19

El coche recorrió las pistas de tierra llenas de altibajos por las estribaciones de la montaña hasta que el camino terminó en un amplio cerro. Unas pocas cabañas con tejados de paja se arracimaban en el piedemonte de la desnuda elevación. La cuenca de Sichuan se extendía a sus pies hacia el norte. Al sur y a poniente el horizonte quedaba dominado por las laderas densamente forestadas del monte Emei, y a lo lejos, más al oeste, los nevados picos del Himalaya se cernían como promesa y amenaza.

El pueblo tenía el aspecto sucio y harapiento de la pobreza rural. De las cabañas asomaba un humo acre a través de agujeros abiertos en los tejados. Un descuidado huerto luchaba por sobrevivir entre un mar de malas hierbas. Un par de escuálidas ovejas y cabras balaron indignadas ante la llegada del extraño vehículo.

—Esto es lo más lejos que puede llegar —dijo Wu, mientras el chófer detenía el motor.

Neal notó, más que vio, los ojos de los lugareños clavados en el coche oficial. Nadie salió a recibirles. Señaló un pisoteado camino de tierra que hendía la hierba.

—¿Ese es el único camino de subida?

Wu habló con el chófer.

—Es el único camino de subida —dijo Wu—. Se baja por el otro lado.

—¿Qué me dices de pistas de aterrizaje? ¿Helipuertos?

Otro intercambio.

—Lo único que podría volar en esa montaña es un dragón.

—Bien.

Neal cogió sus bártulos.

—La policía irá en su busca, ¿lo sabe? No podrá escapar.

—No necesito escapar. Solo necesito algo de tiempo. Si tienen que caminar, no podrán alcanzar mi destino antes que yo.

—Le acompañaré.

Neal sonrió.

—Me siento honrado. Pero no, gracias.

—¿Por qué está haciendo esto?

—Porque tu padre fue a la cárcel por hablar inglés.

—No bromee.

—No estoy bromeando.

Neal salió del coche. El chófer seguía con la mirada fija al frente, sonriendo tranquilamente. Wu parecía a punto de echarse a llorar.

—Adiós, Xiao Wu —dijo Neal.

—Adiós, Neal Carey.

—Volveremos a vernos.

—Pues claro, coño.

—Pues claro, coño.

Neal sacó la pistola de su chaqueta, apuntó y apretó el gatillo. El neumático delantero derecho siseó agónicamente hasta expirar. Neal se sintió complacido; era la primera vez que disparaba contra algo. Ejecutó al neumático trasero izquierdo de la misma manera.

—Lo siento —le dijo al chófer—. Me dará un poco más de ventaja.

El chófer se encogió de hombros. Pareció comprenderlo.

Neal se internó de espaldas por el sendero, sin apartar la mirada del coche por si acaso a Xiao Wu y al chófer se les ocurría echar a correr tras él y reducirle tirándolo al suelo. A unos cincuenta metros de allí, el camino se hundía hasta perderse de vista y Neal se volvió para encararse con la montaña.

Se notaba embriagado, prácticamente como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo. Lo cual era extraño, ya que si una cosa tenía eran preocupaciones. Debía alcanzar a Li Lan antes de que lo hicieran Simms y Peng, y avisarla de que había un topo en su organización y que Pendleton y ella nunca estarían a salvo. Además, ahora se había convertido en el proverbial hombre sin país; ni Norteamérica ni China. Si sobrevivía a los dos próximos días, lo cual era dudoso ya en el mejor de los casos, no tendría adónde ir, ningún lugar donde esconderse.

Pero sintió la revitalizadora simplicidad de la desesperación. Le suponía un gran alivio haberse librado al fin de la miríada de complejidades de la intriga, de las sutiles maniobras, de las emociones enviciadas, de tanto pensar. Todo aquel fiasco había quedado reducido a una carrera montaña arriba, y el aire fresco y los espacios abiertos lo reclamaban con su canto mientras Neal se esforzaba por marcarse un ritmo.

Se percató de que no había pasado ni una hora solo desde hacía tres meses, y desde luego no había sido libre. En aquel momento levantó la mirada hacia el magnífico panorama de montañas y valles y se sintió… limpio. Hacía mucho, mucho tiempo que no se sentía limpio.

La subida dio comienzo bruscamente tras alcanzar un punto donde la pradera de hierba daba paso a un estrecho collado y el camino de tierra se transformaba en un sendero de piedras más formal. El collado terminaba en un espeso bosquecillo de bambú, más allá del cual se extendía un puente de piedra que cruzaba sobre un veloz arroyuelo. Una vez atravesado el puente, Neal pasó bajo una gran puerta abierta que marcaba el inicio de una cuesta. Los peldaños de piedra discurrían en paralelo a un muro, al otro lado del cual se alzaba un enorme monasterio. Neal se detuvo en el primer apartadero y notó pinchazos y aguijonazos en sus piernas. El camino que tenía frente a él seguía subiendo en línea recta hasta allá donde le alcanzaba la vista. Iba a ser un día muy largo.

Y tenía que encontrar un elefante.

