18

Li Lan se sentó sobre la cama. Neal cerró las persianas de bambú y bajó el quinqué al mínimo. La puerta no tenía cerradura, de modo que pegó la silla contra la madera y se sentó en ella. Li Lan juntó las manos sobre el regazo y miró al suelo.

Neal deseaba levantarse y abrazarla, pero parecía incapaz de moverse. Se sentía como si estuviera viviendo en el interior de una estatua de mármol.

—Bueno, habla —dijo.

—Estás enfadado.

—Joder, pues claro que estoy enfadado —siseó—. ¡¿Sabes cómo era mi vida en esa letrina de la Ciudad Amurallada?!

—Sí —dijo ella en voz baja—. ¿Ahora te encuentras bien?

—De primera.

—Bien.

Sí, bien. Salvo que no sé si quiero matarte o amarte. Salir de aquí o quedarme aquí contigo.

—Así pues, ¿cuál es tu historia? —preguntó.

LI LAN

La de mi madre era una familia de terratenientes ricos de la provincia de Hunan, miembros muy destacados del Partido Nacionalista, el Kuomintang. Madre se crió en un entorno privilegiado, culto… elegante. Sus padres eran muy progresistas. Creían que los chicos y las muchachas debían ser tratados con igualdad. Y pensaban que China debía modernizarse. Por eso enviaron a su hijo mayor a Inglaterra, al más pequeño a Francia y a la hija mediana a Norteamérica. La hija mediana era mi madre. De modo que de joven, con tan solo diecisiete años, viajó a Norteamérica para estudiar en el Smith College.

Pero no permaneció allí mucho tiempo. Los japoneses nos invadieron y asesinaron a muchos chinos. Madre regresó a casa. Su padre se puso furioso con ella, estaba muy preocupado. Pero madre era una patriota. Se escapó para unirse a la lucha.

Acabó siendo legendaria. Se alejó cuanto pudo de Hunan hasta llegar al norte de la zona controlada por las guerrillas comunistas. Entrenó duramente en las montañas. Aprendió a disparar el rifle, a enterrar minas, a confeccionar una lanza mortal a partir de una vara de bambú. Sus oficiales también la adoctrinaron políticamente y pasó a ser una comunista devota. Descubrió los modos en que las abundantes propiedades de su familia oprimían a las masas y deseó purgar la ardiente vergüenza que le suscitaban sus orígenes de clase. Primero se hizo correo y después espía. Sus antecedentes familiares y su educación la habían preparado bien para ello. Hablaba maravillosamente el chino y entendía el japonés y el inglés. Madre era capaz de desenvolverse bien en todo tipo de ambientes y mantener los oídos abiertos.

Su trabajo era peligroso y ella lo adoraba. Cada misión peligrosa era una redención, cada contribución a la guerra ayudaba a construir una nueva mujer en una nueva China. Y se enamoró.

Él era soldado, por supuesto. Un líder de la guerrilla y un brillante agente político. Madre conoció a Xao en las montañas mientras sacaba a escondidas un mensaje de un enemigo retenido en una ciudad cercana. Él admiró en primer lugar su coraje, después su belleza y después su astucia. Aquella misma noche compartieron lecho. Fue su primera vez y en cierto modo todo quedó unido como una misma cosa: la guerra, la lucha comunista y Xao Xiyang. Madre supo que el futuro de los tres iría siempre de la mano: el de ella, el de Xao y el de China. La guerra fue larga, muy larga, y después de haber derrotado a los japoneses comenzó la lucha contra los fascistas del Kuomintang y su cabecilla, Chiang Kai-shek.

En la batalla por la liberación del país del Kuomintang, el pasado de mi madre demostró ser aún más útil. Fingió obediencia a su padre. Volvió a casa, acudió a fiestas, «salió» con oficiales y espías norteamericanos. Durante todo aquel tiempo estuvo pasándole información al Partido, muchas veces a través de su esposo, Xao. Cuando las fuerzas comunistas parecieron alzarse con la victoria, su familia huyó a Taiwan, pero madre se escondió y permaneció aquí. ¡Viajó hasta Pekín y allí encontró a padre! Juntos presenciaron el día del nacimiento de la Nueva China. Muchas veces madre nos contó la historia sobre cómo ella y padre se alzaron en la plaza de Tiananmen, rodeados por miles de personas y miles de banderas rojas ondeantes al viento, cómo se alzaron para aclamar al presidente Mao y llorar de alegría en el momento en que el Gran Timonel instauró la República Popular China. Padre siguió en el Partido, que le asignó un puesto administrativo en Chengdú. Madre se hizo oficial de propaganda. Yo nací dos años más tarde, en 1951.

Pobre padre… estaba destinado a tener únicamente hijas. Pero no le importó. Nos quería mucho y nos compraba vestidos y cosas bonitas, y nos ataba cintas en el pelo. Azules las mías, rojas las de mi hermana. Por eso empezaron a llamarnos Azul Lan y Roja Hong. Xao Lan y Xao Hong.

Al principio todo fue bien. ¡Éramos tan felices! A pesar de ser hermanas, Hong y yo éramos muy distintas. Yo era tímida, ella muy lanzada. Yo estudié pintura y música, Hong estudió gimnasia y teatro. A mí me gustaba pasear por el campo, a Hong le gustaba pelear. Madre y padre bromeaban diciendo que a lo mejor al final sí que habían tenido una hija y un hijo. En nuestra casa abundaba la alegría, la risa, la música y el arte. Una gran felicidad.

Entonces llegaron los malos tiempos. Cuando el presidente Mao dijo: «Que florezcan cien flores». Fue en 1957, cuando el presidente invitó a que todo el mundo —pero sobre todo los intelectuales— criticara al Partido.

Madre así lo hizo. Con entusiasmo. Amaba al Partido, pero también amaba la libertad, y consideraba que el Partido había pasado a ser demasiado… autoritario; su camino demasiado «único». Madre no creía en un «único camino». Decía que el mundo era demasiado grande para eso. De modo que nos enseñó de todo. Chino, pero también inglés. Pensamiento comunista, pero también el de Jefferson, el de Lincoln. Música china, pero también Mozart. Pintura china, pero también occidental, Cézanne, Mondrian. De modo que madre criticó al Partido, pensando que era su deber. Escribió cartas a los periódicos, se unió a los estudiantes de la Universidad de Sichuan en la confección de dazibaos. ¡Incluso criticó a padre por no prestar suficiente atención! ¡Aquello también se convirtió en una broma en nuestro hogar, porque después padre cocinaba y le pedía a madre que criticara su sopa!

Pero el Movimiento de las Cien Flores fue una trampa. Únicamente duró un mes, de mayo a junio, una bocanada de fresco aire primaveral antes de que las puertas se cerrasen repentinamente. Aquellos que habían criticado fueron llamados traidores, derechistas, y una nueva campaña sustituyó a la Campaña de las Cien Flores. La llamaron «campaña antiderechista».

El Gran Timonel no quería una verdadera libertad de expresión. La policía clausuró periódicos, silenció a los portavoces y arrancó los dazibaos. Los estudiantes de Chengdú se amotinaron.

Madre llegó a casa llorando. Había visto a la policía usar porras contra los estudiantes y apalearlos hasta dejarlos ensangrentados. Padre arguyó que el orden debía ser restaurado y ella se enojó mucho con él. Aquella noche la policía fue a buscarla.

Nosotras éramos pequeñas y no entendíamos nada, pero nos asustamos mucho. Madre tardó dos días en regresar y, cuando al fin lo hizo, parecía triste y envejecida. Más tarde descubrimos que la policía la había interrogado sobre su familia, acusándola de ser una espía del Kuomintang, mostrándole cartas que había escrito y ordenándole que redactara una «confesión» de sus errores. Madre se negó. Una semana más tarde la policía regresó para arrestarla. Padre nos explicó que había vuelto a la escuela para aprender más sobre el pensamiento de Mao. Recuerdo haberle preguntado si podría ir a la escuela con ella, pero padre me dijo que yo era demasiado joven. Hong quiso pelearse con la policía, por supuesto, pero padre afirmaba que simplemente habían cometido un error y que pronto lo enmendarían. ¡Después de todo, madre era una heroína de guerra y una patriota!

Madre estuvo en la cárcel algo más de un año. La visitamos en dos ocasiones, que fueron todo lo que nos permitieron. Padre nos ayudó a ponernos nuestros vestidos más bonitos y cintas en el pelo, y entre los tres recogimos flores para un ramo. Fuimos hasta un gran edificio a las afueras de la ciudad. Sentaron a madre a una mesa situada detrás de una reja de alambre y nosotras les arrancamos los pétalos a las flores para poder pasárselos a través de la verja. Yo intenté no llorar, pero no pude evitarlo. Madre intentó no llorar, pero no pudo evitarlo. Hong no lloró y padre tampoco, aunque parecía triste y enfadado. Le pregunté a madre qué había hecho mal y nos dijo que era una derechista porque sus padres habían sido derechistas. Yo no sabía qué era un derechista, pero recuerdo haber dicho que si ella lo era porque sus padres lo habían sido, entonces yo también debía de ser una. Recuerdo que mi padre profirió una risa ronca, pero madre me miró muy seria y me dijo que nunca se me ocurriera decir tal cosa, que mi hermana y yo debíamos ser buenas comunistas y estudiar el pensamiento del presidente Mao. Dijo que estaba estudiando mucho y que había escrito muchas confesiones, y que cuando hubiera aprendido a superar su pensamiento derechista, regresaría a casa y estaríamos juntos de nuevo.

