Xao Xiyang abandonó el modesto pabellón en lo alto del promontorio y esperó a que saliera el sol. La atmósfera era tan limpia, tan maravillosa, tan tranquila que casi no deseó encender el cigarrillo que llevaba en la mano. La larga ascensión y el aire puro de la montaña le habían limpiado los pulmones y el sereno panorama casi lo inspiró a iniciar un régimen más saludable. El guía yi lo había dejado en evidencia, pero por supuesto era mucho más joven y además lugareño. Xao aceptó aquella racionalización y encendió el cigarrillo.
Así pues… pronto vería su verdadera naturaleza. Una empresa arriesgada, teniendo en cuenta lo que estaba a punto de hacer. Xao no estaba ni mucho menos seguro de querer vislumbrar su alma. Se asomó por encima de la baja barandilla y escudriñó rápidamente las neblinas que cubrían el vacío. No vio espejo alguno; parecía una cuenca tapada por las nubes, nada más. Pero ¿no le había asegurado el guía yi que el Espejo de Buda aparecía todos los días con el alba y el ocaso? Supersticiones, pensó. Nos sofrenan.
Percibió la tranquila presencia de su chófer detrás de él. Si yo estoy cansado, pensó, este buen soldado debe de estar agotado, después de haber rodeado a la carrera la montaña hasta la otra vertiente para ascender por la traicionera ruta occidental. Un verdadero soldado, un buen hombre que no temería ver su alma.
—¿Está el norteamericano contigo? —preguntó.
—Sí, camarada secretario.
—Vale. ¿Se encuentra bien?
—Respira con cierta pesadez.
—No todos disfrutamos de tu robusta constitución.
Le ofreció un cigarrillo al chófer, que lo aceptó.
—Doy por hecho, entonces —dijo Xao—, que el joven señor Carey mordió el anzuelo.
—¿Ha visto las carpas en la piscina de Dwaizhou?
—Sí.
—Igual.
—Ah.
Xao examinó sus emociones contradictorias: satisfacción al ver que el plan estaba funcionando, tristeza porque el plan tuviera que llegar a su implacable desenlace. La dualidad de la naturaleza; que un gran bien tuviera que ir siempre de la mano de un gran mal, un maravilloso don unido a un trágico sacrificio. Quizás el Espejo de Buda me muestre dos caras.
—¿Cuándo crees que llegarán?
—Al atardecer.
De modo que será triste y a la vez bello, pensó Xao. Muy apropiado.
—Prepárale —ordenó Xao.
Percibió la aprensión de su chófer.
—¿Sí? —preguntó Xao—. Habla, todos somos camaradas socialistas.
—¿Está seguro, camarada secretario, de que desea… completar la operación? Hay alternativas.
—Le has tomado aprecio.
No hubo respuesta.
Xao dijo:
—Hay alternativas, pero son arriesgadas. Los riesgos son inaceptables cuando hay tanto en juego. Nuestros sentimientos personales no pueden importar.
—Sí, camarada secretario.
—Debes de tener hambre.
—Estoy bien.
—Ve a comer.
—Sí, camarada secretario.
El chófer se alejó. Xao contempló el sol asomando sobre la cuenca de Sichuan. Sabía lo que había querido insinuarle el chófer: no había ningún motivo operacional que justificara la presencia de Xao allí.
Cierto, pensó, pero sí hay uno personal. Un motivo moral. Cuando uno ordena la muerte de un inocente, debe tener al menos la decencia de presenciarlo.
Xao agachó la mirada y escudriñó la niebla en busca de su alma.
Simms se sentía condenadamente desgraciado. Había pasado la noche en una húmeda y sucia Disneylandia budista infestada de ratas, había tenido que ponerse de cuclillas sobre una zanja para hacer de vientre y ahora esperaba de pie en mitad de la fría niebla, obligándose a tragar un cuenco de gachas de arroz, haciendo tiempo hasta que saliera el sol para poder subir un par de miles de peldaños más.
Echaba de menos las comodidades de Cumbre Victoria: una comida decente, una buena botella de bourbon, una jovencita envuelta en sedas. La idea de pasarse el resto de su vida en la RPC le revolvía el estómago más que las gachas de arroz. Qué vida tan aburrida, tan condenadamente monótona, tan espartana.
La idea le sacó de su abstracción, le hizo apremiar al sol para que se diese prisa. Si no hacía lo que tenía que hacer —liquidar a Neal Carey— bien podría ser que tuviera que pasarse el resto de sus días en aquel paraíso del comunismo. Si Carey conseguía regresar a Estados Unidos y se chivaba de lo que le había hecho el malvado señor Simms, los chicos de la Compañía podrían fijarse en el conflicto de intereses. Podrían empezar a plantearse unas cuantas preguntas incómodas. Después, incluso aquellos cabezas de chorlito podrían adivinar que Simms recibía pagos regulares por parte de los chinos. Y su situación podría ponerse fea. Probablemente incluso aquel estúpido cerebrín de Pendleton había llegado a la misma conclusión.
