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Trucos de malabarista
—Otra jarra para mi amigo —pidió a voces el campechano enano.
Tika, la joven camarera, suspiró. Era tarde, muy tarde. Y la adolescente de cabello pelirrojo estaba cansada. Incluso Tanis, que había regresado a la posada de El Último Hogar después de que todos sus amigos se hubieran marchado, tenía aspecto de sentirse agotado. Estaba sentado junto al mostrador, solo, a excepción del pletórico enano de enormes orejas y nariz cómica que se había hecho su amigo con tanta rapidez.
Tanis alzó el rostro curtido y sus pensativos ojos almendrados se posaron en Tika.
—Se acabó por hoy la cerveza —dijo, denegando con la cabeza—. Al menos, para mí.
La camarera se plantó con actitud enérgica ante el enano forastero y se colgó el paño en un hombro. El local en forma de ele de la posada de Solace, escenario en otro tiempo de largas tertulias de Tanis y sus compañeros, aparecía ahora vacío y en la chimenea de piedra no se alzaban llamas titilantes que alegrasen el solitario salón, caldeado apenas por el exiguo calor del rescoldo de las ascuas. En definitiva, pensó Tanis, la atmósfera encajaba a la perfección con su estado de ánimo.
Tika, en cuya faz delgada resaltaban las pecas incluso bajo esta tenue luz, se enfrentó desafiante al forastero.
—¿Y usted, señor? Ya tiene bastante por esta noche, ¿no es cierto? —demandó.
El enano sonrió a la muchacha y le hizo un guiño.
—No se me ocurriría beber a mí solo. ¿No te apetece tomar un trago conmigo?
La delgaducha jovencita resopló, alzó la barbilla y apretó los labios en un gesto de desagrado.
—¿Significa eso que no?
Por toda respuesta, Tika soltó otro resoplido a la par que sus ojos verdes centelleaban.
—Qué vocabulario tan extenso —dijo el enano, medio en serio, medio en broma—. A mí, por el contrario, me entusiasman las palabras. ¿Quieres que te enseñe la frase: «Acepto gustosa una copa contigo, Clotnik», mi seductora mocita? —Esbozó una mueca con la que trataba, obviamente, de mostrarse encantador.
A pesar de sus esfuerzos por evitarlo, los labios de la muchacha se curvaron con un amago de sonrisa.
—¡Lo he visto! —gritó Clotnik.
Tras un nuevo resoplido, Tika corrió hacia la cocina.
Los ojos cansados de Tanis chispearon divertidos por el talante juguetón del enano y la timidez esquiva de Tika, que el semielfo sabía acabaría madurando en una seductora atracción cuando se hiciese mujer. Tanis rememoró un tiempo en que también él había sido tan inocente. Laurana. Sí, había sentido el impetuoso placer que despertaba en él la mirada elocuente de la muchacha y, de haber sido posible, quizás habría respondido con todo su corazón a aquella mirada. Después, apareció Kitiara. Había roto su relación con la temperamental guerrera hacía apenas una hora y, como respuesta a su sinceridad, había recibido una bofetada que le había partido el labio y dejado suelto algún diente. Mas, incluso ahora, se preguntaba si no habría sido un estúpido al obrar de ese modo. En cualquier caso, ya era demasiado tarde para remediarlo; Kit había partido de viaje con Sturm. El semielfo sabía, con una sombría certeza, que no volvería a ver a Kit —o a ninguno de sus otros compañeros—, durante cinco largos años. Y, tal vez, ni tan siquiera entonces.
La idea le hizo apretar los puños. Los recuerdos, tanto los de un pasado lejano como los más recientes, se le clavaron en lo más hondo de su ser con una sensación de pérdida irremediable… El brillo de sus ojos se apagó.
Clotnik rompió a reír mientras Tika desaparecía por la puerta de la cocina, pero su expresión se ensombreció enseguida cuando Otik, el posadero, salió por esa misma puerta con la cuenta en la mano.
—No sé cómo se las ha arreglado para beber tanta cerveza —dijo Otik, con un ribete de asombro en su voz, mientras dejaba frente a Clotnik la nota—. Sin duda debe de ganarse muy bien la vida para meterse en estos gastos —agregó.