Volvimos a estar todos juntos, pero no fue en casa. Enviaron a padre al campo para que ayudase «a reorganizar a los campesinos». El verdadero motivo fue que se negó a divorciarse de madre, ni siquiera consintió en denunciarla. Eran los tiempos del Gran Salto Adelante, cuando la tierra fue dividida en brigadas de producción, y padre debía educar a los campesinos acerca de los grandes cambios. Dejamos nuestro apartamento en Chengdú y nos mudamos a un pequeño pueblo llamado Dwaizhou. Para nosotras fue muy extraño, muy nuevo, y pasamos miedo. Al principio los campesinos no nos querían allí, porque representábamos más bocas que alimentar y no sabíamos nada de agricultura. Pero padre se esforzó mucho, aprendió mucho y ayudó a los campesinos a plantear sus problemas ante los delegados del Partido. Los campesinos comenzaron a respetarle y posteriormente a quererle, porque luchó por ellos y les consiguió herramientas, fertilizante y suministros médicos. También daba clases por las noches y organizaba asambleas políticas para explicarle al pueblo los grandes objetivos de la revolución. Madre se reunió con nosotros al cabo de un año y… ¡fuimos tan felices! Ahora vestíamos ropa de campesinos en vez de vestidos bonitos, pero nos alegraba haber recuperado a nuestra madre. Y nos dábamos cuenta de que padre y madre eran muy felices de volver a estar juntos.

Acabamos por enamorarnos de Dwaizhou. Yo ayudaba en los campos y las cocinas y me paseaba por todas partes con un carboncillo y papel de arroz, haciendo pequeños dibujos infantiles. Hong jugaba a ser una valiente soldado del ELP y escenificaba historias de héroes revolucionarios para los campesinos. ¡Y se sentía muy orgullosa de su apodo, porque el rojo era el color del Partido y ella era Roja!

Pero entonces la comida comenzó a escasear. El Gran Salto Adelante había fracasado e incluso en Sichuan empezaron a pasar hambre.

Padre intentó detener los absurdos edictos. Se enfrentó a los delegados cuando estos ordenaron a los campesinos que sacrificaran todo su ganado, porque el ganado era propiedad privada y el concepto de propiedad privada era derechista. Pero los oficiales desestimaron sus quejas y los campesinos tuvieron que sacrificar sus cerdos y pollos y patos y enviar la carne a los trabajadores de la ciudad. Pero entonces, por supuesto, no quedaron animales para seguir criando. Recuerdo a padre de pie entre los campesinos mientras estos sacrificaban a sus preciados animales de cría; le recuerdo de pie sobre charcos de sangre, llorando junto a los granjeros. Recuerdo las excursiones por las zonas rurales, donde vi a labriegos mendigar comida en mitad de lo que en otro tiempo habían sido fértiles arrozales. Recuerdo a familias que en otro tiempo fueron buenas amigas peleándose entre sí por un par de pescados o de verduras. Recuerdo el hambre.

Mi familia no sufrió la hambruna, porque padre seguía siendo un delegado del Partido y tenía yuan para comprar alimentos. Pero a menudo no había alimentos que comprar, y la mayoría de las comidas consistían únicamente en un poco de col y quizás algunos cacahuetes. Mi hermana y yo echábamos de menos los cuencos de arroz blanco y los panes al vapor y los «pasteles de luna». Pero no nos quejábamos, porque muchas personas a nuestro alrededor estaban peor y era el precio que todos teníamos que pagar por la revolución.

Pero nunca lo olvidé. Hong y yo escuchábamos a escondidas cada vez que padre le contaba a madre su inspección más reciente. Le describía entre susurros las cosas que había presenciado: cadáveres en la cuneta de la carretera, ladrones de grano cortados en pedazos por los campesinos, niños con llagas debido a la desnutrición. Se sentaba a fumar un cigarrillo tras otro, diciendo que debían ponerle freno a todo aquello e impedir que volviera a pasar. Y madre preguntaba: «Pero ¿qué le pasa al presidente? ¿Se ha vuelto loco?». Padre se limitaba a menear la cabeza.

Después, repentinamente, padre pareció volverse muy importante. Más tarde averiguamos que se había unido a un grupo de reformistas dirigido por Deng Xiaoping. Fue en 1960, creo, cuando se iniciaron las investigaciones, seguidas de las reformas, y padre fue un adalid de las reformas en Sichuan, motivo por el cual se ganó muchos odios en el Partido. Pero la hambruna terminó y padre contaba con el apoyo de Deng Xiaoping, de modo que al cabo de otros dos años regresamos a Chengdú, pues padre había sido nombrado secretario del Partido, un cargo muy importante.

Por supuesto, entonces ignorábamos que el presidente Mao estaba simplemente ganando tiempo. Volvimos a ser muy felices. Teníamos a nuestra familia y teníamos nuestros sueños. Yo me convertiría en una gran pintora y Hong sería una gran actriz. Estudiábamos nuestras respectivas artes, nos esforzábamos en la escuela y nuestras veladas en casa eran maravillosas. Madre siempre mostraba curiosidad por nuestros avances y continuamente teníamos que contarle cómo había sido nuestro día en la escuela. Yo le enseñaba mis pinturas y Hong interpretaba. Padre llegaba a casa tarde y entonces teníamos que volver a repetirlo todo, pero también aquello nos parecía maravilloso.

Y madre había sido «rehabilitada». Incluso empezó a escribir para el periódico. Salíamos los cuatro juntos a pasear por los parques o a caminar por las calles de la ciudad o íbamos en coche al campo. A menudo íbamos de visita a Dwaizhou, porque las gentes de allí eran ahora como de nuestra familia. Fue una época feliz y seguíamos siendo niñas.

Pero nuestra infancia terminó en 1966. Fue entonces cuando la Gran Revolución Cultural Proletaria convirtió a todos los niños en guardias rojos.

Yo tenía quince años y era primavera. ¿Por qué empiezan en primavera todas las campañas? Para entonces tenía edad suficiente como para haber adquirido ciertas nociones de política, de modo que cuando comenzaron los ataques contra Peng Zhen, el alcalde de Pekín, entendí que las acometidas iban en realidad dirigidas contra su valedor, Deng Xiaoping. El método era siempre el mismo: atacar al subordinado para erosionar el terreno por debajo del superior. Me asusté, porque padre trabajaba para Deng. A continuación el presidente Mao en persona atacó a los profesionales del Partido —como padre—, acusándoles de haber tomado el camino del capitalismo. Entonces empezamos a preocuparnos de verdad.

Pero también estábamos emocionadas, porque todos los estudiantes hablaban con entusiasmo del pensamiento de Mao y de la oportunidad de participar en la revolución. Pintamos grandes dazibaos apoyando al presidente Mao y alentando la revolución. Yo me sentía mal, pues pensaba que a lo mejor estaba siendo desleal con padre, pero Hong me explicó que nuestro deber hacia el presidente Mao y hacia la revolución era lo primero, y que padre se enorgullecería de nosotras por nuestras críticas sinceras. Ella criticó a nuestros profesores por su falta de pureza y ardor revolucionario. Incluso me criticó a mí por pintar cuadros «inútiles» de árboles y colinas en vez de cuadros «útiles» con temas revolucionarios. Al principio lo intenté, pero simplemente no me salían. Pronto dejé de pintar por completo.

Entonces comenzó a formarse la Guardia Roja, primero en Pekín, después en Shanghai y un poco más tarde en Chengdú. Por supuesto, Hong fue una de las primeras en unirse. Qué orgullosa estaba, con su uniforme verde y su brazalete rojo. Recuerdo el día que entró por primera vez en casa vestida con el uniforme. Madre palideció y no dijo nada; padre únicamente observó que la revolución era algo complicado y, en ocasiones, doloroso. Hong se puso furiosa y dijo que deberían aprobar su fervor revolucionario para eliminar a «las cuatro viejas»: las viejas costumbres, las viejas rutinas, la vieja cultura, las viejas ideas. Padre le preguntó si quería acabar con la vieja China por completo y Hong respondió que la Guardia Roja apoyaba al presidente Mao.

Aquel agosto, Mao presidió un gran desfile de la Guardia Roja en la puerta de Tiananmen. Aquello abrió las compuertas. Por toda China los estudiantes se embriagaron de poder. Los grupos de guardias rojos comenzaron a brotar por todas partes, ¡a veces hasta tres o cuatro grupos en una misma escuela! Mao anunció oficialmente el comienzo de la Revolución Cultural. Los estudiantes denunciaban a maestros, profesores y oficiales del Partido. Dejaron de ir a clase. Las escuelas cerraron. Solo nos dedicábamos a una cosa: a hacer la revolución.

Yo participé lo mínimo posible, pero Hong se implicaba en todo. Desfilaba con la Guardia Roja, organizó una compañía teatral con la que representar obras revolucionarias en la calle, en ocasiones se pasaba días sin venir a casa y se alojaba en nuestra escuela, que la Guardia Roja había convertido en barracones.

Padre fue denunciado aquel otoño. Me sorprendió y me dolió el que Deng se uniera al ataque contra padre en un intento por salvar el pellejo. No sirvió de nada, por supuesto, y Deng fue derrocado poco después. La Guardia Roja irrumpió en el despacho de padre, le ató las manos a la espalda y lo sacó a empellones a la calle. Yo estaba en casa, en el segundo piso, cuando oí los ruidos en el exterior. Madre fue la primera en asomarse a la ventana, después rápidamente echó las cortinas. Yo las abrí otra vez y permanecí allí viendo cómo le ponían a padre un sombrero de burro en la cabeza… y una soga alrededor del pecho… y lo hacían desfilar por todo Renmin Road. Vi a algunos de mis compañeros de clase arrojarle basura… y escupirle en el rostro… mientras la Guardia Roja cantaba «Capitalista» y «Títere de Occidente». Padre se limitó a mirar de frente. Su expresión era tranquila y serena, y en mi corazón lucharon dos sentimientos: odio y orgullo. Odio por la Guardia Roja y orgullo por padre. ¿Cómo podían dos sentimientos tan opuestos ocupar el mismo corazón?

Hong llegó a casa aquella tarde. Sollozando. Pensé que lloraba por padre, pero el motivo no era ese. Había sido expulsada de la Guardia Roja por ser hija de su padre. Le habían arrancado el brazalete y hecho trizas su uniforme. Tenía cardenales en la cara. Madre intentó hablar con ella. Yo intenté reconfortarla, diciéndole que padre había sufrido una gran injusticia, pero que pronto sería enmendada y que ella podría desquitarse de la Guardia Roja. ¡Pero Hong no estaba furiosa con la Guardia Roja, estaba furiosa con padre! ¡Decía que él había sido el causante de su ruina! Después de aquello no volvimos a dirigirnos la palabra.