Simms abrió la cremallera de la funda y sacó el rifle. El Tipo 53 calibre 7.62 chino no era ni mucho menos su favorito, pero serviría. Le gustaban los fusiles de cerrojo y la mira telescópica se ajustaba a la perfección. Simms se sentó detrás de una gran roca y enroscó la mirilla sobre el cañón. Después se llevó el arma al hombro, se la pegó a la mejilla y comprobó la mira en la creciente luz.
Divisó una manada de monos entre el bambú, a unos doscientos metros ladera abajo. Recordó su enfrentamiento del día anterior con aquellos putos cabroncetes. Les enseñaré lo que es una emboscada. Simms centró la retícula de la mira en el pecho del mono más grande del grupo y apretó el gatillo. El disparo salió alto y desviado a la izquierda. Ajustó el rango apropiadamente y volvió a apuntar. El mono seguía mordisqueando algún tipo de fruta exótica. La bala le golpeó de lleno en el pecho y lo envió rodando colina abajo.
Muy bien, pensó Simms mientras se colgaba el rifle del hombro. Intentó sacarse del cuerpo la excitación que le suscitaba la inminente venganza, pero cada vez que pensaba en lo que le había costado salir de aquel puto río, la furia se apoderaba de él. Casi se había ahogado y desde luego se había despellejado las putas piernas saliendo a gatas por encima de las rocas. De modo que, aunque la venganza pudiera ser un concepto poco profesional…
Volvió a entrar en el viejo comedor para reunirse con Peng y el otro chinorri. Probablemente necesitaría una palanca para separarlos de sus cuencos de arroz. Prácticamente había necesitado una pistola para obligarles a seguir andando la noche anterior. Jodidos gallinas… ¿Para qué creían que se habían inventado las linternas, para las películas? Bueno, en cualquier caso habían recuperado un par de horas antes de recogerse a pasar la noche. Ahora había llegado el momento de volver a ponerse en marcha.
Neal tuvo que esforzarse para poder salir del kang. Solo girarse para apoyar los pies en el suelo ya le dolió, y agacharse para ponerse los zapatos fue un ejercicio de masoquismo avanzado. Lan quiso hacerlo por él, pero Neal decidió que si no era capaz de ponerse los condenados zapatos, era evidente que no sería capaz de ascender el resto de la condenada montaña.
Lan se retiró diplomáticamente mientras Neal hacía muecas de dolor y reapareció un par de minutos más tarde con dos humeantes cuencos llenos de puré.
—¿Qué es eso? —preguntó Neal.
—Congee —respondió ella—. Gachas de arroz.
Neal se comió agradecido la versión china de las gachas. El suave cereal le calentó el estómago en el frío de la madrugada. Comió de pie; no quería volver a someterse a la pequeña tortura de tener que sentarse y levantarse otra vez. Terminaron su desayuno en silencio. La tensión entre ambos era palpable. La cima de la montaña marcaría el momento decisivo en su relación, y ambos lo percibían, pero no querían hablar de ello. Antes, debían alcanzar la cumbre.
El camino arrancaba suavemente a través de un tupido bosque de cedros. Estaba oscuro, hacía frío y Neal tembló. La altitud estaba comenzando a pasarle factura, y se dio cuenta de que cada vez le costaba más respirar. No pudo evitar darse cuenta; cada inspiración era una puñalada entre las costillas.
Caminaron unos veinte minutos hasta el extremo más alejado del bosque. Neal oteó en la distancia y deseó no haberlo hecho; la escalera que les aguardaba parecía ascender en vertical.
—La Escalera de las Tres Miradas —dijo Li—. Los peregrinos la miran tres veces antes de desear subirla.
—Yo ya la he mirado tres veces —respondió Neal—, y sigo sin tener ningunas ganas de subirla.
La pendiente era tan empinada que Neal prácticamente se tocaba el pecho con las rodillas a cada paso. Cargó el peso conscientemente sobre los pulpejos de los pies, intentando concentrarse en las piernas mientras sus costillas ardían y le punzaban. Tuvo que parar a los veinte peldaños.
Li se volvió hacia él.
—Por favor, vuelve al monasterio. Traeré a Robert conmigo.
—Ya.
—Te lo prometo.
—Me he propuesto escalar esta puta montaña. Voy a escalar esta puta montaña.
—Estás loco.
—No te lo discuto.
Li Lan le dio la espalda y reemprendió el camino. Neal respiró hondo y la siguió. Yi, ar, yi, ar, yi, ¡aaarrgh! Sus costillas le amenazaron. Notó que el sol comenzaba a quemarle la encorvada espalda. Yi, ar, yi, ar… yi… ar… yi… ar… yi… ar… yi. Se detuvo de nuevo a descansar. Quiso derrumbarse sobre las escaleras, yacer y descansar, pero supo que probablemente sería incapaz de volver a levantarse, de modo que se obligó a dar otro paso. Envolviéndose las costillas con un brazo, dio otro paso. El dolor le provocó náuseas. Otro paso. Más dolor. Otro. Yi, ar, yi, ar. Otro descanso.
Volvió a empezar. El sendero formaba una curva pronunciada y después se abría justo al borde de un precipicio. A la derecha de Neal, una vertical de roca se alzaba hasta donde le alcanzaba la vista. A su izquierda, demasiado cerca de su izquierda, una caída de al menos trescientos metros.