El enano se removió inquieto, pero enseguida adoptó una actitud alegre.
—Ha tenido muchos clientes esta noche —exclamó, a la vez que estrechaba la mano del posadero—. Tiene que haber ganado una pequeña fortuna. Por consiguiente, ¿qué importancia tiene el dinero para un comerciante tan próspero? —Sin dar oportunidad a Otik de que articulara una sola sílaba, se apresuró a continuar—. Vaya, usted no necesita dinero. ¡Tiene de sobra y sería malgastarlo!
El orondo posadero dirigió una mirada interrogante a Tanis, pero el semielfo se limitó a encogerse de hombros.
—Usted puede obtener dinero de cualquiera —prosiguió el enano, sin hacer siquiera una pausa para tomar aliento—. Pero, una demostración de habilidad malabar sin parangón… Bien, eso es algo que sólo Clotnik puede darle. Y por esta actuación especial no pediré pago alguno, excepto… —el enano se apresuro a sacar de debajo de la mesa un gran petate de viaje— el importe al que asciende esta cuenta, más otras dos jarras de cerveza. Mejor dicho, que sean tres; una para Tanis, otra para mí, y la tercera para usted.
Otik se mostraba dudoso, como si no supiera qué hacer primero: estrangular al embaucador enano o bien arrancarle la lengua. Tras un instante de reflexión, la decisión estaba tomada. Lo estrangularía y a continuación le arrancaría la lengua.
Para entonces, Clotnik había abierto la bolsa de viaje y había sacado cinco bolas brillantes; una de oro, otra de plata, la tercera de bronce, la siguiente de hierro, y por ultimo, una de delicado cristal.
—¿Y bien? ¿Hago mis juegos malabares? —preguntó Clotnik al fascinado tabernero.
Otik no respondió. Miraba como hipnotizado las valiosas bolas que el malabarista sujetaba entre sus manos. Los ojos del tabernero se abrieron redondos como platos en su rostro orondo.
—Creo que has despertado su interés —intervino Tanis con un ribete desabrido—. A decir verdad, has conseguido interesarme también a mí. Por no mencionar a la joven Tika —concluyó, señalando hacia la puerta entreabierta de la cocina, tras la cual se escondía la camarera y atisbaba con disimulo.
Clotnik volvió la vista hacia la muchacha pelirroja.
—Me gusta contar con un público —dijo, sonriente—. Vivo para ello.
Acto seguido inició los juegos malabares. Las bolas de oro, plata y cristal centellearon con la luz de las velas al subir y bajar en el aire, creando un poderoso contraste con las pesadas esferas de bronce y hierro que giraban a su alrededor.
—Los juegos malabares son una ilusión, un artificio y, por lo tanto, algo innato en el ser humano —dijo Clotnik, mientras recogía con facilidad pasmosa la bola de cristal y la lanzaba de nuevo al aire, esta vez por detrás de la espalda—. Embaucamos a nuestros amigos, manteniendo a uno distraído en el aire, mientras atraemos toda la atención de otro al aferrarlo entre los dedos. Engañamos al trabajo con los ratos de placer, a nuestras miserias con la vergüenza, y hasta al amor con el odio. Todo el mundo es un ilusionista; todos tratamos de mantener en el aire la mayor cantidad posible de bolas y procuramos aferrar cada oportunidad antes de que caiga y se haga trizas a nuestros pies.
Clotnik manipulaba ahora las cinco bolas de modo que giraban en un cerrado círculo y semejaban un borrón multicolor por la velocidad con que las lanzaba al aire.
—Tomemos a Tanis, por ejemplo —prosiguió el enano, con fácil seguridad—. Aunque apenas habla de cosas personales (algo comprensible, pues acabamos de conocernos), dice que se marcha de Solace al amanecer. Sin embargo, no duerme. ¿Por qué? Tal vez no haya decidido todavía hacia dónde encaminará sus pasos cuando llegue el alba. Tiene que ser eso, pues no ha mencionado su punto de destino. ¡Oh, qué intrigante misterio! ¡No diréis que no está haciendo juegos malabares!