Padre no volvió a casa. Oímos que estaba encarcelado. Más tarde nos enteramos de que había sido enviado a un campo de trabajo en Xinxiang. Después de aquello, nos quedamos en casa sin salir. Sabíamos que solo era cuestión de tiempo antes de que alguien nos atacara. La Guardia Roja había irrumpido en los hogares de otros oficiales purgados, en busca de pruebas de influencia occidental, objetos decadentes o simplemente para saquear. Fue una época terrible. Yo vivía preocupada por padre; madre se pasaba las horas sentada sin decir nada, sin hacer nada, y Hong se había hundido en un silencio mohíno y se comportaba como si ni siquiera soportara vernos.

Finalmente, en noviembre, sucedió. Hacía más frío de lo normal en Chengdú y yo me había hecho un ovillo debajo de mi edredón cuando, avanzada la noche, forzaron la puerta principal. Las tres bajamos corriendo las escaleras para ver qué había pasado. Había al menos veinte guardias rojos. El cabecilla era un joven alto. ¡Tenía el rostro rojo de cólera! «¡Espía norteamericana! —le gritó a madre—. ¡Debes confesar ahora mismo!». Madre le miró fijamente y respondió: «No tengo nada que confesar. Quizás eres tú quien tiene que confesar algo». Él la agarró por el cuello y la obligó a ponerse de rodillas. Me abalancé sobre él, pero me rechazó fácilmente y otros dos guardias rojos —uno de ellos una amiga de la escuela— me inmovilizaron. El cabecilla volvió a gritarle a madre que confesara, pero ella se limitó a negar con la cabeza. Él la golpeó en la nuca y madre se desplomó al suelo. Le grité que parase y mi antigua amiga me dio una bofetada. El cabecilla le asestó una patada a madre y tiró de ella hasta obligarla a ponerse nuevamente de rodillas.

«Eres una espía —dijo—, y la esposa de un traidor. ¡Estamos aquí para expresar la indignación de las masas y administrarte la justicia revolucionaria!».

«No sabéis nada de justicia —respondió madre—. ¿Cómo pretendéis administrarla entonces?».

El cabecilla le asestó otra patada y le puso los brazos a la espalda y la esposó. Era una postura muy dolorosa, pero madre no dejó escapar ni una sola queja. Después el joven alto les ordenó a sus secuaces que registraran la casa. Mientras sucedía todo aquello, Hong permaneció en un rincón sin decir nada.

Nos destrozaron la casa. Desgarraron los cuadros con cuchillos, hicieron pedazos los discos. Cuando encontraron los escritos de Jefferson y Paine, lanzaron alaridos de triunfo. El cabecilla dejó caer los libros al suelo delante de mi madre.

«¡Libros en inglés! —gritó—. ¡¿Quiénes son estos pensadores norteamericanos a los que admiras?!».

«Eran verdaderos revolucionarios —respondió madre—. Deberías aprender de ellos».

El cabecilla le escupió e hizo una pila con los libros delante de ella. Después encendió un fósforo e intentó prenderles fuego, pero no sabía lo que estaba haciendo y no consiguió que ardieran. Se enfadó tanto que cogió los libros y se los arrojó a madre a la cabeza, provocándole cortes y magulladuras. Durante todo este tiempo, a mí me mantuvieron inmovilizada de rodillas, llorando, llorando… y Hong permaneció en silencio en su rincón.

La Guardia Roja permaneció allí durante horas. El sol ya salía cuando decidieron marcharse.

«Volveremos a por ti más tarde —advirtió el cabecilla—. ¡Para que puedas dar la cara ante el pueblo y contar tus mentiras!».

Le quitó las esposas a madre y salió hecho una furia de casa. Fui junto a madre y la abracé. Ella temblaba de ira y dolor, pero aun así se levantó y recorrimos la casa de arriba abajo. Todo estaba destrozado. Incluso nuestras camas habían sido destruidas, de modo que echamos los edredones al suelo e intentamos dormir. Yo fui incapaz de conciliar el sueño, porque en cuanto cerraba los ojos les veía golpeando a madre.

Regresaron un par de horas más tarde. Esposaron de nuevo a madre y a nosotras nos ordenaron que les siguiéramos. Nos llevaron hasta el mismo edificio gubernamental en el que había tenido su oficina padre. Allí nos esperaba una gran sala llena de gente. Las paredes estaban cubiertas con dazibaos denunciando a madre. «¡Espía norteamericana!». «¡Serpiente del Kuomintang!». «¡Traidora enemiga del pueblo!». Nos sentaron en la primera fila y subieron a madre al estrado. Le colgaron un cartel del cuello. Decía: «¡Muerte a los espías norteamericanos!». La multitud coreaba estos lemas y profería insultos, pero madre se negó a agachar la cabeza. Les sostuvo la mirada a todas aquellas personas, algunas de las cuales habían sido amigas suyas y de padre. Llegado cierto punto, el joven de la noche anterior incluso la obligó a bajar la cabeza para que pareciese avergonzada, pero ella volvió a levantarla.

«¿Qué explicación tienes que dar?», preguntó un hombre mayor.

«No tengo nada que decirle a una turba», respondió ella.

«Entonces hablarás ante el Comité de Justicia Revolucionaria», replicó el hombre.

A continuación varios individuos agarraron a madre y la obligaron a caminar entre la muchedumbre. La gente la golpeó y le escupió mientras pasaba. Al cabo de una hora interminable, un joven guardia rojo vino a buscarnos a mí y a Hong y nos llevó arriba, al cuarto piso. Nos dejó sentadas en un banco del pasillo, junto a una puerta, desde donde podíamos oír perfectamente los gritos que surgían del interior de la habitación. Le estaban gritando a madre para que confesara ser una espía norteamericana.

«¡Tu padre fue un oficial del Kuomintang, un traidor! ¡Tú espías para él! ¡¿Acaso no confraternizaste con norteamericanos durante la guerra de Liberación?!».

«¡Sí, eso es cierto! ¡Espiaba para el Partido!».

«¡Mentirosa! Trabajabas para el Kuomintang. ¡Sigues trabajando para el Kuomintang!».

«Eso es mentira».

«¡Odias China! ¡Tienes libros norteamericanos y música norteamericana!».

«Todo lo que dices son ridiculeces. Por favor, no sigas poniéndote en evidencia y deja de comportarte como un majadero».

Aquello prosiguió algún tiempo. Yo me encogía con cada grito y en ocasiones podía oír que la golpeaban y le daban patadas. Estaban desesperados por obtener una confesión. Ahora me doy cuenta de que detrás de todo aquello había enemigos poderosos de padre, que pretendían desacreditarlo aún más, pero ya entonces madre debió de sospecharlo, pues se negó a decirles absolutamente nada. Sabía que no tenían pruebas reales contra ella, porque era inocente.

Finalmente, salió el joven guardia rojo que había destrozado nuestra casa. Tenía la cara completamente colorada y, casi sin aliento, nos ordenó entrar en el cuarto.

Madre estaba de pie, en la posición del «avión», con las rodillas dobladas y los brazos extendidos a su espalda. Parecía molida, pero serena y dueña de sí misma. A Hong y a mí nos empujaron contra una pared, delante de una ventana con las cortinas echadas. La habitación estaba a oscuras y recalentada.

«¡Denunciadla!», exigió el hombre mayor.

Yo negué con la cabeza. Hong guardó silencio y me sentí muy orgullosa de ella.

«Contadnos lo que sabéis —repitió el hombre—. La estaréis ayudando. Si confiesa, podrá ser rehabilitada, pero si no lo hace, podría ser ejecutada por espía. ¡Ayudadla a confesar!»

Miré furtivamente a madre. Ella negó con la cabeza de manera tan imperceptible que solo yo pude verlo. La quería tanto que me eché a llorar, pero nuevamente me negué a denunciarla. Así que probaron con otra táctica.

«¡Entonces sois tan culpables como ella! ¡Estáis en contra de la revolución! ¡Odiáis al presidente Mao! ¡¿Queréis ir a la cárcel?! ¡¿A un campo de trabajo?!».

A mí no me importaba. Ninguna prisión podría haber sido peor que aquella diminuta habitación. Toda China había pasado a ser una cárcel para mí. Guardé silencio. Hong guardó silencio. Sentí que volvíamos a ser hermanas.

«¡Debéis corregir vuestros pensamientos erróneos! —gritó el joven guardia rojo—. ¡Vuestra madre ha envenenado vuestras mentes con ideas burguesas! ¡Es una criminal! ¡Denunciadla!».

No sé de dónde saqué el coraje para replicar, pero dije: «Tú eres el criminal, y yo te denuncio». Y vi que madre sonreía. A partir de aquel momento me dejaron por imposible y se dirigieron exclusivamente a Hong.

«¡Denúnciala!».

Hong negó con la cabeza.

El hombre mayor se dirigió a ella en voz baja: «Xao Hong, antes eras guardia roja. Ahora has caído en desgracia por culpa de tus padres. ¿Quieres ser rehabilitada? ¿Quieres volver a ser guardia roja alguna vez?».

Hong clavó la mirada en el suelo. Negó con la cabeza, pero débilmente.

«Xao Hong, sabemos que amas al presidente Mao. Sabemos que amas la revolución. Tu madre quiere destruir al presidente Mao. Quiere destruir la revolución. Es tu madre solo en cuerpo. En espíritu, eres hija de la revolución».

Le levantó la barbilla y la miró a los ojos. «Eres una buena hija del presidente Mao».

«Sí, lo soy».

«Pero debes demostrarlo. Debes probar que eres digna antes de poder ser guardia roja de nuevo. Ayúdanos a frustrar las conspiraciones de esta mujer. Denúnciala».

Yo no podía respirar. Solo era capaz de observar a madre mientras ella miraba a Hong, con tanta ternura, con tanto cariño, incluso cuando Hong gritó de repente: «¡Sí, es cierto! ¡Es una espía! ¡Odia todo lo chino! ¡Nos enseñó a leer libros norteamericanos y a escuchar música norteamericana!».

El hombre mayor sonrió. «Sí, sí. ¡Pero a buen seguro habrá algo más!».

