Chengdú es el Nueva Orleans de China.
En Estados Unidos, si quieres trabajar, vas a Nueva York. Pero si lo que buscas es solaz, vas a Nueva Orleans. En China, si quieres hacer algo, has de ir a Pekín. Pero si lo que quieres es no hacer nada, vas a Chengdú.
Los oriundos de Chengdú tienen la tranquila bonhomía común a las gentes del sur en todo el mundo y, al igual que los habitantes de Nueva Orleans, consideran su ciudad no tanto un municipio dentro de una nación como un país propio. En Chengdú existe una justificación considerable para tal sentimiento, pues fue la capital de la antigua comarca de Shu unos cuatrocientos años antes de la unificación de China. El estado de Shu volvió a alzarse tras la caída de la dinastía Tang, dejando en Chengdú y en toda la provincia de Sichuan una actitud de autonomía considerablemente frustrante para sus supuestos gobernantes en Pekín.
Chengdú siempre ha atraído a poetas, pintores y artesanos. Quizá sea el buen tiempo o el sol. Quizá los exuberantes bambúes o los hibiscos, o los campos circundantes de fértiles arrozales y trigales. Quizá sean los amplios bulevares o las casas de tejas negras con balcones de madera tallada, o las anchas aceras de los paseos que bordean el río conocido como Brocado de Seda. Quizá sean todas esas cosas combinadas con un espíritu de independencia, pero Chengdú ama a sus artistas con un orgullo feroz.
Y la comida. Igual que sucede en el caso de Nueva Orleans, la gente viaja hasta allí para comer y los lugareños se empeñan siempre en llevarte a locales que sirvan «los platos auténticos». En Chengdú eso puede significar puestos callejeros de fideos, un restaurante abarrotado que sirve tofu con cuarenta y dos salsas distintas o una fonda de las afueras que prepara un pollo picante con cacahuetes que ha servido de inspiración a poetas.
Y el té. Antes de que la Revolución Cultural las denunciara por decadentes, la ciudad estaba repleta de teterías. A menudo al descubierto o bajo techumbres de hojas de bambú, las teterías eran puntos de encuentro vecinales donde los lugareños se reunían para consumir cantidades ingentes de té verde, jugar un rato al mahjong y enfrascarse en las exuberantes conversaciones por las que Chengdú era célebre. Había locales donde los poetas se sentaban a escribir en las esquinas y donde los artistas abocetaban y pintaban. En las teterías los oriundos de Chengdú escapaban a las lluvias vespertinas del verano y escuchaban a los grandes cuentistas prolongar durante horas sus muy admirados relatos de un pasado dorado; historias sobre dragones voladores, princesas fugadas o la huida del emperador Tang Hsuan Tsung hacia las vastas espesuras de las montañas de Sichuan occidental.
Por supuesto, Chengdú cambió con la revolución y muchos de los barrios más antiguos de la ciudad fueron sacrificados al nuevo dios de la industrialización. Llegó una nueva generación de artistas, pero sus bocetos no se convirtieron en cuadros sino en planos técnicos, y su poesía solo podía ser hallada en la mortecina simetría de utilitarias fábricas y pabellones. La población alcanzó el millón de trabajadores, más otros tres millones en los suburbios industriales circundantes. La ciudad que en otro tiempo había sido famosa por su seda cobró renombre por sus metales, y la sedosa suavidad del espíritu de Chengdú quedó embotada con el hollín de las fábricas.
El nuevo régimen colectivizó los campos, sustituyendo las eficientes y productivas fincas y las pequeñas granjas familiares por enormes comunas difíciles de manejar. Por primera vez, tanto en recuerdo como en leyenda, la provincia conoció el hambre. Durante el Gran Salto Adelante la ciudad en sí evitó la hambruna masiva, pero, irónicamente, las carreteras hacia las áreas rurales quedaron obstruidas debido al número de refugiados desnutridos procedentes de los distritos de la Cuenca Arrocera que rodean Chengdú. Mao en persona fue de visita en 1957 para discutir su estrategia económica con los expertos en agricultura locales. Les dijo que cumplieran sus cuotas.
Tras un breve respiro de normalidad, entró en erupción la Revolución Cultural, primero en Pekín, después en Shangai y luego en Cantón, mientras Mao intentaba destruir su gobierno y reemplazarlo con la «revolución permanente». En Chengdú pareció suceder de la noche a la mañana; su gente urbana y despreocupada se despertó un día para encontrar dazibaos colgados en las escuelas, después en las calles y, por último, en los edificios gubernamentales. Una unidad de la Guardia Roja derribó las antiguas murallas de la ciudad por considerarlas un atávico recuerdo del feudalismo, destruyó las decadentes exposiciones de cuadros, destrozó el parque dedicado al gran poeta Du Fu y después clausuró las teterías. La característica sonrisa de la ciudad pasó a ser un rictus de paranoia mientras amigo traicionaba a amigo, hijo traicionaba a padre, hija traicionaba a madre, y la comunidad se traicionaba a sí misma. En los rincones más oscuros de las calles más estrechas comenzaron a correr los rumores de secesión, a medida que la Guardia Roja se iba dividiendo en facciones enfrentadas. La ciudad estaba al rojo vivo.
El fuego prendió en 1967, cuando los grupos rivales de guardias rojos entablaron batalla por la posesión de las fábricas, estafetas de correos y estaciones de tren. El fuego de las ametralladoras sobrevoló el Brocado de Seda, los tanques retumbaron por los bulevares, bombas de gasolina cayeron desde los balcones tallados. Los ancianos se encerraron en sus casas y dejaron la ciudad a sus jóvenes, que combatían entre sí en un frenesí de violencia para determinar quién amaba más al presidente Mao. La ciudad ardió.
Incluso a Mao le pareció excesivo y ordenó a sus jóvenes adoradores que dejasen de pelear y respetasen a la autoridad. A estos les costó reconciliar tal petición con el concepto de «revolución permanente» y decidieron que Mao debía de estar siendo coaccionado por burócratas traicioneros, de modo que incrementaron ligeramente la intensidad revolucionaria y atacaron comisarías de policía y edificios oficiales. Mao envió a los militares y el Ejército Popular de Liberación entró en Chengdú para acabar con la insurgencia. La Guardia Roja se resistió. Murieron miles. Muchos de los supervivientes fueron enviados a la cárcel o sentenciados a campos de trabajo o deportados a las zonas rurales para aprender de primera mano el estilo de vida de las masas. La ciudad se cubrió con las cenizas del duelo.
Siguieron años de hosco silencio. Los artistas dejaron de pintar, los poetas no produjeron verso alguno, los grandes cuentistas eran o lo suficientemente avispados como para no contar historias o las contaban para sí mismos en el interior de sus celdas. La otrora ciudad sin constricciones se constriñó con fuerza a la espera de que terminase aquella larga lluvia vespertina.
Neal Carey aprendió mucho sobre la historia de Chengdú a través de Xiao Wu. Este se pasó tres días hablando sin parar mientras llevaba a Neal hasta al último rincón mínimamente significativo de la capital. Fue turismo maratón, una prueba de resistencia. Neal se preguntó si Wu realmente se sentía tan orgulloso de su ciudad natal o si era William Frazier quien estaba siendo exhibido y no la metrópoli. A lo mejor Wu simplemente estaba ebrio con el poder de tener un coche, un chófer y la oportunidad de practicar el inglés.
