13

Joe Graham aguardaba impaciente sobre la estrecha y agrietada acera de Lion Rock Road, frente a uno de los edificios de apartamentos que rodeaban la Ciudad Amurallada como gigantescas barricadas. Se estremeció ligeramente mientras observaba cómo un «dentista» con un tenderete callejero hurgaba en la muela de uno de sus pacientes con un taladro eléctrico.

Graham estaba nervioso por muchos motivos. Se hallaba peligrosamente cerca del temible gueto en el que había desaparecido Neal Carey; no iba armado; se hallaba allí sin que el Hombre se lo hubiera ordenado. Pero sobre todo estaba nervioso porque el chino listorro llegaba tarde a su cita para intercambiar el resto del dinero por Neal Carey.

Un par de minutos más tarde apareció el tipo. Le acompañaban un par de matones, pero no Neal.

¿Qué timo es este?, se preguntó Graham. ¿Y ahora qué?

—¿Y bien? —le preguntó al tipo.

—No hay trato —respondió Mandamás imperturbable.

A la mierda. Que el kweilo pensara lo que quisiera.

Las palabras golpearon a Graham como un tiro en el pecho y ni siquiera parpadeó mientras los dos ayudantes lo cacheaban. De todas maneras, no iba armado.

—¿Por qué? —preguntó Graham.

Mandamás se encogió de hombros.

—¿Qué más da?

—Quiero saberlo.

Por supuesto. Todos los fracasados querían.

—Otro ha pujado más que tú.

—No sabía que estuviera en una subasta.

—Ahora ya lo sabes.

Graham notó que le hervía la sangre. A lo mejor fue aquella sonrisa burlona de listillo, la misma sonrisa burlona que siempre tienen los listillos sin importar el país donde te encuentres. A lo mejor fueron los cañones de las pistolas que sus dos escoltas le estaban mostrando. Lo más probable era que se debiese a que había vuelto a perder a Neal.

—Superaré la puja más alta.

—Debes de estar muy calentorro.

—La doblaré.

—Lo siento.

—¿Cuánto? ¡Di una cifra!

—Demasiado tarde.

Graham lo agarró de la pechera de su camisa de seda y lo atrajo hacia sí, atrapando el brazo derecho del tipo bajo su prótesis de goma y apretando con fuerza. Vio un destello de dolor y temor aparecer en los ojos del matón y apretó aún más. A ver si los cabrones querían disparar ahora.

—Escucha, gilipollas —siseó Graham—. Esto no ha acabado. No acabará hasta que haya recuperado sano y salvo a ese chico.

—Suéltame.

—Traeré un ejército.

—Pues hazlo.

Graham le empujó con fuerza y el matón cayó contra sus colegas. Uno de ellos apuntó a Graham con su pistola.

—Hazlo, mierdecilla. Hazlo.

Mandamás agarró a su esbirro por la muñeca y comenzó a alejarse.

—Vuélvete a casa, viejo —dijo.

Dejaron a Graham allí plantado. No se quedó parado mucho tiempo. Salió a buscar un ejército.

El kweilo apartó el cuenco de arroz y señaló la pipa de opio. Viejo suspiró, todos los días la misma historia. El kweilo se negaba a comer a menos que le dieras algo de opio, y cuando le dabas el opio, no quería comer. Viejo propuso el compromiso habitual, alzando el dedo índice de ambas manos. Una ración de arroz a cambio de una china de opio. El kweilo asintió y engulló medio cuenco de arroz.

Neal aspiró su recompensa y agarró los palillos para liquidar cuanto antes los siguientes bocados de arroz. Repitió la operación cuatro veces más y luego volvió a salir volando de la habitación. El dolor, los calambres, la terrible soledad, el miedo y el condenado aburrimiento se quedaron en el suelo junto a su cuerpo mientras su mente volaba para unirse a Li Lan en sus cuadros. Nunca duraba demasiado, nunca lo suficiente, pero era un pedacito de cielo en un infierno constante.

De modo que se cabreó mucho cuando la puerta se abrió de par en par y entró Mandamás. Mandamás siempre era un coñazo. Mandamás no quería que tomase demasiado opio. Mandamás le quería complaciente, no completamente ciego. Neal quería estar completamente ciego.

Mandamás traía su ropa.

Una esquirla de puro terror atravesó la neblina de opio que cubría el cerebro de Neal.

Me han vendido.