No mires abajo, se advirtió Neal. ¿No es eso lo que dicen en las películas?
Miró por el rabillo del ojo. El estómago le dio un vuelco y la cabeza empezó a darle vueltas. Probablemente ese es el motivo de que digan que no mires, pensó. Se sintió como si estuviera aferrándose al borde del mundo mientras reiniciaba su penosa caminata. Yi, ar, yi, ar, yi…
Limítate a contar, pensó. No pienses en el dolor, no pienses en el miedo, no pienses en Pendleton ni en ella, y por el amor de Dios, hagas lo que hagas, no pienses en el hecho de que te están alcanzando. A este ritmo al que vas, tienen que estar alcanzándote. Con rapidez. Pero no pienses en eso. Piensa en yi, ar, yi, ar… yi… ar… yi… ar… durante dos horas de subida sin parar.
Li le estaba esperando en una amplia plataforma.
Señaló hacia delante. Neal vio un enorme pico, con forma de gran nariz, que se alzaba por encima del resto.
—La cima —dijo Li Lan.
—¿Cuánto queda?
—Cuatro horas. Quizá para ti seis.
Quizá para mí la muerte.
—¿Es todo el camino igual de empinado?
—En su mayor parte. Hay una zona suave, casi a nivel. Pero, me temo, también bastante aterradora.
Estupendo.
—Aterradora ¿por qué?
—El camino es muy angosto.
—¿Junto a un gran abismo?
Li Lan asintió y frunció el ceño. Después sonrió y añadió:
—Pero después de eso, la subida hasta la cima es muy corta.
Neal volvió a contemplar la cumbre. ¡Que te jodan, Ceja del Gusano de Seda! ¡Voy a por ti y no podrás pararme! ¡Has hecho lo que has podido y sigo en pie, sigo escalando!
—En marcha —dijo.
Xiao Wu cruzó el Puente de la Liberación. Las salpicaduras de agua de la cascada le sentaron bien. El día era muy caluroso, incluso allí arriba, en la montaña, y le dolían los pies. Su único calzado eran sus zapatos de cuero de ciudad y el día anterior ya se le habían empezado a hacer ampollas. Ahora las tenía en carne viva y deseó poder detenerse para hundir los pies en el remanso del río bajo el puente.
Pero el norteamericano marcaba un ritmo implacable. Y el gordo Peng no le iba a la zaga, de modo que Wu pensó que también tendría que mostrarse a la altura. Además, seguían enfadados con él por haber permitido que Frazier escapara, y solo le habían llevado con ellos para que pudiera señalarles exactamente por dónde había comenzado el fugitivo su ascensión a la montaña.
Quizá, pensó Wu, debería haberles engañado. Eso habría sido traición, por supuesto, pero ¿por qué va el norteamericano armado con un rifle? ¿Qué hace aquí, para empezar? No le parecía bien.
Iban a matar a Frazier, eso lo sabía, y tampoco le parecía bien.
Xiao Wu se obligó a dejar de pensar en aquello y aceleró el paso.
Neal se derrumbó al llegar a lo alto de la Escalera de las Tres Miradas. Rodó hasta quedar de espaldas y jadeó dolorido y fatigado. Ni siquiera intentó contener las lágrimas que le rodaban por las mejillas. Su pecho se hinchó violentamente y las costillas le dolieron como si se le estuvieran rompiendo de nuevo. Apenas fue capaz de oír las pisadas de Li bajando hacia él.
De hecho, apenas era capaz de oír nada. Un increíble rugido de agua resonaba en el cañón y reverberaba en el interior de su cabeza. El sendero estaba envuelto en una densa niebla.
A lo mejor las monjas tenían razón sobre el Purgatorio, pensó Neal.
—¡La Terraza del Trueno! —gritó Li—. ¡El dragón y el trueno viven debajo!
Neal asintió.
—¿Te duele?
Neal puso los ojos en blanco y asintió.
—¡Hay cuevas un poco más adelante! ¡Descansaremos!
Lan ayudó a Neal a levantarse. Él la siguió trastabillando hasta salir de la niebla y alcanzar un bancal más amplio, detrás del cual una cueva se internaba en la piedra. Lan le ayudó a sentarse. Incluso sentados, ahora podían ver todo el camino de bajada. Podían ver los tejados de varios monasterios, el serpenteante sendero, las agónicas escaleras. También pudieron ver tres figuras que ascendían por el camino, cerca del lugar donde Neal había sufrido su caída el día anterior.
—Te han seguido —dijo Li. Parecía desolada.
—Eso me temo.
—Deberías haberme dejado ir en Leshán.
—Si lo hubiera hecho estarías muerta.
—Aun así habría sido mejor.
Permanecieron sentados un momento en silencio.
—Dos chinos y un norteamericano.
—¿Cómo lo sabes?
—Por su modo de andar.
Li Lan se levantó.
—Se acabó el descanso.
Neal luchó por ponerse de pie.
—Todavía podemos conseguirlo, ¿no? ¿Llegar hasta Pendleton a tiempo para ocultarnos? ¿Para seguir huyendo?
Li Lan se quedó un momento calculando.
