Neal se despertó al oír el traqueteo de la taza sobre la bandeja. El camarero provocó el ruido intencionadamente mientras dejaba el desayuno sobre la mesilla de noche junto a la cama.
—Buenos días, señor Frazier. El desayuno —dijo el camarero antes de salir de puntillas de la habitación.
Neal rodó bajo las almidonadas sábanas blancas y se volvió hacia el sonido. Podía oler el café fuerte en la jarra, los huevos revueltos bajo la cobertera y el caliente mantou, un gran bollo de pan al vapor. El plato de encurtidos que nunca se comía seguía apareciendo empecinadamente en la bandeja, junto a un pequeño cuenco de cacahuetes sin pelar. También había un vaso de zumo de naranja, un azucarero y una jarrita de leche. Era el mismo desayuno que llevaban sirviéndole las dos últimas semanas y el mismo desayuno que había disfrutado de buena gana todas y cada una de las mañanas, comiendo lentamente y saboreando cada gusto, textura y aroma.
Durante la primera… ¿qué había sido, una semana?… no le habían dado ningún alimento sólido, solo infusiones y, después, un caldo suave. Y le habían metido agujas en un cuerpo que no tenía capacidad para resistirse. No hipodérmicas, sino agujas de acupuntura de aquellas que siempre había considerado una gilipollez hasta que su disentería empezó a remitir. Los calambres desaparecieron, la horrenda diarrea no regresó y, muy pronto, Neal comenzó a tomar alimentos sólidos de nuevo, incluido el desayuno más o menos norteamericano que tanto se esforzaban en prepararle.
Neal se sentó, se acomodó contra el pesado cabecero de madera y se sirvió una taza de café. Dios, pensó, el gozo embriagador de los placeres sencillos, como servirte tú mismo una condenada taza de café. El primer sorbo —dado con precaución, pues la experiencia le había enseñado que servían el café muy caliente— le suscitó de inmediato un placer casi abrumador. Paseó el café por la boca un momento antes de tragarlo. Después se levantó, tanteó sus temblorosas piernas sobre el suelo y se dirigió vacilante hacia el cuarto de baño. Seguía estando débil, delgado, pero disfrutaba enormemente de aquella excursión de tres metros. Representaba un gran progreso en su autosuficiencia.
El baño estaba inmaculado. Neal supuso que hasta Joe Graham habría aprobado su reluciente porcelana y sus resplandecientes azulejos. Neal usó el retrete —un placer nada nimio tras varios meses de cubos y grilletes— y después dejó correr el agua del grifo hasta que empezó a salir ardiendo y se frotó las manos.
¿Me estoy convirtiendo en un maniático de la limpieza como Graham?, se preguntó.
También dejó que corriera el agua de la ducha mientras esperaba sentado sobre la tapa del retrete bebiendo café. Cuando vio que el vapor comenzaba a asomar por encima de la cortina, se quitó el pijama de seda y entró. Puso una mueca de dolor, pues la piel despellejada de las muñecas, que había tenido vendadas hasta justo el día anterior, le escocía al contacto con el agua. Pasó al menos diez minutos frotándose con el jabón de sándalo y el champú antes de salir con sumo cuidado. Tuvo que sentarse un par de minutos hasta recuperar las fuerzas necesarias para secarse. Después se puso el batín, llevó su bandeja hasta la mesa redonda junto a la ventana y se sentó a comer.
La comida le parecía un milagro. Todo le parecía un milagro.
Al principio creyó que ella había llegado a él en un sueño, como en todos los demás sueños. Supo que cuando se despertara seguiría tirado en su cueva, esposado a su inmundicia y su desgracia. Pero aquel sueño fue diferente.
Se aterrorizó cuando le pusieron la venda en los ojos, a pesar de que era la mano de ella la que le guiaba a través del laberinto de la Ciudad Amurallada. Se tranquilizó cuando notó que lo sentaban en un coche para realizar lo que se le antojó un corto trayecto, después del cual le guiaron por lo que —intuyó— debía de ser un muelle de madera que oscilaba suavemente, para hacerle subir a un barco. Fue vagamente consciente de que lo llevaban bajo cubierta y después ella le quitó la venda.
Era Li Lan, por supuesto. Había regresado a buscarle y Neal no preguntó por qué, no le importaba por qué. Lo único que sabía era que ella era su Kuan Yin, su diosa de la misericordia, y que le había sacado del infierno y ahora le estaba dando otra cazoleta de opio.