Tampoco es que a Neal le molestase demasiado. Después de haberse pasado encerrado tres meses, le sentaba de maravilla hallarse en el exterior bajo un sol agradable, y si el húmedo aire veraniego no resultaba precisamente vigorizante, tampoco era del todo doloroso. Y caminar le sentaba de maravilla. Al principio los músculos de las piernas le enviaban mensajes en forma de pinchazos y aguijonazos, y necesitaba descansar a menudo. Pero después de la primera mañana, descubrió que las excursiones con Xiao Wu le alejaban cada vez más del coche oficial y que sus piernas parecían estar despertando de su prolongado sueño.
Y cubrieron mucho terreno, ya que Wu parecía poco dispuesto a permitir que su invitado se perdiera ni un solo templo, sepulcro, parque, oso panda o bambú singular de la ciudad.
Algunas cosas merecieron realmente la pena, como aquella primera y maravillosa mañana. Neal había saltado de la cama como un niño el día de Reyes, devoró el desayuno y ya estaba vestido y listo media hora antes de que Wu llamara a la puerta. Wu también estaba emocionado. Era su primer encargo importante, explicó, y acto seguido confesó que aquella era tan solo la segunda vez que montaba en un automóvil privado. Después apresuró a Neal a través del vestíbulo del hotel para guiarle hacia el coche que les esperaba. El conductor era un hombre de mediana edad con una chaqueta Mao verde, y realizó tales esfuerzos por aparentar que no estaba escuchando que Neal lo identificó automáticamente como informador.
Wu se lanzó de inmediato a su soliloquio.
—Ahora puede ver la fachada exterior de la Casa de Huéspedes Jinjiang —dijo antes de que el chófer hubiera encendido el motor.
—Es agradable ver el exterior de algo —dijo Neal.
Incluso el de la Casa de Huéspedes Jinjiang, que no era sino una aburrida caja de cerillas de cemento.
—La diseñaron los rusos —dijo Wu, como si le hubiera leído la mente.
Después se echó hacia delante en el asiento para darle instrucciones al chófer y miró a Neal con una expresión que solo podría ser descrita como de «entusiasmo». A Neal se le ocurrió que, a pesar de que tenían más o menos la misma edad, pensaba en Xiao Wu como en un crío.
Aquella primera mañana condujeron hacia el oeste siguiendo la orilla norte del río Nan hasta llegar al parque Caotang, «hogar de Du Fu, el gran poeta de la dinastía Tang», explicó Wu mientras salían del coche en un pequeño aparcamiento rodeado por altos bambúes. Caminaron un par de minutos hasta alcanzar un pequeño sepulcro junto a un estrecho arroyuelo. Wu explicó que el sepulcro había sido levantado en honor de Du Fu, y que el único motivo por el que no había sido destruido por la Guardia Roja era que Mao había escrito en una ocasión dos versos en honor del antiguo poeta.
—Nació en 712 y falleció en 770, pero el sepulcro no fue erigido hasta el año 1100 más o menos.
Neal repasó sus chuletas mentales. Du Fu escribía poesía más o menos en la época de Carlomagno y aquel sepulcro fue construido en su honor al mismo tiempo que Guillermo el Conquistador luchaba en la batalla de Hastings. Mientras mis ancestros irlandeses correteaban por ahí vestidos con pellejos, los compatriotas de Wu estaban levantando un sepulcro para un poeta porque llevaban cuatrocientos años recitando su obra.
Remolonearon en el sepulcro durante una hora, mirando una colección de cuadros paisajísticos «perdidos» durante la Revolución Cultural que habían sido recientemente «hallados» y expuestos. Neal pensó brevemente en Li Lan y se preguntó si alguna vez habría estado allí viendo aquellos mismos cuadros. Apartó la idea de su cabeza y le pidió a Wu que le tradujera algunos de los poemas que había inscritos sobre placas de madera. Wu así lo hizo y resultó que el viejo Du Fu era un tipo adusto que escribía principalmente sobre la guerra, la pérdida y el destierro.
—Vivió una época muy turbulenta —dijo Wu.
Dedicaron el resto de la mañana a pasear por el parque. Wu recitó diligentemente los nombres de todas las plantas y aves, aunque Neal se dio cuenta de que no le interesaban demasiado. Tras un rápido almuerzo al aire libre consistente en un plato de fideos, volvieron a subirse al coche y fueron hasta otro parque.
—El parque Nanjiao —dijo Wu—. Emplazamiento del sepulcro de Zhu Geliang.
Neal reconoció su entrada.
—¿Quién era Zhu Geliang?
—Venga a ver.
Recorrieron un sendero que discurría a través de un exuberante jardín hasta llegar a un gran mausoleo rojo e imperial sobre el que se sentaba una gran estatua de un soldado de aspecto satisfecho.
—Zhu Geliang fue un gran estratega militar durante la era de los Tres Reinados que siguió a la caída de la dinastía Han. Chengdú era la capital de uno de los Tres Reinos, el estado de Shu Han.
—¿Cuándo sucedía esto?
—Zhu vivió de 181 a 234, pero el sepulcro no fue construido hasta la dinastía Tang.
—Más o menos la época en la que escribió Du Fu.
—Tiene usted buena memoria. Sí, es correcto. El presidente Mao ordenó en 1952 que reparasen el sepulcro. Era un gran admirador del pensamiento militar de Zhu Geliang y enviaba aquí a sus jóvenes oficiales para que aprendiesen de los escritos de Zhu.
Efectivamente, pensó Neal mientras miraba a su alrededor, había varios oficiales del EPC leyendo las placas de las paredes y escribiendo con fervor en sus cuadernos de notas. Neal se descubrió observándolos y recibiendo miradas de reojo a cambio. Pero allí estaban, se maravilló, tomando notas directamente de unos escritos que tenían casi dos mil años de antigüedad.
Wu le llevó por todo el parque, señalando nuevamente la diversa flora y fauna. Pasearon junto a estanques largo tiempo desatendidos que justo entonces estaban comenzando a ser recuperados. Después se detuvieron en una tetería recién reabierta que necesitaba reparaciones en el techo y una buena limpieza. Pero a los escasos clientes que se encontraban allí en aquel día laboral no parecía importarles. Les bastaba con poder tomarse una taza de té verde y sentarse a las mesas de bambú mientras una camarera se aproximaba con una tetera llena de agua caliente.
Wu dejó que el agua reposara durante aproximadamente un minuto en su taza tapada y después arrojó el contenido al suelo. Las oscuras hojas de té verde se quedaron pegadas al fondo de la taza. La camarera se la rellenó con agua y Wu esperó otro minuto antes de repetir el proceso. Tras el siguiente relleno, dejó que el agua fuese calando durante un par de minutos más, retiró la tapa y dio un buen sorbo. Después sonrió satisfecho.
—La primera vez es agua —dijo—. La segunda es basura. La tercera es té.