—Puede. Puede. Todavía nos quedan las Ochenta y Cuatro Horquillas, la Silla del Elefante y la Escalerilla de Buda. A lo mejor tres horas.
—Podemos hacerlo.
—Al menos podemos advertir a padre.
No pinta nada bien, pensó Neal. La Silla del Elefante suena fácil, pero ¿las Ochenta y Cuatro Horquillas? ¿Una escalerilla? Sus perseguidores se encontraban a unas tres horas de distancia. Quizá. Pero estaban ganando terreno.
—Será mejor que te adelantes —le dijo a Lan.
—Te matarán.
—Nah, solo me criticarán salvajemente. Puedo soportarlo.
—Te matarán. Vamos.
Lan echó a caminar y Neal la siguió en fila india. Un paseo de cinco minutos por el bancal les llevó hasta la primera horquilla. Neal miró hacia arriba y vio lo que parecía una interminable serie de escaleras de incendios de piedra que ascendían en zigzag por una pared vertical. Los dos primeros tramos fueron bastante sencillos, pero la inclinación fue aumentando a medida que ascendían. Cuando habían superado unas diez horquillas, la pendiente pasó a ser tan pronunciada como en la Escalera de las Tres Miradas, y Neal volvió a rozarse el pecho con las rodillas a cada peldaño que subía.
La visión de sus perseguidores le había proporcionado un buen chute de adrenalina, que le duró unas cuarenta horquillas. Cuando se hubo agotado, Neal tuvo que buscar otra motivación. El miedo no le servía, la rabia tampoco. El deber le sirvió para completar cinco tramos, la lealtad otros siete, el amor doce más. El desprecio solo le sirvió para recorrer uno, el orgullo menos de medio; una nueva apelación a la lealtad le ayudó a superar los dos siguientes, bastante complicados; la culpa le arrastró durante tres más y finalmente cayó redondo al suelo.
—¡Catorce más y llegaremos a la parte llana! —gritó Li Lan desde la siguiente horquilla.
Neal yacía en posición fetal sobre los escalones. ¿Catorce? No podría dar ni catorce pasos más. No me queda nada.
—¡Adelántate!
Por el rabillo del ojo vio a Lan permanecer inmóvil durante un momento, después comenzar a alejarse lenta y penosamente. Ella también está destrozada, pensó Neal. Dios, lo he perdido todo.
Y cuando lo has perdido todo, no te queda nada que perder. Chico listo. Neal se levantó alzándose sobre las manos hasta erguirse sobre pies vacilantes. Lo he perdido todo, así que… ¿qué coño? Cuando lo has perdido todo, ¿qué otra cosa te queda salvo seguir adelante?
Vamos, un pie delante del otro. Solo un paso. Y después solo uno más. Solo uno y después uno más. Solo uno. Yi. Yi. Yi. Yi. A la mierda la montaña. A la mierda el señor Peng. A la mierda Simms. A la mierda Amigos de la puta Familia. Paso. Paso. A la mierda toda mi estúpida e inútil vida. Paso. Paso. Yi. Yi. Yi. Yi. Mira detrás de ti. Esos cabrones están ganando terreno. Están dándolo todo. Bueno, chicos, esperad a llegar a la vieja Escalera de las Tres Miradas. Esperad a toparos con las muy admiradas Ochenta y Cuatro Horquillas. Ya veremos lo alegres que estáis cuando paséis por encima de mi cadáver.
Un tipo enorme entra en un bar, ¿vale? Y pregunta: «¿Quién de vosotros, cabronazos, es O’Reilly?». Paso. Paso. Y un tipo enclenque sentado a la barra levanta la mano y dice: «Yo soy O’Reilly». Paso. Y el grandote lo agarra del pescuezo, le obliga a volverse, le pega tres puñetazos en la cara, paso, lo arroja al suelo, paso, le clava una patada en la entrepierna, lo vuelve a levantar, paso, paso, le asesta un directo en el estómago, lo vuelve a tirar al suelo, paso, paso, paso, le da una patada en las pelotas, le pisotea la cara, paso, paso, paso… paso, paso… y sale del bar como un torbellino. Paso. Paso. Paso. Entonces el tipo enclenque se sienta, paso, se echa a reír, paso, paso, paso, y dice, paso: «¡Ja, anda que no me he quedado con él!». Paso, paso, paso.
«¡Yo no soy O’Reilly!».
Paso, paso, paso.
Ja, anda que no me voy a quedar con ellos.
Paso.
Simms fue el primero en verlos. Claro que, por otra parte, era el que con más atención les estaba buscando y en aquel momento se encontraban perfectamente perfilados ante la pared del precipicio. Uno de ellos parece herido, pensó Simms. El otro cansado como un perro.
Le dio un codazo a Peng y señaló.
—¡Ahí están tus cachorros!
Peng estaba bañado en sudor. La Escalera de las Tres Miradas merecía más de tres miradas.
—¿Podremos alcanzarles?
—¡Si sois capaces de mover el culo!
—¡Recuerda, quiero vivos a Pendleton y a la mujer!
Puede que así sea, pensó Simms. Pero no pienso arriesgarme a que en el futuro alguno de ellos acabe siendo parte de un intercambio de espías con todo tipo de historias para contar.
