21

Robert Pendleton se acuclilló un momento entre el cieno del arrozal y se levantó con un vaso de precipitado lleno de fango. Lo sostuvo a contraluz, le dio un par de vueltas y lo observó atentamente.

—Lo crucial es el contenido en nitrógeno, como ya sabe.

Zhu sonrió y asintió.

—Llevaremos esto al laboratorio a ver con qué nos encontramos —dijo Pendleton.

Avanzó vadeando hasta llegar al dique, se sacudió el barro de los zapatos y miró a su alrededor. Los amplios arrozales y campos de Dwaizhou brillaban verdes y fértiles bajo el sol de la mañana. Inhaló el fecundo aroma del arroz, tan diferente del olor estéril del laboratorio, mucho más rico.

AgriTech, recordó, siempre se había jactado de ser el lugar «donde está la acción». No, pensó Pendleton, aquí es donde está la acción.

¿Y qué dirían los chicos de la oficina si pudieran verme ahora? ¿Con mi uniforme Mao verde, mi pequeña gorra Mao y mis sandalias de goma? Probablemente me negarían unos hoyos en el campo de golf de la empresa.

Pues vaya.

Pendleton decidió parar en casa para almorzar, le entregó al viejo Zhu el vaso de precipitado y le dijo que se reuniría con él más tarde en su improvisado laboratorio. En realidad era un laboratorio bastante bueno. Nada comparado con el de AgriTech, pero aun así decente, dadas las circunstancias. Además le había pasado a Xao una lista de la compra para ir mejorándolo a medida que el tiempo, el dinero y el secreto lo permitieran.

Pendleton recorrió el dique, después siguió la carretera más allá del bosque de los conejos hasta llegar a su simple morada de bloques y techo de hojalata en el extremo más alejado de los terrenos de la brigada. Encontró un cuenco de arroz frío con algo de pescado y una botella de cerveza caliente, y se sentó a la sencilla mesa de madera.

La comida estaba buena y la cerveza aún mejor, pero sería feliz cuando Li Lan volviera a casa. Todo era mejor cuando ella estaba allí. Bueno, ya debería estar a punto de regresar de la montaña, cualquier día de estos.

Engulló un par de bocados de arroz y especuló acerca del contenido de nitrógeno en la tierra de Dwaizhou.

Neal Carey se negó con firmeza a comer. Se sentaba en el kang en su oscura celda de monje sin mirar siquiera el cuenco de arroz que el monje le traía cada día. Algún rincón de su cuerpo era vagamente consciente del hambre, pero el dolor y la culpa la ahogaban sobradamente. Li Lan había muerto por su culpa. Pendleton había muerto por su culpa. Deseaba que el chófer lo hubiera arrojado al precipicio en vez de llevarlo en brazos hasta aquel remoto monasterio en la vertiente occidental de la montaña. Deseaba que Xiao Wu lo hubiera matado a él en vez de a Simms. Deseaba estar muerto. No comería para prolongar su vida.

El monje abrió el postigo de la ventana para permitir el paso de la luz del mediodía. ¿Cuántos días habían pasado?, se preguntó Neal. ¿Siete? ¿Ocho? ¿Cuántos días tardaba uno en morirse de hambre?

—Debes comer —oyó que decía una voz de mujer.

El inglés lo sobresaltó y levantó la mirada. ¿Quién hablaba inglés en aquella condenada montaña?

Li Lan estaba en el umbral de su puerta. Iba vestida con una chaqueta blanca y pantalones blancos. Cintas blancas ataban su pelo en dos trenzas. El blanco, recordó Neal, era el color del luto para los chinos. Detrás de ella había un hombre mayor. El parecido era pasmoso, a pesar de que él vestía un uniforme Mao verde con un simple brazalete blanco.

Neal parpadeó dos veces para intentar sacudirse de encima la alucinación. Entendió que su subconsciente estaba tan desesperado por aliviarse del sentimiento de culpa que había proyectado una Li Lan viva para él. Pero la visión no se esfumó. Permaneció enmarcada en la puerta, iluminada desde atrás por la luz del sol.

