Neal Carey levantó los ojos hacia Buda.
Buda no le devolvió la mirada. Buda se limitó a seguir allí sentado, con la mirada serenamente perdida en el horizonte, más allá del río, e ignoró a Neal por completo. Buda medía setenta metros de altura y estaba hecho de piedra. Buda había sido tallado en un acantilado de roca roja que se elevaba directamente sobre el ancho río Min.
Neal estaba de pie sobre el enorme dedo gordo del pie de Buda. Le acompañaban Wu, Peng y un par de soldados del EPL. Había espacio de sobra.
—Un Buda muy grande —dijo Neal estúpidamente.
—Es el Buda sentado más grande del mundo —dijo Wu.
—Reliquia de un pasado supersticioso —dijo Peng.
—¿Dónde está la estatua de Mao? —preguntó Neal—. ¿Río arriba? ¿Junto a un conjunto escultórico de la Banda de los Cuatro?
Neal había retomado su campaña de «Vamos a cabrear a Peng». Este le había sacado de Dwaizhou como si pretendiesen escabullirse sin pagar la cuenta. Condujeron aproximadamente una hora hasta llegar a la ciudad industrial de Leshán, un baluarte chato y gris plantado en mitad de la gran llanura aluvial, donde subieron a bordo de un ferry con el que cruzaron el río. El ferry les había dejado en el pie derecho de Buda.
—No existe estatua alguna de la Banda de los Cuatro —dijo Peng—. Traicionaron al presidente Mao.
—Sí, obedeciendo sus órdenes.
Neal se volvió para admirar el río, moteado con barcos de pesca. Los pescadores maniobraban entre los remolinos de la corriente con grandes pértigas que eran a la vez remo y timón, al tiempo que mantenían precariamente el equilibrio sobre la popa de sus pequeños botes. Los barcos más grandes tenían tripulaciones de remeros para luchar contra la rápida corriente. El río Min era engañoso. De lejos le había parecido perezoso y embarrado. De cerca se le antojó peligroso, casi maligno, y no le extrañó que los lugareños hubieran tallado un enorme Buda para que velara sobre ellos en el gran río.
—¿Le gustaría ver la cabeza del Buda? —preguntó Wu.
Subieron una escalera blanca de madera que ascendía junto al brazo derecho de Buda y terminaba a la altura de su cabeza en una amplia plataforma con barandilla. Neal se plantó a unos seis metros de su ojo izquierdo, que tenía aproximadamente el tamaño de una pequeña embarcación, y contempló el rostro de Buda. Ciertamente era sereno, eso tenía que reconocerlo. Por supuesto, cualquier objeto así de grande, hecho de piedra y con una antigüedad de casi mil años tenía motivos de sobra para conservar la serenidad. Y Buda disfrutaba de una bonita vista. Tanto el amplio río como el valle se extendían directamente frente a sus pies, y si Buda hubiese desplazado los ojos hacia la derecha o hacia la izquierda, se habría visto obsequiado con la espectacular visión de unos espectaculares acantilados rojos rematados con exuberante vegetación.
Salvo por las grandes chimeneas que asomaban tras las grises murallas de Leshán y las chimeneas algo más pequeñas de las escasas lanchas que navegaban por el río, el paisaje no había cambiado gran cosa para Buda durante el último milenio.
Y aunque Buda había visto muchos cambios en China en un millar de años, también había visto muchas cosas seguir exactamente igual.
—¡Es hermoso! —dijo Wu.
—¿No habías estado aquí nunca? —preguntó Neal.
Wu susurró:
—Hasta ayer jamás había salido de Chengdú.
Era curioso, pensó Neal, de pie junto a aquella gigantesca cabeza, contemplando los enormes ojos perpetuamente abiertos. Ligeramente absurdo e impresionante al mismo tiempo. Se preguntó el nivel de fe necesario para tallar algo tan descomunal en la cara de un acantilado peligroso sobre un río peligroso.
—¿Qué tal se las apañó este Buda durante la Revolución Cultural? —preguntó Neal.
Vio que Peng apretaba la mandíbula.