—Recuerda —dijo Peng—. ¡Son pruebas!
Los cadáveres también son pruebas, pensó Simms.
—Ya nos preocuparemos de eso cuando los hayamos cogido, ¿de acuerdo?
Simms vio que aquello infundía un vigor renovado en el viejo Peng y le hacía anadear un poco más rápido. El chico que iba tras ellos estaba en las últimas.
No importa, pensó Simms. Siempre y cuando yo no afloje. Y a mí no me hace falta alcanzarles, solo tengo que ponerles a tiro. Las balas harán el resto.
Neal se tumbó en lo alto de las Ochenta y Cuatro Horquillas. El sendero que se extendía frente a él era bastante llano, apenas una ligera pendiente que atravesaba un abismo sin fondo. Li también estaba tumbada, de espaldas, refrenando rítmicamente su respiración, preparándose para la siguiente fase.
—He dejado de verlos —jadeó Neal.
—Eso es malo. Significa que están más cerca. No podemos verlos debido al ángulo.
—Eso quiere decir que se acabó el descanso.
Lan se levantó.
—Estamos en la Silla del Elefante. Si cruzamos con rapidez, podemos alcanzar la cumbre antes que ellos. Puede que a tiempo, creo.
Neal reconocía una invitación cuando la oía, y se obligó a incorporarse. Se consintió el capricho de echar un vistazo más allá del borde del camino. Fue un error. Uno no querría caer por ninguno de ambos lados sin un paracaídas. Uno no querría caer por ninguno de ambos lados ni aunque tuviera paracaídas.
—¿Es este un buen momento para decirte que me dan miedo las alturas? —preguntó Neal.
—No —dijo Li Lan, echando a caminar.
No tiene sentido del humor, pensó Neal. A lo mejor debería contarle el chiste de O’Reilly. Avanzó con precaución sobre el camino de tierra. Sus pies levantaban pedazos de esquisto que se precipitaban más allá del borde. Neal resistió la tentación de verlos caer hacia la eternidad. Notaba el torso como si Reggie Jackson lo hubiera utilizado para practicar con el bate. Le temblaban las piernas y sus tobillos palpitaban. Ni siquiera quiso mirar cómo tenía los pies. Oyó un ruido y alzó la mirada para ver a Li Lan echar a trotar delante de él.
Neal siguió cojeando por el camino.
El chófer de Xao le tendió los prismáticos a su jefe.
—Están en el collado —dijo.
Xao miró a través de los prismáticos. Distinguió la figura de Li Lan, fuerte pero cansada, corriendo pendiente arriba. Carey parecía avanzar cojeando bastante por detrás de ella.
—Está herido, creo —observó Xao.
—O simplemente en mala forma —respondió el chófer.
Xao le devolvió los prismáticos.
—¿Y qué hay de Peng? ¿Puedes verlo?
—Los perdí cuando entraron en la Terraza del Trueno. A estas alturas deben de encontrarse bien avanzadas las horquillas.
—Has dicho que eran tres.
—Sí, y podría jurar que uno es occidental. El que lleva el rifle.
—Imposible. Probablemente sea un lugareño, un cazador yi.
El chófer se encogió de hombros.
—¿Cuánto? —preguntó Xao.
—Una hora como máximo. Algo más para él.
—Ve y prepáralo todo.
—Sí, camarada secretario.
Una hora, pensó Xao. Después de todos estos años, una hora para la reunión familiar.
Li Lan alcanzó la Escalerilla de Buda mucho antes que Neal, por supuesto. No era ni mucho menos una escalerilla, sino una severa ascensión por un costado de la cumbre que conducía hasta el borde de un precipicio. Al otro lado se encontraba el Espejo de Buda. Llegado aquel punto apenas quedaban escalones; el camino era principalmente un peligroso y resbaladizo sendero de tierra.
Li Lan se detuvo y esperó. La vista desde allí era maravillosa, pensó. Las cumbres rocosas parecían surgir directamente de entre las verdes junglas de bambú. Ríos sinuosos y cascadas, como un brocado de zafiro sobre seda verde. Todo el valle de Sichuan desplegado ante sus ojos. A su espalda le aguardaba la cumbre del monte Emei, gris y austera. Le aguardaba la visión de su propia alma, y llevaba mucho tiempo esperándola.
El ocaso sería escarlata. Podía notarlo. Qué apropiado, pensó, ir a encontrarse consigo misma bajo un cielo rojo.
—¡Date prisa! —gritó en dirección a Neal.
Había mucho que amar en él, pensó mientras este echaba a trotar. Fue más bien un rápido arrastrar de pies, pero le admiró por ello. ¡Qué dolor le debía de estar causando! ¡Qué hombre tan testarudo! ¡Y qué precio habían pagado por su testarudez!
—¿Puedes continuar? —le preguntó cuando Neal llegó a su lado.
Estaba bañado en sudor. Tenía el rostro verdoso de tanto dolor.
—Sí. ¿Cuánta ventaja crees que les sacamos?
Ella meneó la cabeza.
—Creo que podemos lograrlo, pero no tenemos tiempo que perder. Por favor, no te quedes atrás.
