La vegetación se inflamaba en una explosión roja, naranja y amarilla por el abrasador calor del fuego. Pequeños animales huían dominados por el pánico desde la pradera en dirección al lago. El incendio se movía con gran rapidez impulsado por el viento, engullendo la hierba alta con una voracidad insaciable.
—¡Aprisa! —ordenó Tanis—. ¡Ayúdame a empujar el tronco hasta el agua!
—¿Dónde está? —chilló Clotnik aterrorizado. De repente sufrió un golpe de tos a causa del humo—. ¡No lo veo! —fue capaz de barbotar al cabo de unos instantes.
El humo acre y la ceniza se propagaban por el aire en densas nubes. Por fortuna, la visión élfica de Tanis le permitía ver el fulgor rojizo emitido por cualquier cuerpo vivo, si bien el aura que perfilaba el cuerpo fornido de Clotnik se difuminaba de manera progresiva con el creciente calor de la atmósfera. El semielfo se apresuró a reunirse con su compañero, que estaba de pie a la orilla del lago. Tanis rasgó un trozo de su túnica, empapó el trozo de tela en el agua y se la puso a Clotnik sobre la boca y la nariz.
—Anúdalo alrededor de la cara. Te facilitará la respiración —instruyó a gritos, para hacerse oír sobre el rugiente incendio.
El enano se ató el paño mojado en tanto que el semielfo preparaba otro embozo para sí mismo con otro pedazo de tela. A continuación, Tanis condujo al malabarista hasta el cercano leño y los dos compañeros apoyaron el hombro en el pesado tronco y empujaron.
No se movió.
—¡Otra vez! —ordenó Tanis.
Empujaron de nuevo.
Nada.
Tanis volvió la cabeza y miró a sus espaldas. El fuego había recorrido la mitad de la ladera del cerro.
—¡Empuja o moriremos! —gritó al enano.
Empujaron. Con un ruidoso sonido succionador, el leño se despegó del cieno que lo sujetaba.
—¡Ya se mueve! —gritó Clotnik.
—¡Sigue empujando!
Plantaron los pies cuanto les fue posible en el embarrado terreno que rodeaba el lago y empujaron con fuerza una vez más. De repente, el tronco quedó libre de la presa del fango y se deslizó hacia el agua; dio unas cuantas vueltas y después flotó lentamente en dirección al centro del lago.
Clotnik cayó de bruces; bajo los pegotes del cieno y ceniza que embadurnaban su rostro se advertía la palidez causada por el agotamiento.
—Recobra el aliento —dijo Tanis, si bien sus palabras eran innecesarias ya que el enano podía hacer poco más que respirar a boqueadas—. Nos harán falta unos palos gruesos para alejar cualquier resto ardiente que caiga cerca. Quédate aquí y descansa; yo los buscaré.
El semielfo rastreó el entorno, procurando hacer caso omiso de las llamas que descendían a toda velocidad por la ladera del cerro, en dirección a los árboles; de improviso, escuchó un grito desgarrador.
Alzó la cabeza con brusquedad y oteó el brillante frente de llamas que se extendía de este a oeste, hasta donde alcanzaba la vista.
Al principio no divisó nada, excepto el resplandor rojizo y amarillo procedente del incendio. Luego, una sombra, destacada contra el fondo escarlata, saltó en su campo visual.
Tanis se resguardó los ojos del cegador resplandor y el denso humo que precedía a las llamas.
La sombra era una figura y se movía; más, ¿era un hombre? Sin dudarlo, instintivamente, Tanis se alejó a grandes zancadas de la seguridad del lago y se dirigió al linde del bosque, a fin de tener mejor visibilidad.
—¿Dónde vas? —llamó Clotnik.
—Creo que hay alguien ahí afuera.
—¡Oh, no! —El horror impreso en la voz del enano superaba con creces el pánico que el hombrecillo había demostrado hasta entonces. Con gran sorpresa de Tanis, el malabarista corrió a unirse a él. El semielfo notó que se le contagiaba el terror del enano. ¿Y si el hombre que estaba ahí fuera resultaba ser el que había conocido a su padre?
Para entonces, el frente del incendio se encontraba a menos de cien metros del bosque.
—Socorro… —se escuchó gritar al desdichado.
—¡Allí! ¡A la derecha! —chilló Clotnik—. ¿Lo has oído?
Tanis no se molestó en contestar. Atisbó un movimiento y al momento captó la imagen de la silueta de un hombre, en contraste con el cegador resplandor de las cercanas llamas; corrió tan rápido como le fue posible hacia el ardiente infierno.
