Su desayuno llegó poco antes del amanecer, así que, fuese lo que fuesen a hacer con él, tenían prisa por comenzar.
El café se le subió directamente a la cabeza, agarró su resaca y le soltó un par de bofetadas. Las palpitaciones desaparecieron. A Neal le quedaba lo suficiente de católico como para sentirse mejor tras haber soportado aquella penitencia. Cuesta adivinar qué es lo que más disfruta un irlandés, reflexionó, si la borrachera o la resaca.
Wu parecía ligeramente indispuesto cuando asomó por la puerta, y su sonrisa más bien forzada. Se había vestido para ir al campo con una camisa blanca de manga corta y pantalones marrones de algodón, aunque seguía calzando los mismos rígidos zapatos negros de cuero. En el brazo llevaba un anorak azul de nailon y un llamativo petate amarillo también de nailon.
—Buenos días —dijo.
—Menuda noche.
—Oh, sí.
—¿Te apetecen unos huevos?
Wu puso una mueca de repugnancia y horror.
—¿Café?
—Probaré un poco. Pero debemos darnos prisa.
Se dieron prisa y en diez minutos estaban en el coche. A Neal le sorprendió ver a Peng en el asiento trasero. Wu se sentó delante, con el chófer.
—¿Tiene usted coche? —le preguntó Peng a Neal, al parecer como forma de saludo.
—No.
—Creía que todos los norteamericanos tenían coche propio.
—Y yo creía que todos los chinos juegan al ping-pong. ¿Juega usted al ping-pong?
—Se me da bastante bien.
—Bueno, pues a mí se me da muy mal conducir.
—Está bromeando.
—Vale, deje que me ponga al volante.
El chófer metió la primera y salió del aparcamiento antes de que Peng pudiera aceptar la oferta de Neal. Tomaron South Renmin Road y se dirigieron hacia el sur. La ruta los llevó por varios suburbios industriales hasta más allá del aeropuerto y pronto se encontraron en el campo.
—¿Cuánto dura el trayecto? —preguntó Neal.
—Unas tres horas —respondió Wu automáticamente, antes de mirar con deferencia a Peng.
—Tres horas —dijo este.
—Tres horas pues —dijo Neal—. ¿Quién ha traído las cartas?
—Quizá —dijo Peng— haría mejor aprendiendo de los campesinos que perdiendo el tiempo en decadentes pasatiempos burgueses.
Tío, menudo vocabulario para un tipo que ni siquiera hablaba inglés hace tan solo un día. Y no me llames burgués. En el barrio donde me crié, burgués era cualquiera que llevara menos de dos meses de retraso en el alquiler.
—Claro. ¿Qué le gustaría que aprendiese?
—Lo que significa tener que trabajar para obtener comida.
Nunca has trabajado para Joe Graham, colega.
—¿Sabe usted, señor Peng, lo que significa trabajar para obtener comida?
—Mis padres eran campesinos. ¿Y los suyos?
Wu intervino:
—¿Se ha fijado en las moreras, señor Frazier? Los gusanos de seda se alimentan…
—Supongo que sus padres eran intelectuales —dijo Peng, pronunciando la palabra «intelectuales» como si oliera mal.
—Claro. Mi madre se graduó Summa Cum Pico en la Universidad de la Jeringuilla y mi viejo daba conferencias de una sola noche.
—Es usted muy grosero, señor Carey.
—Frazier. Me llamo Frazier.
Peng le clavó una de aquellas miradas láser, de las que pretenden atravesarte a fuego. Neal estaba descubriendo que la gente en China era o muy tranquila o muy irritable, sin demasiado punto intermedio. Neal pretendía llevar al señor Peng hasta el límite de su irritación. La gente muy enojada comete errores muy estúpidos.
—Gracias por corregirme —dijo Peng—, señor Frazier.
—No hay de qué. Simplemente no quiero que me vuelvan a joder vivo porque alguien es descuidado.
Wu empezó a revolverse incómodamente en el asiento delantero. Intentó decir algo para cambiar el tema de conversación, pero no se le ocurría nada inteligente.
—Bonito país —dijo Neal, dándole la espalda a Peng y mirando por la ventana.