Seguía sin haber averiguado nada sobre madre que no supiera ya de antemano, ¿entiendes? Aquellas cosas eran errores, pero no crímenes.

Ahora Hong chillaba. Estaba casi histérica. «¡Animó a mi hermana a pintar cuadros decadentes!».

«Camarada Xao, necesitamos saber más».

Mi hermana tenía los ojos desorbitados. Negó con la cabeza furiosamente y casi pareció asfixiarse. Por un momento pensé que ambas íbamos a morir. Entonces señaló a madre y gritó: «¡Dijo que el presidente Mao está loco! ¡Yo la oí!».

Al principio no supe de qué estaba hablando, pero después recordé aquella vez en Dwaizhou, cuando éramos pequeñas y estuvimos escuchando a escondidas a nuestros padres, y madre se había preguntado en voz alta si el presidente Mao había perdido el juicio. Aquello había sucedido hacía nueve años, y Hong, en su desesperación, lo había recordado.

«¡Se lo oí decir! —repitió—. ¡La oí decir que el presidente Mao está loco!».

Entonces madre agachó la cabeza y empezó a llorar, no porque fuese a ser declarada culpable de traición, sino porque su propia hija la había traicionado a cambio de una guerrera verde y un brazalete rojo.

Intenté acercarme a madre, pero el guardia rojo me agarró y me sacó al pasillo. Todos felicitaron a mi hermana y encerraron a madre en aquel cuartucho y nos condujeron abajo. Cuando entramos en el auditorio, informaron a gritos a la muchedumbre de su gran victoria y los presentes empezaron a corear: «¡Xao Hong! ¡Xao Hong! ¡Xao Hong ama la revolución!». Sus antiguos camaradas de la Guardia Roja se acercaron corriendo a ella y la cubrieron con una guerrera. Después le entregaron un brazalete. La multitud gritaba y celebraba la victoria sobre madre, y la manifestación se trasladó del edificio a la calle. Hong fue llevada a empujones hasta la cabecera del desfile y el gentío rodeó el edificio para pasar por debajo de la ventana del cuarto donde retenían a madre. La propia Hong sostenía un cartel en el que la denunciaba.

Todavía no habían terminado de humillar a madre, ¿entiendes? Y todavía hoy creo que la dejaron sin vigilancia a propósito. Sabían que era una mujer orgullosa cuyo espíritu habían quebrantado y querían dar ejemplo con ella.

Madre abrió la ventana de una patada, de modo que todos estábamos mirando hacia arriba cuando las cortinas aletearon y ella cayó al vacío.

Empecé a cerrar los ojos, pero luego los abrí porque quería recordarlo, siempre.

Li Lan cerró los ojos con fuerza, pero las lágrimas llegaron igualmente. Neal se sentó a su lado en la cama y le pasó los brazos por encima de los hombros. Ella enterró el rostro en el pliegue de su cuello y empezó a sollozar. Las lágrimas rodaron por sus mejillas hasta caer al cuello de Neal, el cual la abrazó con más fuerza. Li Lan lloró con jadeos entrecortados, sobrepasada por un dolor que llevaba arrastrando diez años. Lloró durante largo rato. Neal se incorporó y le secó una lágrima de la mejilla, después besó una, después besó otra sobre su cuello, después la boca de Lan fue al encuentro de la suya.

Los labios de Li Lan eran suaves y cálidos, su lengua fuerte y curiosa, y su chaqueta pareció desabotonarse sola. La seda se deslizó sobre sus piernas y Neal se encontró dentro de ella. Lan se recostó en la cama y su larga melena negra onduló sobre el colchón al compás de sus movimientos debajo de él. Agarró fuertemente a Neal con las piernas mientras sus manos le recorrían velozmente la espalda o le acariciaban el pelo, el rostro. Le besó la frente, después los ojos, después otra vez la boca, antes de atenazarlo aún más fuerte con las piernas y hacerles rodar a los dos sobre la cama.

El pelo de Lan le rozaba el pecho siguiendo las oscilaciones de su cuerpo mientras se movía a horcajadas sobre él, y Neal introdujo una mano entre sus piernas y la acarició al tiempo que ella se estiraba, manteniéndolo a duras penas en su interior. Li Lan volvió a derrumbarse sobre él y se movieron al compás. Neal pudo ver su hermoso rostro, tocar sus senos y su estómago; tenía el cuerpo reluciente de sudor. Lan subía y bajaba y se retorcía sobre él hasta que al fin se desplomó sobre su pecho, y Neal la agarró con fuerza, inmovilizándola, y empujó una vez hasta el mismísimo centro de su ser, después una segunda, luego otra y otra más, hasta que amortiguaron los sonidos de su placer en sus respectivas bocas.

Yacían juntos bajo el edredón y Li Lan acomodó su cabeza en la sangradura del brazo de Neal para continuar su relato.

Durante semanas tras la muerte de madre me limité a vagar por la ciudad. No quería estar en casa, rodeada por todos los recuerdos y donde la Guardia Roja podía encontrarme. Buscaba comida en los contenedores de basura y dormía en los parques. No era algo inusual; había muchos «huérfanos políticos» y a nadie parecía importarle. La ciudad estaba sumida en el caos. La Guardia Roja se disgregó en varios grupos. Irrumpieron en las armerías y se enfrentaron a la policía y también entre sí. De vez en cuando vislumbraba fugazmente a Hong, siempre al frente de algo: un desfile, una manifestación, una pelea callejera. Nunca nos dijimos nada. Ella estaba siempre en el centro de la acción; yo existía en los márgenes.

En enero, la Guardia Roja de Pekín intentó tomar el control del gobierno y el ejército intervino. Pronto, la guarnición de Sichuan hizo lo mismo y se enfrentaron en sangrientas batallas contra la Guardia Roja por toda la provincia, pero especialmente en Chengdú. El conflicto se prolongó durante semanas y los últimos guardias rojos se atrincheraron en una fábrica en la zona norte de la ciudad. El ejército tardó tres días de lucha encarnizada en sacarlos de allí.

Con la disolución de la Guardia Roja, las calles se llenaron de jóvenes vagabundos. Las escuelas seguían cerradas, las familias rotas. La policía y el ejército detuvo a miles de ellos. El gobierno tomó la decisión de enviar a los jóvenes urbanitas a las áreas rurales, «para aprender de los campesinos». A mí me arrestaron y pasé semanas en un centro de detención. Una vez que me hubieron identificado, me enviaron a la parte más lejana al sudoeste de la provincia, arriba en las montañas.

No era tanto un pueblo como simplemente un grupo de cabañas situadas en la ladera de una enorme montaña, y sus habitantes ni siquiera eran chinos. Eran de la tribu yi, gente primitiva que cultivaba un poco de té y algunas verduras y cazaba en las montañas. Solo el jefe de la tribu hablaba chino y me asignó a vivir en la cabaña de su primo. Era como una esclava. Me hacían trabajar muy duramente y la esposa del primo me odiaba, porque sospechaba que su marido… me deseaba.

Vivía constantemente entumecida por el hambre, el duro trabajo y el frío, pero puede que fuese bueno para mí, pues también entumecía mi pena. Y las montañas eran hermosas. Mientras trabajaba en el huerto, alcanzaba a ver la cumbre nevada de la Ceja del Gusano de Seda, el monte Emei, una montaña sagrada para daoístas y budistas. Forma parte integral de mi historia, porque al final acabé huyendo de la cabaña para ascender la montaña.

El marido se metió una noche en mi kang. Estaba sucio y borracho e intentó forzarme. Me resistí y la esposa oyó los ruidos. Entró y me dio una paliza. Aquella misma noche, de madrugada, recogí mis escasas pertenencias en un hatillo y escapé montaña arriba. Tenía mucho miedo, porque había oído historias sobre los muchos animales salvajes que vivían en ella: tigres, serpientes, grandes monos, incluso pandas.

Seguí la ruta de los peregrinos budistas, un camino de losas de piedra que atraviesa todo el bosque hasta llegar a lo más alto de la montaña. Durante miles de años, los budistas han ascendido en peregrinación hasta la cima del monte Emei para mirarse en el Espejo de Buda.

Una vez que has alcanzado la cumbre, puedes asomarte a un abismo de cientos de metros de profundidad, velado por la niebla. Pero una luz mágica cae sobre la niebla y provoca un reflejo. De modo que cuando te asomas al precipicio ves el Espejo de Buda y ves tu verdadero yo. Ves tu alma.

Esto se denomina «iluminación», que es el objetivo de todos los budistas. De modo que la montaña es sagrada y muchos peregrinos realizan el ascenso hasta el Espejo de Buda para hallar la iluminación. El ascenso requiere de al menos tres días, por lo que los peregrinos duermen en los monasterios que se suceden a lo largo del camino.

Hay muchos monasterios ocultos en lo más profundo del bosque, lejos del camino de piedra, así que se me ocurrió seguir la ruta principal hasta que amaneciera y después intentar encontrar un remoto monasterio en el que esconderme. Aunque como buena comunista no creía en Dios, esperaba encontrar refugio entre los monjes y monjas.

Pero me perdí. Estaba oscuro y el camino pareció desaparecer bajo mis pies. A mi alrededor todo era bambú y espesura y oí los aullidos de animales salvajes. ¡Hacía mucho frío! ¡Y había empezado a nevar! Me estaba quedando helada con mi ropa ligera. Me senté en un pequeño claro y me hice un ovillo. Me balanceé adelante y atrás y lloré y lloré. No sabía qué hacer. Decidí tenderme allí y morir. Entonces ocurrió el milagro. ¡Una luz apareció entre la espesura! ¡Una linterna! Me dirigí hacia ella y vi que surgía de una pequeña cueva, en cuyo interior había un hombre —un monje— y una antigua estatuilla de una mujer hermosa: Kuan Yin, la diosa de la misericordia, uno de los muchos rostros de Buda. El monje me envolvió en una manta. Prendió una pequeña hoguera y seguía haciendo frío, pero ya no era un frío de muerte, y me quedé dormida. Cuando desperté había amanecido y el monje dijo que era hora de ponerse en marcha. Lo seguí montaña arriba durante muchos li. Me dolían los pies y tenía las piernas entumecidas, pero estaba contenta. En Kuan Yin había visto el hermoso rostro de mi madre, guiándome hacia la seguridad, y entonces creí en Dios.