Li Lan le apretó la mano y después se volvió para iniciar la subida del último tramo. Había intentado animarle, y quizás animarse a sí misma, pero en el fondo supo que era demasiado tarde.
Simms la observó. Si hubiera tenido un arma mejor podría haberlo intentado desde allí mismo, pero eso aún habría dejado a Carey y a Pendleton como cabos sueltos. No, mejor esperar a que estuviesen todos juntitos y cómodos en la cumbre.
Miró hacia abajo, donde Peng ascendía bufando el último par de tramos de las Ochenta y Cuatro Horquillas.
—¡Por los clavos de Cristo, muévete! —gritó Simms.
Nada más inútil que un chino gordo, pensó. Y el joven es un completo incapaz.
A la mierda, no puedo permitirme esperarles.
Vamos, se dijo. Acabemos con esto de una vez.
Salió al collado.
Neal escaló la pendiente a gatas. La inclinación era tan pronunciada que no podía levantarse y caminar, de modo que usaba las manos para mantener el equilibrio. Li Lan usaba el mismo método algo más arriba, solo que avanzaba mucho más rápido. A cada par de pasos, las costillas de Neal rozaban el suelo y el espantoso dolor le obligaba a detenerse un par de preciosos segundos.
La oyó gritar:
—¡Aquí arriba hay una zona llana! ¡Puedes conseguirlo!
Neal se alzó a pulso, hundiendo las manos en la tierra, literalmente arrastrándose. Le pareció que tardaba horas en llegar hasta donde Li Lan le esperaba sentada detrás de una gran roca, a un lado del camino. Le hizo guarecerse tras ella.
Ahora Neal podía ver claramente la cumbre. Junto al borde más alejado se alzaba lo que parecía un rudimentario pabellón de madera. Dos hombres —no, tres— esperaban en el pabellón, observando el camino. Dos tenían una altura media y una constitución fornida, el tercero era alto y delgado. ¿Pendleton? Desde aquella distancia y en aquel ángulo Neal no podía estar seguro.
Entonces oyó voces que resonaban desde abajo. Li Lan se levantó y oteó por encima de la roca. A continuación golpeó la piedra con el puño en un gesto de rabia y frustración. Se volvió hacia Neal.
Lágrimas de ira le surcaban el rostro.
—¡Demasiado tarde!
Neal se asomó por encima de la roca. Sus costillas explotaron en un estallido de dolor. Vio a Simms cruzando a buen ritmo por el collado, a punto de alcanzar la base de la escalerilla. Peng le seguía bamboleándose a unos cien metros por detrás, seguido de cerca por Wu, que avanzaba arrastrando los pies con sus inconfundibles andares de patizambo.
Neal se volvió hacia Li.
—Podemos correr. Podemos lograrlo. Podemos advertirles.
Li Lan le miró fijamente a los ojos.
—El destino es el destino. No es posible cambiarlo. Vosotros los norteamericanos siempre creéis lo contrario. Debes aprender a afrontar tu destino, aprender a afrontar la verdad. Afrontar lo que han provocado tu testarudez, tu egoísmo y tu lujuria.
—Amor.
—No, lujuria. Te rogué que lo dejaras, pero te negaste a hacerlo. Mira lo que has conseguido. Mira lo que hemos conseguido. Acéptalo.
Neal se sacó la pistola de la cintura del pantalón.
—Ve. Ganaré tiempo para ti.
—Neal Carey, por una vez en tu vida, escúchame. No te amo. Esa es la verdad. Amo a Robert. Esa es la verdad. Nunca me habría marchado contigo. Esa es la verdad. Hice el amor contigo para engañarte, para comprar tu silencio. Pero ahora tu silencio no vale nada.
Li Lan señaló colina abajo.
Tiene razón, pensó Neal. Todo lo que dice es cierto. Todo lo que he hecho, lo he hecho por ella. Porque la deseaba y no podía tenerla.
—Corre —dijo—. Si corres, podrás lograrlo.
—No te sacrifiques por mí. No te quie…
—Lo sé. No me quieres. Yo tampoco.
Pero a ti sí, pensó.
Li Lan le dio la espalda y echó a correr.
Ahora piensa, se dijo Neal. Por primera vez en toda esta puta aventura, piensa. Aquí donde estás, Simms podrá liquidarte sin ningún problema. Necesitas reducir la distancia para que tu pistola sea tan efectiva como su rifle.
Miró hacia arriba, donde Li Lan seguía subiendo a gatas. El camino formaba una ligera curva rematada a un lado por unas cuantas rocas.
Si consigo llegar hasta allí, podría servirme.
Neal rodó hasta salir al camino y empezó a avanzar a cuatro patas. Las costillas lo golpeaban, pero no se detuvo. Tampoco levantó la mirada, pero pudo oír a Li Lan corriendo, mientras trozos de roca y esquisto caían a su paso.
Dale, dale, dale, pensó.
Ahora oía a Simms subiendo detrás de él. También iba corriendo. Mierda. Tengo que alcanzar esa curva. Tengo que llegar con un par de segundos de ventaja.