El terreno era llano durante aproximadamente kilómetro y medio a ambos lados de la estrecha carretera. Pequeños diques, con altas y esbeltas moreras, dividían los arrozales en marcados patrones geométricos. En lontananza, una cadena montañosa se alzaba sobre la llanura. Las ordenadas hileras de bancales hacían que las colinas parecieran casi pirámides de Centroamérica cubiertas de vegetación.
—Té —explicó Wu—. Algunos de los mejores tés del mundo proceden de estas colinas. ¿Ha oído hablar del té oolong?
—Creo que sí.
—Se cultiva ahí.
—¿Es lo que solíais entregarnos a cambio del jaco?
Neal vio que Peng se revolvía ligeramente.
—¿«Jaco»? —preguntó Wu.
—El opio.
—Ah, sí.
—Aquí había mucho enganchado a la pipa, ¿verdad? ¿Drogadictos?
Peng miró directamente al frente mientras decía:
—El problema de la adicción al opio, creado por los imperialistas extranjeros, ha sido erradicado de la República Popular China.
—Ya, bueno, a base de dispararles en vez de chutarles…
—Los tratamos de manera muy parecida a como lo tratamos a usted después de que hubiera contraído la enfermedad de la adicción en el enclave capitalista de Hong Kong.
—No pensaba que tuvieran tantas habitaciones de hotel.
—El té oolong se exporta a todo el mundo —dijo Wu.
El paisaje parecía puntuado por estanques ovalados del tamaño de grandes piscinas.
—Piscifactorías —dijo Wu—. Una fuente excelente de proteínas.
—Todo el espacio debe ser aprovechado —explicó Peng.
Eso desde luego es verdad, pensó Neal. Hasta donde le alcanzaba la vista, veía la tierra aprovechada de un modo u otro. La mayor parte del llano había sido inundada para cultivar arroz y las colinas estaban cubiertas de bancales que llegaban hasta la misma cima. Cada oquedad parecía contener un estanque y los huertos ocupaban cualquier espacio libre entre unos y otros.
—China tiene cuatro veces la población de Estados Unidos, pero solo un tercio de la tierra cultivable —dijo Wu—. Gran parte de China es desierto o montaña. De modo que debemos hacer el mejor uso posible de toda la tierra cultivable. La provincia de Sichuan es llamada a menudo la Cuenca Arrocera de China, porque es una llanura fértil rodeada por altas montañas. Ahora se encuentra usted en pleno centro de la Cuenca Arrocera.
—Es hermosa —dijo Neal, dirigiéndose exclusivamente a Wu.
—Sí que lo es —respondió Wu alegremente.
Era tan hermosa que Neal se olvidó de chinchar a Peng durante un rato para limitarse a disfrutar del paisaje. No había visto espacios tan abiertos desde sus días en los páramos de Yorkshire, días que ahora le parecían un recuerdo lejano. Y a pesar de que los páramos eran vastos y solitarios, la llanura de Sichuan era vasta y poblada. No estaba masificada, pero desde luego sí ocupada. Hileras de campesinos se desplazaban lentamente a través de los arrozales, niños guiaban a búfalos sobre los diques, hombres con grandes sombreros de paja empujaban carretillas sobre estrechos caminos de tierra. Ancianas con la cabeza envuelta en turbantes negros permanecían sentadas junto a los huertos fumando pipas de larga boquilla mientras ahuyentaban a los pájaros. Mujeres más jóvenes, muchas de las cuales acarreaban bebés metidos en capazos sujetos a la espalda, apilaban montones de cascarilla de arroz junto a la carretera. Igual que se aprovechaba hasta el último centímetro de tierra, pensó Neal, hasta la última persona sobre ella debía tener una utilidad.
Y allí donde los páramos eran pardos, el sudoeste de China era verde. Los arrozales eran verdes, los huertos eran verdes, las colinas de té en el horizonte eran verdes. Aquí y allá un tejado de hojalata desprendía un destello plateado, o un estanque centelleaba azul, pero eran como botones en una gigantesca capa esmeralda.
—El arroz de esta zona —dijo Wu— produce dos cosechas al año, de modo que los campesinos siempre están ocupados plantando, recolectando o cuidando los campos. ¡Dos cosechas al año es algo maravilloso! ¡Si alguna vez encontrásemos una manera de cultivar tres, ningún estómago gruñiría jamás en China!
Se rió ante lo que parecía ser un viejo chiste.
—Tres cosechas —farfulló Peng—. Un típico sueño sichuanés. No necesitamos más cosechas, necesitamos más fábricas.
