Ben Chin vio cómo la despampanante monja shaolín apaleaba al malvado mandarín y después se levantó de su asiento. Le habría gustado ver el resto de la película, pero todavía le dolía el cuello de cuando aquella zorra había intentado arrancarle la cabeza y además era hora de volver al trabajo.
No tuvo que mirar atrás para saber que su nueva cuadrilla le estaba siguiendo por el pasillo. Su anterior cuadrilla, aquella panda de ancianas inútiles, había sido degradada a chicos de los recados, y ahora sus jefes de las tríadas le habían enviado un nuevo e impecable equipo de asesinos profesionales recién salidos de Taiwan. También le habían enviado una orden: entra en la Ciudad Amurallada y esta vez completa el trabajo. Haz lo que sea necesario. Usa dinero, drogas, puños, cuchillos o pistolas, pero cumple la misión.
Bien. Chin estaba deseando que llegara el momento de la reunión. Y ya quedaba poco, muy poco. Casi dos meses de duro trabajo —dos meses de sobornos bien dirigidos, de amenazas, de arriesgadas misiones de reconocimiento al interior de la Ciudad Amurallada— habían dado resultado por fin. Entrar era otro problema, salir uno aún mayor. Pero el trabajo en sí únicamente les llevaría un minuto: enviar a uno de sus nuevos chicos a que hiciera la compra, meter la mercancía en cualquier callejón y pegarle un tiro en la nuca. No sería tan agradable como cortar en pedazos a aquella zorra, pero aun así…
Su cuadrilla seguía detrás de él cuando Chin salió a la calle y el niño con pinta de bobo se cruzó en su camino.
—¿Superman número veinticinco aniversario? ¿Muy barato? —preguntó el crío, mostrándole un par de tebeos astrosos.
—¿Qué di…?
El crío se tiró de bruces sobre la acera y Chin vislumbró el coche al otro lado de la calle medio segundo antes de que la ráfaga del AK le taladrara el pecho.
Su cuerpo se desplomó sobre la calzada. El neón de la marquesina del teatro centelleó sobre su sangre mientras esta iba empapando las portadas de Superman, Batman y El Avispón Verde.
Simms agitó el cuenco cilíndrico hasta que una vara de la oración cayó al exterior. Cogió la vara, la envolvió en un crujiente billete de cien dólares norteamericanos y se la entregó al viejo monje del puesto.
Localizar a Neal Carey le estaba costando una fortuna, pero merecía la pena el desembolso. No había manera de saber qué podría suceder si algún otro llegaba antes hasta él y oía su relato. Simms desconocía qué era lo que Neal sabía o ignoraba y quería ser el primero en preguntárselo. Después se aseguraría de que Carey desapareciera definitivamente y llamaría a Providence para informar de su lamentable fallecimiento a aquellos tres hijos de puta yanquis.
El monje salió de su puesto y guió a Simms al interior del templo, hasta la estatua de un viejo grotesco que acarreaba una barra de plata. El monje señaló la barra de plata y después señaló a Simms.
Este no le dijo al monje que hablaba chino perfectamente, muchas gracias. Se limitó a sacar la cartera y a entregarle otro billete de cien. Los malditos budistas eran peores que los católicos a la hora de exprimirte las perras.
El monje tomó el billete y desapareció brevemente en su caseta. Al cabo de un par de minutos regresó y guió a Simms a través de una puerta hasta llegar a una especie de túnel. A pesar de que no tenía la más mínima intención de recorrer todo el camino hasta la Ciudad Amurallada, Simms se alegró de haber llevado consigo la pistola. El trato era que le traerían a Carey hasta un punto situado a mitad de camino del túnel y que se lo entregarían tan pronto como hubieran contado el dinero.
Mandamás entró en el cuchitril, se sirvió una taza de té y se sentó a desmontar el AK. El anciano le miró malhumorado.
—¿Dónde has estado? —preguntó.
—En el cine —respondió Mandamás. Levantó la mirada hacia la covacha de Neal—. ¿Sigue en las nubes?
—¿Dónde está el chico? Necesito que alguien me ayude con esto, ¿sabes?
—No creo que vaya a volver. La última vez que le vi, iba corriendo detrás de un coche. No llegó a alcanzarlo.
Aquello al menos era cierto. Uno de los matones de Chin se había despertado lo suficiente como para endiñarle un par de balazos al crío mientras este huía Nathan Road arriba.
—Tampoco es que me sirviera de mucha ayuda —dijo el anciano.
—No era gran cosa, no.
—¿Cuánto tiempo más seguirá aquí el kweilo? Si va a ser mucho, quiero un chico nuevo.
—No será mucho más.
—¿Has encontrado comprador?
Mandamás se sacó un fajo de billetes del bolsillo.
—Cuatro compradores —dijo—. Bueno, ahora tres.
—¿Cómo puede uno vender tres veces la misma cosa? —preguntó el anciano.
—Con práctica.
Simms esperó en el túnel. Imaginó que debía de estar debajo de Lion Rock Road, lo cual tenía sentido si iban a traerle a Carey desde el interior de la Ciudad Amurallada. En cualquier caso, deseó que se dieran prisa. El techo goteaba, mojándole el traje, y el túnel era como una sauna. ¿Por qué no podían comportarse como gente civilizada y limitarse a llevarle a Carey a una habitación de hotel?
Oyó pisadas que se aproximaban por el túnel. Cuatro pares. Distinguió los rostros a través del vapor. Ni un solo par de ojos redondos a la vista.
Simms pegó la espalda contra la pared y esperó a que el cabecilla del grupo se acercase más. El cabecilla era fácil de distinguir: traje elegante, sonrisa astuta y burlona.
—¿No se te ha olvidado algo? —preguntó Simms.
—A lo mejor prefieres un agradable muchacho chino —respondió Mandamás.
—A lo mejor prefiero aquello por lo que he pagado.
—¿Vietnamita? Tengo uno de diez años que te gustaría.
—Quiero al norteamericano —dijo Simms, más por principio que otra cosa.
Sabía que el trato había hecho aguas. Ahora solo quedaba la cuestión de salvar el pellejo.
—Lo siento —dijo Mandamás.
No iba a recelar de un kweilo marica tan estúpido como para entrar en un túnel completamente solo.
Simms se limitó a sonreír mientras dos de los sicarios se le aproximaban por los costados. El tercero se quedó un poco por detrás del cabecilla.
—Entonces devuélveme el dinero.
—Nada de reembolsos. Solo mercancía.
—Quiero el dinero.
Simms sabía que no iba a recuperar ni un centavo, pero necesitaba una base para negociar. Algo por el estilo de: «Déjame salir de aquí y olvidemos el tema».
Mandamás señaló con la barbilla a los dos tipos que se dirigían hacia Simms.
—Habla con el departamento de reclamaciones.
El chico a la izquierda de Simms sacó una navaja automática, la abrió y la blandió frente a su cara. Simms sacó su pistola con silenciador del bolsillo, la pegó contra la rodilla del muchacho y apretó el gatillo.
—Creo que no —dijo Simms.
Pasó por encima del chaval que se sacudía tirado en el suelo como un pez en el fondo de una barca.
—Ahora me marcho —dijo Simms.