»¿Dónde están sus amigos? Desperdigados por los cuatro puntos cardinales de Krynn durante cinco largos años, según me ha contado. Así pues, Tanis lanza al aire la bola de la soledad. —El enano, con un diestro movimiento, apartó la esfera dorada un fugaz segundo para, al instante, volverla al reluciente círculo.
—Entretanto —comentó el malabarista—, Tanis me cuenta que planea viajar solo. ¡Ah! Lanza la bola del peligro, puesto que nadie viajaría sin compañía en estos tiempos turbulentos. Y, mientras esas dos bolas recorren todavía el arco circular, Tanis tiene que mantener también suspendida en el aire la esfera de su nacimiento. Porque, desde luego, su último acto malabar está entre sus dos mitades, la elfa y la humana.
Otik dejó de secarse las manos en el delantal, dio un respingo, y dirigió una mirada preocupada al semielfo. No sabía cómo reaccionaría ante el comentario indiscreto de Clotnik.
—Dime, amigo —comenzó el semielfo, sin que su voz denotase emoción alguna—. ¿Con qué otras cosas haces juegos malabares, aparte de esas esferas? ¿Lanzas al aire la bola de tu vida entre las de la impertinencia y la sinceridad? —Su mano se posó de manera casual sobre la empuñadura de la espada, si bien, al igual que la mayoría de las criaturas de sangre elfa, jamás tomaría una vida sin necesidad y, desde luego, no por el mero hecho de estar enfadado. Con todo, no estaría de más advertir al joven enano de que no todo el mundo se mostraría tan dispuesto a pasar por alto una injuria—. Me pregunto en cuántas ocasiones has juzgado mal a tu público y has dicho lo que no debías a la persona menos indicada. —Tanis puso de nuevo la mano sobre la mesa.
—Muchas veces —admitió Clotnik con alegre despreocupación; sus ojos verdes centellearon divertidos—. Me han bajado los humos en infinidad de ocasiones y en otras tantas me han dado un buen corte. No era tan bajito antes, ¿sabes? —agregó, con una sonrisa burlona.
—Además de beber gratis, ¿qué te propones? —preguntó el semielfo, con los ojos entrecerrados.
—¿Qué me propongo?
—Tiene buen oído, ¿verdad, Otik?
El tabernero asintió en silencio. Estaba absorto otra vez en las rodantes bolas que Clotnik manejaba ahora con un nuevo estilo, utilizando la mano derecha para formar un círculo con tres de ellas, en tanto que con la izquierda lanzaba las dos restantes en el acostumbrado arriba y abajo.
—Me gustaría viajar contigo —comentó el enano, con cautela.
Tanis soltó una risita.
—¿A pesar de que ignoras hacia dónde nos dirigiríamos?
—No he dicho que yo no lo supiera, sino que tú no lo sabías —corrigió el enano.
Tanis ladeó la cabeza y examinó con detenimiento a su interlocutor.
Clotnik empezó a lanzar las bolas por la espalda, muy alto en el aire; las esferas casi llegaron al techo de la posada mientras el malabarista trazaba con ellas una extensa elipse.
—¡Tu padre debe de sentirse muy orgulloso de ti! —intervino Otik de improviso, deslumbrado por la representación del ilusionista.
El enano giró veloz la cabeza hacia el posadero y, al instante, perdió la concentración. Trató de recobrarse, pero ya era demasiado tarde. Las bolas de hierro y de bronce cayeron con estrépito en el suelo y una de ellas estuvo a punto de aplastarle el pie a Otik. Clotnik se las ingenió para agarrar las esferas de oro y de plata y se tiró de cabeza para coger al vuelo la frágil bola de cristal. Por desgracia, el impulso que llevaba la puso fuera de su alcance.
—¡No! —clamó.
Tanis, con su grácil agilidad innata, saltó de la silla, cayó con los brazos extendidos y atrapó la delicada bola en el momento justo, antes de que se estrellara en el suelo.