No, un elefante no. El elefante. En una montaña china.

Hablando de elefantes en montañas chinas, pensó. Ahora que ya ha amanecido probablemente llamo bastante la atención.

Neal siguió subiendo escalones hasta llegar a una puerta de arco abierta, después entró en el monasterio. Se encontró en el extremo de un enorme patio donde un pequeño batallón de monjes practicaba el taichí. Otros monjes, con aspecto de jóvenes novicios, correteaban de aquí para allá acarreando cubos de madera llenos de agua y brazadas de leña. Neal supuso que se estaban preparando para el tradicional desayuno de después del taichí. Neal avanzó bordeando el patio bajo un claustro azulejado y después se coló por la primera puerta que encontró abierta.

El santuario estaba repleto de estatuas con varas de incienso prendidas entre sus manos de piedra. Neal subió por una escalera con la que se topó nada más entrar y se encontró en un corredor que daba acceso a una hilera de dormitorios. De acuerdo con el espíritu enclaustrado y confiado del monasterio, las habitaciones estaban sin cerrar.

Eso pasa por confiarse, pensó Neal mientras entraba en el primer cuarto. Una pesada camisa y un par de pantalones de campesino colgaban de un clavo de madera. Ropas de trabajo, pensó Neal mientras se pegaba la camisa al pecho. Era demasiado grande, así que probó en la habitación contigua. Seguía siendo demasiado grande.

Finalmente acertó al final del corredor, en una estancia más grande que contenía ocho kangs y ocho juegos de prendas de trabajo. Debe de ser el dormitorio de los novicios, pensó. Encontró un conjunto que le iba holgado pero bien, se despojó de sus prendas occidentales y se puso las ropas de trabajo chinas. En cualquier caso, conservó los tenis, imaginando que un cambio de calzado sería un sinsentido teniendo en cuenta el largo ascenso que le esperaba en la montaña. Además, si alguien se acercaba lo suficiente como para fijarse en sus zapatos, también se habría fijado en sus ojos redondos.

Otro par de minutos de rapiña produjeron un sombrero de paja de ala ancha, que inclinó para que le cubriera la frente.

Todavía quedaba el problema de su moderna bolsa occidental. Neal dejó escapar un suspiro de resignación, extrajo su ejemplar de Random y el catálogo de Li Lan de la bolsa y guardó ambos en un amplio bolsillo de la camisa, a la altura de la cadera. Sacó el cepillo de dientes, la pasta y la maquinilla de afeitar y se lo guardó todo en el otro bolsillo. Por último, se encajó la pistola de Simms en los pantalones, en la parte de atrás de la cintura. Después enrolló la bolsa apretadamente y se la puso debajo del brazo, a la espera de encontrar un lugar seguro donde tirarla.

Neal se detuvo un momento en lo alto de las escaleras y escuchó. La práctica de taichí seguía en el patio y desde la cocina le llegó un entrechocar de platos y teteras. Bajó apresuradamente los peldaños y se puso a buscar una salida trasera, pasando junto a la hilera de estatuas y cruzando otro arco que le condujo hasta un amplio patio.

A su izquierda, una pequeña pagoda sostenía una campana de bronce de unos tres metros de alto por dos y medio de diámetro. Sentado junto a la escalerilla que ascendía hasta la campana había un monje, pero no pareció fijarse en Neal. A la derecha de este, una torre de seis metros de altura se alzaba por encima de los muros del monasterio. Tenía catorce niveles, cada uno de los cuales estaba inscrito con grandes caracteres. Neal atravesó el patio y ascendió unos peldaños para entrar en un gran templo.

En el interior le esperaban los santos habituales y un gran Buda, pero la figura central era una estatua de bronce de unos cinco metros de altura de un hombre sentado a horcajadas sobre un elefante.

De acuerdo, pensó Neal. Ahora veremos si la palabra de Li Lan vale de algo.

—¿Has robado esa ropa? —oyó que le preguntaba.

—Sí.

Li Lan salió de detrás de una de las estatuas. Llevaba pantalones de algodón de campesino, una vieja chaqueta Mao y una gorra. Sus ojos se humedecieron con lágrimas y se arrojó sobre él para abrazarlo.

—Estás vivo —susurró.

Neal le devolvió el abrazo. Le sentó de maravilla.

—No tenemos mucho tiempo —dijo—. Van a venir a por nosotros. Hay un traidor en la organización de tu viejo.

Neal notó que el cuerpo de Li Lan se tensaba.

—¿Les has conducido hasta aquí? —preguntó.

—De todos modos, ya lo sabían. Uno de los hombres de tu padre, Peng, es un topo, un traidor. Trabaja para el otro bando. No me habías dicho que tu padre trabaja en contra de su gobierno.

—Trabaja para constituir un gobierno.

—¿Forma parte de la «mafia de Sichuan»?

—He oído que hay gente que la llama así, sí.

—¿Pendleton está en la montaña?

Li Lan dudó.

—Sí.

—¿Hay algún otro modo de bajar de la montaña? ¿Una ruta de escape?