Al cabo de un par de horas, alcanzaron una cerrada curva en la carretera, junto a la que se arracimaban una pequeña tetería y un par de cabañas.
—¿Necesita ir al baño? —le preguntó Wu a Neal.
—No me importaría.
Wu le guió hasta la parte trasera de la tetería. Una valla de bambú protegía el excusado de la vista. El retrete era una zanja abierta de unos noventa centímetros de hondo, excavada en ángulo de tal manera que la orina cayera siguiendo la inclinación pero las heces permanecieran. Neal descubrió el mecanismo de la operación mientras aliviaba su vejiga del café de aquella mañana y Wu se acuclillaba para algo más serio.
—¿Qué hacen —preguntó Neal—, quemarlo todas las noches?
—Oh, no. Las heces son un buen fertilizante. Los recogedores de estiércol vienen por la noche con cubos y lo trasladan a los campos.
—¿Hay mucha competencia para hacerse con el puesto?
—Es un trabajo asignado por clase. —La voz de Wu se redujo hasta un susurro—. Muy a menudo, queda en manos de intelectuales exiliados de la ciudad y de sus familias. Mi padre fue recogedor de estiércol cuando salió de la cárcel.
—¿Es un castigo?
—En realidad no. La gente de ciudad carece de los conocimientos necesarios para cultivar y esta es una tarea simple que pueden hacer sin problemas. En cualquier caso, es un trabajo muy duro.
Así que, después de un par de miles de años soportando las mierdas de los acomodados, pensó Neal, ahora los campesinos se la estaban devolviendo, literalmente.
—En China no podemos desperdiciar nada —dijo Wu—. ¿Qué hacen ustedes con la mierda en Estados Unidos?
—La enviamos a Washington.
—Es una broma.
—Dímelo tú.
Wu se incorporó y se subió los pantalones.
—Y, sin embargo, purgaron al presidente Nixon y lo exiliaron al campo.
—No creo que ande por ahí acarreando cubos de mierda por las noches, por muy atractiva que sea la imagen.
—El presidente Nixon es un gran hombre. Deberían ustedes rehabilitarlo.
Las cosas que llega uno a oír en los retretes.
—A lo mejor si corrige su modo de pensar… —respondió Neal—. ¿Peng mea alguna vez o es de verdad un robot?
—No debería usted pelearse con el señor Peng. Es un hombre importante.
—Precisamente por eso me peleo con él, Xiao Wu.
—No lo entiendo.
Tampoco yo, Wu, pero estoy empezando a entenderlo.
—Sede del Comité Central de la Brigada de Producción Dwaizhou —tradujo Wu, leyendo la señal del cruce.
Neal no vio nada que se pareciera ni remotamente a la sede de un comité central de una brigada de producción, solo una carretera de tierra larga y recta que discurría a través de arrozales y trigales hasta desaparecer bajo unas pequeñas colinas en el horizonte.
Avanzaron por la carretera unos cinco kilómetros antes de llegar hasta una curva en forma de S que atravesaba un bosquecillo. Al otro lado del mismo, la carretera se hundía en un valle en el que Neal alcanzó a ver varias aldeas, una docena de silos de cemento para el grano y un grupo de edificios más grandes que se asemejaban al distrito administrativo de una ciudad: la Sede del Comité Central de la Brigada de Producción.
El coche entró en un aparcamiento situado delante del edificio más grande. Una especie de comité de bienvenida recibió a Neal con amplias sonrisas y una serie de reverencias mientras salía del coche.
—Señor Frazier, le presento al señor Zhu —dijo Wu.
—Bienvenido, bienvenido —dijo Zhu.
—Muchas gracias —respondió Neal—. Xie xie ni.
Zhu sonrió ante el intento por parte de Neal de hablar chino, le agarró suavemente de la muñeca y repitió:
—Bienvenido, bienvenido.
Que empiece el juego, pensó Neal mientras miraba a su alrededor, observando su nuevo entorno. El edificio que tenía delante de él era una estructura de hormigón y ladrillo, de tres plantas de altura, con unas anchas escaleras rematadas por un amplio descansillo. A la izquierda, a unos trescientos metros de distancia, había un edificio de ladrillo de una sola planta que parecía un comedor. A su izquierda, rodeada por un patio de cemento con varias mesas de hierro forjado protegidas por sombrillas, había una piscina.