—El Buda en sí quedó intacto. Pero el templo y el monasterio que tenemos detrás —dijo Peng, señalando hacia un cuidado bosque— sufrieron abundantes daños que todavía están siendo reparados.
—¿Por qué no maltrató la Guardia Roja al Buda?
—Les dio miedo —dijo Wu.
Yo también tendría un miedo de la hostia, pensó Neal. Una sola mirada de esos ojos pétreos me detendría en seco. Eso por no mencionar la posibilidad de despeñarse y caer sesenta metros hasta ir a parar a esas corrientes. Aquí el viejo Buda no ha aguantado mil años precisamente por ser un blanco fácil.
—Así que no tuvieron huevos de ponerle un gorro de burro al viejo Buda, ¿eh?
La mirada malhumorada de Peng cortó en seco la risa nerviosa de Wu.
—Creo que deberíamos acomodarle en su cuarto —dijo Peng—. El chófer nos espera allí con el coche.
—¿Voy a alojarme en un garaje?
—Se va a alojar en la posada del monasterio. Está detrás del templo, entre esos árboles.
—¿Y ustedes dónde se van a alojar?
—La posada es para invitados extranjeros, pero el señor Wu se quedará con usted para servirle de traductor. Yo me alojaré en unas instalaciones cercanas del Partido.
—Le echaré de menos.
Peng sonrió.
—Será solo una noche. Esta tarde le acompañaremos a dar un paseo y le llevaremos a cenar.
Estupendo.
—Luego, mañana, podrá emprender el viaje de regreso a casa.
Vaya, se te ha escapado ese pequeño detalle, ¿verdad? Vaya, vaya, vaya… de modo que ya has averiguado lo que fuese que querías averiguar. ¿Qué podría ser? He visto a Li Lan y he mantenido cerrado el pico, no me he puesto a chillar sobre ella ni sobre el doctor Robert Pendleton… y eso es lo que necesitabas saber. Que estoy derrotado… que no quiero más líos… que voy a ser un buen chico… que puedes secuestrar a Pendleton y salirte con la tuya sin que aquí Tar Baby diga ni pío.
Y por eso era por lo que Lan me había advertido. Sabía que si abría la boca me quedaría aquí para siempre. Vaya, gracias, Li Lan.
¡¿Gracias, Li Lan?! Pero ¡¿qué coño estás diciendo?! ¡Fue ella quien te dejó abandonado en la mierda para empezar, ¿y ahora te reconcome la gratitud porque te rescató?! ¿Y cuál es su historia? ¿Qué había dicho Olivia Kendall sobre los cuadros de Lan? ¿Alguna pedorrez pretenciosa sobre «la dualidad de las imágenes espejo que reflejan a la vez conflicto y armonía»? Ya puedes decirlo. Lo que pasa es que es una jodida esquizofrénica. No me extraña que Pendleton esté tan encoñado, ha encontrado un harén de una sola mujer.
Bueno, pues se la puede quedar. Yo me largo de aquí.
Pero antes, el monasterio.
Neal siguió a sus guardias-guías por detrás de la cabeza del Buda, donde el acantilado se allanaba formando una meseta arbolada. Un enorme templo, construido enteramente de madera oscura, se fundía con el bosque como una sombra. Al otro lado del templo se extendía un gran jardín de serpenteantes senderos y Neal solo fue capaz de orientarse mirando por encima del hombro, en dirección a la nuca de Buda. Bambú, helechos y enredaderas competían por el espacio bajo un dosel de abetos, y el jardín se hallaba sumido en sombras incluso al mediodía. El sendero les condujo más allá de otros dos templos más pequeños hasta llegar a otra construcción de madera que parecía un barracón. Alrededor de aquellos edificios vieron a varios monjes vestidos con togas marrones enfrascados en sus tareas, así que Neal adivinó rápidamente que aquello era el monasterio. El sendero terminaba en una entrada circular.
Neal esperaba algo lúgubre, pero la posada del monasterio resultó ser muy alegre. Entraron en un patio cuadrado y descubierto, delimitado por edificios de madera de tres plantas. Cada piso tenía un balcón que recorría todo el costado del edificio, protegido por un alpendre de tejas negras. Había unas ocho habitaciones por planta.