—Es muy peligroso. Hay que alcanzar la cima y emprender el descenso por la vertiente occidental. Después ir hasta el Tíbet caminando por trochas. Es un viaje muy largo y muy peligroso. Pero los yi odian al gobierno. Nos guiarían. Y nos esconderían.

—De acuerdo —dijo Neal—. Este es el trato: llévame hasta Pendleton. Si se quiere quedar aquí, estupendo. Que se quede y se la juegue a su antojo. Si dice que se quiere marchar, tu gente nos proporcionará un guía y víveres y nos escapamos rumbo al Tíbet. ¿Trato hecho?

—Trato hecho.

Bueno, medio trato, al menos. Peng no estaba sentado a la mesa de negociaciones.

—Dime la verdad —dijo Neal—. Si Pendleton decide quedarse, ¿se estaría suicidando? ¿Hay alguna oportunidad de que podáis saliros con la vuestra incluso aunque Peng esté al tanto de todo?

Li Lan asintió.

—Padre es muy poderoso. Peng no se atreverá a enfrentarse a él sin pruebas. Necesitaría tenernos en su poder tanto a Robert como a mí y además relacionarnos con padre.

—¿Podría llegar a hacerlo?

Li Lan asintió nuevamente.

—Padre está en la montaña.

—Por los clavos de Cristo, ¿por qué?

Li Lan sonrió lánguidamente.

—Para ver a Robert, para verme a mí, para ver a mi hermana. Se suponía que iba a ser una feliz reunión familiar.

A lo mejor todavía puede serlo, pensó Neal. Si dos pueden llegar andando al Tíbet, cinco también podrían. Pero nada de eso sucederá a menos que consigamos alcanzar la cumbre antes de que nos detengan.

—Pongámonos en marcha —dijo.

El sendero conducía por la parte trasera del monasterio en dirección a una estrecha carretera elevada, flanqueada por campos en los que trabajaban unos pocos campesinos. Neal y Li llegaron hasta un puente que salvaba un arroyo de rápidas aguas y Neal entregó su bolsa a la corriente.

El sendero discurría horizontalmente y caminaron con facilidad, bordeando un segundo arroyo y dejando atrás un bosque de antiguos y gigantescos banianos. El campo seguía siendo bastante expedito y podían ver claramente los rocosos peñascos de las faldas inferiores del monte Emei. Llegaron a un poblado compuesto por un centenar de agradables casas de madera con techumbre de paja, en mitad de una arboleda de altos bambúes. Neal se sentó al borde del camino mientras Lan entraba en una de las casas y volvía a salir un minuto más tarde con dos mantous y dos tazas de bambú llenas de té hasta los bordes. Se sentaron bajo los bambúes y comieron con celeridad, después reemprendieron el camino, que atravesaba otro puente para después iniciar un empinado ascenso a través de un tupido bosque de abetos.

El sendero volvía a salir a campo abierto a medio camino entre el arroyo y una elevación rocosa sobre la que se encaramaba un gran monasterio. Era media mañana, el cielo estaba despejado y Neal notó que el sudor comenzaba a brotarle en la espalda y a rodar por su columna. Li Lan había marcado un buen ritmo y la inclinación creciente no parecía afectarla en lo más mínimo. Neal había pensado que ascender escalones de piedra sería más fácil que subir una pendiente a pelo, pero le habían empezado a doler las pantorrillas y las plantas de sus pies acusaban el baqueteo.

Media hora más de ascenso les condujo hasta un arco de madera de tres tejados curvos sostenidos por cuatro columnas, y después, bordeando un otero, hasta un ornamentado monasterio. Una amplia terraza se asomaba a un profundo barranco recubierto de vegetación.

—Descansaremos aquí —dijo Li.

—Si insistes… —dijo Neal entre jadeos.

—Este es un lugar histórico —dijo Li—. Aquí se detuvo el emperador Kang-hsi y le entregó al abad un sello de jade.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Neal, ansioso por alargar la conversación… y el descanso.

—Dinastía Qing. Para vosotros, a finales del siglo dieciséis.

Más o menos en los tiempos de Shakespeare, pensó Neal.

—Fue el emperador Kang quien le puso nombre a este lugar: «Morada del dragón».

—¿Aquí vivían dragones?

Li se rió.

—No, pero sí lobos y tigres, en las faldas de la colina, hasta que el abad levantó una torre de vigilancia en la que ardía el fuego para asustarles. De noche, el fuego parecía una boca de dragón. Así que el nombre es una broma divertida.

—Muy gracioso el emperador.

—Se acabó el descanso.

Eso me enseñará a hablar mal del emperador.

Para sorpresa y alivio de Neal, el camino discurría cuesta abajo para rodear otro escarpado cerro, salvando una y otra vez el sinuoso río sobre puentes de piedra y concluyendo su descenso en una cascada de unos cuatro metros de altura.

Cruzaron el río por un paso cercano a la cascada y Neal agradeció las gotas de agua fresca que le rociaron al pasar. Se asomó al puente para observar una poza en la que los pulidos guijarros resplandecían como jade. Después siguió a Li alrededor de lo que parecía ser un enorme monasterio. Li entró por una puerta lateral y apareció un par de minutos más tarde con dos cuencos llenos de arroz y unos cuantos encurtidos. Neal devoró agradecido la comida sentado en el suelo y después siguieron camino.