Tika, desde su privilegiado escondite, prorrumpió en un aplauso entusiasta. Otik lo ovacionó. Por su parte, Clotnik dejó escapar un profundo suspiro de alivio, tan sonoro como el resoplar del fuelle de un herrero.
—No la habría podido reemplazar si se hubiese roto —explicó el malabarista, mientras se enjugaba el sudor que perlaba su frente.
—¿Entonces por qué la arriesgas? —inquirió el semielfo, a la vez que examinaba el intrincado diseño azul verde que se veía en el núcleo de la traslúcida bola de cristal, antes de devolvérsela al enano.
—¿Para qué tomarse la molestia de hacer juegos malabares si no van acompañados del riesgo? —sentenció Clotnik, mientras guardaba las bolas en el petate—. Después de todo, ¿quién acudiría a presenciar la lucha a muerte entre un hombre y un hatori si este último no tuviera dientes?
—Buen argumento. Pero, en primer lugar, ¿para qué luchar con un cocodrilo de tierra? —replicó Tanis.
Clotnik soltó una risita.
—Me gustará viajar contigo —afirmó—. Tienes una mente despierta…, por no mencionar la rapidez de reflejos.
—Al parecer has aceptado una invitación que no te he hecho todavía —dijo el semielfo, manteniendo un tono educado.
—Ya me lo propondrás, no lo dudes.
—¿Por qué?
El enano se acercó a él y habló en un susurro.
—Porque puedo llevarte hasta un hombre que conoció a tu padre.
Tanis palideció. Una mano, gélida e inexorable como la propia muerte, le comprimió el pecho con una fuerza brutal. El semielfo se quedó inmóvil, mudo por la estupefacción, con el corazón palpitándole desbocado.
Su padre.
Toda su vida había deseado saber algo, cualquier cosa, acerca del hombre que lo había engendrado. Todo cuanto sabía era que, en el pasado, durante una época de enfrentamientos entre humanos y elfos, un soldado humano había forzado a una doncella elfa, su madre, y la había dejado destrozada, herida y embarazada. ¿Qué clase de hombre era capaz de hacer algo semejante?, se preguntó, una vez más, Tanis. ¿Qué clase de sangre corría por las venas del semielfo? Su madre había muerto a las pocas horas de nacer él, y había quedado al cuidado de unos parientes elfos, sin formar parte de ninguna de las dos razas. A sus noventa y siete años, Tanis se preguntaba todavía quién y cómo había sido aquel guerrero humano. Mas, ¿cómo iba a saber este enano algo acerca de aquel extraño —sin duda muerto hacía mucho tiempo—, que fue su padre?
Clotnik parecía satisfecho de la reacción que había causado en el semielfo su comentario. Por consiguiente, se volvió hacia Otik.
—En cuanto a usted, mi querido posadero, ¿queda saldada la cuenta?
Ahora fue Otik quien se encogió como si hubiese recibido un puñetazo; detestaba la idea de que alguien consumiera gratis la excelente cerveza que tanto trabajo le costaba destilar. Sin embargo, la actuación del malabarista había sido magnífica.
—¿No tienes algo más con lo que pagar lo que me debes? —suplicó Otik.
—Nada —admitió Clotnik—. Excepto mi habilidad como ilusionista. Oh, vamos. ¿No le parece que el espectáculo tiene un valor mucho más inestimable que unas monedas de metal?
—Bueno…
—Estupendo. Estamos en paz —anunció el enano con aire triunfal—. Y bien, ¿dónde están esas tres jarras de cerveza que entraban en nuestro trato?
Con gran sorpresa de Otik, Tika ya se acercaba a la mesa con las bebidas dispuestas.
Tanis hizo un alto en un promontorio desde el que se divisaba Solace, en el fondo del valle. Clotnik y él habían emprendido el camino antes del amanecer y, justo en este momento, los primeros rayos de sol se derramaban sobre el valle, iluminaban los majestuosos vallenwoods de la ciudad y les otorgaban la apariencia de una corona enjoyada. Bajo las copas de los árboles, las radiantes sombras doradas perfilaban las siluetas de los hogares y comercios instalados entre las inmensas ramas de los vallenwoods.