¡Subimos y seguimos subiendo! ¡Las vistas eran extraordinarias! Aguaduchos, abruptos acantilados, maravillosos quioscos desde los que se podía ver hasta el infinito. El camino se fue volviendo cada vez más duro y escarpado, y el monje me aferró unos clavos a los zapatos para que pudiera seguir avanzando sobre la nieve y el hielo. La primera noche nos guarecimos en un monasterio. Entré en el templo, encontré a Kuan Yin, me senté con ella durante horas y me sentí en paz. Aquella mañana me levanté dispuesta para la ascensión. Recorrimos estrechos senderos que discurrían junto a profundos cañones. Una caída habría implicado la muerte segura, pero no tenía miedo.

Al fin alcanzamos la cumbre. Allí se alza un gran y hermoso templo, y en su interior dormimos antes de realizar el último y corto paseo hasta el Espejo de Buda, porque el monje dijo que era mejor ir al amanecer.

Partimos antes del amanecer y nos sentamos al borde del gran precipicio mientras el sol asomaba sobre el horizonte. El mundo enrojeció, después se tiñó de oro, y finalmente nos levantamos y miramos al vacío y vi… Vi a mi hermana y supe que yo nunca alcanzaría la paz verdadera mientras su alma siguiera torturada. Era la visión que me había concedido Kuan Yin. Era madre, diciéndome que purgara mi odio y salvara a mi hermana.

El monje me guió hasta un monasterio situado en la ladera occidental de la montaña, lejos de todo. Me llevó frente a una anciana monja que me pidió que le relatase mi historia. Se lo conté todo. Cuando hube terminado, dijo que podía quedarme. Me dio un pequeño cuarto y ropas sencillas. Tenía un trabajo en la cocina, llevando agua, recogiendo leña… más adelante cocinando… limpiando cuencos y tazas. Todas las mañanas y todas las noches me sentaba con Kuan Yin. Después estudié todas las artes budistas: taichí, kung fu. Empecé a pintar otra vez. Era muy feliz.

Permanecí allí casi cuatro años.

Entonces padre salió de la cárcel.

Un día entré en la cocina y me encontré allí con un monje al que no conocía. Venía desde un lugar situado en la parte inferior de la montaña. Dijo que los soldados estaban yendo monasterio por monasterio, buscando a Xao Lan, registrando celdas, rompiendo cosas. ¿Era posible que fuese yo la tal Xao Lan? Reconocí que así era. Le pregunté quién podía estar detrás de todo aquello, ¿lo sabía? Sí, se trataba de Xao Xiyang, el nuevo comisario provincial de Dwaizhou, un cargo con mucho poder. Quería recuperar a su hija.

Verás, Deng había sido rehabilitado y poco a poco comenzó a colocar a sus aliados y partidarios, incluyendo a padre, en puestos de importancia. La idea era reunirlos a todos en Sichuan para crear allí una base de poder con la que continuar las reformas destruidas por la Revolución Cultural. ¡Padre volvía a tener influencia! Pero para encontrarme estaba volviendo del revés la Ceja del Gusano de Seda.

La vieja monja dejó la decisión en mis manos. Dijo que harían lo posible por esconderme si tal era mi deseo. ¡Me sentí tan dividida! Adoraba mi vida en la montaña y adoraba a mi padre. Quería estar lejos de todas las preocupaciones del mundo, pero quería ayudar a padre en sus reformas. Le recé a Kuan Yin, pero ya conocía la respuesta. Padre nunca se detendría, y yo no podía causarle perjuicio a aquellas personas que me habían rescatado, me habían ofrecido un refugio y un hogar. Descendí la montaña con el monje y me entregué a los soldados. Pero me partió el corazón tener que despedirme de la montaña que tanto amaba.

Me llenó de gozo volver a ver a padre, pero ambos compartíamos una gran tristeza. La muerte de madre, la traición de mi hermana. Le pregunté a padre si la había encontrado. Cuando no respondió, me asusté. Volví a preguntárselo. Finalmente dijo que sí, que la había encontrado: muerta. Había sido abatida durante el asalto a la fábrica de Chengdú. Ahora, dijo, yo era su única hija, y tenía que vivir por ambas.

Entonces padre me sorprendió. Dijo que yo debía dejar China. China le había arrebatado a toda su familia menos a mí, y no podía soportar la idea de perderme a mí también. Dijo que debía marcharme hasta que el país fuera un lugar seguro donde tener una familia. Discutí, lloré, rogué, pero padre se mantuvo firme. Le pregunté si podía regresar a la montaña, pero padre dijo que ningún rincón de China era seguro. Debía marcharme.

Apenas pasamos un par de días juntos. Después nos despedimos y fui trasladada en secreto a Cantón y subida a bordo de una barcaza. Me llevaron clandestinamente a Hong Kong de una manera muy parecida a como te sacaron a ti. Me dejaron en la costa, en el refugio contra tifones de Yaumatei, y aquel barrio pasó a ser mi nuevo hogar.

Pero ¿cómo viviría? Yaumatei era muy peligroso para una mujer joven soltera sin contactos. Pero padre también había previsto aquello. Pronto recibí la visita de un miembro de una tríada local, el 14K. Entonces yo lo ignoraba todo sobre las tríadas, pero aquel hombre me contó que el 14K era un íntimo aliado de la China continental, que no tenía que preocuparme por mi seguridad. Me dio dinero para vivir. Pensé en lo que quería hacer a continuación. Lo único que se me daba bien era la pintura, pero no podía usar mi nombre real por temor a perjudicar a padre. Adopté el nombre de mi madre, Li, muy común en China. Y comencé a pintar. La libertad de Hong Kong me sentó de maravilla y mi carrera empezó a prosperar. Vi nuevas posibilidades, nuevas formas, nuevos colores. Y no tenía a nadie supervisándome para decirme qué podía y qué no podía hacer. Me sentía sola, pero era feliz.

Entonces conocí a Robert. Robert vino de vacaciones, veamos… ¿hace dos años? Nos conocimos en la inauguración de un nuevo edificio de oficinas para el que había pintado unos murales. La empresa de Robert tenía lazos con una compañía de Hong Kong y…

Neal le apretó el hombro con fuerza.

—Espera un momento —dijo—. ¿Os conocisteis en Hong Kong? ¿No en San Francisco?

—Hong Kong.

—La última vez me dijiste que en San Francisco.

—Sí.

—¿Estás mintiendo ahora o me mentiste entonces?

Li Lan cubrió la mano de Neal con la suya.

—Entonces no estaba contigo en la cama.

—¿Fue amor a primera vista? —preguntó Neal—. Con Pendleton.

Li Lan dudó antes de responder.

—Para él.

A Neal le dolió el pecho.

—Pero ¿no para ti?

Lan pareció tardar una semana en responder:

—No, para mí no.

Neal se sorprendió al darse cuenta de que estaba utilizando técnicas de interrogatorio con ella, variando el ritmo de las preguntas o usando silencios para incrementar su nerviosismo. ¿Era simplemente la costumbre, se preguntó, o seguía considerándola su adversaria, a aquella mujer que ahora yacía en su cama? Esperó a que Li Lan siguiera hablando.

—Estuvimos juntos puede que una semana —dijo—, hasta que Robert tuvo que volver a casa. Se despidió con mucha tristeza y le prometí que le escribiría.

—¿Y lo hiciste?

—¡Claro, se lo había prometido! Le escribí cartas y en ocasiones hablábamos por teléfono. Entonces… fui contactada por un cabecilla de las tríadas. Tenía un mensaje de padre. Padre decía que los conocimientos de Robert serían muy valiosos para China.

—Ya te digo.

—Me pidió que «fomentara» mi relación con Robert y le persuadiera para venir a China.

A Neal se le ocurrió una estúpida simetría: el padre de Li Lan le había encargado que convenciera a Pendleton para ir a China; el «padre» de Neal le había ordenado a él que persuadiera a Pendleton para volver a casa.

—Al principio me negué. No quería saber nada más de política. Era feliz con mi vida. Envié un mensaje rogándole a padre que me liberase de aquella petición.

Yo también rogué lo mío. ¿Se te dio a ti mejor que a mí? ¿Y qué as se sacó tu padre de la manga?

—Entonces padre envió el mensaje que me convenció. Mi hermana seguía con vida.

El as de corazones.

—Mi hermana seguía con vida, pero en la cárcel. Robert sería el precio de su liberación.

La familia es destino.

—No pude seguir negándome. Era mi deber y el único modo de hacer realidad la visión que Kuan Yin me había mostrado en el Espejo de Buda. No podría alcanzar mi verdadero yo mientras no afrontara el rostro de mi hermana. No podría ser libre hasta que ella fuese liberada.

»Fui adiestrada por agentes chinos en Hong Kong. El entrenamiento me resultó sencillo gracias a mi disciplina budista. Seguí mandándole cartas a Robert. Después él escribió diciendo que iba a estar en California. ¿Querría verle allí? Se lo conté a padre. Me instó a ir. “Ha llegado el momento”, dijo.

»Algún tiempo antes había conocido a Olivia Kendall en Hong Kong. Le gustaron mis pinturas y me invitó a hacer una exposición en su galería. Le escribí para decirle que aceptaba. Me reuní con Robert en su conferencia.

—Y todo estaba saliendo bien hasta que apareció Mark Chin.

—Nos refugiamos en casa de Olivia. Y entonces apareciste tú.

—De modo que ahora ellos tienen a Pendleton, tú has recuperado a tu hermana y las dos podéis volver a ser las niñas de papá.

—Hong será liberada cuando Robert inicie su trabajo en Dwaizhou. Robert está escondido y solo lo traeremos aquí cuando sea seguro.

—¿Cuándo será eso?

—Cuando tú te hayas ido.

Uau.

Neal siguió con un dedo el contorno de las falanges de Li Lan y le sorprendió que esta hiciera lo mismo en su otra mano.