El sendero les condujo hasta una pendiente zigzagueante y ferozmente escarpada rodeada por un tupido bosque de bambúes. Cada horquilla del camino desembocaba en otra horquilla más alta que la anterior, siempre al borde mismo de la montaña. La vista era extraordinaria, abarcando los valles y llanuras del este y el sendero por el que acababan de ascender, pero al cabo de tres o cuatro horquillas Neal dejó de mirar. Se limitó a agachar la cabeza y se concentró en poner un pie delante del otro. Tenía la camisa empapada en sudor y los ojos le escocían debido a la transpiración y la fatiga.

A punto estuvo de pasarse de largo el árbol con el cartel de «Se busca».

—¿Qué es esto? —le preguntó a Li.

Alguien había clavado al árbol el retrato de un mono.

—Mono bandido —dijo Li como si nada.

—¿Mono bandido?

—Sí, ofrecen una recompensa a cambio de este mono… llamado Un Colmillo… porque ha estado robando a los peregrinos. Hay muchos monos bandidos en Emei. Solo los más recalcitrantes consiguen un cartel.

Li Lan reinició el ascenso.

Monos bandidos, pensó Neal. Se imaginó una pandilla de atracadores simiescos recorriendo Central Park, saltando sobre la gente desde los árboles… arrebatándoles los cacahuetes… Después renunció a la fantasía. Central Park ya era lo suficientemente peligroso.

—¿Qué roban los monos? —gritó para que le oyera Lan.

—¡Ya lo verás!

¿Cómo dices?

—¡¿A qué te refieres?!

—¡Veremos monos en cualquier momento!

Monos en cualquier momento. Neal se detuvo un segundo para partir una vara seca de bambú y pelarla hasta hacerse un bastón. Después recordó que llevaba una pistola y se sintió un poco ridículo. ¿Sabrán los monos lo que es una pistola?, se preguntó.

No lo sabían.

Tres curvas más adelante, media docena de monos bajaron pegando saltos de los bambúes y les bloquearon el paso. Cada uno tenía el tamaño aproximado de un cocker spaniel y un agudizado sentido del terreno, ya que se dejaron caer justo en el lugar donde el camino realizaba una cerradísima curva junto a una escarpada garganta. Dos de ellos se quedaron entre las ramas en el lado de la pendiente para bloquear esa salida. Los monos tenían exactamente la misma pinta que un grupo de hirsutos pandilleros extorsionando a un viandante que pretendiera atravesar su calle. El cabecilla no podía ser Un Colmillo, pues tenía dos enormes incisivos en perfecto estado que les mostró en un gruñido de furia y arrogancia.

Más se enfureció cuando Li Lan le golpeó en las patas con su bastón. El mono dio un brinco, gruñendo y mordiendo el aire, y se arrojó contra sus piernas. Li Lan retrocedió y le asestó otro bastonazo, fallando por un centímetro debido a que el mono retrocedió haciendo una cabriola. Otro mono se arrojó contra ella desde un costado. Neal no podía darle un bastonazo sin golpear a Li, así que le asestó un patadón. El mono se retiró sendero arriba y se agazapó en pose amenazadora. El resto de la manada aportó chillidos y aullidos de intimidación e hilaridad mientras esperaba el siguiente asalto.

Neal se sacó la pistola de la cintura. Apuntó con ella al líder de la manada, que se sentó a observarla con curiosidad y profirió un gruñido grave. Puede que no supiera reconocer una pistola, pero sí identificaba una amenaza cuando la veía. Comenzó a retroceder, todavía gruñendo. Su pandilla lo siguió mientras se perdía camino arriba, entre los bambúes.

Neal alzó la pistola y sopló sobre el cañón antes de volvérsela a guardar en los pantalones.

Li no entendió la referencia.

—No se preocupe, señora —dijo Neal—, mientras yo tenga este Winchester seguirá usted a salvo.

Entonces una pequeña piedra lo golpeó a un lado de la cabeza. A continuación, un aluvión de piedras, palos, bayas y nueces cayó sobre Neal y Li, persiguiéndoles mientras retrocedían unos quince metros por el sendero.

Qué hijos de puta, pensó Neal. Estos cabrones saben lo que es la potencia de fuego.

Efectivamente, cuatro monos seguían arrojándoles proyectiles mientras sus camaradas se afanaban recolectando munición. Neal cogió un puñado de pequeñas piedras puntiagudas y las arrojó contra la batería de monos. Los chillidos de indignación le resultaron extremadamente satisfactorios, particularmente cuando sus adversarios emprendieron la retirada colina arriba.

Joe Graham se equivoca, pensó Neal. Sí que soy capaz de burlar a un mico.