La estructura que destacaba, con mucho, sobre las demás era la posada de El Ultimo Hogar, asentada sobre tres ramas, al final de la rampa que ascendía en espiral en torno al tronco del gigantesco árbol. Tanis apartó con resolución el recuerdo de los ratos agradables y las vivencias compartidas en la acogedora posada; el futuro pedía paso ahora y reclamaba su atención. Ojalá fuese tan predecible, tan iluminado, como la escalera que llevaba al establecimiento de Otik.
—¿Cuánto falta para que nos reunamos con el hombre del que me hablaste? —preguntó.
Clotnik, ante el tono enérgico de Tanis, se encogió sobre sí mismo y apretó los parpados como si tuviese una resaca descomunal, propia de un minotauro.
—Varios días. Debes ser paciente —dijo con voz queda.
—¿Conoció este hombre a mi padre personalmente?
—Él mismo te explicará todos los detalles cuando os reunáis.
—¿Eran buenos amigos? —insistió el semielfo.
El enano suspiró hondo y se agarró la cabeza.
—Ten paciencia —suplicó—. ¿Por qué tanta prisa? Has esperado noventa y siete años para saber algo sobre tu padre. ¿Qué importancia tienen unos cuantos días más?
—Cada día cuenta —replicó Tanis, a quien no le pasó inadvertido que el enano sabía su edad, dato conocido por muy pocas personas. Cualquier duda que hubiese albergado acerca de la veracidad de la afirmación del enano de que sabía algo sobre su padre, quedaba descartada con aquel comentario fortuito—. Tengo que resolver un asunto tan pronto me haya entrevistado con tu amigo —agregó con ambigüedad.
—¿Qué asunto? —preguntó el enano, adoptando una actitud indiferente, mientras proseguían hacia el oeste por la soleada calzada.
Tanis no respondió. La razón planteada a sus amigos que justificaba la separación del grupo no era totalmente sincera. Deseaba emprender el vuelo con sus propias alas, solo, y encontrar algo en lo que creer, algo de lo que enorgullecerse; algo que diera sentido a su existencia.
Había visto cómo otros se aferraban a la vida mientras que él se limitaba a reflexionar, sopesando las alternativas. Algunos podrían opinar que, con su condición de semielfo, sus opciones y posibilidades estaban limitadas en virtud de su nacimiento. Se negaba a aceptar ese parecer. Todas las personas a quienes conocía y amaba tenían un propósito en la vida. Él no tenía ninguno.
Kit, por muy indigno que él considerara su estilo de vida como mercenaria, ponía de manifiesto sus aptitudes militares. Luego estaba Raistlin; ansiaba convertirse en un gran hechicero y estaba dispuesto a sacrificar todo por alcanzar su meta. Caramon, gemelo de Raistlin y guerrero, tenía también un objetivo: cuidar de su hermano. Sturm Brightblade creía en la orden de caballería, en el Código y la Medida, y en esa fe se sustentaba su fuerza y su dignidad. Flint Fireforge tenía su orfebrería, un comercio y un arte que colmaban al enano de satisfacción y orgullo. Y Tasslehoff Burrfoot… Bueno, Tas era un kender y, como tal, no contaba.
Tanis se sumió en el desánimo. ¿Cuáles habían sido sus ambiciones? ¿Sentarse en la posada de El Último Hogar y escuchar a sus amigos el relato de sus hazañas mientras él dejaba pasar los años sin hacer nada?
Tenía una idea, una ilusión, un sueño insensato. Pero no se lo había confesado a nadie. Había sido su secreto, algo que no se atrevía a compartir con sus amigos por miedo a perder su respeto. Sin embargo, Clotnik era un extraño. ¿Por qué no decírselo?
—Quiero llegar a ser un buen escultor —soltó, de buenas a primeras. Entonces se dio cuenta de la gran necesidad que tenía de compartir con otro sus aspiraciones.
—¿Esculpir, qué? ¿Madera? ¿Arcilla? —inquirió el enano, complacido al parecer de que el semielfo se mostrara, por fin, dispuesto a hablar.
—Piedra. Algo que perdure.
El malabarista miró al semielfo de hito en hito, con actitud pensativa.