Neal se incorporó y echó a correr pendiente arriba. Gritó al tiempo que sus costillas explotaban y gritó de nuevo al alcanzar la curva y arrojarse detrás de las rocas. Desde su nueva posición podía ver una pequeña parte del sendero hacia abajo y todo lo que quedaba hasta la cumbre por delante de él. Vio a Li Lan gateando y después la vio levantarse, agitando los brazos y gritando, intentando advertir a los tres hombres para que se apartaran de la cumbre.
—¡Ahí está! —dijo Xao—. Pero ¿dónde está Carey?
—Debe de haberse parado a descansar.
—¿Podrá ver desde allí?
—Estoy seguro.
Eso espero, pensó Xao. Eso espero. Vamos, señor Carey. ¿Dónde se ha metido?
—¿Dónde te has metido, pequeño bastardo? —se preguntó Simms.
La tiparraca china se había pegado a la montaña como un insecto, pero Carey había desaparecido. Planeando una nueva emboscada, ¿verdad?
Simms vio que el sendero trazaba una curva a unos cuarenta metros por encima de él.
De acuerdo, pensó.
Se salió del camino y descendió unos cuantos metros a trancas y barrancas. Allí abajo había una buena roca sobre la que podría apoyar el rifle y que le proporcionaría un magnífico ángulo de tiro contra la cumbre. Los tendría a todos silueteados, iluminados desde atrás por la puesta de sol.
Luego ya podría encargarse de Carey a placer. Placer… qué hermoso concepto. Ciertamente se había ganado un poco de placer.
Simms se agazapó detrás de la roca.
¿Qué demonios está haciendo?, se preguntó Neal mientras observaba la maniobra de Simms. Después lo vio agazaparse en posición de francotirador, enrollarse el portafusil alrededor de la muñeca y apoyar el cañón contra la roca. Observó mientras Simms pegaba el ojo a la mira telescópica y comenzaba a escudriñar la cumbre.
Li Lan llegó a la cima. Se detuvo una vez más y volvió a agitar los brazos. Los tres hombres estaban a unos cien metros de distancia y se dirigían hacia ella con los brazos extendidos para darle la bienvenida… No podían ofrecer una diana mejor.
Neal también lo vio. Pendleton iba envuelto en un sarape negro que le hacía parecer una especie de murciélago gigante mientras se encaminaba a grandes zancadas hacia Li Lan. El hombre chino era mayor, más bajo, pero también caminaba con decisión hacia ella mientras Lan echaba a correr en su dirección.
Neal miró hacia abajo y vio el cañón del rifle oscilar suavemente mientras Simms elegía un blanco.
Esto, pensó Simms, es lo que yo llamo andar sobrado de objetivos. Ahora veamos… Bueno, lo primero es lo primero.
Afianzó más su agarre y centró la retícula.
Neal sabía que ni en mil años conseguiría acertarle a Simms con la pistola desde aquella distancia, pero igualmente lo intentó. El arma saltó entre sus manos cuando apretó el gatillo.
El disparo ni siquiera distrajo a Simms. Se rió por lo bajini mientras seguía a su objetivo, esperando a que la pareja se juntase para que le resultase más fácil realizar el segundo disparo mortal. ¿O debería intentar matar dos pájaros de un tiro?
No, eso sería vulgar.
Tanteó el gatillo una vez y esperó a que se le presentara el tiro perfecto.
Neal apoyó ambos pies contra la roca y empujó. Sus costillas se tensaron y gritaron igual que él mientras empujaba, apoyando la espalda contra la pendiente. Entonces el esquisto comenzó a ceder por debajo. La roca empezó a resbalar.
Se acabaron las tonterías, se dijo Simms, comenzando a aplicar exactamente la cantidad justa de presión sobre el gatillo.
La roca cedió del todo y echó a rodar. Neal la vio brincar sobre el camino y cobrar velocidad mientras rodaba hacia Simms. Por favor, Dios… por favor, por favor, por favor.
Oyó el ruido del disparo medio segundo antes de que la roca impactara.
Miró hacia arriba y vio a Pendleton caer al suelo.
Como si le hubiesen disparado.
Entonces oyó gritar a Li Lan.
Se levantó de un salto y echó a correr hacia ella.
Simms estaba a punto de eliminar a la tiparraca cuando notó una sacudida que le recorría los brazos en el momento en el que una roca grande de cojones golpeaba el cañón del fusil y se lo arrancaba de entre las manos.
Hijo de puta, pensó. Están empeñados en no ponérmelo fácil. En fin, tendría que encargarse de ella con el cuchillo. Pero deseó que dejase de gritar.
Neal oyó los alaridos de Lan al mismo tiempo que coronaba la cumbre.
Estaba de espaldas a él y sostenía a Pendleton entre sus brazos. Este tenía un enorme boquete en la espalda. Los otros dos hombres se habían quedado inmóviles como estatuas delante del pabellón.
Lan estaba arrastrando a Pendleton hacia el borde del precipicio, hacia el Espejo de Buda.
—¡No! —gritó Neal corriendo hacia ella—. ¡¡¡Noooo!!!
Cuando alcanzó el borde, Lan se volvió hacia Neal.
Los dos hombres chinos echaron a correr hacia ella.