Se bebieron un par de tazas, charlaron sobre Huckleberry Finn e Inocentes en el extranjero, y se quejaron sobre las vicisitudes de la vida universitaria. Resultó que Wu se había graduado hacía poco en la Universidad de Sichuan, donde había estudiado turismo. Su padre había sido profesor de inglés, estuvo en la cárcel por ello y ahora era camarero de habitaciones en un hotel de Chengdú. Pero las autoridades, tras darse cuenta de que iban a necesitar angloparlantes para atender a los turistas que ahora ansiaban, sacaron el expediente de Wu de entre otros miles y lo admitieron en la universidad. Después, consiguió de inmediato trabajo en el CITS, el Servicio Internacional de Viajes de la RPC. La mayor ambición de Wu era convertirse en «guía nacional», la camarilla de élite que acompañaba a los grupos de turistas durante toda su estancia en el país.
—Ahora mismo —explicó—, solo soy guía local, autorizado únicamente para Sichuan. Pero me gustaría mucho ver el resto de China, particularmente Pekín y Sian.
—¿Metieron a tu padre en la cárcel por enseñar inglés? —preguntó Neal, que conocía a un par de profesores de inglés a los que les habría ido bien la experiencia.
—Por hablar inglés.
—¿Por qué?
Wu se encogió de hombros.
—Revolución Cultural —dijo, como si la frase lo explicase todo.
—¿Crees que alguna vez recuperará su trabajo como docente?
—Quizás.
Supongo que en China no hay profesores numerarios, pensó Neal. En Estados Unidos, después de que a uno lo hayan hecho fijo, no podrías despedirlo ni aunque enculara a una cabra sobre su mesa durante una disertación. No podrías alejarlo de la poltrona profesional ni encadenándolo a una yunta. Allí, mientras tanto, despachaban a los profesores de inglés por… hablar inglés.
—Entonces ¿qué piensas ahora de Mao? —preguntó Neal.
¿Qué Mao? Quemao.
Wu agachó la mirada.
—Liberó a la nación, pero cometió algunos errores, creo.
A Wu se le veía tan evidentemente incómodo hablando de aquel tema que Neal lo dejó estar. No era momento para presionar. Si seguían a aquel ritmo ya habría tiempo de sobra más adelante para ello. Nadie parecía tener prisa, eso estaba claro. A qué estarían esperando, se preguntó.
Wu debió de suponer que la conversación ya se había prolongado lo suficiente, pues reemprendió la excursión con redobladas energías. Visitaron el Parque Cultural y la tumba de Wang Jian, un mercenario y pretendido emperador de la dinastía Tang. Se pasaron por el Centro de Medicina Tradicional China, que sirvió para refrescarle a Neal el recuerdo de su encuentro con la acupuntura. Remataron la tarde con una visita al Parque Popular, donde lo que parecían miles de nadadores se apretujaban hombro con hombro en tres piscinas de tamaño olímpico.
—Desde luego, tenéis cantidad de parques en esta ciudad.
—A la gente de Chengdú le gusta relajarse.
Iban en el coche de camino al hotel cuando Wu le señaló despreocupadamente la librería Xinhua.
—¿La qué? —preguntó Neal—. ¿Has dicho «librería»?
—La librería Xinhua, sí.
—Detén el coche.
Neal se percató de que el chófer apretaba el freno medio segundo antes de que Wu le tradujera la orden.
—Iremos caminando —dijo Neal.
—¿No está cansado?
—De repente tengo todo tipo de energías.
Wu le dijo al chófer que les esperase en el aparcamiento del hotel.
—Xiao Wu —dijo Neal mientras el conductor se alejaba en el coche—, ¿aquí venden libros para leer en inglés?
—Solo venden libros de texto en la universidad —respondió Wu.
—No, me refiero a libros en inglés. Novelas, relatos, los temibles ensayos…
Wu arrastró un pie sobre la acera.
—Puede.
—Vamos, Wu.
—No estoy autorizado a llevarle ahí.
—¿Te han ordenado que no me llevaras?
Wu se animó.
—Nooo…
—Wu… Wu, me he pasado tres meses sin leer nada. ¿Sabes lo que es eso?
—¿Es una broma? ¿Revolución Cultural?
—Pues ayúdame, Wu.
—No sé…
—Te enseñaré mis mejores palabras malsonantes.
—¿Como cuál?
—Comepollas.
Neal observó nerviosamente mientras Wu desmenuzaba la palabra compuesta y un brillo de entendimiento iluminaba sus ojos.
—Comepollas —entonó Wu, ensanchando los ojos—. ¿Eso significa…?
—Sí.
Wu estalló en una risita histérica. Repitió la palabra varias veces, y cada repetición le provocaba un nuevo paroxismo de risa. Siguió doblado sobre sí mismo en mitad de la acera, ajeno a las miradas de los viandantes, musitando «comepollas» hasta que se le saltaron las lágrimas.
—¿Y se usa como insulto? —preguntó cuando hubo recuperado el aliento.
—Oh, ya lo creo.
—En chino… tsweh-tsuh.
—Tsweh-tsuh.
Aquello volvió a hacer que Wu se partiera de risa. Neal acabó contagiándose de su histeria y ambos siguieron plantados en mitad de la acera riendo hasta que les dolió el estómago y fueron incapaces de seguir.
—De acuerdo, comepollas —dijo Wu—. Vamos a la librería.
Librería. Librería. Wu igualmente podría haber dicho «paraíso» o «cielo». Neal respiró hondo al entrar. El olor de los libros, aquel límpido aroma a papel, le colmó las fosas nasales y ascendió derecho hasta su cerebro. Miró a su alrededor las estanterías repletas de libros —todos en chino, todos absolutamente incomprensibles para él— y después se paseó tocándolos. Acarició sus lomos y palpó sus portadas y los examinó como si comprendiese sus títulos y fuese capaz de leer sus páginas.
Wu se acercó al mostrador y mantuvo una charla en voz baja con el dependiente. Neal notó que el corazón le daba un vuelco cuando este negó vigorosamente con la cabeza, pero Wu siguió hablando con paciencia y tranquilidad y un par de minutos más tarde había conseguido una llave.
—Vamos —dijo—. Hay algunos libros ingleses en el almacén. Intente no parecer tan… llamativo.
Wu abrió la puerta y Neal entró en el cielo. Cientos de ediciones en rústica colmaban las rudimentarias estanterías de metal y se apilaban sobre el suelo.
—Te quiero, Wu.
—Comepollas.
—Me los llevo todos.
—Solo uno. Y dese prisa, por favor.
—Comepollas.
La mayoría eran tratados médicos. Wu le explicó que la ciudad había tenido una facultad de medicina con personal norteamericano y canadiense. Pero también había algunos volúmenes de ficción. Billy Budd de Melville, La letra escarlata de Hawthorne y Las aventuras de Huckleberry Finn de Twain habían encontrado hueco en las estanterías entre los tratados de anatomía y los manuales de primeros auxilios.
—¿Algún Hemingway? ¿Fitzgerald?
—Decadentes.
Entonces Neal vislumbró una pila de libros en un rincón, Clásicos Penguin todos ellos. Joder, pensó, ¿puede ser? ¿De verdad podría ser tan afortunado? Atacó la pila como una rata en un cubo de la basura. Casa desolada… Oliver Twist… otro Casa desolada. Jude el oscuro… el jodido Beowulf…
Y luego allí estaba. Increíble, en pleno Chengdú, capital de la provincia de Sichuan, sudoeste de China… Tobias Smollett… Roderick Random. Dios existe y me ama, pensó Neal. Agarró el libro antes de que pudiera desaparecer en un sueño de opio.