Entonces lo comprendió. No era Li Lan, era su hermana. Eran gemelas.

—Debes comer —repitió ella.

Neal negó con la cabeza.

—Solían gustarte mis platos.

Neal volvió a levantar la mirada.

—Estoy viva —dijo Li Lan—. Robert también.

—Vi…

—Mi hermana, Hong. Mi hermana gemela. Cuando éramos pequeñas, padre y madre anudaban cintas azules en mi pelo y cintas rojas en el suyo, para distinguirnos.

Gemelas.

—Fue mi hermana quien te rescató de la Ciudad Amurallada, mi hermana la que acudió a ti en Leshán y te pidió que volvieras a casa, mi hermana la que hizo el amor contigo.

Hermana Hong. La actriz.

—Me contó una historia, sobre que su hermana había matado a su madre.

—Hablaba de sí misma. Nunca pudo llegar a superar su sentimiento de culpa. Se encontró a sí misma en el Espejo de Buda.

Neal notó que la habitación le daba vueltas.

—¿Por qué? ¿Por qué habéis hecho todo esto?

El hombre mayor dio un paso adelante.

—Señor Carey, soy Xao Xiyang, secretario del Partido en la provincia de Sichuan. El padre de Lan. El padre de Hong. Soy el responsable de todo este asunto.

Neal solo pudo mirarle en silencio.

Xao prosiguió:

—Tiene que entender lo desesperadamente que necesitábamos los conocimientos que puede aportarnos el doctor Pendleton. Nunca ha conocido el hambre, señor Carey. Nunca ha visto una hambruna. Yo he padecido las dos. Y no quiero volver a verlas nunca más, no importa el precio que haya que pagar por ello.

»Cuando Lan inició su relación con el doctor Pendleton, me sentí muy feliz. Vi una oportunidad maravillosa, una que podría no volver a darse jamás. Como ya sabe, le pedí a Lan que trajese al doctor Pendleton a China. Pero tal operación estaba llena de peligros. La CIA, los taiwaneses, incluso nuestro propio gobierno, sobre todo nuestro propio gobierno, intentarían prevenir su deserción a cualquier coste.

»Verá, señor Carey, en China estamos inmersos en una desesperada lucha por el poder, una lucha entre los maoístas recalcitrantes, que buscan imponernos de nuevo una locura tiránica y el atraso, y los reformistas demócratas y progresistas. No hará falta que le diga que me cuento entre estos últimos. No hará falta que le diga que es imperativo que prevalezcamos en esta lucha. Los avances agrícolas que el doctor Pendleton nos proporcione podrían ser un arma decisiva en ella.

»Aquel que alimenta a China, señor Carey, controla China.

Xao hizo una pausa en busca de un comentario o quizá de su aquiescencia, pero Neal permaneció en silencio.

—Ejercimos todas las precauciones posibles en nuestra seducción del doctor Pendleton. Solo hubo dos factores que no habíamos previsto: que Lan se enamorara realmente de él… y usted. Lan se lo quitó fácilmente de encima en California, pero no esperábamos que la siguiera hasta Hong Kong, que era el punto intermedio de la operación. Teníamos que ocultar a Pendleton en Hong Kong hasta que hubiéramos podido finalizar nuestros preparativos aquí en el continente. Se suponía que usted nunca saldría de San Francisco. El hecho de que lo hiciera se debió a la incompetencia del enlace local de Lan, un tal Crowe. No consiguió retrasarle ni consiguió desviar su búsqueda.

«El dinero es lo único que importa ahora». ¿No era eso lo que le había dicho Crowe? ¿Por eso acudió con tanta presteza a Mill Valley para recogerme?

—¿Fue Crowe quien intentó matarme aquella noche?

—No. Por lo que sabemos, ese debió de ser el señor Simms. Y después hemos averiguado que el señor Simms estaba trabajando para nuestro gobierno y deseaba que Lan y Pendleton huyesen a China, donde podría verme implicado junto a ellos. Al parecer lo confundió a usted con Pendleton, pero falló el disparo premeditadamente.

