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—Vaya sitio tan raro —dijo Joe Graham.

Neal y él estaban sentados en un pequeño quiosco al borde de la colina. Por debajo de ellos, el tejado del monasterio destellaba a la luz del sol. Había monos encaramados sobre los curvos aleros, esperando el momento de saltar al patio para arrojarse sobre cualquier bocado de comida desprotegida. Monjes vestidos con togas marrones atravesaban el patio escudando sus cuencos con la mano, mientras el vapor de las calientes gachas de arroz se filtraba entre sus dedos.

—A mí me lo vas a decir —respondió Neal.

Llevaba tres años siendo un prisionero en aquel «sitio tan raro», tiempo de sobra para que lo extraño se hubiese convertido en familiar. Llenó la taza de Graham con té verde, hizo una pequeña reverencia nacida de la costumbre y a continuación llenó la suya.

—¿No hay café? —preguntó Graham.

Neal negó con la cabeza. Aun en el caso de que sus tres años de confinamiento en un monasterio budista no hubieran servido para nada más, al menos le habrían curado de su adicción a la cafeína.

—¿Y qué pasa con la leche y el azúcar? —preguntó Graham.

—Lo siento.

—¿Una taza limpia?

Está limpia.

Ya, pensó Graham. Había visto a las ratas que correteaban por el comedor, abajo en el monasterio.

—Te he echado de menos, hijo —dijo Graham.

—Y yo a ti, papá.

Neal nunca había llegado a conocer a su verdadero padre, un tipo que al parecer no había contado con recibir un crío a cambio de su inversión de veinte pavos, de modo que Joe Graham prácticamente había asumido el papel. Neal había pensado en él todos y cada uno de los días de su encierro. No, encierro no… «reclusión» era como lo habían llamado los chinos. Una reclusión que al fin había terminado. ¿O no?

—¿Has venido a buscarme? —le preguntó a Graham.

—No, he venido a recoger la colada.

Pequeño imbécil, pensó Graham. Solo llevo buscándote tres años, desde el día en que me dijeron que habías muerto.

—Deja que te diga una cosa, chaval —dijo Graham—. Al Banco le ha costado una bonita suma conseguir que te suelten. La próxima vez, déjate coger en Rhode Island. Allí se conforman con una pizza con doble de queso. —Graham probó el té e hizo una mueca—. ¿Qué hacen, cortan el césped y luego echan la hierba a la cazuela?

—¿Cuánto dinero? —preguntó Neal.

—No quiero que se te suba a la cabeza, pero estamos hablando de un préstamo de interés reducido y sin aval para el «desarrollo agrícola de la provincia de Sichuan».

—Un soborno —dijo Neal.

—Un soborno de la leche.

—Gracias.

—Eres un «amigo de la familia».

Amigos de la Familia, pensó Neal. La unidad secreta del Banco encargada de resolver problemas difíciles para sus mejores clientes. Sus antiguos jefes. ¿O no?

—¿Sigo trabajando para Amigos? —preguntó Neal.

—¿Alguna vez lo has hecho?

Desde los doce años, papá. Desde que me sorprendiste robándote la cartera y pusiste mis dudosos talentos a vuestro servicio. Y ahora has venido para llevarme de vuelta a casa.

—Además —dijo Graham—, tenemos un trabajito para ti.

—¿Qué?

Graham le miró socarrón.

—¿No has tenido suficiente con tres años de vacaciones?

—¡Vacaciones! ¿A subir baldes de madera llenos de agua por esta condenada montaña le llamas tú vacaciones? ¿A acarrear haces de leña a la espalda? ¿A oír cómo una panda de fanáticos se pasa tres años enteros cantando la misma nota? ¿Eso son vacaciones?

—A cada cual lo suyo —dijo Graham, encogiéndose de hombros.

—Quiero volver a Nueva York, Graham. Quiero sentarme en el Burger Joint y agarrar el panecillo de una hamburguesa con queso poco hecha con los dedazos manchados de tinta del New York Times mientras la salsa se me cae por las muñecas. Quiero un granizado de hielo sudando a mi lado… justo al alcance de la mano. Quiero pasear West Broadway abajo y luego East Broadway arriba. Quiero…

—Yo, yo, yo —se burló Graham con voz infantil.

—¡Graham!

—No te alteres —dijo Graham—. Solo se trata de un encarguito con el que necesito un poco de ayuda. Haremos una parada en Los Ángeles, nos encargaremos de este asunto y en menos que canta un gallo estarás de nuevo en Nueva York llenándote la andorga. Pero me preocupas, ¿sabes? Todo este tiempo aquí encerrado y lo primero en lo que piensas es en hamburguesas.