Sin embargo, descubrió que aquello no era del todo cierto cuando se hizo evidente que lo único que habían hecho los monos había sido trasladar su barricada a la siguiente horquilla del camino. Dos de los más grandes aguardaban sentados en mitad del sendero, sonriendo con inmenso regocijo, mientras sus tropas de apoyo se agazapaban entre el bambú con la munición preparada.

—Uh… ¿cuántas curvas tiene este camino? —preguntó Neal, consciente de que aquello podía continuar así todo el día.

—Muchas.

—¿Qué quieren los monos?

A lo mejor sería más fácil pagar el peaje y acabar de una vez.

—Comida.

—¿Llevamos algo?

—No.

—De acuerdo. Voy a pegarle un tiro a uno.

—¡No!

—Podríamos cobrar la recompensa.

—Solo los quieren vivos.

—No tenemos tiempo para andar jodiendo, Li.

Ella lo miró con curiosidad y una ligera mueca de indignación, hasta que Neal se dio cuenta de que no había entendido la expresión.

—Me refiero a que tenemos que seguir avanzando.

Los monos, perfectamente conscientes de los titubeos de los humanos, presintieron la victoria y se acercaron a ellos. Grandes sonrisas de supremacía se apoderaron de sus caras al tiempo que comenzaban a rascarse vigorosamente.

—No puedes dispararles —dijo Li con firmeza.

Además, pensó Neal, probablemente sería incapaz de acertarle a ninguno. Y en cierto modo parecen simpáticos, a su repulsiva manera. En cualquier caso extrajo la pistola y apuntó con ella al cabecilla. Esta vez, el líder no dio ningún indicio de haberse sentido intimidado, a menos que frotarse los genitales pueda ser interpretado como una señal de terror. A continuación contraatacó, por así decirlo, con un chorro de orina.

—Ya me he hartado —dijo Neal—. ¿Puedes plantarles cara durante un par de minutos?

—Creo que sí.

Neal descendió hasta el borde de la anterior curva y después se internó entre los bambúes. Subió a gatas hasta volver a encontrar el sendero, saliendo más arriba de donde se encontraban los monos. Reunió rocas, palos y frutos y después descendió hacia el lugar en el que la agreste pandilla seguía en tablas con Li Lan. Fue avanzando de árbol en árbol, con todo el sigilo posible para un torpón de ciudad en medio de una jungla de bambú, hasta que se detuvo a unos seis metros por encima de los monos.

Tomó carrerilla a lo Ron Guidry y arrojó una piedra contra el líder, dándole de lleno en las ancas. El mono chilló más por la sorpresa que de dolor y se volvió para ver de dónde había venido la piedra. Neal les arrojó tantos proyectiles como fue capaz y les gritó obscenidades.

Los sobresaltados monos se quedaron inmóviles en el camino y le miraron con odio. Por un desagradable momento, Neal pensó que se iban a abalanzar contra él, pero su último lanzamiento fue una excelente bola curva con un palo de bambú que golpeó al líder en el hombro izquierdo.

El líder salió por patas y todos los demás monos también echaron a correr, esta vez cuesta abajo, y Li Lan subió apresuradamente el sendero hasta reunirse con Neal.

Neal esperó sus alabanzas y su gratitud.

—Quizá debería haberte hablado de las serpientes.

—¿Serpientes?

—Serpientes venenosas, sí.

—Sí, quizá deberías haberme hablado de ellas.

Li Lan asintió solemnemente.

—Hay muchas serpientes venenosas en estos bosques de bambú.

—Gracias.

—De nada. ¿Seguimos?

Li Lan enfiló la siguiente curva. Neal recogió algunas piedras y se las guardó en los bolsillos por si acaso los monos intentaban volver a ganarles la mano.

No tendría que haberse preocupado. Ningún mono del mundo sería tan ambicioso como para enfrentarse a la ascensión del siguiente par de horquillas, hechas de estrechos escalones de piedra que se elevaban en un ángulo imposible al mismo borde de la montaña. Era como una interminable tortura, ideada por un sádico y tarambana entrenador de fútbol chino, consistente en subir las escaleras de un estadio.

Neal estaba convencido de que cada repecho debía ser —tenía que ser— el último, pero cada vez que alcanzaban un llano resultaba ser únicamente el preludio de otra zigzagueante escalera. Notaba los muslos y pantorrillas cargados y doloridos y sus pulmones comenzaron a acusar la falta de aire.

Además del ejercicio, estaba el factor añadido del miedo. Estaban recorriendo el borde externo de una montaña al filo de escarpados precipicios y profundos abismos, sobre escalones de piedra que tenían mil años de antigüedad. Los peldaños se habían desgastado y astillado, y allí donde el agua caía desde lo alto también estaban resbaladizos. La mayor parte del camino no era tan peligrosa y un traspié habría quedado rápidamente interrumpido por los abundantes bambúes, pero algunos tramos ofrecían como única perspectiva una espectacular caída libre sobre rocas dentadas, veloces arroyos y cataratas. Era el sueño de un pintor, de eso no cabía duda, pero una pesadilla para Neal Carey, que tenía miedo a las alturas.

De modo que se sentía agotado, hambriento, dolorido y tan asustado que tenía náuseas cuando el sendero finalmente se niveló antes de estrecharse frente al arco de un puente de piedra.