»Cuando se convirtió usted en semejante molestia en Hong Kong, Lan argumentó que debía reunirse con usted, para persuadirle de que cejase en su obsesión. Francamente, yo habría preferido matarle.

—Ya lo intentó —dijo Neal, recordando a la pandilla de las hachuelas y el sangriento fin del portero.

—Y Simms intervino y le salvó la vida. Tenía nuevos usos para usted. Confirmó usted su buen juicio cuando consiguió rastrear a Lan aquella misma noche y la «persuadió» para que desertara. Después de que salvara usted su vida del ataque de aquel matón taiwanés, Lan se negó a que lo eliminásemos.

Neal desvió la mirada hacia Lan.

—En vez de eso, me llevaste a la Ciudad Amurallada para dejarme allí tirado.

—¿Me permite recordarle —dijo Xao— que también le rescató?

—¿Por qué?

—Una vez más, fue una necesidad surgida de un mal cálculo. Sus amigos y patrones estaban creando demasiada conmoción. Lan no quería dejar que simplemente pereciera en la Ciudad Amurallada, pero tampoco podíamos dejar que volviese junto a sus empleadores para contarles lo que sabía. La única solución era traerle hasta aquí y o bien comprar su silencio o bien aportarle suficiente desinformación convincente para que pudiera revelarla a su vuelta.

La cabeza de Neal comenzaba a aclararse. Le habían hecho pasar junto a Li Lan en la comuna para ver si mantenía la boca cerrada. Animados al ver que así había sido, le habían enviado a Li Hong, haciéndose pasar por su hermana, para que se acostara con él y asegurase su silencio cuando regresara a casa. Pero él les había echado a perder el plan exigiendo ver a Pendleton en persona. Y con eso, había sentenciado a muerte a Hong.

—Usted sabía que Peng trabajaba para el otro bando —dijo Neal.

—Por supuesto. Sabíamos que usted lo conduciría hasta el encuentro en la montaña. Su obsesión con Lan no le permitiría volverse atrás. De modo que quisimos que tanto usted como Peng presenciaran el suicidio de Lan y Pendleton. Eso era lo que queríamos que usted comunicara en Washington y Peng en Pekín.

Neal miró a Lan.

—¿Tu hermana estaba dispuesta a hacer eso?

Lan asintió.

—Estaba deseosa. La vida había pasado a ser una tortura para ella desde el suicidio de madre. Yo esperaba que su sacrificio no fuese necesario, pero tu obsesión por mí lo exigió.

—Seamos sinceros, señor Carey. Hong nunca se perdonó a sí misma, pero yo tampoco lo hice. Tras la muerte de mi esposa, Hong tomó parte en las más cruentas peleas internas de la Guardia Roja. Se entrenó como agente, como asesina. Vivía consumida por el odio a sí misma. Tras el caos, cuando volví a cobrar poder e influencia, ordené su búsqueda. Y luego la encarcelé yo mismo. Estábamos encadenados el uno al otro por nuestra culpa y nuestra pena. Fui yo quien le pedí que llevase a cabo esta misión.

—¿A su propia hija?

—No espero que sea capaz de comprenderlo.

—Y fue con Hong con quien estuve en la montaña.

—Todo transcurrió según lo planeado, salvo por la presencia del señor Simms. Eso era algo que no habíamos previsto. No fuimos conscientes de que estaba compinchado con Peng hasta que disparó su rifle.

Contra el hombre alto de la capa negra. A. Brian Crowe.

—¿Y cómo es que fue Crowe quien recibió la bala?

—Era mi enlace —dijo Lan—. Me presentó en la comunidad artística de California. Se encargó de que acudiese a las fiestas adecuadas y conociese a las personas adecuadas.

—¿Por qué?

Dios, pensó Neal. Sigo teniendo celos.

—Dinero —respondió Xao—. Le pagamos mucho dinero. Pero cuando Lan regresó a China y el señor Crowe vio que su fuente de ingresos se agotaba, recurrió a los taiwaneses para intentar venderles lo que sabía. Estos se rieron de él y amenazaron con entregarlo al FBI. Al señor Crowe le entró el pánico y huyó. Organizamos su deserción para protegernos las espaldas. Fue una coincidencia afortunada.