—¿Qué clase de asunto? ¿Qué «encarguito»? —preguntó Neal.

Su último trabajo había terminado con él encerrado en aquel monasterio.

Graham escudriñó su taza.

—Imagino que esta gente no tendrá batidos de chocolate, ¿verdad?

Neal negó con la cabeza.

—Un niño desaparecido —dijo Graham—. Papi lo recogió el viernes para pasar juntos el fin de semana que le corresponde al mes. No se molestó en llevarlo de vuelta el domingo por la noche. Peccata minuta.

—¿Y qué pasa con el departamento del sheriff?

—Al departamento del sheriff no le pasa nada —respondió Graham—, al margen de que no suele prestar demasiada atención a los casos de custodia, ni siquiera cuando la madre es famosa.

—Famosa ¿por qué? —preguntó Neal.

La fama era un inconveniente, la fama presagiaba problemas.

—Algo relacionado con el cine. ¿Qué pasa, necesitas su currículum? ¿Trabajas para nosotros o qué? Porque mientras no hayas vuelto sano y salvo a Estados Unidos los chinos no podrán cobrar el cheque, así que todavía podemos decirles que prefieres quedarte aquí. Solo te necesito como refuerzo. Podría pedírselo a cualquiera.

En realidad, no me bastaría con cualquiera, pensó Graham. Te necesito a ti. Pero mejor ir avanzando paso a paso, facilitarte el regreso bajo mi supervisión. Comprobar si todavía eres capaz de hacer el trabajo o si estás quemado. Tres años de lo que prácticamente viene a ser un confinamiento solitario podrían ejercer un extraño efecto incluso sobre los mejores. Y Neal Carey era el mejor… o al menos lo había sido.

—Mira —continuó Graham mientras Neal le miraba hoscamente—, buscaremos al pequeño Cody, lo dejaremos en el regazo de mami y volveremos directamente a Nueva York. Dispondrás de todo el verano para matarte a pajas antes de que empiecen las clases.

—¿Qué clases?

—¿No estabas estudiando un «postrado» la última vez que nos vimos? ¿Qué es eso, un título por pasarse el día tirado? En ese caso deberías tenerlo chupado, en mi opinión.

Columbia, la universidad… el departamento de lengua inglesa. Su tesis: Tobias Smollett, el marginado de la literatura inglesa del dieciocho. Le parecía otra vida. Y ahora que lo pensaba…

—Espera un momento —dijo Neal—. Se supone que estoy muerto.

Graham asintió.

—Es una fantasía atractiva, estoy de acuerdo. Vale, has estado muerto, ahora estás vivo. Un fallo en los archivos. Nada que no se pueda arreglar con un poco de Tres en Uno y una donación a la biblioteca.

Tenemos que conseguir que vuelva a los estudios, pensó Graham. Si Neal está acabado como detective, necesitará un oficio. Teniendo en cuenta que es incapaz de hacer nada útil, bien podría ser profesor universitario, que de todos modos es lo que quiere.

Neal se sirvió otra taza del excelente té verde. Sabía que lo habían sacado únicamente porque tenía un invitado extranjero, de modo que bien podía aprovechar la circunstancia. Oyó el sonido de los cánticos matutinos alzarse desde el interior del templo principal, la monotonía embotadora que supuestamente debía conseguir que el cantor se concentrara en la nada… y así era.

—Entonces —dijo Neal precavidamente—, lo único que tengo que hacer es ayudarte a encontrar al crío, ¿y después puedo volver a Nueva York y retomar el posgrado?

Sonaba demasiado bien para ser cierto. Volver a tener una vida.

Graham preguntó:

—¿Crees que lo has entendido ya o quieres que te lo repita? Decídete de una vez; quiero una cerveza fría y un filete caliente.

Neal se rió.

—Hay un buen trecho de bajada hasta salir de la montaña, Graham.

Graham se lo quedó mirando en silencio un rato largo.

—¿Qué pasa, no sabes lo que es un helicóptero? La verdad…

Neal se acercó la taza a los labios, se lo pensó mejor y después volcó el té en la tierra.

—¿Sirven café en ese helicóptero? —preguntó.

—Por el dinero que les estamos pagando, más les vale.

Neal se levantó.

—Vamos.

—Ya era hora, joder —dijo Graham, poniéndose en pie.

Entonces Neal Carey hizo algo muy poco chino. Agarró a Joe Graham de la nuca y se lo acercó para darle un abrazo.

—Gracias por venir a buscarme, papá —dijo Neal.

—De nada, hijo.

Y así volvió Neal Carey de entre los muertos.