—¡El puente de la Liberación! —anunció Li por encima del rugido de una enorme cascada que se alzaba sobre ellos.

—¡¿Por qué se llama así?! —gritó Neal, rezando por que la respuesta no estuviera relacionada con un joven albino y un banjo.

—¡Porque el sonido de la caída del agua es tan hermoso que aquí uno se libera de toda su fatiga! ¡Siéntate y escucha!

Lan cruzó el puente hasta un pequeño descansadero y recogió unas cuentas piedras de un remanso en el río. Regresó y le entregó las piedras a Neal.

—¡Son piedras del Gran Lago que hay arriba, y tienen numerosas propiedades medicinales! ¡Si las hierves en agua y te la bebes, nunca tendrás un ataque al corazón!

—Entonces será mejor guardarlas a mano.

—¿Has descansado?

—¡¿Cómo se te ocurre esconder a Pendleton en lo alto de esta montaña?!

—¡Porque es difícil llegar!

—Un minuto más.

Neal se levantó y se apoyó precavidamente contra el borde del puente. Debía reconocer que el sonido del agua era maravilloso y la vista sensacional. Podía divisar el pico de la montaña, su objetivo, reluciendo al sol por encima de ellos. La cascada caía justo a su lado, formando un pequeño arcoíris al romper contra las rocas. El bosque de bambúes era un mar esmeralda. Y por si no hubiera suficientes vistas que admirar, encima tenía a Li a su lado. Le complació sádicamente ver sudor en su rostro. Ella frunció el ceño.

—Ahora me temo que quizás el camino se complica.

—Oh, ¿ahora se complica?

—Me temo que quizá sí.

Neal había llegado a aprender que cuanto más educadamente elaborase la frase un chino, peor era la situación.

—¿Más escaleras? —preguntó.

—Sí —dijo Li. Después se le iluminó la cara—. ¡Pero no son de piedra!

—¿De clavos?

—¡De madera!

Madera. Hmmm…

—¿Durante cuánta distancia?

—Puede que unos trescientos metros.

—¿Pendleton subió por aquí?

—¡Oh, sí!

—Vamos pues.

Sí, claro, vamos pues, pensó una media hora más tarde mientras su corazón se esforzaba por escapar de su pecho. La belleza del panorama habría bastado para robarle el aliento si la escalada no se hubiera encargado ya de ello. Pero el miedo es un maravilloso acicate. Aunque Neal estaba agotado de tanto subir, su mente azuzó a su cuerpo recordándole que había gente muy enojada persiguiéndoles por aquella misma ladera, y cuerpo y mente se asociaron para producir una partida de adrenalina que le permitiese finalizar la subida.

El sendero finalmente se niveló en una altiplanicie que bordeaba otro promontorio más. A la derecha de Neal se abría un brusco precipicio. A su izquierda, un espectacular complejo de balcones y terrazas había sido tallado en la escarpada ladera. En otras circunstancias, le habría gustado detenerse a explorar aquellas construcciones, pero el sol iba disminuyendo junto con su energía y su moral, y la aventura matutina había pasado a convertirse en una lúgubre marcha vespertina.

El sendero se hundió con bastante inclinación durante un tramo que a Neal le resultó casi tan agotador como las subidas, después atravesaba un ralo bosquecillo de pino matorral, salvaba otro estrecho arroyuelo y luego volvía a ascender. Ocasionalmente Li y él se cruzaban con algún que otro monje, pero por lo demás la montaña parecía desierta. ¿Dónde, se preguntó Neal, estaban todos aquellos peregrinos que buscaban la iluminación? No había visto ni un condenado peregrino. Tomó nota mental de preguntarle a Li al respecto cuando se detuvieran. Si es que se detenían.

Tendrían que hacerlo pronto, pensó, mientras obligaba a sus piernas a subir otro empinado tramo de escalones de piedra. Sería imposible recorrer aquel camino durante la noche, ni siquiera con linternas. Bastante nervioso estaba ya transitándolo a la luz del día, temeroso de que un mal paso provocado por el cansancio lo enviase dando tumbos a su iluminación en el fondo de un despeñadero.

Y tendrían que dormir. Neal estaba agotado y entumecido. Li también debía de estar cansada. Incluso sus perseguidores, fueran quienes fueran, debían de estar machacados. Neal supuso que Li y él les sacarían como poco una ventaja de cuatro horas y tampoco ellos podrían seguir avanzando de noche.

Estaba a punto de compartir aquel análisis con Li Lan, cuando la oyó canturrear:

Yi, ar, yi, ar, yi, ar, yi…

—¿Qué haces?

—Contar. Uno, dos, uno, dos, uno, dos…

—¿Por qué?

—Entretiene la mente para que no seas consciente del dolor en las piernas. Inténtalo.

—Lo que tenía yo en mente era más bien un baño caliente, una cama y una botella de escocés.

—Inténtalo.