—No para Crowe.

—Era un mercenario. Los mercenarios acaban mal.

Neal se volvió hacia Xao.

—De modo que todo ha salido bien. Peng y yo vimos a sus dobles caer al precipicio. Así que ¿qué hago aquí? ¿Por qué no estoy de regreso en Estados Unidos, transmitiendo su «desinformación»?

—Simms. El señor Simms iba a matarle. Por las razones que ya le he explicado, no podíamos permitirlo. De modo que tuvimos que matar al señor Simms para salvarle.

—¿Una tarea que dejó en manos de Xiao Wu, un estudiante de literatura, un guía turístico?

—Es usted un tanto ingenuo, señor Carey. Xiao Wu se graduó en literatura, pero su empleo como guía turístico es lo que usted llamaría una tapadera. Trabaja para nosotros en calidad de algo distinto.

—Eso sigue sin explicarme por qué me están reteniendo.

—Por varios motivos. El primero, nos preocupa que revele usted la muerte de Simms. Matar a un agente de la CIA… aunque sea un renegado, es un asunto grave que preferiríamos evitar. De modo que hemos hecho correr el rumor de que el señor Simms ha desertado. Fue el señor Frazier quien se despeñó en la montaña.

—Pero Frazier soy yo.

—Justamente. A sus empleadores se les informará de que usó usted ese alias para entrar en la República Popular China, donde sufrió una muerte inoportuna. Segundo, el señor Peng ha sido muy meticuloso a la hora de comunicarles a todas las partes interesadas los suicidios del doctor Robert Pendleton y de la traidora Li Lan.

—Así que la CIA dejará de buscarme y mi gente dejará de buscarme.

—Tercero, me temo que sabe usted demasiado.

—¿Por qué contármelo entonces?

Li Lan se acercó a él y le cogió de la mano.

—La culpa te estaba matando. Si te hubiéramos enviado a casa, habrías muerto allí.

Neal apartó bruscamente la mano.

—¿Podré marcharme alguna vez?

—Quizás algún día, cuando nos hayamos hecho con el poder y todo esto haya dejado de importar —dijo Xao—. Cuando sea seguro.

Neal pensó en Graham, en Graham convertido en otra víctima de aquel condenado desastre.

—Permanecerá usted aquí, en este monasterio —explicó Xao—. Cuando sanen sus heridas, tendrá libertad de movimientos. No hará falta que se convierta al budismo, por supuesto, pero esperarán de usted que cumpla con su parte en las labores. Si alguna vez intenta huir, será ejecutado. ¿Lo ha entendido?

Neal asintió.

—Lamento su situación, señor Carey. Pero es usted, como lo somos todos, responsable de su propio destino.

Xao salió al sol.

—Lo siento —dijo Li Lan.

Neal meneó la cabeza.

—Lloro mucho por ella —dijo—. Lloro por todos nosotros.

Se arrodilló delante de él, obligándolo a mirarla a la cara.

—Cuando miraste en el Espejo de Buda —preguntó—, ¿qué viste?

Neal la miró directamente a los ojos antes de responder.

—Nada.

Li Lan le dio un apretón en las manos y después lo dejó a solas.

Joe Graham bajó de la limusina conducida por un chófer y caminó los últimos cien metros hasta el control fronterizo. El calor de agosto era brutal y estaba sudando incluso con su ligero traje de algodón. El simún le golpeó en la cara mientras estudiaba el puesto de control, donde una reja rematada por alambre de espino se alzaba entre dos búnkeres de cemento.

Estaba en el lado de Hong Kong. A su espalda quedaban los Nuevos Territorios, frente a él la República Popular China. A su alrededor, todo eran colinas marrones y estériles. El único sonido era el del viento y Graham percibió el silencio en inquietante contraste con la incesante cacofonía de Kowloon.

Observó mientras los guardias revisaban la documentación de un joven vestido con un formal traje gris de ejecutivo. No registraron el fardo que el chico llevaba debajo del brazo. Inmunidad diplomática, pensó Graham, mientras el emisario superaba el control y se dirigía con andares de patizambo hacia él. Graham se adelantó para recibirlo.