Un estanque dominaba el centro del patio. Pasaderas y puentes de arco permitían el paso entre los altos helechos y estatuas de piedra de ranas y dragones. Los carpines se ocultaban bajo los puentes o remoloneaban perezosamente bajo enormes nenúfares.
Pequeños palios, similares a pulcras cuevas, se sucedían intercalados entre las habitaciones de la planta baja. Altos jarrones sellados hacían las veces de taburetes alrededor de unas mesas circulares, y Neal supuso que aquellos refugios estaban pensados para tomar té en el patio a resguardo de las frecuentes lluvias.
Todo el efecto era opulento, hospitalario, místico y decadente.
La habitación de Neal estaba en el último piso. Era pequeña, pero limpia y cómoda. Una mosquitera cubría el kang. Para lavarse, había una pila y dos jarras, una de agua fría y otra de agua caliente. Sobre la mesita de noche le habían dejado un termo con agua caliente, una taza con tapa y una tetera con té verde. Había una silla y un pequeño escritorio. Una ventana daba al patio. Otra, en el extremo opuesto de la habitación, tenía vistas al bosque y los tejados del templo. La habitación no disponía de baño, pero cuatro puertas más allá había un escusado. Contenía un cuarto con retretes y otro con grandes tinas de madera de cedro.
Neal se aseó y después se unió a Wu y a Peng para un rápido almuerzo consistente en pescado, arroz y verduras. Tras la comida, volvieron sobre sus pasos a través del laberinto del jardín hasta llegar a la cabeza del Buda y después siguieron un sendero que bordeaba el acantilado sobre el río. Se dirigían a otro gran monasterio situado río arriba, a unos cinco kilómetros. Neal alcanzó a ver su tejado, que asomaba entre los árboles de un otero, lanzando reflejos dorados al sol.
Me pregunto qué querrán que vea allí, se preguntó Neal. A lo mejor Mao sigue vivo y se ha hecho monje y quieren comprobar si esta vez también mantengo la boca cerrada.
Mao no estaba allí. O, si estaba, Neal no le vio. Lo que sí vio fue el espectacular paisaje del valle del río Min desde un quiosco en lo alto del otero y la colección habitual de santos budistas que albergaba el templo, aunque ninguno de ellos era Mao y Neal se mostró impaciente por seguir camino.
Posó para las típicas fotos de turista: en el quiosco, en el templo, en el camino de regreso hacia el Buda, de pie sobre la uña del dedo gordo del pie de Buda, junto a la cabeza de Buda. Perfeccionó la agarrotada sonrisa del turista, la artificial postura del «Aquí estoy en ______» y el clásico perfil con la mirada perdida en lontananza. Se le hizo extraño. Después de todo, se había pasado la vida intentando no salir en fotografías y ahora allí estaba, posando. Pero sabía que los chinos las necesitarían para reforzar la tapadera de Frazier, de modo que posó, sonrió y miró en lontananza.
Finalmente el sol se ocultó por detrás de la cabeza de Buda, poniendo fin a la sesión de fotos, y tras una austera cena en el monasterio, Peng tomó su cámara y se marchó. Neal y Wu se dirigieron hacia uno de los palios del patio y compartieron un té y algo de charla sobre Twain, hasta que Neal alegó fatiga y dio las buenas noches.
Prendió la lámpara de keroseno de su cuarto, se sirvió una taza de té y le dedicó más o menos una hora al Random. Le costó mucho concentrarse. ¿De verdad ha acabado todo esto?, se preguntó. ¿De verdad emprenderé mañana el viaje de regreso a casa? Y luego ¿qué? ¿Qué dirá Amigos? La he cagado a base de bien con este trabajo y es improbable que me vayan a recompensar pagándome el doctorado. No, eso se acabó. Bueno, todavía me queda algo de dinero en el banco, a lo mejor podría ir a algún otro sitio. Ya, claro, con un historial académico repleto de «incompletas».
¿Y qué dirá Graham? Probablemente esté tan preocupado que haya acabado por hacerse un agujero en la mano de verdad de tanto restregársela con la de goma. Se alegrará de verme, pero su cabreo también será considerable. A lo mejor puedo compensarle de algún modo.