Neal estaba lo suficientemente cerca como para verle los ojos, lo suficientemente cerca como para ver su sonrisa, lo suficientemente cerca como para alcanzarla arrojándose hacia ella en el preciso instante en que Lan se volvía, se miraba en el Espejo de Buda, acunaba a Pendleton entre sus brazos y saltaba.
Neal cayó de bruces al borde del precipicio. Escudriñó entre la niebla que cubría el vacío que se abría frente a él, el Espejo de Buda, pero no pudo verles. Lo único que vio fue la niebla y círculos de luz dorada, y en uno de los círculos su rostro. Su alma.
Neal cerró los ojos y lloró.
—Le agradecemos su ayuda —dijo Xao.
Levantó su taza de té a modo de brindis.
—Ha sido un placer —respondió Simms.
Estaban sentados en el pabellón de la cumbre.
—Debo confesar —continuó Xao— que cuando planeamos atraer a los traidores hasta aquí no sabíamos que contaríamos con la ayuda de la Agencia Central de Inteligencia. El señor Peng ha sido de lo más concienzudo.
Peng se ruborizó. La rabia le estaba consumiendo, pero no podía dejar que se notara. El plan de Xao había quedado frustrado, pero Xao saldría del mismo convertido en un héroe. Sin los cuerpos, Peng no podría demostrar nada. Sería su palabra contra la de Xao, y sabía que ese era un duelo perdido de antemano.
—Era evidente que la mujer era emocionalmente inestable —continuó Xao.
—Eso parece —confirmó Simms.
—A lo mejor lo amaba.
—Los lazos emocionales son peligrosos en nuestro tipo de trabajo.
—Así es.
Xao se volvió hacia Peng.
—Ha sido usted muy leal, Xiao Peng, casi hasta el punto de causarnos preocupación. Por un momento dio la impresión de que me consideraba usted un traidor, y sin embargo se mostró dispuesto a conspirar conmigo.
Los ojos de Xao le quemaban con la mirada.
Peng dijo:
—Camarada secretario, no es competencia mía cuestionar sus instrucciones, sino simplemente obedecerlas.
La sonrisa de Xao tenía la calidez de una daga.
—Incluso así, acepte mi gratitud.
—Humildemente, camarada secretario.
Xao se volvió hacia Simms.
—¿Informará usted a sus superiores de que el problema con el señor Pendleton ha quedado solucionado?
—Le estarán muy agradecidos.
Jesús, pensó Simms, ¿podemos dejarnos de jodidas cortesías orientales y salir de aquí?
—¿Y qué pasa con Carey? —preguntó Simms—. Sería incómodo llevarlo de vuelta a Estados Unidos.
—Un joven muy temerario —respondió Xao—. Proclive al tipo de comportamiento imprudente que conduce a accidentes. Esta montaña es muy peligrosa, particularmente el tramo conocido como la Silla del Elefante. Más de un excursionista descuidado ha resbalado y caído, sobre todo aquellos tan insensatos como para intentar cruzarlo en plena noche.
—Me temo que, en mi caso, tengo escasa elección, secretario Xao. Me pregunto si podría tomar prestada una linterna…
—Por supuesto. Xiao Wu y mi chófer le escoltarán. El señor Peng pasará aquí la noche. Tenemos mucho de que hablar.
Xao sonrió afablemente a Peng. Tan afablemente que a Peng se le quitó cualquier deseo de conversar. Xao se levantó y le ofreció la mano a Simms.
—Gracias por toda su ayuda —dijo.
—No hay de qué.
Ambos se rieron del chiste.
Wu estaba sentado con Neal en el pabellón cercano a la cumbre. Neal tenía las manos atadas a la espalda. En las tres horas transcurridas desde el asesinato de Pendleton y el suicidio de Li, no había pronunciado ni un solo sonido, limitándose a mirar a lo lejos.
Simms se acercó, se plantó ante Neal y después le dio una patada en las costillas. Neal cayó al suelo de cara.
—Eso es por el baño en el río —dijo Simms.
El chófer cogió a Neal con cuidado y lo levantó hasta ponerlo en pie.
—Te gusta caminar, Neal —dijo Simms—. Pues vamos a dar un paseo.
Simms llevaba una gran linterna en una mano. El chófer también.
El soldado iba en cabeza. Simms iba empujando a Neal por detrás del soldado y Wu cerraba la procesión. Descendieron muy lentamente la Escalerilla de Buda, mientras el chófer señalaba cuidadosamente el camino con su linterna. Completaron el descenso y se internaron en la Silla del Elefante.
—Más te vale ir con mucho cuidado, Neal, no vayas a resbalar y caerte.
Neal sintió un intenso alivio al oír aquellas palabras. Después de todo, iban a matarle.
Habían caminado un par de minutos más cuando oyó que Simms decía:
—Supongo que aquí ya va bien.
Neal esperó el empujón. Neal deseaba el empujón.
—Comepollas.
Neal se volvió y vio a Wu darle a Simms una patada en los pies que le hizo perder el equilibrio. Simms se tambaleó al borde del precipicio durante un largo momento, agitando frenéticamente los brazos mientras intentaba recuperar el equilibrio. Después se hundió en la oscuridad. Sus gritos resonaron en la noche.
Entonces el chófer cogió a Neal en brazos.