—¿Señor Joseph Graham?

El muchacho miró de reojo el brazo de Graham.

Jesús, qué joven es, pensó Graham. O a lo mejor simplemente es que soy demasiado viejo. Dicen que la pena avejenta. Tienen razón.

—¿Señor Wu? —preguntó Graham.

El muchacho hizo una reverencia.

—Deseo expresarle mis condolencias, así como las de mi gobierno.

—Gracias.

—Un accidente trágico y de lo más desafortunado.

Accidente y un huevo, pensó Graham. Lo habéis matado, capullos. Graham quiso darle un puñetazo en la boca, pero había perdido casi todas las energías. Desde que habían recibido la confirmación del fallecimiento de Neal, se sentía vacío.

—¿Han hecho algún progreso en la recuperación del cadáver?

El muchacho se ruborizó.

—Por desgracia, no. Por favor, comprenda que el precipicio en el que cayó el señor Carey no es accesible.

Estoy seguro.

Graham no respondió. El muchacho le tendió el fardo, envuelto en papel de estraza.

—Las pertenencias del señor Carey.

—Parece que viajaba ligero.

El chico se volvió a ruborizar.

—¿Puede contarme algo más sobre qué hacía Neal en…?

—Como usted bien sabe, señor Graham, nuestro acuerdo excluye específicamente cualquier discusión de las circunstancias. Bastará decir que el señor Carey falleció en un accidente de escalada.

—Le daban miedo las alturas.

—Aun así.

Graham se rindió. Neal estaba muerto y en realidad no importaba ni por qué ni cómo.

—Gracias por su ayuda.

—De nada. Siento mucho su pérdida.

Permanecieron uno frente al otro, mirándose. El chico parecía querer decir algo más. Graham esperó otro momento y después se dio media vuelta para regresar al coche.

Entonces oyó que Wu decía:

—Señor Graham.

Graham se volvió hacia él.

—El señor Carey amaba la literatura.

—¿Sí?

—Compartimos varias charlas muy agradables sobre Huckleberry Finn.

¿Y qué?

—Me alegro —respondió Graham.

Wu señaló el paquete.

—¡En especial la escena de la página noventa y cuatro! Cuando Jim se encuentra con Huck en la isla.

—De acuerdo.

Wu se dio la vuelta y volvió a cruzar el puesto fronterizo.

Graham entró en el coche y desgarró el papel de estraza. Había una camisa vieja, un par de pantalones y un manoseado ejemplar en rústica de Las aventuras de Huckleberry Finn. Buscó la página noventa y cuatro y leyó el pasaje subrayado.

Dejó el libro abierto sobre su regazo y comenzó a llorar. Después releyó el pasaje:

Bueno, no tardé mucho en hacerle comprender que no estaba muerto. Nunca me había alegrado tanto de ver a Jim. Ahora ya no estaba solo. Le dije que no me daba miedo que él pudiera decirle a la gente dónde estaba.

Graham salió del coche de un salto y corrió de nuevo hasta el puesto fronterizo. Nunca había leído Las aventuras de Huckleberry Finn, pero había visto la película. Recordaba que Huck había fingido su muerte para desaparecer río abajo en una balsa. Pero no recordaba cómo terminaba. Se pegó a la verja y gritó.

—¡Eh, Wu!

—¿Sí?

—¿Regresó Huck Finn alguna vez a casa?

La sonrisa de Wu fue tan amplia y límpida como el cielo azul.

—¡Pues claro, coño! —dijo, después hizo una pausa—. ¡Oh, sí, tía Sally! ¡Claro que vuelve a casa!

¡¿«Tía Sally»?!, pensó Graham. ¿Qué demonios significa eso? Supongo que será mejor que lea el libro. Volvió a meterse en el coche, le dijo al chófer que le llevase de regreso al aeropuerto y después se echó a reír. Estuvo riéndose un buen rato, después lloró un poco más, y luego volvió a reírse, sobre todo cuando leyó la última frase del libro, la que hacía referencia a la tía Sally.