Vio al comprador entrar por la puerta.

—Oh, Dios —murmuró Neal—. Has venido a buscarme.

A continuación se deshizo en atroces e incontenibles sollozos. Seguía llorando mientras le quitaban la pipa, le vestían y lo llevaban en volandas hasta la puerta.

Neal se detuvo en el umbral y pegó su rostro drogado y lloroso al de Viejo.

—Tú eres —dijo Neal— el Fantasma Impredecible.

El anciano asintió alegremente mientras Mandamás sacaba a Neal por la puerta.

El sargento Eddie Chang se echó a un lado mientras dos de sus hombres tiraban abajo la puerta. Contaba con el respaldo de otros diez agentes con sus respectivas pistolas desenfundadas, de modo que se apoyó contra la pared y encendió un cigarrillo.

Estaba de mal humor. Se había pasado media vida trampeando para poder salir de la Ciudad Amurallada, y no le gustaba regresar por ningún motivo. Particularmente por negocios.

Pero la orden había llegado desde Nueva York. Y había sido dada por un antiguo sargento de la policía hongkonesa que había dejado con un palmo de narices a los fiscales al desaparecer con la ropa que llevaba puesta y seis millones de dólares en efectivo. Aquel viejo policía se había comprado un par de trajes nuevos y toda una tríada en Nueva York, de modo que si ahora enviaba la orden de darle a aquel tipo manco lo que fuese que pidiera, eso era lo que iba a hacer Eddie Chang, aunque significase volver de visita al viejo barrio.

El viejo barrio tampoco parecía muy feliz de verle. Chang notó las miradas maliciosas que le dirigían desde las ventanas de los cuartuchos, desde los callejones, y particularmente las que le dirigía el joven bravucón que yacía boca abajo en el suelo con las manos detrás de la nuca y el cañón de una ametralladora pegado a la cabeza.

—Levantadlo —ordenó Chang.

El agente obligó al chico a ponerse de pie. Chang encendió otro cigarrillo y se lo metió en la boca.

—Estás muy lejos de tu territorio —dijo Mandamás.

—Nací aquí, en Big-Ear Fu, así que cierra el pico.

La puerta cedió y los dos policías se abalanzaron al interior. Detrás de ellos iba el pequeño ojos redondos manco.

—No está aquí —le dijo Mandamás a Eddie.

—¿Dónde está? —le preguntó Graham al anciano que se acurrucaba en un rincón—. ¡¿Dónde está?!

Graham miró a su alrededor con incredulidad. El cuchitril era extraordinariamente inmundo y apestaba a mil demonios. Levantó la mirada hacia la cámara escarbada en la pared y vio las esposas.

Fue un mal momento para que Eddie Chang hiciera pasar a Mandamás, pues Joe Graham se estaba desquiciando. Agarró las esposas y las blandió trazando un gran arco que terminó abruptamente en el cuello de Mandamás.

—¡¿Dónde está?!

—Se ha ido.

—¡¿Adónde?!

Las esposas golpearon el rostro de Mandamás.

Eddie Chang intervino y apartó a Graham.

—Me ha dicho que su amigo es un adicto. Opio.

—Eso es imposible.

—En este lugar no hay nada imposible.

Graham le apartó la mano y se apartó para tener un poco de espacio. ¿Neal fumando opio? ¿Neal un yonqui, como su madre?

—¿Dónde está? —repitió Graham.

—Se lo han vendido a unos chinos —dijo Chang.

—¿Cuándo? —preguntó Graham.

Mandamás sonrió.

—No os habéis cruzado por los pelos.

Graham agarró a Chang del codo.

—En marcha. Aún podemos cogerles.

—Imposible —dijo Chang—. A estas alturas podría estar en cualquier parte del mundo.

—Ya sabes cómo son los yonquis —dijo Mandamás—. A lo mejor se ha marchado volando.

Chang arrojó a Mandamás al suelo, después sacó el arma de su pistolera y le apuntó a la cabeza.

—¿Sí? —preguntó Chang, mirando a Graham.

Graham pensó en Neal Carey, retenido como prisionero en aquel lugar, siendo obligado a consumir opio, siendo vendido a un burdel oriental. Miró a Mandamás.

—No —dijo Graham.

Ya tenía suficiente sangre sobre su conciencia y cosas más imperiosas que hacer. Como buscar a Neal Carey por todo el mundo.