—Seamos adultos por un momento —dijo él—. Tú, yo y todos tus colegas sabemos que, una vez que haya vuelto a casa, no habrá nada que pueda impedirme revelar todo lo que sé.

Li Lan le agarró la mano.

—Me matarían.

Eso me lo impediría.

—Se están marcando un farol.

—¿Un «farol»?

—Haciendo una amenaza vana.

Li Lan apretó con más fuerza.

—Soy rehén de tu honor.

Chico, ahora sí que se había metido en un lío.

—¿No sería más sencillo matarme y punto?

—Sí.

—¿Por eso has venido a contarme tu historia? ¿Para que lo entienda? ¿Para que simpatice?

—Sí.

Neal tragó con fuerza antes de hacer la siguiente pregunta.

—Entonces has hecho el amor conmigo para incrementar tus probabilidades, ¿es eso?

Li Lan le susurró la respuesta al oído.

—No, he hecho el amor contigo porque quería hacer el amor contigo.

De modo que allí lo tenía. El trato era bien simple. La vida de Li Lan por la suya, su vida por la de ella. Para que hables de simetría. Para que hables del Espejo de Buda.

—Tengo que preguntarte una cosa —dijo Neal—: ¿es Pendleton un voluntario? ¿Desea estar aquí? ¿O es un prisionero?

—¿Hay alguna diferencia?

—Toda la diferencia del mundo. Tienes que entender que si Pendleton quiere volver a casa, debo ayudarle. No puedo guardar silencio. Así que, si ese es el caso, busquemos un modo de salir los tres de aquí.

—Robert es muy feliz. Tiene su trabajo. Me tiene a mí.

Entonces Robert es muy feliz.

—Eso suscita otra pregunta desagradable. ¿Se puede saber cuál es el trabajo de Robert?

Li Lan le miró con expresión extrañada, una mirada de «Pensaba que ya lo sabías».

—Hacer crecer las cosas.

—¿Y para eso todo este lío? ¿Solo porque es capaz de hacer crecer cosas?

—No has conocido una hambruna.

Eso es cierto, pensó Neal. Siempre había pensado que mi vida era dura cuando a medianoche el Burger Joint dejaba de entregar a domicilio y tenía que ir andando hasta allí.

—Pero debéis tener expertos agrícolas de sobra.

—No. ¡Mataron a tantos…! Y ninguno con la experiencia de Robert.

Así que Robert se puede pasar el resto de su vida cultivando arroz y amando a Li Lan. De acuerdo. Pero ¿qué pasa con Li Lan?

—¿Y qué pasa contigo? —preguntó Neal.

—¿Qué pasa conmigo?

—¿Le amas?

—Es bueno. Es amable. Hará cosas maravillosas por mi país.

—Ya. ¿Le amas?

Li Lan rodó hasta colocarse encima de él, acariciándole la cara mientras hablaba.

—Tú y yo, Neal Carey, somos de mundos distintos. Tu «amor» no es nuestro «amor».

—Pero yo te amo.

—Lo sé.

En toda una vida de preguntas, aquella era la más difícil:

—Y tú, ¿me amas?

Li Lan le miró a los ojos y le dio una respuesta dichosa y desoladora a la vez:

—Sí.

—Me estás rompiendo el corazón.

—Eso también lo sé.

—¿Cómo puedes alejarme de ti?

—Para salvar nuestras vidas.

—Correré el riesgo.

—Para salvar nuestras almas.

Neal se vio reflejado en sus ojos. El Espejo de Buda.

—Sigue estando oscuro fuera —dijo ella.

—Sí.

—Nos queda algo de tiempo.

Neal se encogió de hombros.

Li Lan se deslizó sobre él y lo tomó con su boca. Neal intentó concentrarse en su rabia y su dolor, pero pronto la estaba volteando y bebiendo de ella. Después la penetró y yacieron pegados el uno al otro.

—Dímelo —pidió.

—Te quiero.

—Dilo en chino.

Wo ai ni, Neal.

Wo ai ni, Lan.

Su mundo entró en una erupción de nubes y lluvia antes de quedarse dormidos. Neal se despertó un poco más tarde y escuchó la respiración de Li Lan.

Su vida por mi silencio, pensó. Libro de Joe Graham, capítulo ocho, versículo quinto: «Todas las operaciones encubiertas terminan en una traición». Me pregunto si Graham esperaba que esta terminara conmigo traicionándoles a él y a Amigos.

Seguía estando oscuro cuando Neal despertó a Li Lan.

—No me sirve —dijo.

—¿Qué es lo que no sirve? —farfulló ella, adormilada.

—Tengo que oírlo de sus labios.

—Has tenido un sueño. Vuelve a dormirte.

Ojalá pudiera, Lan. Ojalá pudiera dejar de lado mi conciencia, hacer el amor contigo otra vez antes del amanecer y después interpretar como un sonámbulo el resto de mi papel en este asunto. Pero no puede ser. Necesito oír de labios de Pendleton que desea quedarse. Fui enviado para salvarle de su encaprichamiento amoroso y eso es lo que todavía tengo que hacer.

—Debo hablar con Pendleton en persona.

—No es posible.

—Tiene que decirme de viva voz que desea renunciar al resto de su vida para dedicarla a este proyecto bucólico que habéis preparado para él.

Li Lan le puso una mano entre las piernas y le acarició.

—No seas tan tonto.

Neal le agarró la muñeca y se la inmovilizó.

—Llévame hasta él. Deja que hablemos a solas cinco minutos. Si aun así quiere quedarse, de acuerdo. Volveré a casa y mantendré el pico cerrado. Palabra de honor.

Neal pudo notar que los músculos de la muñeca de Li Lan se tensaban bajo su mano.

—¿Y si dice que se quiere marchar? —preguntó.

—¿Eso dirá?

—No.

—Entonces ¿por qué mencionarlo?

Li Lan liberó su muñeca de un tirón y se incorporó hasta quedar sentada en la cama.

—¿Y si lo dice?

—Entonces tendré que intentar llevarlo a casa —respondió Neal.

—No confías en mí —dijo Li Lan.

—No te lo tomes como algo personal. No me fío de nadie.

Neal la observó mientras su expresión malhumorada se tornaba reflexiva. Después pasó a ser seductora. Era una actriz, mudando emociones frente a la cámara.

—Vete a casa mañana —dijo—. Te visitaré una vez al año. Durante una semana, en San Francisco. Todos los años hasta que te canses de mí.

Volvemos a estar en el jacuzzi, pensó Neal. Nada ha cambiado, ni siquiera el lamentable hecho de que quiero decir que sí.

—Una oferta penosa y desesperada —dijo.

Li Lan se levantó de un salto de la cama y agarró su ropa, y se la puso bruscamente mientras hablaba.

—Tú sí que eres un individuo penoso y desesperado —dijo—. Persigues, persigues, persigues… y cuando al fin se te concede lo que estabas persiguiendo, no lo aceptas. Respuestas… la verdad… yo. Te he ofrecido algo que te haría feliz… que me haría feliz. No importa. No tienes otra elección. No sabes dónde está Robert ni adónde voy yo. No podrás seguir persiguiendo.

—Lan, yo…

—¡Vuélvete a casa! ¡Eso es todo! ¡Si revelas lo que sabes, moriré! ¡Haz lo que quieras!

Lan salió hecha una furia.

Neal tardó un par de segundos en ponerse la camisa y los pantalones y seguirla. Continuaba estando oscuro y brumoso y apenas alcanzó a verla saliendo por la puerta del patio al jardín. Neal bajó corriendo las escaleras y atravesó el pequeño puente. Cuando llegó a la puerta, ella había desaparecido.

Lo único que veía era niebla y las inquietantes siluetas de las estatuas del jardín: dragones, aves y ranas gigantes. Oyó ruido de pisadas por delante y siguió el sonido. El jardín era un laberinto.

El que duda, pensó Neal, que acuda a Buda. La gigantesca cabeza era prácticamente lo único que podía distinguir entre la niebla. Desprendía un fulgor pálido junto al borde del precipicio. Echó a correr hacia allí.

La silueta vestida de negro de Li Lan apareció unos seis metros por delante, en marcado contraste frente a la blancura de la cabeza de Buda. Avanzaba poco a poco, tanteando en busca de la barandilla que conducía escaleras abajo.

Neal se dio cuenta de que iba a bajar al río. Tendría un barco esperándola. No podía permitir que lo alcanzara. Echó a correr.

La bala golpeó al Buda de lleno en la oreja. Li Lan se arrojó al suelo.

—Mierda.

Neal oyó la voz. Estaba a unos quince metros de distancia, en un pequeño soto a su derecha. Escudriñó a través de la niebla, pero no pudo ver a nadie. Se quedó tumbado boca abajo, deseando que su respiración no fuese tan condenadamente ruidosa. Li Lan no se había levantado, de modo que o bien estaba herida o simplemente estaba siendo lista. Sin levantar la cabeza, Neal se arrastró hasta donde la había visto caer.

Su mano tocó el codo de Li Lan y esta se estremeció. Neal la agarró del brazo y se pegó a ella.

Oyó un ruido de pisadas cautelosas. El tirador estaba maniobrando en busca de un ángulo mejor. Si era listo, regresaría al sendero y avanzaría derecho hacia la plataforma. Li Lan también lo oyó.

—¿Estás herida? —le preguntó Neal.

No fue más que un susurro, pero a sus oídos sonó como amplificado por un sistema de megafonía.

Li Lan negó con la cabeza.

Los pasos se detuvieron.

—Tienes un barco esperándote abajo —dijo Neal.

Ella asintió.

—Puedes bajar las escaleras sin ser vista.

—No hay tiempo. Me disparará a medio camino.

—Yo me encargo de él.

Las pisadas se reanudaron, lentas y pacientes.

—Ponte en marcha —dijo Neal.

—¿Por qué haces esto?

Buena pregunta, joder.

—Porque vas a llevarme hasta Pendleton.

Si para entonces sigo vivo.

Y ya puestos, bien podrías decir la verdad, ya que, en cualquier caso, probablemente no saldrás de esta con vida.

—Y porque te quiero. Ahora retrocede a gatas hasta la escalera. Cuando hayas llegado a la plataforma, levántate y haz todo el ruido posible al bajar. ¿Entendido?