—¿El señor Zhu habla inglés? —le preguntó Neal a Wu.
—Solo «bienvenido, bienvenido».
—¿Por qué me agarra de la muñeca?
—Le ha caído bien. Es un gesto tradicional de bienvenida en esta parte del país.
—¿Quién es?
—El responsable de la brigada de producción.
—Parece demasiado joven.
—Todo el mundo le llama «Viejo Zhu».
El viejo Zhu condujo a Neal hasta el patio, metió la mano en un barril y extrajo una caña de pescar de bambú que a continuación le entregó. Señaló la piscina y Neal vio que en realidad no era una piscina, sino un estanque. Una inspección más detallada reveló que estaba abarrotado de carpas; todo el fondo del estanque parecía moverse.
Zhu cogió otra caña, ensartó una gran miga de pan con el anzuelo y lo echó en mitad del estanque. Una carpa mordió de inmediato. Zhu recogió el carrete, sacó el pez, le quitó el anzuelo y se lo entregó a un joven que aguardaba a su lado solo para tal propósito. El muchacho se dirigió corriendo hacia el comedor con el pescado. Zhu le hizo un gesto a Neal para que hiciera lo mismo, y para cuando Neal hubo terminado de ponerle el cebo al anzuelo, Wu y Peng ya habían sumergido sus sedales y estaban esperando atentamente a que las carpas picaran. A Neal se le ocurrió pedir un rifle para que fuese exactamente como disparar contra peces en un barril, pero no quiso herir los sentimientos de Zhu. De modo que hundió el anzuelo y lo vio golpear contra la cabeza de una carpa. El pez tanteó el cebo sin demasiado entusiasmo y Neal observó a Wu lanzar un grito de alegría mientras este sacaba su captura del agua. Peng también pescó una carpa y rompió su rígida pose con un alarido de triunfo mientras el muchacho regresaba corriendo del comedor para recoger la pesca del día.
Muy propio de mí tener la suerte de ir a dar con una carpa racista, pensó Neal.
—¡Pescado fresco para comer! —le gritó Wu.
—¡Estupendo! —respondió Neal, deseando fervientemente que no fueran a cazar cerdo fresco para la cena.
Encaminaron sus pasos hacia el comedor: un rectángulo utilitario con suelo de linóleo y mesas de madera. El pescado fue cocinado rápidamente y se lo comieron acompañado de unas verduras que Neal no reconoció y varios cuencos de arroz blanco. Algunas botellas de cerveza realizaron una rápida aparición y, en el calor de la tarde, desaparecieron con la misma presteza. Peng, que apenas la noche anterior había anunciado que no bebía cerveza, apuró una sin demasiadas dificultades. Tras la comida, el grupo se desplazó a una sala de reuniones situada en la segunda planta del edificio principal para que Zhu pudiera responder las preguntas del señor Frazier acerca de la Brigada de Producción Dwaizhou.
Neal no hizo la única pregunta que de verdad le interesaba: ¿qué pinto yo en la Brigada de Producción Dwaizhou? En cambio, lanzó una batería de interpelaciones y asintió sensatamente como si comprendiese o incluso le importasen las preguntas que Wu se esforzaba por traducir. ¿Qué rendimiento anual tienen los arrozales? ¿Cuánta gente trabaja en la brigada? ¿Cuántas familias? ¿Cómo está organizada? ¿Qué otros productos cultivan además del arroz? ¿Cuántos cerdos? ¿Cuántos pollos? ¿Cómo se produce la seda?
Zhu parecía particularmente orgulloso de su nuevo proyecto de piscifactorías y les explicó que el estanque que habían visto solo estaba pensado como una actividad recreativa para los delegados del Partido; los verdaderos estanques se vaciaban con redes y estaban suponiendo un gran logro. Neal dijo que le gustaría verlos y fue recompensado con una enorme sonrisa y la promesa de que así lo harían, aquella misma tarde.
Hasta Peng parecía satisfecho con la actuación de Neal, asintiendo e incluso sonriendo ante sus preguntas, para luego asentir vigorosamente ante las respuestas de Zhu y escuchar con suma atención la traducción de Wu. Aparentemente quedó tan maravillado con todo el espectáculo que repartió cigarrillos entre los presentes. Los tres chinos fumaron solemnemente mientras Neal chupaba un caramelo.