Neal lo intentó. Canturreó con ella, acompasando los pasos al ritmo de su voz. Al principio se sintió estúpido, pero luego comenzó a surtir efecto. Era algo tan ridículo e infantil que se echó a reír. Después se rieron juntos, empezaron a turnarse para marcar la cadencia y el juego les llevó más allá de nuevos puentes de piedra, nuevos e impenetrables bosques de bambú, nuevas e increíblemente duras series de horquillas; más allá de otros tres monasterios y templos y al filo de un terrorífico barranco.

Yi, ar, yi, ar, yi, ar, yi…

Yi, ar, yi, ar, yi, ar, yi…

Estaban subiendo otro tramo de escaleras cuando Neal se cayó.

Fue una verdadera tontería. Simplemente se pasó de largo en una de las horquillas y, en vez de girar, siguió caminando más allá del borde del camino. Un segundo estaba cantando mecánicamente, al siguiente estaba en el aire.

Un abeto interrumpió su caída rompiéndole al menos una costilla.

Su alarido levantó ecos por todo el cañón, de modo que tuvo la rara oportunidad de escuchar repetidas veces el sonido de su dolor. El latigazo de agonía le ascendió como un tren expreso desde el pecho hasta el cerebro. Su cerebro le dijo que cerrase el puto pico, de modo que Neal se obligó a apretar las mandíbulas y gimoteó. Le entraron ganas de rodar por el suelo, pero le daba miedo moverse porque su posición —los pies apoyados contra un árbol en la ladera de un risco— era ligeramente precaria. Cuando miró hacia arriba vio que había caído unos cuatro metros y medio. Cuando miró hacia abajo se sintió agradecido por sus costillas rotas; había otros trescientos metros de caída por si quería devolver su carta y repetir la jugada.

Se dio la vuelta con mucho cuidado hasta quedar tumbado sobre el estómago y comenzó a subir gateando en dirección al camino. Li le tendió su bastón. Neal lo agarró por un extremo y ella tiró desde arriba hasta subirle. De vuelta en la relativa seguridad del sendero, Neal rodó sobre el suelo muerto de dolor.

—¿Te has roto algo? —preguntó Li Lan.

—Creo que una o dos costillas.

—Una lástima.

Una reacción demasiado tranquila para el gusto de Neal. Hubiera preferido que Li se mostrase un poco más alterada. Un par de lágrimas habrían estado bien.

—¿Duele mucho?

—No. Solo estoy limpiando los escalones con el dorso de la camisa.

—Sí. Sería mejor si te estuvieras quieto.

—También sería mejor si cerrases el puto pico.

—También es mejor tranquilizarse.

Tranquilizarse. Claro. Noto el estómago como si me lo hubieran bombardeado con napalm. Hemos ascendido media montaña, está oscureciendo, no puedo respirar ni caminar y unos tipos chungos que andan persiguiéndonos acaban de obtener una buena ventaja. Así que permite que me dé el gusto de entregarme al pánico durante un minuto.

Por no decir a la autocompasión.

—No te preocupes —dijo Li Lan—. Puedo llevarte.

—Lan, no te ofendas, pero no te pareces en ningún modo, forma o manera a una mula.

—Puedo llevarte.

—Peso como poco veinte kilos más que tú.

—Debemos quitarte la camisa y encargarnos de las costillas.

—Como toques la camisa, te tiro por el precipicio.

—Hombre duro.

—Se dice «tipo duro». ¡¡¡Aaaaah!!!

Li Lan le abrió la camisa. Su torso se estaba amoratando. La cabeza le daba vueltas y casi se desmayó, pero un ridículo sentido del orgullo masculino lo mantuvo consciente.

—Voy a tener que apretar un poco —dijo Lan.

—Te dispararé.

Al parecer Lan no le creyó, porque le hundió un dedo en los músculos situados encima de las costillas. El dolor no desapareció, pero los aguijonazos remitieron dando paso a un malestar amortiguado.

—¿Cómo has hecho eso?

—No te muevas.

Lan volvió a presionar. Después manipuló la costilla rota. Esta vez Neal se desmayó.

Se despertó con el sonido de su yi-ar canturreado. Lan estaba ascendiendo una pendiente, llevándolo a cuestas, doblando las rodillas para acomodar la carga extra. El cielo era de un gris pizarra.

Las costillas de Neal palpitaban al ritmo de sus pasos.

—Bájame.

—No.

—¡No puedes subir la montaña llevándome a cuestas!

—¿Qué estoy haciendo ahora?

Subir la montaña llevándome a cuestas.

—Es una vieja tradición. Los novios budistas solían cargar con sus novias montaña arriba.

—Eso quería preguntarte, ¿dónde están todos esos devotos peregrinos que suben al Espejo de Buda? ¿Por qué no hemos visto a ninguno?

—Revolución Cultural.

Revolución Cultural, Revolución Cultural. Parecía la respuesta a todas las preguntas. ¿Por qué cruzó el pollo la carretera? Revolución Cultural.

—Era muy peligroso ser religioso —continuó Li Lan—, así que la gente no podía viajar a Emei para realizar la ascensión. Incluso algunos monasterios en la parte baja de la montaña fueron destruidos por la Guardia Roja. Muy triste.