Neal entró y salió del duermevela mientras el barco recorría la costa sin prisas. Le dieron otra pipa antes de ponerle otra vez la venda en los ojos y únicamente tenía un recuerdo muy vago de haber sido llevado a tierra y subido a la parte trasera de un camión. Li Lan volvió a quitarle la venda cuando hubieron cerrado las puertas del camión. A Neal le dio la impresión de que conducían durante días. También le pareció que las pipas eran cada vez más pequeñas y escasas.
Recordaba haber sido sacado del camión en mitad de la noche, recordaba haber visto soldados, recordaba haber visto el rostro de Li Lan marcado por la preocupación mientras Neal sentía un pinchazo agudo en el brazo.
—Volveremos a vernos —dijo ella.
Después Neal no recordaba nada más hasta que despertó en aquella cama limpia con las sábanas blancas y tirantes.
Y Li Lan había desaparecido de nuevo.
En su lugar había médicos y enfermeras, murmurando en ese tono profesional y mesurado que adoptan en todas partes. Murmuraban sobre su caso, le obligaban a beber té, le daban masajes en la dolorida espalda, le hicieron friegas con pomada en las muñecas y se las vendaron; después le convirtieron en un puercoespín humano.
A medida que los días iban pasando, Neal fue necesitando menos cuidados, hasta que quedó limitado a las atenciones del camarero, una masajista y una visita diaria del médico.
La curiosidad regresó al mismo tiempo que sus fuerzas. Mientras emergía de la neblina de la enfermedad, la malnutrición, el miedo y el opio, comenzaron a asolarle las grandes preguntas: ¿dónde estoy? ¿Quién manda aquí? ¿Qué va a pasar a continuación?
Nadie quiso contarle nada. De hecho, hasta ahora no había conocido a nadie que hablara inglés, salvo por el «Buenos días. Desayuno» del camarero, evidentemente ensayado. Desde su ventana de la planta baja solo alcanzaba a ver un aparcamiento rectangular, cubierto de grava, separado de la calle por una alta cerca. Una reja de tres metros de alto rematada por alambre de espino y delicadamente cubierta por arbustos se extendía hacia la izquierda hasta perderse en un bosquecillo. Por la derecha iba a dar contra la pared de otro flanco del edificio.
Neal sabía que estaba en una ciudad porque podía oír ruido de tráfico, aunque tardó varios días hasta identificar en la cacofonía vespertina el cencerreo de miles de timbres de bicicleta. Oyó un par de coches, pero más camiones, y ocasionalmente el guardia uniformado de la puerta abría esta de par en par para permitir el paso de un camión de reparto o un vehículo de aspecto oficial.
De modo que, en cuanto al lugar donde se encontraba, sabía que era una ciudad en alguna parte de China.
¿Quién estaba al mando? ¿Quién lo tenía en su poder? Intentó llegar a una conclusión. Si Li Lan era, tal como parecía, una espía china, entonces debía de tratarse del servicio de inteligencia chino. Pero ¿por qué? ¿Por qué dejarlo abandonado en la Ciudad Amurallada y después regresar en su busca? ¿A qué tantos mimos y el tratamiento de primera clase (pijama de seda, por el amor de Dios)? ¿Por qué se cerraba la puerta con llave tras la salida del camarero, la enfermera y el médico? ¿Por qué se encontraba en aquel lujoso confinamiento solitario?
Aquellas cavilaciones conducían a la pregunta relacionada de qué sucedería a continuación. ¿Qué diablos querían de él? ¿Qué querían que hiciera? Se le ocurrió la agradable idea de que lo estaban limpiando para enviarlo a casa, pero no se permitió darle demasiadas vueltas. Mejor concentrarse en su recuperación y ya vería qué pasaba. Además, ¿qué otra elección tenía?
Y además había otra pregunta: ¿dónde estaba Li Lan?
Neal alejó aquel pensamiento de su mente y se lanzó sobre los huevos. Realmente no estaban nada mal, casi como si el cocinero estuviera acostumbrado a preparar desayunos occidentales, aunque habían sido fritos en una clase de aceite que no conseguía identificar. Y había acabado por aficionarse bastante al mantou, el panecillo al vapor del tamaño de un puño que le servían en vez de tostadas. Lo estaba masticando cuando experimentó la primera necesidad no material que había sentido desde que podía recordar: un periódico.