A Neal también le pareció que el número les había quedado muy bien, particularmente los elocuentes soliloquios sobre agronomía del señor Zhu. El tipo parecía realmente apasionado por la agricultura en general y por aquella granja en particular. Hablaba de los incrementos en la producción de alimentos con chiribitas en los ojos y se volvía taciturno y apenado cuando lamentaba la falta de fertilizantes y maquinaria moderna. Neal llegó a la conclusión de que o Zhu era un actor de primera —una especie de Mr. Green Jeans oriental— o no estaba al tanto de la farsa del «señor Frazier».
¿Y por qué iba a estarlo?, se preguntó Neal. Tampoco yo acabo de entender la farsa del «señor Frazier» y eso que soy el «señor Frazier».
—¡De verdad que quiero ver las piscifactorías! —dijo Neal antes de que los chinos pudieran encender otra ronda de pitillos.
Vio los estanques de carpas, en realidad enormes tanques cuadrados de cemento con pasarelas de madera. Vio los arrozales, donde aprendió cómo se plantaba, cosechaba, descascarillaba, empaquetaba y transportaba el arroz. Vio campos de trigo, sorgo y girasoles, y fue instruido en el bello arte de comer pipas escupiendo la cáscara. Vio estanques para patos, gallineros y porquerizas, y aprendió que el cerdo era un elemento integral de la dieta china. Vio un búfalo de agua, acarició a un búfalo de agua y montó reticentemente a lomos de un búfalo de agua mientras su pequeña propietaria sollozaba preocupada por lo que pudiera pasarle a su mascota. Vio un terreno de veinte acres sin cultivar —bosque y broza— y aprendió que había sido preservado para refugio de los conejos, los cuales se criaban para la caza. Vio a una partida de cazadores, armados con antiguos rifles de culata curva y carga frontal, adentrarse en el bosque y emerger con varios conejos. Vio el complicado, integrado y enorme esfuerzo que debían realizar los lugareños de aquella zona para alimentarse e intentar conseguir acumular unos cuantos víveres a finales de cada año. Vio la tranquila belleza del espacio rural.
Vio un taller de reparaciones donde los mecánicos reutilizaban viejas camionetas y tractores en beneficio de las nuevas camionetas y tractores. Vio una clínica en la que una «doctora descalza» —una paraprofesional— atendía a los enfermos mediante una combinación de acupuntura, hierbas tradicionales y escasos productos farmacéuticos traídos de Occidente. Vio una escuela en la que maestros y maestras manejaban a enormes grupos de niños uniformados sin tensión aparente. Vio la obra que los chicos de primaria habían preparado en su honor, un encantador montaje de canciones, baile y desfile que le hizo reír y le conmovió al mismo tiempo.
Vio a Li Lan.
Estaba en un aula, inclinada sobre una niñita, guiando su mano y su pincel sobre una hoja de papel en blanco. Vestía una blusa sencilla y holgada y unos pantalones Mao azules, y calzaba sandalias de goma. No llevaba maquillaje y se había recogido el pelo en dos coletas con cintas rojas. Alzó la mirada, vio a Neal y negó con la cabeza de manera casi imperceptible.
Neal pasó a la siguiente aula.
Porque entonces lo entendió. No todo, pero lo suficiente. Caminó como un sonámbulo el resto de la visita, encajando todas las piezas en su cabeza. No sabía dónde encajaba todo el mundo, pero al menos ahora sabía lo que debía hacer.
Nada.
Nada, se dijo para sí. No hagas nada y simplemente cierra el pico.
Algo que no había hecho nunca.
Neal finalmente adivinó cómo funcionaba la lámpara de queroseno y después se echó en la cama. ¿Cómo la llamaban? Kang. Un colchón de paja sobre una baja plataforma, cubierto con un edredón de algodón e increíblemente cómodo. Zhu le había ofrecido alojarle en el pequeño club recreativo reservado para los oficiales, pero Neal optó por quedarse en una típica casa de campesino. De modo que los chicos le condujeron hasta el centro de la comuna y lo dejaron con una amable familia, cuya casa tenía un patio interior lleno de pollos y cerdos, un gran horno de carbón y una docena de críos que jugaron con él hasta que se hubo servido la sencilla cena y se fueron a la cama. Neal había caminado un millón de kilómetros por toda la comuna y su cuerpo ansiaba dejarse mecer por los brazos de Morfeo, pero su mente se negaba a parar.