—Sí.

—¿Dónde nos encontraremos?

Li Lan no respondió. Las pisadas se habían detenido. El cabrón había encontrado su posición y solo estaba esperando al momento adecuado. Tan pronto como su presa se moviera, entraría a matar.

—Mira —susurró Neal—. Sé dónde está tu montaña. La conozco de tus cuadros. Puedo rastrearte y jamás me rendiré. Nunca me detendré hasta que me hayas dejado hablar con Pendleton. Nunca. Ahora dime dónde nos podemos reunir y mueve el culo antes de que nos maten a los dos.

Ella le apretó la mano.

—Junto al elefante.

—¿Dónde?

—Lo encontrarás. Estaré allí.

—En marcha.

—Estoy muy asustada.

—Yo estoy acojonado vivo. Ahora vete.

Li Lan volvió a apretarle la mano y empezó a retroceder a gatas, tanteando el borde de los peldaños con los pies.

Neal alcanzó a oír el roce de la madera. Y ahora ¿qué?, pensó. El enemigo tiene una pistola y tú únicamente vas armado con tu fino sentido de la ironía. Por supuesto, ya ha fallado una vez. A lo mejor tiene mala puntería.

Entonces oyó el sonido de las pisadas bajando a la carrera las escaleras en dirección al río. Li Lan se estaba entregando al máximo y eso era justamente lo que necesitaba Neal, porque entonces oyó al tirador correr por el sendero, derecho hacia él.

El muy cabrón no sabe que hay alguien más aquí, pensó Neal con alivio. Se dirige a toda velocidad hacia las escaleras, donde la tendrá atrapada frente al río. Podrá disparar todas las veces que quiera.

Neal flexionó las rodillas.

Simms emergió a la carrera de entre la niebla, sosteniendo la pistola en la mano derecha, con el cañón apuntando hacia el cielo. Estaba casi encima de Neal.

Este agachó la cabeza y saltó de repente, asestándole un topetazo a Simms en toda la mandíbula.

Neal imaginó que la maniobra habría funcionado mejor con un casco de fútbol americano puesto, mientras la dolorida cabeza le daba vueltas y caía al suelo. Pero Simms había perdido el sentido, lo cual le dio a Neal un par de segundos para recuperarse. Encontró la pistola a escasos centímetros de la mano de Simms y la recogió.

Hazlo, pensó Neal. Podrías pegarle un tiro aquí mismo y arrojarlo al río. La corriente se encargaría del resto. Hazlo. Levantó la pistola y apuntó contra la frente de Simms. Después esperó a que este volviera en sí. No tardó mucho. Simms se sentó aturdido y se llevó una mano a la mandíbula. Miró la sangre en la palma de su mano y meneó la cabeza.

—Ya van dos veces que fallas un tiro fácil —dijo Neal.

—¡Carey! Anda que no has tardado en follártela.

—No es demasiado tarde para pegarte un tiro.

—No lo harás. No das la talla. Si fueras a hacerlo, ya lo habrías hecho cuando tenía los ojos cerrados. De hecho, devuélveme la pistola antes de que te hagas daño. Creo que necesito puntos.

—Pon las manos donde pueda verlas.

Simms no se movió.

—¿Dónde has aprendido esa frase, en la tele? No te servirá de nada, Carey. En cuanto se me despeje un poco la cabeza podría reducirte sin problemas, con pistola o sin ella.

—Entonces a lo mejor debería dispararte ahora mismo.

—No lo harás. Eres un calzonazos traidor y llorica, pero no tienes pelotas para apretar el gatillo.

Un resumen bastante acertado.

—Levántate —dijo Neal.

—Vale, vale.

Simms se puso torpemente en pie. De la mandíbula le goteaba sangre.

—Camina hasta el borde del precipicio.

—Oh, venga ya.

El disparo de Neal pasó bien lejos de la cabeza de Simms, pero en cualquier caso transmitió el mensaje.

—Bueno, bueno —dijo Simms. Comenzó a caminar—. Ha sido un bloqueo muy hábil, ese que me has hecho. ¿Jugabas al fútbol en la universidad?

—No. Lo aprendí en la tele. ¿Y tú?

—A mi gente le va el baloncesto. De cuando solía ser un deporte para blancos.

—Siéntate sobre la barandilla, dándome la cara.

Simms miró la astillada barandilla de madera, cuya endeble barrera era lo único que lo separaba de una caída de noventa metros a plomo.

—Uuuh, Carey… esto no tiene pinta de haber sido construido por el cuerpo de ingenieros de la Armada.

—Anda, mira que si te caes… Arriba, arriba.

Simms apoyó las posaderas sobre la barandilla y se agarró con fuerza al pasamanos. Neal se sentó en el suelo y apoyó la pistola sobre sus rodillas.

—Hablemos.

—¿Puedo fumar?

—No.

—Eres un cabroncete vengativo, Carey. Tienes que dejar de tomarte todas las cosas como algo tan condenadamente personal.

—Pendleton no fabrica herbicidas, nunca lo hizo.

—¿Ahora te enteras?

—Sí.

—Juegas en segunda, Carey. Te desenvuelves bien en tu liga, pero no tienes lo que hay que tener para subir a primera.

—Entonces ¿a qué viene todo esto? ¿Por qué es tan importante? ¿Por qué no dejarle venir aquí para que cultive unas pocas verduras?

Simms le mostró aquella sonrisa arrogante y burlona que hizo que a Neal le entrasen ganas de apretar el gatillo.

—¿Unas pocas verduras? —repitió Simms—. ¿Unas pocas verduras, Carey? Crece de una vez.

—Hazme madurar.

—Todo depende de la comida, muchacho. Todo depende de la comida. China tiene un cuarto de la población mundial. Una de cada cuatro personas que se llevan un bocado a la boca en estos mundos de Dios es ciudadano de la República Popular China. Y eso por no hablar de los incontables chinos que residen en Hong Kong, Taiwan, Singapur, Vietnam, Malasia, Indonesia…

—Creo que lo pillo.

—No, no te haces ni idea. Indonesia, Europa y… sí, Norteamérica. Hablemos por un momento de Norteamérica, Carey, como si te importase. ¿Cuántos chinos has visto que recurran a la asistencia social? ¿Canjeando cupones de comida? ¿En la cárcel?

—¿De qué demonios hablas?

—Esta gente se pela el culo trabajando, Carey. Ahorran todo su dinero, hincan los codos que da gusto y se rompen las pelotas para salir adelante. Y triunfan. Les permites salir de esta enorme cárcel al aire libre que tienen aquí y triunfan. De hecho, nos dejan a la altura del betún. Así pues, ¿qué crees que pasaría si el continente chino dejara de ser una prisión? ¿Qué pasaría si los chinos de aquí tuvieran la libertad para hacer lo mismo que han hecho sus parientes expatriados?

—Vaya, no sé. ¿Qué?

—Estaríamos acabados, Carey. Los buenos Estados Unidos de América serían incapaces de afrontar la competencia. No con nuestro nivel de vida, nuestros sindicatos, nuestros cochazos, nuestras cuentitas de ahorros… nuestra escasa población, nuestra falta de disciplina. Los chinos están organizados, Carey, ¿o no te has dado cuenta? ¿Has visto alguna calle sucia desde que estás aquí? ¿Basura en las cunetas? Organizan brigadas para barrer y limpiar. En tres años, durante el Gran Salto Adelante, reorganizaron a toda su población en equipos y brigadas. Si dejamos que esta gente finalmente se ponga las pilas, no venderíamos ni una camisa en el mercado mundial. Empezarían por los textiles, después se pasarían a la electrónica, la metalurgia, automóviles, aviones… Luego la banca y los bienes inmobiliarios, y ya puedes despedirte de nosotros. ¿Un cuarto de la población mundial, Carey? ¿Descontrolada? Joder, mira lo que nos han hecho los japoneses en treinta putos años. China tiene diez veces más población y cien veces más recursos.

A Neal le dolía una barbaridad la cabeza. Miró de refilón la cabeza de Buda y se preguntó cuánta organización y disciplina habrían sido necesarias para levantar la gigantesca estatua. Hacía mil años.

—Gracias por la lección de geografía —dijo—, pero ¿qué tiene que ver eso con Pendleton?

Simms comenzó a levantar una mano para aportar énfasis a su discurso, pero la barandilla tembló y volvió a agarrarse de inmediato.

—Comida —dijo—. Solo dos cosas están frenando a los chinos. La primera es la comida y la segunda es Mao.

—Mao está muerto. Salió en todos los periódicos.

—Exacto. Mao está muerto y el maoísmo está en apuros. Aquí se está librando una batalla entre los reformistas democráticos y los maoístas recalcitrantes, y la principal arma es la comida. Es una cuestión tan antigua como la propia China: ¿qué sistema proporcionará más comida? Algunos muchachos aquí abajo en Sichuan han adivinado que la tierra en manos privadas es más productiva que la tierra en manos del Estado. ¿Entiendes? Coges un acre y se lo entregas a una familia. Coges el acre de al lado y lo dejas en manos del gobierno y… a ver si adivinas… El acre familiar parte la pana. Sin discusión.

—¿Qué tal se te dan las volteretas, Simms? ¿Muy bien?

—No te pongas nervioso, todo esto está relacionado con el doctor Bob, ya llegaremos a él.

—Que sea rápido.

—Los dirigentes de esta zona están convirtiendo disimuladamente toda la provincia en tierras gestionadas de manera privada. Su único modo de salirse con la suya es tener tal éxito que nadie se atreva a purgarles. El viejo Deng Xiaoping sabe que su camino hacia Pekín pasa directamente por la Cuenca Arrocera de Sichuan, y ha creado su particular y pequeña mafia sichuanesa. Acabará por asomar a la superficie si, y cuando, el experimento agrícola se convierte en un éxito innegable. Entonces utilizará ese éxito para desarraigar a los maoístas y lanzar reformas democráticas capitalistas por todo el país.

A Neal le daba vueltas la cabeza. Preguntó:

—¿No se supone que querríamos apoyar algo así? ¿La democratización del país más grande del mundo?