Dios, cómo ansió de repente tener un periódico. Joder, era natural. La letra impresa combinaba con el desayuno como el beicon con los huevos, y anhelaba —anhelaba— enterarse de qué estaba sucediendo en el mundo, y quizá leer un par de noticias deportivas. Deporte. ¿Seguía siendo temporada de béisbol? ¿O de fútbol americano? ¿O ese fantástico tramo del calendario estadounidense en el que coincidían ambas?
Debo de estar sanando, pensó.
La abstinencia del opio había sido dura, pero tampoco tan dura, reflexionó Neal. A lo mejor era porque no lo había estado consumiendo el tiempo suficiente como para desarrollar una verdadera adicción o quizá porque los chinos sabían cómo tratarla, pero no había experimentado la agonía del mono que había observado en otras personas, incluida su santa madre. De vez en cuando, particularmente cuando ya estuvo lo bastante recuperado como para sentir aburrimiento, una comezón de necesidad —no, era más bien de deseo— lo asolaba y entonces se ponía a imaginar lo agradable que sería flotar en una nube de opio. Pero estaba disfrutando demasiado los placeres reales de la comida real y de la comodidad real como para obsesionarse de verdad con el juego de humo y espejos que otorgaba el subidón de la droga. Prefería una buena taza de café todos los días, gracias. Si ahora simplemente fuera capaz de conseguir un periódico…
Por supuesto, un periódico no daría respuesta a las demás pequeñas preguntas que le asaltaban durante su abundante tiempo libre. ¿Por qué todo el mundo le llamaba señor Frazier? ¿Por qué estaba el armario repleto con la ropa del señor Frazier? ¿Por qué tenía dicha ropa etiquetas de Montreal, Toronto y Nueva York? ¿Por qué todas las prendas le sentaban como un guante? ¿Quién era aquel señor Frazier que usaba la misma talla de camisa, el mismo número de calzado y la misma medida de pernera que él? Neal había comprado siempre ropa únicamente de tienda, pero evidentemente el señor Frazier mantenía una relación estrecha con un sastre de primera. Neal nunca había vestido tan bien en toda su vida.
Tan elegante y ningún lugar adonde ir, pensó Neal.
Pijama de seda.
Intentó indignarse un poco ante todo aquel asunto, pero simplemente estaba demasiado cansado. Tomó otro trago de café, echó hacia atrás la silla y volvió a meterse en la cama. Necesitaba dormir más, se le estaba nublando la cabeza y en algún lugar en el fondo de su aún confundido cerebro sabía que necesitaría más descanso para poder afrontar… ¿qué? Se dejó llevar por el sueño. El camarero lo despertaría con la comida.
La mesa estaba puesta para dos y a una hora temprana.
Neal sabía reconocer una indirecta cuando veía una, así que se quitó el batín y se vistió con algunas de las prendas confeccionadas para el misterioso señor Frazier: pantalones marrones, una camisa azul celeste y zapatos de cordobán. Se afeitó con cuidado, cortándose solo una vez debido al tembleque de la mano, y se cepilló el pelo. Acababa de terminar cuando oyó que llamaban tímidamente a la puerta.
Un joven asomó la cabeza por el hueco.
—¿Da su permiso? —preguntó. Su inglés solo tenía un ligero acento.
—Sí. Por favor.
Tenía veintipocos años, medía en torno al uno sesenta y cinco y debía de pesar unos cincuenta y cinco kilos cuando llevaba mucho cambio en los bolsillos. Vestía pantalones grises que parecían de poliéster, una camisa blanca muy rígida y una chaqueta marrón oscuro. Usaba gafas de cristal grueso con ancha montura marrón. Llevaba el abundante pelo negro con la raya a un lado y cortado a la altura de las orejas. Su sonrisa parecía nerviosa, pero cálida, y se ruborizó con timidez.
—Me llamo Xiao Wu —dijo.
Le ofreció la mano como si hubiera aprendido el gesto en una clase. Neal se la estrechó.
—Neal Carey.
El rubor de Wu pasó al escarlata y el joven clavó la mirada en el suelo.
—Frazier —masculló.
—¿Perdón?
—Su nombre es Frazier.
—De acuerdo.