Así que Li Lan había conseguido llegar a casa, pensó. Su casa era Sichuan, donde había aprendido a cocinar —qué sorpresa— cocina sichuanesa. Su casa era una granja, lo cual explicaba que se hubiera llevado a Pendleton. El doctor Bob no fabrica herbicidas, idiota. La historia de Simms era una tapadera, que Pendleton remedó perfectamente. Neal rememoró su ebria velada en casa de los Kendall, la petición que le había hecho Olivia a Pendleton para que matase las malas hierbas. No es mi especialidad, había dicho él. «Solo sé hacer crecer las cosas». ¿Como el arroz, por ejemplo? ¿Como tres cosechas al año, por ejemplo? «Ningún estómago gruñiría jamás en China. El viejo sueño sichuanés».
Pero ¿por qué traerme hasta aquí? ¿Por qué tomarse tantas molestias para luego traerme aquí donde puedo verla? ¿Y dónde está el doctor Bob? ¿Por qué Li Lan se ha comportado esta tarde como si no me conociera? ¿Se suponía que debía verla y no verla? ¿Cómo resuelvo esa contradicción? ¿Qué diablos quieren?
¿Qué diablos tenéis en mente, tíos?, pensó Neal.
No, «mente» no… mentes.
Sí.
Cogió el Random y trabajó en él durante una hora antes de quedarse dormido.
Peng apretó el gatillo. El perdigón golpeó la diana de papel con un satisfactorio latigazo. Junto al estanque de pescar, el campo de tiro de perdigones era lo que más le gustaba de visitar Dwaizhou. Le había pedido la llave a Zhu, había abierto la gran sala y había sacado unas cuantas cervezas y cigarrillos de la taquilla. Después de todo, su elevada posición y sus múltiples responsabilidades conllevaban ciertos privilegios. Volvió a disparar y el perdigón impactó justo en la frente de la diana en forma de silueta.
—Buen disparo —dijo el norteamericano.
—Ojalá tú hubieras disparado igual de bien —observó Peng.
El norteamericano se encogió de hombros.
Peng no pudo evitar echar sal en la herida. No le gustaba el norteamericano y este había bebido considerablemente.
—Fallaste —dijo Peng—. No solo disparaste contra el hombre equivocado sino que además fallaste.
—Podría haberle pasado a cualquiera.
—Pero no fue así. Te pasó a ti.
El norteamericano le asestó un largo trago a la botella de cerveza.
—No volverá a suceder —dijo.
Alzó la pistola de perdigones a la altura de la cadera y después apretó el gatillo despreocupadamente. El perdigón golpeó la diana entre los ojos. Igual que los siguientes cuatro disparos.
—Esperemos que tengas la oportunidad —dijo Peng.
—Eso es cosa tuya.
Y menos mal, pensó Peng. El plan estaba funcionando a las mil maravillas. Carey había visto a la Muñeca China y prácticamente ni había parpadeado. No podía decirse lo mismo de ella; sus ojos se habían ensanchado y había perdido el aliento. No podría habérsele notado más, y Peng la habría arrestado de inmediato si no anduviera tras un objetivo mayor.
Ahora que ha visto a Carey huirá. Huirá como un conejo para esconderse del perro, directamente a la madriguera. Bien, puede que al ver a Carey hayas visto al perro, pero se te ha pasado por alto el zorro. Y ahora me conducirás derechita a tu amante, el gran científico, el gran experto.
Xao también irá, por supuesto. El gran romántico será incapaz de resistirse. Y entonces os habré cazado a todos. Derechistas, capitalistas… traidores.
Apretó nuevamente el gatillo.
Xao Xiyang apagó su cigarrillo en el rebosante cenicero y respondió al teléfono.
—¿Sí? —dijo.
Era su chófer.
—Su invitado extranjero ha pasado un buen día.
—¿Ha tenido alguna queja?
—Si así ha sido, no ha dicho ni media palabra.
—A lo mejor mañana podrías llevarle a ver al Buda.
Se produjo un silencio, una duda. Xao encendió otro cigarrillo.
—Entonces ¿no desea cambiar el itinerario del señor Frazier?
—En absoluto.
—Como usted desee, señor.
El conductor colgó.
No es que lo desee, pensó Xao. Pero es lo que debo hacer.
El humo tenía un sabor amargo en su boca.