—Este —dijo.
—Nunca había oído hablar de él.
—Ya oirás.
—Bien. Vámonos.
—Quiero dos libros.
—No es seguro. Demasiado llamativo.
—Por favor.
—Mejor no.
—¿Te he hablado ya de la palabra «hijoputa»?
—Pero dos nada más.
Neal sacó el ejemplar de Huckleberry Finn de la estantería.
—¿Lo tienes? —preguntó.
Wu se ruborizó.
—No.
—Por favor. Un regalo de mi parte.
—Me siento honrado —dijo Wu haciendo una profunda y rápida reverencia—. Ahora marchémonos.
Wu cogió dos libros chinos finos en la tienda y metió los volúmenes en inglés entre ellos antes de llevarlos hasta el mostrador. Sacó de la cartera de Neal el dinero indicado, pagó y salió rápidamente a la luz del día.
—Muchas gracias por el libro —dijo.
—Muchas gracias por haberme traído aquí. ¿Te supondrá un problema? ¿Es seguro para ti quedarte el libro?
—Creo que ahora sí.
Wu escoltó a Neal de regreso hasta su habitación y le dijo que volvería a recogerle a las nueve de la mañana del día siguiente. Por si Neal se había hecho alguna ilusión acerca de su papel, al cerrarse la puerta oyó el chasquido del cerrojo.
La mente humana es muy curiosa, pensó Neal. Cuando estaba en la Ciudad Amurallada, esposado y tirado en el suelo, lo único que quería era salir de allí. Habría dado cualquier cosa —su corazón, su mente y su alma— por que alguien le salvara de aquel agujero infernal. Cuando Li Lan apareció, había llorado de alivio y gratitud. Durante los largos y adormilados días de su confinamiento simplemente se había entregado a los cuidados y a la comodidad hasta que primero su cuerpo y después su mente fueron regresando.
Pero ahora que su mente había vuelto, lo curioso era que no se sentía satisfecha. Tenía todas las necesidades cubiertas, todas las comodidades que había echado de menos en Hong Kong. Se sentía bien tratado, se hallaba fuera de peligro —incluso tenía libros para leer—, pero su mente comenzó a pensar en otras cosas.
Primero estaba Joe Graham. Cuando Neal le dio esquinazo en una calle de San Francisco, había pensado que únicamente tardaría días o semanas, no meses, en volver a ponerse en contacto con su mentor. Graham debía de haber enloquecido de preocupación, pensó Neal. Si conocía a Graham —y sí que lo conocía— el duendecillo irlandés le habría seguido a Hong Kong, quizá lo habría rastreado hasta la Ciudad Amurallada, puede que incluso en aquel preciso instante estuviera cerrando tratos para intentar encontrarlo y sacarle de allí. Pero ni siquiera Graham podía dar semejante salto, era imposible que llegara a averiguar que ahora se encontraba en Chengdú con una nueva identidad, convertido en utilería de una especie de número teatral dirigido por sus anfitriones-carceleros.
Segundo, ¿en qué consistía el número? Ni por un segundo se había tragado aquella excusa de la depuración de identidad. Le tenían allí por un motivo y Neal estaba empezando a pensar que únicamente querían ganar tiempo hasta concretar el motivo en cuestión. A lo mejor estaban esperando a que sucediera algo más, esperando una nueva maniobra en el juego para ver hacia dónde lo movían.
Lo cual era la tercera cosa que le preocupaba. Había acabado convertido en una pieza sobre el tablero, un peón pasivo que otras personas movían a su antojo y voluntad. Mierda, no había hecho nada activo desde su numerito como bombardero en la azotea de Waterloo Road. Le habían apaleado, le habían robado cualquier tipo de confianza en sí mismo y justo ahora estaba empezando a recuperarla. Había llegado el momento de volver a la partida. El momento de hacer algo para recuperar su vida.
Con su ejemplar de Roderick Random y una pluma, se puso a trabajar. Seguía trabajando cuando el camarero entró acarreando la bandeja con su cena. Tras haberla devorado, Neal se llevó el libro consigo para leer mientras se escaldaba en una bañera de agua casi hirviendo y después siguió trabajando en la mesa. Se llevó el libro a la cama y se despertó con él en el pecho cuando el camarero hizo sonar la bandeja del desayuno.
—¿Volverá a sacarle hoy? —preguntó Xao, encendiendo su segundo cigarrillo de la mañana.
—Sí, camarada secretario —respondió Peng.
—¿Y ayer no apareció nadie para vigilarle?
—Solo los nuestros.
—¿Está completamente seguro?
—Sí, camarada secretario.
Oh, sí, camarada secretario, estoy completamente seguro. No apareció nadie porque a nadie se lo encargué.
Xao inhaló el humo y se preocupó. A primera vista, era bueno que ningún espía del gobierno se hubiera fijado en su «señor Frazier», pero las primeras impresiones a menudo engañaban. Y los amigos norteamericanos del joven Frazier estaban removiendo Roma con Santiago en Hong Kong. ¿Cómo era posible que el escándalo no hubiera llegado aún a oídos de Pekín? Si así fuera, habrían arrestado a Frazier tan pronto como este asomó la cabeza. Ciertamente el día anterior lo habían paseado de sobra. Mejor asegurarse y exhibir al señor Frazier un poco más. Si la policía secreta lo detenía, todavía habría tiempo para ocultar aún mejor a Li Lan y a Pendleton. Si realmente nadie estaba al tanto de la verdadera identidad de Frazier, entonces podrían activar el resto de la operación.
—Vuelva a pasearlo hoy por toda la ciudad —ordenó Xao—. Si todo sigue en calma, mañana llévelo al campo.
—Sí, camarada secretario.
—Buenos días.
Peng se dio media vuelta ante aquella brusca despedida. Quizá el camarada secretario Xao aprenderá algo de cortesía cuando tenga la oportunidad de interrogarle. Quizá le pediré entonces que encienda mis cigarrillos y que mire cómo me los fumo.
Pero antes debía juntarlos a todos: la mujer, el científico y el persistente joven norteamericano. Sí, reunirlos en el escenario de la traición de Xao; tres sogas con las que el camarada secretario se iba a ahorcar solo.
Paciencia, se amonestó. Poco a poco. Deja que Xao crea que se encuentra a salvo.
Xao esperó hasta que Peng se hubo marchado y después hizo entrar a su chófer.
—¿Qué tal va? —preguntó Xao.
—Wu y el americano se llevan bien. Parece que se están haciendo amigos.
—Bien. Bien. Hoy volverás a ser su chófer.
El chófer asintió con deferencia. Xao le dio el paquete de cigarrillos y le indicó que se retirara.
Ojalá tuviera más hombres como él, pensó Xao, en vez de a esa serpiente de Peng. No es lo bastante astuto para ganar, solo lo bastante astuto para costarme recursos y causarme problemas. Pero a veces me es útil.
—Buenos días, comepollas —dijo Wu.
—Buenos días, hijoputa.