Wu se animó considerablemente cuando vio la atestada bandeja sobre la mesa.
—¡Vamos a comer juntos!
—Por favor, siéntese.
—¡Gracias!
Wu le hizo una ligera reverencia y cogió una silla.
—¿Puedo examinar la comida? —preguntó.
—Por favor.
Wu levantó las cubiertas de los cuatro platos y pronunció «Oooh» y «Aaah» y otros suspiros de satisfacción. Neal decidió que el pobre no disfrutaba de muchos almuerzos de negocios, si es que aquello podía considerarse tal.
Wu recordó el protocolo.
—¿Está usted cómodo? —preguntó.
—Muy cómodo.
—¡Gracias!
Oh, de nada, Xiao Wu.
—¿Le apetece comer?
De un tiempo a esta parte solo vivo para las comidas, Xiao Wu.
—Chachi.
Wu pareció desconcertado.
—¿Eso ha sido un coloquialismo?
Neal asintió.
—¿Jerga? —dijo Xiao con una amplia sonrisa.
—Jerga.
—Me interesan mucho las peculiaridades idiomáticas norteamericanas… en contraste con las inglesas —dijo Wu en voz baja.
—Ya somos dos.
—Particularmente las palabras malsonantes.
—Ha venido al lugar indicado, Xiao Wu.
—¿Me enseñará algunas?
—Pues claro, coño.
Wu rió con indisimulado entusiasmo y repitió «Pues claro, coño» varias veces, como para memorizarlo. Después le quitó la tapa a una bandeja de fideos calientes y llenó el plato de Neal antes que el suyo. Sin embargo, no esperó a que Neal empezara a comer, sino que se abalanzó de inmediato con sus palillos sobre los fideos, echándoselos al coleto con un par de rápidos movimientos.
—También estoy muy interesado —dijo cuando hubo terminado— en Mark Twain. ¿Conoce usted a Mark Twain? ¿Las aventuras de Huckleberry Finn? Ya no está prohibido, ahora tenemos permitido leerlo en la escuela.
Genial. Nosotros no.
—Es un escritor estupendo.
—Aaah. Pescado.
—Xiao Wu, ¿quién es usted y qué hace aquí?
Esta vez Wu no se ruborizó. Las preguntas directas están consideradas toda una impertinencia en China.
—Voy a ser su traductor.
—¿Para qué?
—¿Le apetece algo de pescado?
De acuerdo, jugaré.
—¿Por qué no?
—Por ningún motivo.
—Era una expresión.
—«¿Por qué no?». ¿Eso significa que quiere comer pescado?
—Pues claro, coño.
—Pues claro, coño.
Wu utilizó sus palillos para depositar algunas tajadas de pescado en el plato de Neal, regándolas luego con una cucharada de salsa de judías. A continuación se sirvió él y se concentró en la comida. Después preguntó:
—¿Estaría dispuesto a recibir a un invitado importante esta tarde?
—Pues claro, coño.
Wu empezó a reírse y después se interrumpió y frunció el ceño.
—Pero no debe decir eso delante del invitado importante.
—Decir ¿qué?
—Coño.
—De acuerdo.
—Aunque es muy divertido.
—¿Quién es el invitado importante?
—¿Un poco de verdura?
—Puedes apostar el culo.
Wu pareció sobresaltarse, miró a Neal de reojo y dijo:
—Más jerga.
Neal asintió y Wu repartió las verduras al vapor: brócoli, guisantes, tallos de bambú y castañas de agua. Comió con la dedicación de un verdadero artista.
—Wu, ¿dónde estamos?
—Estoy autorizado a decírselo.
—Dispara.
Wu rió nuevamente.
—Está en Chengdú —dijo con orgullo.
Chengdú… Chengdú… Chengdú…
—No te ofendas, pero ¿dónde está Chengdú?
El rostro de Wu se nubló ligeramente.
—Chengdú es la capital de la provincia de Sichuan, en el sudoeste de China.
¿Sudoeste de China? Vaya, vaya, vaya…
—¿Qué día es hoy?
Wu repasó rápidamente su lista mental de lo que estaba autorizado a decir.
—Veintiséis de junio.
¡Por los clavos de Cristo! ¿Veintiséis de junio?
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Dos semanas —respondió Wu, después añadió con orgullo—: Y pico.
