Epílogo

Neal acarreaba un cubo de agua en cada mano. Los cubos eran de madera y pesaban, y la pendiente que iba desde el arroyo hasta la cocina tenía mucha inclinación. Pero llevaba seis meses haciendo aquel trayecto veinte veces al día, y los músculos de sus brazos y piernas eran firmes y fibrosos.

Ni siquiera notó el frío de la nieve mientras se hundía en ella al subir la ladera. Su chaqueta marrón acolchada era cálida y el olor de los abetos maravilloso. Cruzó una puerta lateral, atravesando el pequeño patio en el que estaban entrenando unos cuantos monjes, y entró en la cocina. Vertió el agua en una gran olla suspendida sobre el fuego. Después devolvió los cubos a la despensa, le hizo una reverencia al cocinero y volvió a cruzar el patio.

Salió al exterior y ascendió una escalera hasta una pagoda situada sobre un pequeño otero. Había muchas vistas similares en el monasterio del Tigre Domado, pero aquella era su favorita. Los picos del Himalaya se elevaban en la distancia sobre una amplia llanura. A su izquierda, un peñasco rocoso se alzaba hacia el ocaso. A su derecha, una cascada caía entre arboledas de cedros gigantes.

Se sentó en un banco en la pagoda y contempló la puesta de sol. Al principio era una feroz bola roja sobre el Himalaya. Pronto, cayó por detrás de las cúspides nevadas, dejando el cielo convertido en una diáfana capa escarlata, después rosa, después naranja.

Se marchó antes de que se hiciera de noche, hundiéndose en la nieve hasta llegar a un largo edificio de madera. Inhaló el incienso que ardía junto a una estatua de Buda, después subió las escaleras, se metió en su celda, un cubículo de tres por tres metros que olía a pino, y se sentó en su kang. Encendió su lámpara de queroseno, sacó Roderick Random de debajo de su colchón y empezó a leer.