Wu rió encantado y le abrió la puerta del coche a Neal.
—Hoy visitaremos la zona oriental de la ciudad —anunció Wu.
Empezaron por el zoológico.
Siempre que visitaba una casa de fieras, Neal Carey se lo pasaba como un enano, suponiendo que dicho enano considerase tal lugar como uno de los más deprimentes de la tierra. Entendía que eran necesarios, probablemente incluso beneficiosos, en el sentido de que solían criar especies que la humanidad casi había conseguido exterminar por completo. También sabía que los animales de los zoos dedicaban los días a hacer básicamente lo mismo que sus primos salvajes: comer y dormir. Pero había algo en el hecho de contemplar a individuos de otras especies en las jaulas —o incluso sobre los setos y fosos con los que contaba el ilustrado zoo de Chengdú— que directamente lo desmoralizaba.
En cualquier caso, fingió un educado interés ante los monos dorados, los chitales y los gibones que precedían a la atracción principal: los pandas gigantes de Sichuan. Ambos pandas tenían su propia sección, un «entorno natural» de rocas y bambú separado del admirativo público por un foso y una alta barandilla. Tampoco es que los pandas hicieran gran cosa, se limitaban a seguir allí sentados comiendo bambú y devolviéndoles la mirada a los curiosos.
Wu era todo un entusiasta y le ofreció a Neal un concienzudo repaso por la historia, fisiología y comportamiento del panda gigante, así como los esfuerzos del gobierno por salvarlo de la extinción. A aquello le siguió una historia completa de la Asociación Zoológica Chengdú y sus tribulaciones durante la Revolución Cultural. Ni siquiera los pandas habían quedado al margen del análisis político y bien podrían haber sido liquidados como símbolo de la preocupación burguesa por los animales, de no ser porque compartían nombre con el Gran Timonel (el sustantivo chino para el panda es «oso gato», Shr Mao), siendo por lo tanto inmunes a la crítica. Es verdad que ciertos guardias rojos radicales vieron el confinamiento del panda por parte del zoológico como un símbolo de las constricciones impuestas a Mao Tse-Tung por la burocracia y exigieron que los pandas fueran liberados, pero los guardeses contraatacaron con la oferta de liberar a los pandas junto a todos los demás mao de la casa de fieras, como leones, leopardos y tigres, a condición de que fuese la Guardia Roja quien abriera las jaulas. La Guardia declinó.
—Una lástima —musitó Wu—. Me hubiera gustado ver a esos cabrones intentando ponerle un gorro de burro a un tigre.
—¿Eso le hicieron a tu padre? —preguntó Neal.
—Sí.
—Lo siento.
—No importa.
Neal no respondió, pero la expresión dura e irascible en el rostro de Wu le comunicó que por supuesto importaba. Y mucho.
Siguieron paseando un rato por el zoológico, comiendo cacahuetes en vez de almorzar mientras Wu describía la historia natural, el hábitat y el folclore de todos y cada uno de los animales del zoo.
—Nunca conocí a mi padre —dijo Neal mientras se acercaban al aparcamiento.
—¿Es usted un… bastardo? —preguntó Wu.
No solo le había conmocionado el dato, sino el hecho de que Neal hubiese escogido revelarlo.
—Sí.
—Lo siento.
—No importa.
Wu menó la cabeza.
—En China la familia lo es todo. No somos tanto individuos como una familia. Una persona sacrificará felizmente su vida para asegurar que la familia sobreviva. ¿No tiene usted familia?
—Ninguna familia —respondió Neal.
A menos, pensó, que contemos a Joe Graham y a Ed Levine, a Ethan Kitteredge y a Amigos de la Familia.
—¿Ni hermanos ni hermanas?
—No que yo sepa.
—Eso es muy triste.
—No si no conoces otra cosa.
Supongo.
—Quizá no.
Wu mantuvo silencio mientras se alejaban en coche del zoológico y únicamente aportó una descripción muy superficial del paisaje de bloques de apartamentos y fábricas que componían la parte noroeste de la ciudad. Se animó un poco cuando llegaron a la Universidad de Sichuan.
—¿En qué universidad estudió usted? —preguntó.
—Columbia, en Nueva York.
—Ah —dijo Wu educadamente, aunque era evidente que nunca había oído hablar de ella—. ¿Qué estudió?
—Literatura inglesa del siglo dieciocho.
—Dinastía Qing.
—Si tú lo dices.
—He leído una obra de Shakespeare.
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
—Julio César. Trata de la opresión de las masas, primero a manos de un dictador militarista y después por parte de una oligarquía capitalista.
—¿Estás de coña?
—No.
—¿De verdad crees eso?
—Por supuesto.
—Entonces ¿de qué habla Huckleberry Finn?
—Del esclavismo y el rechazo de los valores burgueses. ¿De qué cree usted que habla?
—De un chaval que vive en el río.
—¿Quién de los dos tiene razón?
—Tú tienes tu interpretación y yo tengo la mía. No hay una mejor que la otra. Los dos tenemos razón.
Wu rió por lo bajini y negó con la cabeza.
—Lo que está diciendo es imposible. Un pensamiento es correcto o incorrecto. Dos interpretaciones distintas no pueden ser acertadas a la vez. Una debe ser la correcta y otra la incorrecta.
—Te amarían en Columbia.
—¿Sí?
—Pues claro, coño.
Wu se rió, pero después se puso serio y dijo:
—Está bromeando conmigo, pero me parece que esta es la diferencia entre nuestras dos culturas. Yo creo que las ideas incorrectas suscitan acciones incorrectas. Por lo tanto, es muy importante que al pueblo se le enseñe el pensamiento correcto. De otro modo, ¿cómo va a saber cómo comportarse de manera correcta? Me parece que, en su sociedad, creen que es malo insistir en el pensamiento correcto, pero luego, debido a que su pueblo no tiene pensamientos correctos, llevan a cabo malas acciones. Por eso tienen tanto crimen y nosotros no.
Neal casi respondió que ese también era el motivo de que China pudiera tener una Revolución Cultural y Estados Unidos no, pero se mordió la lengua. No quería herir los sentimientos de Wu.
—Simplemente no creemos que haya una manera única de pensar.
—Exacto.
—Se me acaba de ocurrir un pensamiento correcto —dijo Neal.
—¿Cuál?
—Salgamos a cenar esta noche. ¿Podrías organizarlo?
—No tengo dinero —dijo Wu sin alterarse.
—Yo sí —dijo Neal.
El señor Frazier había llegado a China forrado.
—Entonces creo que su pensamiento es, efectivamente, correcto —respondió Wu—. ¿Le gustaría comer en el Hibisco?
—Donde tú digas.
—Es el mejor.
—Al Hibisco entonces.
Pero antes del Hibisco todavía quedaba excursión. Pasaron por el Palacio de la Cultura, el Mercado Popular y el Pabellón Ribereño, con su enorme terraza con vistas al río Min. A Neal le dio la impresión de que estaban recorriendo toda la ciudad, quemando suelas en todos los lugares públicos; la escena le trajo a la cabeza la imagen de un pescador que echa carnaza por todo el estanque, esperando a que aparezca el pez gordo.
Pero no pasa nada, pensó, porque voy a ser el primer cebo de la historia que pesque tanto al pez como al pescador.