Neal hizo cálculos mentales. Dios, pensó, eso significa que estuve más de dos meses en aquel agujero infernal de Hong Kong. Dos y medio.
—¿Y qué es lo que hago aquí?
—¿Sopa?
—No estás autorizado a decírmelo.
—No lo estoy —dijo Wu con tristeza—. Y no lo sé.
—Pero ¿el invitado importante sí?
—Por eso es importante.
—¿Podría tomar un poco de sopa, por favor?
—Será un honor.
La sopa era un delicado caldo de pollo con verduras. Wu fingió no darse cuenta de que la mano de Neal temblaba y que a este le costaba llevarse la sopa a la boca.
—¿No hay galleta de la suerte? —preguntó Neal cuando terminaron de comer.
—No debe hacer bromas delante del…
—Del invitado importante. No te preocupes, no lo haré. Es solo que disfruto hablando inglés. Gracias.
—De nada —dijo Wu. Añadió tímidamente—: Me siento honrado. ¿Quizá más tarde podamos hablar sobre Mark Twain?
—Será un verdadero placer.
—Ahora debe descansar.
—Es lo único que hago.
—Su invitado llegará en… —hizo como que miraba su reloj—, una y media horas.
—Una hora y media.
—Sí. Gracias.
Wu se levantó y volvió a extender el brazo. Se dieron la mano y Wu salió del cuarto. Neal oyó el chasquido del cerrojo.
De acuerdo, pensó, así que yo soy el misterioso señor Frazier. Es posible. A lo mejor saben algo que yo ignoro, como por ejemplo el apellido de mi padre; podría ser Frazier. Te estás atolondrando. Tranquilízate. Media hora de conversación y pierdes la cabeza. Mark Twain. Pues claro, coño.
De acuerdo, así que ahora sabes algo más que esta mañana. Estás en Chengdú, la capital de Sichuan, al sudoeste de China. Muy al norte de Nathan Road. ¿Y entonces? Entonces probablemente no te hayan traído hasta aquí solo para desintoxicarte y devolverte. Y si estás en manos de los servicios de inteligencia, ¿por qué no te han llevado a Pekín? Después de todo, ¿refugia la CIA a sus desertores en Arizona? No lo sé, puede que sí. Y te han asignado un traductor, lo que significa que quieren que hables con alguien. O que alguien quiere hablar contigo.
De acuerdo, pero ¿qué querrán que les digas? Ya saben más que tú sobre Li Lan y a estas alturas lo mismo pasará con Pendleton…
Simms.
Querrán que les hables de Simms.
Lo cual suscita un interesante dilema moral.
El invitado importante llegó puntual, casi como si hubiera estado esperando en el pasillo, mirando avanzar el segundero del reloj. Neal oyó la misma llamada tímida a la puerta, después esta se abrió y Wu asomó la cabeza. Parecía nervioso.
—¿Da su permiso?
—Por supuesto.
Wu sostuvo la puerta abierta para el invitado importante. El invitado importante era bajo, debía de rondar los cuarenta y muchos y le faltaban un par de platos de fideos para ser considerado rollizo. La grasa comenzaba a asomar sobre todo en forma de grandes ojeras. Llevaba el pelo untado y repeinado hacia atrás. Vestía un traje gris de ejecutivo, camisa blanca, corbata roja y zapatos negros. Cargaba con un maletín de aspecto caro. Todo él gritaba «burócrata».
—Este es el señor Peng —dijo Wu—. Señor Peng, este es el señor Frazier.
¿Es ahora cuando lanzamos una moneda para escoger campo?
—Por favor, siéntense —dijo Neal.
Peng se sentó en una de las sillas y le hizo un gesto a Neal para que tomase asiento en la otra. Wu se quedó de pie detrás de Peng.
Vaya con la sociedad sin clases, pensó Neal.
Peng sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa y le ofreció uno a Neal. Este negó con la cabeza y Peng encendió el suyo, después miró por encima del hombro hacia Wu y dijo:
—Cha.
Wu salió apresuradamente al pasillo. Neal le oyó hablar con alguien y un minuto más tarde regresó con un camarero que acarreaba una bandeja con té, café y tazas.
—El señor Peng tiene entendido que prefiere usted el café al té.
—El señor Peng ha entendido correctamente.
—El señor Peng sugiere que seamos informales y nos «sirvamos nosotros mismos».