—Te retrasaré.

Lan se detuvo en seco.

—Me estás retrasando haciéndome hablar. Interrumpiendo mi canto. Con el canto, eres ligero. Sin él, eres pesado. Todavía nos queda mucho por andar y pronto será de noche. Así que cállate. Por favor.

Neal volvió a dejarse caer sobre su espalda. Poco después el cielo a su alrededor se tiñó de dorado, después de naranja, después de rojo, envolviendo toda la montaña en una especie de resplandor surrealista. Los kilómetros pasaron con la letanía del yi, ar, palpitación, palpitación.

Justo cuando el cielo se cubrió de negro, Li cruzó con Neal a cuestas las puertas de un monasterio. Neal reconoció la estatua de Kuan Yin, diosa de la misericordia, antes de que Li cayera al suelo agotada.

Esa noche Neal estaba tumbado en su kang. Los monjes le habían envuelto el torso en una tela hervida en una mezcla de hierbas. Le habían obligado a tragar un líquido ardiente y nocivo que había aliviado el dolor. Después habían tendido una áspera red por encima de la cama y le habían dejado allí para que descansara.

¿Para qué será la red?, se preguntó Neal. Tenemos que estar por lo menos a dos mil quinientos metros de altura, bien por encima de a lo que acostumbran a vivir los mosquitos. Además, la red era demasiado burda como para impedir el paso de otra cosa que no fuese un gigantesco mosquito mutante. ¿Para qué era entonces? Obtuvo la respuesta un par de segundos más tarde, cuando oyó el tamborileo de unas rápidas zarpas correteando por el suelo. Bajó la mirada para encontrarse al menos ocho pares de ojos rojos que lo estudiaban.

Ratas.

Estaban por todo el cuarto, arañando sus zapatos, olfateando al borde del kang, buscando comida. Neal se acurrucó bajo la ropa, intentando cubrir hasta el último centímetro de su persona. Cerró los ojos e intentó dormir, pero la idea de que una rata le mordisqueara el pie lo mantuvo desvelado. Justo entonces una rata atravesó corriendo la red por encima del pecho de Neal. Este se incorporó con esfuerzo y gritó. Su pecho respondió con una punzada de fuego que le obligó a tenderse de nuevo. Probablemente solo fuese su imaginación, pero le pareció ver que la rata le miraba sonriente. Después se puso a cuchichear. Neal supuso que el roedor les estaba contando a sus colegas que allí tenían una víctima indefensa.

Monos bandidos, ratas merodeadoras… menos mal que ya no quedan lobos o tigres en esta condenada montaña, ¿o sí? Neal se entretuvo con visiones de tigres y lobos ascendiendo sigilosamente la escalera. Bueno, al menos asustarían a las ratas. Finalmente se adormiló con aquella placentera fantasía.

Gritó al sentir las diminutas uñas arañándole el pecho.

—Solo soy yo —dijo Li Lan entrando en la cama.

—No dejes que se cuelen las ratas.

Lan se acurrucó a su lado con cuidado. Al cabo de unos momentos, dijo:

—La subida de mañana es complicada y peligrosa. No vas a poder seguir, me parece.

—Tengo que ver a Pendleton.

Lan pensó un momento.

—Puedo hacerle bajar aquí en dos días.

—No tenemos dos días, Lan. Mañana por la mañana me habrán detenido.

En cuanto Li se quedó quieta, las ratas volvieron a moverse. Neal oyó el ruido de sus zarpas raspando el suelo de madera.

—¿No te molestan las ratas?

—Para eso usamos las redes.

—¿Y por qué no trampas?

—Matar está mal.

Matar está mal. Neal intentó calcular el número de personas que habían muerto para llevar a Pendleton hasta lo alto de aquella montaña. Joder, ¿solo habían sido dos? ¿Portero y Macarra n.º 1? ¿Solo dos? Pero ¿qué estoy diciendo? Dos ya son muchos. Demasiados. Y todavía no hemos terminado.

—Debemos partir en cuanto amanezca —dijo Li.

Bien, pensó Neal. Ha aceptado que voy a ir con ella.

—Claro —dijo.

—Ahora duerme.

—De acuerdo.

Lan le acarició el pecho.

—Me gustaría hacer algo más que dormir, pero estás herido.

—Bueno, a lo mejor si intentas ser tierna conmigo…

—Oh, puedo ser muy tierna.

Lo es, pensó Neal más tarde, extraordinariamente tierna.

—Li Lan —dijo—, cuando baje la montaña… por el otro lado… ¿querrás venir conmigo?

Ella tardó un largo rato en responder.

—Mañana —dijo con la voz entrecortada por la emoción— miraremos en el Espejo de Buda, veremos nuestro verdadero yo. Entonces lo sabremos todo.

Neal quiso hablar más sobre ello, pero Lan se hizo la adormilada. Su respiración se volvió más profunda y regular y pronto estaba durmiendo de verdad.

Neal escuchó los correteos de las ratas antes de obligarse finalmente a dormir. El amanecer llegaría demasiado pronto.