—Chengdú es el mejor lugar de China para comer —dijo Wu. Se había bebido más de un maotai—. Y el Hibisco es el mejor restaurante de todo Chengdú.
Neal no se lo iba a discutir. La decoración no era gran cosa; de hecho, tenía el mismo aspecto que cualquier restaurante chino que podría encontrarse uno en Providence, Rhode Island, en caso de que estuviera más interesado en echar un polvo que en conseguir un plato de moo goo gai pan. Se entraba desde la calle por un estrecho pórtico que daba a un minúsculo zaguán. A la derecha, una puerta conducía a un gran comedor abarrotado con mesas redondas tapadas con hule. Neal se dirigió hacia la puerta, pero Wu le explicó que el comedor era solo para ciudadanos chinos; los invitados extranjeros comían en salones privados en la primera planta.
—¿Cuál es la diferencia? —preguntó Neal.
—La intimidad.
Ya, claro. La intimidad y los precios. Tampoco es que le importara, teniendo en cuenta que habían sido los mismos chinos quienes le habían dado el dinero para hacer de señor Frazier.
Así que subieron las escaleras hasta una habitación del tamaño de un gran gabinete. Había tres mesas, pero solo una puesta. Un mantel blanco de lino resaltaba los negros platos, sobre los que descansaban unos palillos de porcelana esmaltada, también negros, con incrustaciones azules y doradas. Las servilletas de tela estaban enrolladas en servilleteros negros y completaban el conjunto unas pequeñas tazas negras de porcelana. Las paredes habían sido recientemente pintadas de blanco y de ellas colgaban varios dibujos al carboncillo de hojas de bambú y flores de hibisco sobre papel de arroz enmarcado. El suelo de madera había sido barnizado de negro y alguien se había tomado la molestia de desarrollar una «estética» con medios limitados. Neal no creía que la rata que atravesó corriendo el reluciente suelo formase parte de la estética, pero fingió no haberla visto y tomó asiento en la silla negra de madera que le ofreció el camarero. En cualquier caso, pensó, ninguna persona criada en Nueva York tenía derecho a quejarse de que hubiera ratas en los restaurantes.
Y las ratas siempre parecían conocer los mejores locales, porque la comida fue extraordinaria. El banquete comenzó con una sola taza de un té que Neal no había probado hasta entonces, seguida de un chupito de maotai. Neal se dio cuenta de que Wu no era un gran bebedor, porque su cara enrojeció de inmediato y tuvo que esforzarse mucho para contener un ataque de tos. Hacía cuatro meses que Neal no saboreaba el alcohol y le sentó bien, como recibir una carta de un viejo amigo.
Las bebidas precedieron a todo un desfile de aperitivos: verduras encurtidas, pequeños mantou rellenos de carne, empanadillas de cerdo y varios manjares más que Neal no reconoció y sobre los que no se atrevió a preguntar. Wu siguió el protocolo pertinente seleccionando las mejores piezas y dejándolas sobre el plato de Neal, una tarea que se fue complicando a medida que se iban sucediendo los chupitos de maotai. Los últimos aperitivos fueron los pastelitos de pasta de judía roja que Neal recordaba de la cena preparada por Li Lan.
Después llegaron los platos principales: pato en rodajas, tajadas de cerdo dos veces cocinado, un pez entero en salsa marrón, verduras al vapor, un cuenco de fideos fríos en salsa de sésamo… e intercalados entre plato y plato, cuenquitos de un suave caldo que refrescaba la boca y limpiaba el paladar. Entre medias, otros dos o tres maotais sacrificaron sus vidas por el bien común y a continuación el camarero sacó un plato de pollo con guindillas y cacahuetes; otro de los grandes éxitos de Li Lan. Neal estaba empezando a rezar por que el Hibisco no tuviera un jacuzzi cuando los camareros sacaron una sopera llena de sopa agripicante y después un enorme cuenco de arroz.
Neal observó cómo Wu cogía pegotes de arroz y mojaba con ellos las salsas de los platos precedentes. Le imitó y descubrió que era una deliciosa manera de recapitular toda la comida, un álbum gustativo de un recuerdo reciente. Wu parecía tan feliz como un político con un cheque en blanco.
Wu se terminó su arroz, se inclinó sobre la mesa y dijo:
—Tengo que contarle un secreto.
—¿En realidad eres mujer?
Wu rió tontamente. No estaba borracho, pero tampoco sobrio.
—Nunca en la vida había comido mejor.
—No se lo diré a tu madre.
—Ese no es el secreto.
—Oh.
—El secreto es… que nunca había comido aquí antes.
—No pasa nada. Yo tampoco.
Wu se partió al oír aquello, pero cuando dejó de reír se puso terriblemente serio.
—¿Por qué ha de venir un invitado extranjero para que un chino pueda comer así?
—No lo sé, Xiao Wu.
—Es una pregunta importante.
—Podrías comer abajo, ¿no? Es la misma comida.
Wu meneó airadamente la cabeza, después miró a su alrededor para ver si había alguien escuchando.
—No me lo puedo permitir. Solo los oficiales del Partido se lo pueden permitir.
—De todos modos, la comida casera siempre es mejor, ¿no?
—¿Cree que podemos permitirnos comer de esta manera en casa? —preguntó Wu indignado—. No tenemos dinero para comprar cerdo, para comprar pato. Incluso el buen arroz es muy caro. Este tipo de comida queda reservada únicamente para festivales, puede que para algún cumpleaños…
Dejó que la frase muriera entre sus labios.
—Vamos a embolingarnos, Xiao Wu.
Wu seguía inflamado por el resentimiento.
—¿A embolingarnos?
—A embolingarnos. Pimplarnos. Empinar el codo. Pillar un pedo.
—¡¿Pillar un pedo?!
Wu intentó contener la sonrisa, pero no fue capaz.
—A pillar un pedo, una curda, una buena merluza.
—¡¿Pillar un pedo?!
Wu se echó a reír.
—Emborrachémonos.
—No está bien visto.
—¿A quién le importa?
—A personas responsables.
—No. Hijoputas y comepollas.
Aquello fue el colmo. Wu se moría de la risa, intentando respirar a la vez que farfullaba:
—¡Un pedo!
—¿Adónde podríamos ir? —preguntó Neal.
Wu se puso repentinamente serio.
—Tenemos que volver al hotel.
—¿Tienen bar?
—En la azotea. Hay un bar de fideos.
—No quiero más fideos. Quiero pillar un pe…
—Sirven cerveza.
Neal llamó al camarero.
—¡La cuenta, por favor!
La cena debería tener sorpresas, recordó Neal mientras él y Wu se terminaban la última taza de té en el restaurante Hibisco.
La comida no le había sorprendido. Li Lan había preparado varios de aquellos mismos platos en la cocina de los Kendall, en Mill Valley, aunque no con tanta pericia.
—¿Todos los platos eran especialidades de Sichuan? —le preguntó Neal a Wu.
—Oh, sí. Muy típicos. De hecho, Chengdú es el único lugar del mundo en el que podría comer algunos de ellos.
No exactamente, Wu, pensó Neal. Puedes hincharte a comida casera como esta en el comedor de los Kendall, en Mill Valley, siempre y cuando tu cocinera sea Li Lan.