—Por supuesto.
Wu sirvió dos tazas de té, una para él y otra para Peng, mientras Neal cogía una taza de café. Wu se sentó dubitativamente en la esquina de la cama y pareció visiblemente aliviado cuando Peng no puso objeción alguna. Peng asintió y Wu arrancó su discurso preparado.
—El señor Peng es el adjunto del secretario provincial del Partido, Xao Xiyang.
Neal vio que Peng sonreía satisfecho de sí mismo y deseó saber un poquito más sobre política china.
—Me siento honrado por su visita —dijo Neal—. El café, por cierto, está muy, muy bueno.
Wu tradujo sus comentarios. Peng sonrió nuevamente y respondió.
—El café es de Yunnan —tradujo Wu—, y le alegra mucho que sea de su agrado.
Neal decidió echar la bola a rodar.
—Por favor, exprésele al secretario adjunto provincial del Partido Peng mi gratitud por haberme rescatado de mi nefasta situación y por haberme dedicado tan extraordinarios cuidados para devolverme la salud.
Wu tradujo, escuchó la respuesta de Peng y se la transmitió a Neal:
—El señor Peng dice que no es secretario adjunto provincial del Partido sino adjunto del secretario provincial del Partido, y dice que no es sino un humilde representante de poderes mayores que, está convencido, se sienten honrados de haber podido ponerse a su servicio y querrían agradecerle su gratitud.
Wu dejó escapar un suspiro de alivio por haber sido capaz de enunciar toda la respuesta.
Neal sonrió y asintió en dirección a Peng.
—Ahora dile que me quiero marchar.
Wu se lo pensó un momento y después dijo en chino:
—Dice que su sentido del decoro no le permite seguir aceptando más hospitalidad de la República Popular y que no desea seguir causando más contratiempos.
Peng le dio una larga calada a su cigarrillo.
—Bu shr.
No.
—El señor Peng dice que teme que no esté usted preparado para llevar a cabo un viaje tan largo en este momento.
—Sé que estoy en Chengdú, pero ¿qué es este edificio y por qué se me retiene en él?
A aquello le siguió la traducción y después Wu dijo:
—Se encuentra usted en la Casa de Huéspedes Jinjiang. Es un hotel.
¿Un hotel? ¡¿Un hotel?!
—¿Por qué está cerrada la puerta?
Una delgada película de sudor comenzó a cubrir la frente de Wu mientras traducía.
Peng sonrió y pronunció una respuesta de una sola palabra.
—Seguridad —dijo Wu.
—Está cerrada por fuera.
Neal no estaba seguro, pero le pareció ver que un destello de irritación cruzaba el rostro de Peng y se preguntó si había entendido la pregunta. A lo mejor solo era la secuencia natural, o el tono.
Wu se sintió muy complacido con la respuesta:
—En la República Popular China somos muy concienzudos para todo, particularmente en lo que se refiere a la seguridad de nuestros invitados extranjeros.
Así que eso es lo que soy: un invitado extranjero.
—Yo tenía la impresión —dijo Neal— de que el crimen es prácticamente inexistente en la República Popular.
Wu le miró malhumorado y después tradujo:
—El señor Peng tiene entendido que el crimen es prácticamente omnipresente en Estados Unidos.
—Una vez más, el señor Peng ha entendido correctamente.
Peng recibió aquella respuesta con una amplia sonrisa, inhaló un poco de humo y después bebió más té. Neal cogió su café, le dio un sorbo y miró fijamente a Peng por encima de la taza. Peng le sostuvo la mirada. Wu sudaba.
—Pregúntale —dijo Neal— si podemos dejarnos de mierdas e ir al grano.
Vio que Peng parpadeaba ligeramente al oír la palabra «mierdas».
—El señor Frazier sugiere que prescindamos de prolegómenos educados para que dé comienzo un coloquio sustancial.
—¿«Mierdas»? ¿Ha dicho «mierdas»?
—Sí.
Peng no hizo ningún esfuerzo por disimular su ceño fruncido. Chupó el cigarrillo y ladró una respuesta brusca.
—El señor Peng entiende que su fatiga y mala salud le impiden ejercer la cortesía necesaria.
—Me ha llamado gilipollas, ¿verdad?
—Parecido.
—Por favor, dile que estoy ansioso por escuchar su sabio consejo y que espero poder aprender de sus comentarios.