Así que saldré de aquí, volaré hasta Vancouver, llamaré a papá y veré en qué situación me encuentro. Probablemente lo mejor será seguir viaje, regresar a la casa del páramo al menos un par de semanas e intentar aclararme la cabeza respecto a unas cuantas cosas.
Como Li Lan.
Sí, reconócelo. Prácticamente todo lo que te ha pasado en esta patética misión ha sucedido porque te obsesionaste con Li Lan. Te emborrachaste e hiciste el ridículo en casa de los Kendall; llegaste, por así decirlo, con una mano delante y otra detrás a Hong Kong, donde te metiste no en una sino en dos trampas para luego ser llevado en volandas hasta la República Popular China, todo porque estabas pensando en ella en vez de en tu tarea. Ahora Pendleton podrá pasarse el resto de su vida trabajando para los chinos mientras que tú has echado a perder tu supuesta carrera. Y todo ¿por qué? Porque estás enamorado de Li Lan.
Y eso es lo más patético de todo, pensó. Que todavía sigo enamorado de ella.
Neal se levantó de la silla. Estaba demasiado alterado para trabajar, demasiado tenso para dormir y no tenía alcohol. Siempre podía ir a ver al Buda.
Una espesa niebla se había condensado en el aire nocturno y las teas apenas bastaban para iluminar el patio. Encontró la puerta y avanzó a tientas por el jardín. Los monjes habían colocado antorchas en grandes soportes de piedra alrededor del Buda y Neal apenas alcanzaba a distinguir el contorno de su cabeza mientras se aproximaba.
De modo que, cuando vio a la mujer, tardó un minuto en decidir que realmente era Li Lan.
Estaba de pie en medio de la gris neblina, de espaldas al Buda gigante. Llevaba una chaqueta de seda negra y pantalones negros. El pelo, largo y liso, con una peineta roja prendida en el costado izquierdo. Se había puesto una delicada sombra de ojos y se había pintado los labios con carmín rojo. Tenía las manos unidas delante de los muslos.
Ella le vio primero y permaneció inmóvil hasta que la hubo reconocido.
—He venido a buscarte —dijo Li Lan.
Un dolor tangible atenazó el pecho de Neal.
—¿Por qué?
—Deseo explicarme.
—Desde luego me gustaría oírlo.
—¿Podemos pasear?
—Espera un momento. ¿Quieres que te siga por otro sendero oscuro? ¿Qué es lo que me espera esta vez? ¿Tíos con cuchillos? ¿Una jaula de bambú? ¿O una bonita caída al río?
Li Lan agachó la cabeza. Neal alcanzó a ver las lágrimas que se acumulaban en sus ojos y después caían rodando. Es buena, pensó. Es muy buena.
—No tienes ningún motivo para confiar en mí —dijo ella.
—Ya lo puedes decir.
Li Lan le miró a la cara.
—Elige tú el camino —sugirió.
—Date la vuelta. Levanta los brazos por encima de la cabeza.
La cacheó. Ni cuchillos ni pistolas. Pero tampoco había necesitado cuchillo ni pistola para asestarle a Ben Chin un puntapié en la cabeza que lo había arrojado contra la pared. Las manos de Neal comenzaron a sudar mientras la tocaba. Se notó inquieto y no le gustó.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Li Lan.
—Dicen que mañana me vuelvo a casa. Solo estoy intentando asegurarme de que no sea a la casa del Señor.
—No voy armada.
—Eres un arma.
—Solo quiero hablar.
Neal la hizo volverse, lo cual fue un error porque entonces pudo verle los ojos. Le arrebataron gran parte de su resolución.
—Pues habla —dijo.
—Aquí no.
—¿Por qué aquí no?
—Es peligroso.
Bueno, no querremos hacer nada peligroso así de repente, ¿verdad?
—¿Dónde, entonces?
Fue una pregunta retórica, puesto que Neal Carey no pensaba seguirla a ningún sitio.
—¿A lo mejor en tu habitación?
Salvo quizás hasta allí.