Recorrieron caminando las dos manzanas de distancia hasta el hotel. Un policía los detuvo en la entrada. Para ser más exactos, detuvo a Wu, dirigiéndose a él con brusquedad.
—¿Qué pasa? —preguntó Neal.
—Quiere ver mi documentación.
—¿Para qué? El extranjero soy yo.
—Precisamente. Es natural que se aloje usted en el hotel. No es natural para los chinos.
El policía empezaba a parecer impaciente, molesto. Tenía la misma mirada apremiante que cualquier policía cazurro de cualquier parte del mundo.
Neal preguntó:
—Pero llevas aquí toda la semana, ¿verdad?
—Siempre entro por la puerta trasera.
Neal vio la dolorosa expresión de vergüenza en el rostro de Wu. Estaba siendo humillado y lo sabía. Rebuscó en la cartera su documento de identidad.
—Es mi invitado —le dijo Neal al policía.
El policía le ignoró.
Neal se pegó a su cara.
—Es mi invitado.
—Por favor, no cause problemas —dijo Wu flemáticamente mientras le entregaba al policía su documentación.
El policía se tomó su tiempo para revisarla.
—No es un problema —dijo Neal.
—Lo es para mí.
Cierto, pensó Neal. Yo me voy a casa. Quizá.
—¿Quieres decirme que no puedes entrar en un hotel en tu propio país?
—Por favor, no diga nada más.
—¿Entiende el inglés?
—¿Y usted?
El policía le devolvió bruscamente el documento a Wu y asintió para dejarle pasar. Ni disculpas ni una sonrisa de reconocimiento, simplemente un brusco asentimiento de su imperial cabeza. Wu, mientras tanto, cruzó el vestíbulo con la cabeza gacha. Neal sabía que acababa de ver a su amigo perder el orgullo y eso le ponía furioso y triste.
—Siento lo que ha pasado —dijo Neal mientras entraban en el ascensor.
—No importa.
—¡Claro que sí! Importa un…
—Vamos a pillar un pedo y punto.
El bar de fideos sorprendió a Neal. Casi desprendía una atmósfera de la tan temida decadencia occidental. La iluminación era lánguida, las pequeñas mesas tenían manteles y linternas de papel rojo, y toda la pared meridional estaba compuesta de ventanas y puertas correderas de cristal que ofrecían una vista espectacular del río Nan y de la ciudad que se extendía más allá. También había una terraza descubierta con mesas y butacones desperdigados, desde cuya balconada uno podía asomarse por encima de la barandilla para contemplar la calle catorce pisos más abajo. La barra ocupaba al menos la mitad de la longitud de la espaciosa sala y parecía la de un bar de verdad. Había copas colgadas boca abajo de soportes unidos al techo, botellines de cerveza en cubetas de hielo, botellas de licor resplandecientes sobre la pared del fondo y taburetes de madera que proporcionarían oportunidades de sobra para darse un porrazo. A un lado, un cocinero freía fideos sobre un pequeño fogón, pero todo el asunto de los fideos era claramente una artimaña para sortear la burocracia. La palabra clave en «bar de fideos» era «bar».
No había demasiados clientes. Un par de tipos con pinta de delegados fumaban cigarrillos, bebían cerveza y mantenían una tranquila conversación en una de las mesas, mientras que un par de hombres de negocios japoneses permanecían silenciosamente sentados a la barra. El tono era apagado, pero no hosco. Compartía el mismo ambiente que cualquier bar de cualquier ciudad del mundo a una hora tardía de un día entre semana, y Neal tuvo que recordarse que solo eran las diez. El local cerraba a las diez y media.
Neal arrastró a Wu hasta la barra, alzó un dedo para llamar al camarero y dijo:
—Dos bien frías.
El camarero miró a Wu.
—Ar pijiu.
El camarero abrió dos botellines y los colocó sobre la barra. Neal dejó caer unos cuantos billetes chinos. Wu recuperó un par y se los devolvió a Neal.
—Sobra —dijo.
—Vamos a la terraza.
—De acuerdo.
Se apoyaron contra la pared del balcón y contemplaron Chengdú. La falta de energía eléctrica hacía que las luces de la ciudad fuesen relativamente mortecinas, pero su escaso resplandor suavizaba la noche y le otorgaba un matiz en cierta manera conmovedor. Un par de antiguas linternas relucían en las ventanas de estuco del barrio viejo, mientras que por detrás de ellas las lánguidas luces eléctricas de los nuevos y prosaicos edificios de apartamentos creaban patrones geométricos frente al cielo nocturno. Justo al otro lado de Hongxing Road, el río Nan trazaba una curva perezosa en forma de S y las lámparas de un par de casas flotantes se reflejaban en el agua.
La mansedumbre de la noche limó las aristas de Neal y el impulso de emborracharse le abandonó tan repentinamente como había llegado. También se sintió un poco avergonzado por haber metido a Wu en líos. Lo mejor sería tomarse un par de cervezas, charlar un rato sobre Mark Twain y dejarlo ahí.
De todos modos, pensó, el muchacho no está acostumbrado al alcohol y tú tampoco estás en forma para beber. A lo mejor dejarán que te lleves un vaso de escocés a la habitación.
Neal le dio un buen trago a la cerveza china y descubrió que no estaba mal. A Wu tampoco parecía repelerle y encadenaba un sorbito tras otro mientras se embebía de la vista.
—¿Podemos ver tu casa desde aquí? —preguntó Neal.
—Está en la otra dirección —dijo Wu, todavía escocido por lo sucedido en la puerta, alimentando el resentimiento al tiempo que se bebía la cerveza.
A lo mejor eso no es malo del todo, pensó Neal. Si yo estuviera en su pellejo, también tendría un cabreo de pelotas y preferiría no olvidarlo. Ahora que lo pienso, tengo un cabreo de pelotas y tampoco pienso olvidarlo.
—Una ciudad hermosa —dijo Neal.
—Pues claro, coño.
—¿Quieres otra cerveza?
—Todavía no he acabado esta.
—La habrás acabado cuando vuelva.
Neal alzó su botellín vacío en una mano y dos dedos de la otra. El camarero respondió con las dos cervezas correspondientes e incluso le devolvió algo de cambio. Los delegados de la mesa interrumpieron su conversación para mirar de hito en hito a Neal mientras este pasaba a su lado.
—Hola, qué hay —dijo Neal.
Ninguno respondió.
Neal le dio a Wu su segunda cerveza.
—A la salud de Mark Twain.
—Mark Twain.
—Y Du Fu.
—Du Fu.
—Y a la del señor Peng, que ahora mismo entra por la puerta.
Peng saludó mediante un asentimiento de cabeza a los chicos de la mesa y salió a la terraza. Parecía mosqueado y la visión de Wu con una botella de cerveza en la mano no hizo nada por mejorar su humor. Habló rápidamente con Wu y después se quedó mirando a Neal.
—Le alegra que esté disfrutando de su velada.
Es decir, justo lo contrario, pensó Neal.
—Si él se alegra, yo estoy encantado —respondió.
—Dice que esta noche prepare sus maletas.
Neal notó que se le aceleraba el corazón. A lo mejor iban a subirle a un avión.
