Nunca debería haberse dado la vuelta.
Neal Carey estaba mirando por encima de un profundo cañón cuando, a sus espaldas, oyó pisadas que subían por el monte. Intentó concentrarse en la escarpada pared de roca que se alzaba al otro lado del cañón, pero el ruido de los dos pares de pies sobre el sendero de grava no disminuyó. Se estaban acercando.
Volvió a concentrarse en Tigre Engañosamente Manso, el más delicado y exigente de los movimientos, y observó cómo su brazo izquierdo se iba extendiendo hacia fuera y hacia arriba, abriendo la palma en posición «mano de cuchillo». Llevaba casi tres años intentando dominar Tigre Engañosamente Manso y solo ahora comenzaba a vencer su torpeza natural gracias al entrenamiento constante.
Neal Carey no quería que nadie le molestara.
Apoyó todo el peso del cuerpo sobre uno de los pies y dejó que su zapatilla de lona se hundiera en la fina tierra. Respiró el helado aire de la mañana y sintió en los hombros el tenue calor del sol del amanecer. A continuación levantó la otra pierna, pivotó sobre el pie apoyado en el suelo y comenzó a volverse lentamente hacia las pisadas que ahora estaban alcanzando la cima del monte. Su monte, maldición, el único lugar donde podía contar con cierta privacidad, tácitamente reservado para él todas las mañanas durante sus escasos momentos libres antes del alba. ¿Es que tres años de entrenamiento no significaban nada para aquellos intrusos?
Neal pasó el pie por encima de la nudosa raíz del cedro retorcido que se aferraba al monte en aquella cumbre inclemente entre las desnudas montañas. El cedro había pasado a ser su amigo más íntimo durante aquellos años. Ambos habían aprendido a sobrevivir a pesar de la escasez de oxígeno y tierra, obteniendo escaso sustento y necesitando aún menos.
Volvió a apoyar el pie en el suelo y echó el peso de su cuerpo hacia delante, alzando la mano izquierda por delante de la cara y dejando la derecha abierta detrás de la nuca, preparada para saltar y golpear como una víbora.
Miró hacia abajo, hacia los escalones de piedra, a tiempo de ver cómo los dos hombres alcanzaban la cima del monte y se dirigían hacia él cruzando el pabellón de piedra.
Entonces el mundo que por fin había acabado por aceptar se hizo añicos en un instante.
El joven monje fue el primero en hablar. Señaló con un gesto hacia el hombre bajo y manco que le acompañaba, el cual observó a Neal de hito en hito mientras se esforzaba por recuperar el aliento.
—Ni renshr ta ma? —le preguntó el monje a Neal. «¿Lo conoces?».
—Wode fuchin —respondió Neal. «Es mi padre».
Fue entonces cuando Neal Carey cometió su gran error. Debería haber negado que conocía al hombre, darle simplemente la espalda o haber salido corriendo entre los bambúes. Si hubiera hecho cualquiera de aquellas cosas, nunca habría terminado en lo más profundo de la Meseta Solitaria.