El rugiente fragor del fuego y el humo asfixiante que lo precedía eran tan sofocantes como el calor abrasador. Aun así, Tanis siguió adelante. Alguien corría hacia él; una figura, vestida con una túnica larga, avanzaba a trompicones a escasos pasos de las veloces llamas que le lamían los talones.
—¡Por aquí! —gritó Tanis, agitando los brazos sobre la cabeza.
El hombre alzó la cabeza; el fuego había chamuscado la parte trasera del repulgo de la oscura túnica. Apenas los separaba una docena de metros cuando el hombre levantó los brazos y gritó algo ininteligible; acto seguido se desplomó y se quedó hecho un ovillo en el suelo. El fuego prendió en la túnica; las llamas avanzaron, ansiosas por consumir el cuerpo inerte.
Pero Tanis fue más rápido.
Cubrió los últimos diez metros prácticamente de un salto y alzó al hombre en sus brazos. El fuego mordió el borde de la túnica de cuero del semielfo mientras éste se alejaba tan rápido como le permitían las piernas. Corría pendiente abajo, con un fuerte viento a sus espaldas, por lo que, a pesar de la carga del hombre, Tanis pudo mantenerse por delante del fuego, aunque con escasa ventaja. Pronto, el humo arremolinado lo alcanzó. Respiraba trabajosamente, y le ardían los ojos; había perdido de vista el bosque.
Desorientado, hizo un alto; el peso muerto del hombre le vencía los brazos.
—¿Dónde…? —balbuceó.
No sabía en qué dirección correr. El ruido del incendio parecía rodearlo y con aquella humareda no había esperanza de divisar la situación de Clotnik, con visión élfica o sin ella. Por vez primera, se preguntó qué se sentiría al morir abrasado.
Justo en ese momento, una mano salió de la nada y lo agarró por el brazo.
—¡Por aquí! —dijo una voz estrangulada que apenas recordaba a la de Clotnik—. Te habías desviado. Los árboles están en aquella dirección. ¡Deprisa!
La sensación de alivio fue tan refrescante para Tanis como una lluvia de primavera; siguió a Clotnik y, unos segundos más tarde, salieron de la espesa humareda al refugio temporal de los árboles. El fuego los seguía a escasos metros.
Corrieron hacia el lago en el mismo momento en que la primera línea del bosque estallaba en llamas. Lenguas de fuego se propagaron por las cortezas y las ramas altas se prendieron; el calor era tan intenso que las hojas empezaron a arder aun antes de que las alcanzaran las llamas.
—¿Está vivo? —preguntó preocupado Clotnik, mientras vadeaban la orilla en dirección al centro del lago.
Tanis bajó la vista y descubrió que el hombre que transportaba era mayor; el cabello canoso estaba impregnado de ceniza, y la delgada faz marcada con las arrugas de la vejez.
—Creo que todavía respira, pero sufre quemaduras muy graves.
Como corroborando las palabras del semielfo, la piel del anciano siseó y humeó al entrar en contacto con el agua fría del lago.
Cuando llegaron a un punto en que la profundidad del agua no permitía continuar caminando, Tanis y Clotnik, con el herido a remolque, nadaron los doce metros que los separaban del leño flotante. La hierba, los arbustos y los árboles que rodeaban el lago eran pasto de las llamas y una lluvia de ramas ardientes se precipitaba sobre los tres hombres en medio de chisporroteos.
Por fin, Tanis planteó la pregunta que le quemaba la lengua con la misma intensidad que el devastador incendio.
—¿Es el hombre que conocía a mi padre?
El enano asintió en silencio.
Tanis apretó los dientes hasta que las mandíbulas le dolieron. Deseaba gritar, flagelar al destino con el látigo de sus palabras hirientes para que jamás volviera a burlarse de él de una manera tan cruel. Mas, de algún modo, logró dominar el impulso y guardó silencio.
Las horas transcurrieron. Durante toda la noche, Tanis y Clotnik se mantuvieron aferrados al leño y se turnaron para sostener a flote al anciano herido. No disponían de palos para alejar los restos abrasados que caían en el agua; en consecuencia, tuvieron que valerse de los pies para empujar cualquier peligro que caía cerca de ellos. Lo más preocupante, sin embargo, eran las pavesas incandescentes que flotaban en el aire y chisporroteaban al precipitarse en el agua. Cualquiera de ellas podía quemarles algún ojo o desfigurarles la cara, por lo que tuvieron que mantenerse en alerta constante, no sólo por sí mismos, sino también por el anciano. En más de una ocasión, se vieron obligados a hundirlo bajo la superficie a fin de evitar que lo abrasara una lluvia de chispas. Al emerger, el hombre tosía y boqueaba, dando evidencia de que seguía todavía entre los vivos, aunque a duras penas.
La conflagración prosiguió su avance devastador.