—Estará ausente tres días —continuó Wu.
—¿Dónde?
—En la Brigada de Producción Dwaizhou.
—¿Qué es eso, una fábrica?
—No. Está en el campo, puede que a unos ciento cincuenta kilómetros al sur de Chengdú. Es lo que usted llamaría una comuna.
—Una granja colectivizada.
—Como usted diga.
—¿Es un destino turístico?
Peng habló con rapidez.
—A los invitados extranjeros les encanta ver nuestras brigadas de producción —tradujo Wu—. Esta es una de las mejores de Sichuan. Muy productiva.
Estupendo. Han terminado de exhibirme por la ciudad y nos vamos de fin de semana al campo. ¿Para qué? ¿Para seguir con la charada del señor Frazier?
—¿Cómo vas a pretender que me quede en la granja, después de haber visto Chengdú?
—¿Qué?
—Nada. ¿Me haces un favor, Xiao Wu? Van a cerrar el bar en breve. ¿Puedes ir a la barra y pedirnos tres cervezas?
—No creo que…
Peng le dijo que fuera. Neal y él se quedaron observándose mutuamente durante unos segundos.
—Dejémonos de rollos de traducciones, ¿de acuerdo? —dijo Neal.
Peng sonrió ligeramente.
—Como quiera.
—¿A qué estamos jugando?
—He realizado un gran esfuerzo para explicárselo todo en detalle.
—Ha realizado un gran esfuerzo para evitar tener que explicármelo.
—Las cosas no son lo que parecen.
—Pequeño saltamontes.
—¿Perdón?
—Nada. Vamos, Peng, ¿qué está pasando aquí? ¿Para qué vamos a ir al campo?
—¿No desea ir?
—¿De qué estamos hablando en realidad?
—De su vuelta a casa. Cuanto antes haga este viaje, antes podrá marcharse y regresar a casa. Por supuesto, si desea retrasar…
—Tendré las maletas preparadas.
Wu regresó con las cervezas y permaneció al margen de la conversación. Cuando vio que habían terminado de hablar, se acercó y ofreció las cervezas.
—Yo no bebo cerveza —dijo Peng.
No era un comentario, era una orden.
—Sí —dijo Wu, dejando las cervezas sobre la mesa—. Es tarde y mañana debemos salir temprano.
Neal cogió las cervezas.
—Entonces me las llevo a mi habitación.
—Eso va en contra de la ley —dijo Peng.
—Arrésteme —respondió Neal.
Le dio una palmada en el hombro a Wu y salió del bar. Notó la mirada malhumorada de Peng en la espalda y le sentó de maravilla.
Peng estaba furioso. Hasta su conversación con el arrogante y grosero joven norteamericano, su velada había transcurrido muy adecuadamente. Persuadir al camarada secretario Xao para que enviase a Carey al campo había sido ridículamente sencillo.
—Creo que sería mejor que lo acercásemos más al objetivo —le había dicho al secretario.
—¿Sí? ¿Por qué? Al parecer no ha atraído la más mínima atención.
Peng frunció el ceño y clavó la mirada en el suelo.
—Eso es precisamente lo que me preocupa —había dicho—. A lo mejor están esperando para asegurarse. A lo mejor el muy infeliz incluso trabaja para la oposición. Después de todo, es el único que podría identificar a Muñeca China.
Y aquel era el problema. A Peng le hubiera gustado descerrajarle un balazo en la nuca a Carey de inmediato, o mejor aún, ver qué tal le sentaban una o dos décadas en las minas de sal de Xinxiang, pero el grosero ojos redondos era el único testigo capaz de señalar con el dedo a la valiosa Muñeca China de Xao. O hacerla salir de su escondrijo, a ella y a su amante norteamericano.
Y la belleza de su plan consistió en contagiar a Xao con aquel mismo temor. Manipularlo para que enviase a Carey a Dwaizhou a modo de prueba, donde descubriría que la prueba era muy real. Y Xao había caído en… no, caído no, había saltado a la trampa.
—Sí —dijo Xao—. Lleve a Carey a Dwaizhou.
—¿Muñeca China está allí?
Peng intentó mantener la impaciencia alejada de su tono y rezó por que Xao no se hubiera percatado del temblor en su voz.
—Sí.
—¿Está Pendleton con ella?
Xao tardó mucho rato en encender su condenado cigarrillo.
—No —dijo finalmente—. ¿Cree que les juntaría bajo un mismo techo mientras no estemos completamente convencidos de que es seguro hacerlo?
Peng hizo una reverencia.
—Siempre es usted el más astuto.
—Así pues, lleve a Carey a Dwaizhou. Si la ve, observe su reacción. Si la policía aparece, habremos perdido a Muñeca China y tendremos que mantener a Pendleton oculto más tiempo del que teníamos previsto.
—Pero Muñeca China hablaría.
—Ella nunca hablará.
En mis manos, pensó Peng, por supuesto que lo haría.
—¿Y Carey?
—Dependo de usted para que se asegure de que no tiene oportunidad de contar lo que sabe.
—¿Y si la ve y no dice nada?
—Entonces sabremos que estamos a salvo. Se encargará usted de que siga haciendo un poco más de turismo para confundir aún más el rastro y después lo enviaremos a casa. Punto final a las protestas de sus amigos norteamericanos.
—¿Y si no la ve?
—Entonces no importa.
Así pues, la conversación había discurrido precisamente como Peng había deseado, dejándole de muy buen humor hasta que se encontró a Carey y a Wu en la terraza del hotel, ebrios y todavía bebiendo. Qué grosería la de aquel cabrón norteamericano. ¡Y qué estupidez la de Wu, paseándolo fuera del calendario prescrito! ¿Y si Carey hubiera visto al otro norteamericano? Entonces ¿qué?
Xao no estaba furioso, pero sí triste. El plan funcionaría, por supuesto, sus planes siempre funcionaban, pero ahora tendría que poner en marcha la operación a la que había deseado con todas sus fuerzas no tener que recurrir. Había esperado salirse con la suya sin ocasionar más pérdidas humanas, pero ahora tendría que haber un sacrificio.
Por culpa del pobre, estúpido y desleal Peng. Habría sido diferente si Peng lo estuviera traicionando por convicciones políticas, pero no era el caso. Peng era simplemente ambicioso y traicionero, consumido por la venenosa envidia de los estrechos de mente. Había dispuesto su ridícula trampa, tal como Xao quería que hiciera. Pero, como todas las trampas, aquella necesitaría un cebo, y Xao no veía la manera de que en este caso el cebo pudiera sobrevivir.
Neal se bebió dos cervezas en la bañera y le fue dando sorbitos a la última mientras preparaba la ropa de campo del señor Frazier. Su gran noche en la ciudad había terminado y a la mañana siguiente lo arrastrarían hasta una bucólica comuna para hacerle una exhibición. O para exhibirlo a él. Pero ¿qué habría en la granja? ¿Qué hay en cualquier granja? Granjeros, claro, cerdos, vacas, pollos, abono… cultivos… fertilizante…
¿Fertilizante? ¿Supermierda de pollo? ¿Pendleton? ¿Li Lan?
Dedicó otra hora a trabajarse la cerveza y el Roderick Random antes de quedarse dormido.