—De cara a la galería, por supuesto. Pero piensa en ello, Carey. Incluso tú deberías ser capaz de darte cuenta. Piensa en una China similar a Japón. Toda esa gente, todas esas conexiones internacionales, toda esa organización y disciplina. Moderniza todo eso, sacúdeles el yugo maoísta y… en serio, Carey, el día que esta gente sea capaz de alimentarse en condiciones, se acabó lo que se daba para el hombre blanco en los viejos Estados Unidos de América.

A Neal empezó a dolerle la muñeca. La pistola era más pesada de lo que parecía, mucho más pesada de lo que parecían en la tele.

—¿Me estás diciendo —preguntó Neal— que en esta batalla estamos del lado de los maoístas?

—Estamos del lado del legítimo gobierno de la República Popular China. Que, sí, resulta que ahora mismo está en manos de los maoístas recalcitrantes.

—Y queremos que así siga siendo.

—Creo que ya te he explicado las luctuosas alternativas.

—Es una larga caída y me estoy empezando a impacientar.

Simms sonrió burlonamente.

—Muy propio de ti, Carey. Te estoy hablando de las vidas de un par de cientos de millones de personas y tú sigues lamentándote de tu delicado estado emocional. Se me está aclarando la cabeza, Carey. Soy capaz de desarmarte antes de que llegues a disparar una sola bala.

—Venga pues.

—Cuando esté listo.

—Yo estoy listo para que me hables de Pendleton.

—Realmente no lo pillas, ¿eh? Pendleton estaba a punto de inventar la supermierda, el abono milagroso. Maximiza el contenido de nitrógeno en el suelo, acelera el proceso de crecimiento.

—¿Y?

—Y eso bastaría para darles a estos reformistas agrarios de aquí abajo una tercera cosecha. ¿Entiendes, Carey? Ahora mismo obtienen dos cosechas de arroz al año. Con la Fórmula Casera de Doc Pendleton, podrían obtener una tercera. Eso es un aumento del treinta y tres por ciento. Si añades un treinta y tres por ciento a lo que ya están cosechando… en fin, es muchísimo arroz. Arroz más que suficiente para convertir a Deng en el puto amo, arroz más que suficiente para convertir esta letrina inmunda en un país moderno. No podemos dejar que eso suceda, Carey.

—A lo mejor tú no puedes.

Neal contempló los ojos de Simms. Parecían cada vez más despejados y su respiración se estaba estabilizando. Si Simms pretendía abalanzarse sobre él, el ataque podría llegar en cualquier momento. Neal tensó el dedo sobre el gatillo.

—Bueno, no soy solo yo, Carey, muchacho. Es el gobierno chino. Ellos tampoco quieren a Pendleton aquí.

—Entonces ¿por qué no se limitan a echarlo?

—Chico, no eres más tonto porque no te entrenas, ¿eh? ¡La china esa debe de haberte sorbido el cerebro! No han sido los chicos de Pekín quienes han traído a Pendleton. No saben dónde está y ni siquiera pueden demostrar que se encuentra aquí. Tienen sus sospechas, pero con sospechas ya no basta. Las cosas se han complicado ligeramente por estos pagos de un tiempo a esta parte. ¿Sabes lo difícil que es acertarle a alguien con una pistola, incluso a esta distancia? ¿Alguna vez le has disparado a alguien?

—¿Quieres averiguarlo?

—Era una pregunta retórica, Carey. En cualquier caso, detrás de la operación Pendleton hay un grupo de renegados. Resulta difícil saber hasta dónde llega la conspiración. Resulta difícil saber si Deng está al tanto. Pero una cosa sí te diré: en esta cuestión, los chicos de Pekín y yo estamos en el mismo barco. Me han dado vía libre para encontrar a tus amigos y encargarme de ellos como considere apropiado.

—¿Cómo nos has encontrado?

Neal vio que las manos de Simms relajaban su agarre. Había encontrado el equilibrio y se estaba preparando para saltar.

—Tú me ayudaste, con tu declaración. Me lo contaste todo acerca de la deliciosa cena que la buena de Li Lan preparó para ti. Solo podía haber salido de esta zona, muchacho. Después me hice con uno de sus catálogos. Cocina de Sichuan, cuadros de Sichuan… en fin, supuse que debía de ser de Sichuan.

Chorradas. Bien pensadas, pero chorradas al fin y al cabo. Las recetas y los cuadros no habrían bastado para revelarte mi calendario y localización exactos. Entonces ¿qué? La mafia de Sichuan tiene un topo, un doble, un informador. Me pregunto quién será.

—Entonces ¿qué tal te llevas con Peng? —preguntó Neal—. ¿Bien?

La reacción fue infinitesimal, pero estuvo allí. Eres bueno, pensó Neal, muy bueno, pero yo soy mejor. Llevo observando parpadear a la gente toda la vida y eso ha sido un parpadeo.

—¿Quién es Peng? —preguntó Simms.

—Ya, vale.

—Menudo momento has elegido para dejar de ser estúpido —dijo Simms—. Pensaba dejarte salir entero de esta.

—¿Dónde fuiste a la universidad?

—Carolina del Norte.

—¿Tienen equipo de salto? ¿Formabas parte de él? ¿Qué tal se te daban los noventa metros en caída libre?

—No tienes lo que hay que tener para ser un asesino, muchacho. Eres un desastre. El gran error de la chica ha sido venir a verte. Hasta ahora no la teníamos controlada. Ahora ya solo es cuestión de tiempo. La has jodido pero bien, ya lo creo que sí.

Tiempo, pensó Neal. El elemento crucial ahora era el tiempo. Simms había fallado el tiro intencionadamente. No quería matar a Lan, quería hacerla correr. Tal como había hecho a cada paso del camino. Lo que necesitaban ahora era un poco de tiempo, una pequeña ventaja.

Neal se levantó y alzó la pistola.

—Vamos —dijo.

—¿Adónde?

—Escaleras abajo.

—Será una broma.

—Soy un gracioso. En marcha.

Simms se bajó de la barandilla y se dirigió a la plataforma junto a la cabeza de Buda. Neal le dio espacio de sobra y dejó en todo momento cuatro peldaños de separación entre ambos mientras seguía a Simms escaleras abajo. Dejaron atrás el mentón de Buda, después su pecho, hicieron una pausa en el descansillo junto a su estómago y finalmente terminaron el descenso sobre el enorme dedo gordo del pie. El río marrón discurría justo debajo de ellos.

—Siéntate —dijo Neal.

Simms dudó. Se estaba planteando jugársela, pero Neal permaneció sobre la escalera, lejos de su alcance aunque lo suficientemente cerca para disparar. Simms se sentó.

—Quítate los zapatos —dijo Neal.

Simms se desanudó los zapatos de piel en dos tonos.

—Cartera y reloj —dijo Neal.

—¿Qué es esto, un atraco?

—Harías bien en quitarte la chaqueta.

Justo entonces Simms lo entendió.

—Carey, no pensarás que voy a saltar al río, ¿verdad?

—Ahora salta al río.

—No sé nadar.

—Flota.

—Dispárame.

Neal le apuntó con la pistola.

No había nada que hacer. No iba a disparar. Él lo sabía y Simms lo sabía. Hasta Buda lo sabía.

Neal bajó el último par de peldaños hasta el dedo de Buda. Simms sonrió y comenzó a moverse en círculo. Consiguió obligar a Neal a desplazarse hasta quedar entre él y el río. Neal mantuvo la pistola apuntada contra el pecho de Simms, una diana más sencilla que su cabeza.

—Imposible fallar desde aquí —dijo.

—Pues dispara.

Neal tensó el dedo sobre el gatillo. Lo suficiente como para que Simms entrara en acción. Se abalanzó sobre él como si tuviera muelles en las piernas. Se le echó encima con fuerza y brusquedad, agachando la cabeza y estirando los brazos hacia el pecho de Neal.

El pecho de Neal ya no estaba allí. Neal se había arrojado de bruces al suelo medio segundo después de haberse marcado el farol del gatillo. Lo único que golpeó Simms fue el aire y después el agua.

Neal vio cómo la corriente se llevaba a Simms.

Neal subió apresuradamente las escaleras, atravesó el jardín y llegó hasta el monasterio. Fue a su habitación y metió un par de cosas en su bolsa. Después fue a la habitación de Wu y llamó a la puerta.

Wu abrió completamente grogui y Neal lo metió de un empujón en la habitación.

—¿Está borracho? —preguntó Wu.

—¿Dónde está la Ceja del Gusano de Seda?

—¿Qué?

—¿Dónde está la Ceja del Gusano de Seda?

—¿En el gusano de seda?

—No, es una montaña. En chino, ¿qué es la Ceja del Gusano de Seda?

Wu se despabiló al fin.

—¡Oh! El monte Emei. Emei significa «gusano de…».

—¿Está lejos?

—No demasiado. Puede que a unos diez o veinte li.

—Quiero ir allí, ahora mismo.

—No es posible, ni ahora ni en ningún otro momento. Ni hablar.

—Tengo que ir allí.

—No puedo llevarle. Me causaría graves problemas.

—Diles que te obligué.

Wu rió por lo bajini.

—¿Cómo va a obligarme?

Neal sacó la pistola de su chaqueta y apuntó contra la nariz de Wu. Wu no sabe que soy un rajado con las pistolas, pensó.

—Está loco —dijo Wu.

—Estará bien que lo tengas en mente. Ahora vamos a despertar al chófer para que nos lleve al monte Emei.

Wu aleteó las manos con frustración.

—¿Por qué quiere hacer esto?

—Porque estoy loco. Tienes un minuto para vestirte. Venga.

Wu se vistió y guió a Neal hasta el cuarto del conductor. Neal saludó al chófer con la pistola y le mantuvo continuamente apuntado mientras Wu le explicaba la situación. El chófer sonrió calmadamente hacia Neal y se encogió de hombros.

—¿Emei? —preguntó.

—Emei.

El chófer se puso los zapatos. Cinco minutos más tarde estaban en el coche. Neal se acomodó en el asiento de atrás y mantuvo la pistola pegada contra la cabeza de Wu.

Llegaron a las faldas del monte Emei justo cuando comenzaba a salir el sol.