Neal miró fijamente a Peng mientras Wu traducía.
Sabes que te estoy contando una milonga, pensó Neal, y no te importa. Lo único que quieres es una apariencia superficial de conformidad, nada de réplicas.
Peng comenzó a hablar en ráfagas bien medidas, dándole a Wu tiempo para traducir mientras él continuaba.
—Los superiores del señor Peng entienden que su vida ha corrido peligro, un peligro del cual, como usted mismo reconoce, la República Popular le ha rescatado. También entienden que dicho peligro fue, en gran medida, provocado por usted mismo, debido a su desafortunada injerencia en asuntos que no le concernían.
Al contrario, señor Peng. Me conciernen mucho.
—También entienden que no representa usted a las agencias de inteligencia de su país. Si hubieran considerado que así fuese, la situación sería muy distinta.
Aquí llega, pensó Neal. Está a punto de preguntarme por Simms.
Peng hizo una pausa para dar un sorbo de té, después continuó.
—La República Popular desea devolverle a su hogar tan rápidamente como sea posible.
Como sea posible.
—El proceso, en cualquier caso, requiere de ciertos procedimientos de seguridad.
Con la cual son muy concienzudos, particularmente en lo que se refiere a la seguridad de los invitados extranjeros.
—Tales como depurar su identidad.
¿Depurar mi identidad? ¿Qué demonios significa eso? ¿Necesita mi identidad realizar un sincero acto de contrición y entonar cincuenta y ocho avemarías?
—¿Por qué? —preguntó Neal.
—El señor Peng preferiría que no le interrumpiese.
—¿Por qué?
Peng suspiró y le pasó la palabra a Wu, el cual se la pasó a Neal. Era como un juego en una fiesta aburrida.
—El señor Neal Carey ha causado un escándalo —explicó Wu dubitativo—, y no podemos permitir que dicho escándalo sea rastreado hasta, o desde, la República Popular. Sería inconveniente para nosotros y peligroso para usted, pues facilitaría el que ciertos enemigos que se ha ganado dieran con sus huellas y le causaran perjuicio. Sin embargo, el señor William Frazier no ha provocado escándalo semejante.
El tipo les viene al pelo, el tal Frazier.
—De acuerdo… ¿entonces?
—Entonces quizá sea ventajoso permitir que el mundo crea que el señor Carey murió en los traicioneros arrabales de Hong Kong. Por lo tanto, asumirá usted la identidad del señor Frazier. El señor Frazier es un canadiense que trabaja en una compañía de viajes para la que está realizando un estudio sobre el gran potencial turístico de Sichuan.
Ya, claro.
—Entonces ¿qué?
—Cuando haya terminado su estudio, volverá a casa.
—Que está ¿dónde?
—Le hemos comprado un billete de avión a Vancouver. Después de eso, dependerá de usted.
Es la historia más mierdosa que he oído hasta ahora en este trabajo de mierda. El súmmum, el colmo…
—¿Por qué no subirme a un avión mañana mismo? ¿Por qué sacarme de gira?
Peng era bueno. Peng no perdía comba.
—Deseamos establecer una identidad firme para usted. Será más seguro.
Chicos, chicos, chicos. Llevo la mayor parte de mi vida embaucando a gente, de modo que reconozco cuándo me la quieren dar con queso. ¿Qué es lo que necesitáis de mí? ¿Qué hay en Sichuan que deba ver? ¿O que deba verme a mí?
—¿Cuánto tiempo tardaré en completar mi estudio? —preguntó Neal.
—Quizás un mes.
Un mes en exhibición, pensó Neal. De acuerdo, elige tu metáfora favorita. Van a ir de pesca y tú eres el cebo. Van a salir de caza y eres su perdiguero. Bueno, les debes una y, en cualquier caso, ¿qué otra opción te queda? Además, quizá no sea un «qué» lo que desean que veas. Quizá sea un «quién».
Quizá sea a Li Lan.
—¿Cuándo empiezo? —preguntó.
El rostro de Wu se relajó en una sonrisa de alivio. Peng se conformó con una leve sonrisa y otra calada a su cigarrillo. Después habló con Wu.
—¿Se siente con ánimos de empezar mañana? —preguntó Wu.
—Pues claro, coño.
—Dice que está mucho mejor de salud.
Pues claro, coño.