Xao Xiyang apuró su cigarrillo mediante una profunda calada, aplastó la colilla en el cenicero lleno y encendió otro. Que la ansiedad le llevara a encadenar los cigarrillos era un marcado defecto de carácter, lo sabía. En su lugar, debería meditar o practicar taichí, pero le faltaba la paciencia. Otro defecto de carácter.
Además, el humo de sus cigarrillos hacía que el interior de la limusina oliera mal. Su difunta esposa se había quejado constantemente de ello —había sido una de las muchas bromas recurrentes que compartían— y Xao sintió una rápida punzada de pena provocada por el hecho de que no estuviera allí para regañarle por ello.
Observó el ancho bulevar por la ventana. El suyo era uno de los escasos automóviles entre los millares de bicicletas que hacían sonar sus timbres como una inmensa bandada de pájaros cantores. El coche se detuvo en un cruce, delante de una isleta sobre la que un policía de blanco uniforme gesticulaba con los brazos y realizaba una pequeña pirueta cada vez que debía volverse hacia el tráfico que se aproximaba desde otra dirección. Por detrás del agente se alzaba un gigantesco cartel que mostraba a una joven pareja contemplando arrebolada a su bebé. Su único bebé. Era un chico, observó Xao Xiyang. En la propaganda para el control de la natalidad, el hijo único siempre era varón. No así en la vida, pensó Xao, cuya esposa le había dado dos hijas queridas, pero ningún hijo.
El agente vislumbró la limusina oficial y se apresuró a detener el resto del tráfico para abrirle paso. Normalmente, Xao le habría dicho a su chófer que esperase, pero aquella jornada iba con prisa. La mayoría de los demás días le encantaba demorarse en las amplias avenidas bordeadas con árboles de Chengdú, salir del coche y pasear por las aceras, mirar por encima de los hombros de los muchos artistas que pintaban las flores, los árboles y los bellos y vetustos edificios. O quizá detenerse en uno de los numerosos y pequeños restaurantes para probar sus fideos en salsa de judías o el tofu en salsa brava que era el plato típico de la ciudad. A veces se levantaba y charlaba con la multitud que inevitablemente se formaba a su alrededor, escuchaba sus preocupaciones, sus quejas o, en ocasiones, simplemente los chistes más recientes.
Pero aquel día no habría tiempo para chistes, Xao no tenía apetito para fideos ni para tofu y la única pintora que le interesaba era aquella a la que había otorgado el nombre en clave «Muñeca China». Esta —sin pretenderlo— había dejado un buen desbarajuste a su paso por Hong Kong, un desbarajuste que amenazaba con echar a perder todo su plan, aquel en que tantos años llevaba trabajando. Ah, después de todo, se obligó a recordar Xao, Muñeca China seguía siendo en parte una aficionada y los aficionados cometen errores. Aun así, eran errores que debían ser subsanados.
En cualquier caso, había hecho un buen trabajo. Había conseguido pasar la frontera y llevar su cargamento hasta Cantón, donde el aliado secreto de Xao controlaba a la policía secreta. A pesar de sus ansias por verla y por conocer al fin al científico que había traído consigo, Xao dejó que permaneciesen escondidos en Cantón hasta que fuese seguro traerles a Sichuan.
Había pensado que sería cuestión de apenas un par de semanas, pero entonces comenzaron los problemas en Hong Kong. ¿Quién habría pensado que se montaría semejante alboroto por un simple joven? Tanta gente buscándolo, armando ruido. Si aquel ruido llegaba hasta ciertos oídos en Pekín… bueno, Xao no iba a permitir que eso sucediera. Y punto. Tomaría las medidas adecuadas; de hecho ya las había tomado. Al fin y al cabo, era la mejor manera de acallar las preocupaciones.
Xao admiró a través de las ventanas tintadas la perfecta hilera de moreras que flanqueaba la carretera. Pronto el asfalto terminaría y el camino pasaría a ser de tierra, esa tierra rojísima tan distintiva de Sichuan. Ya se veían los primeros indicios rurales: campesinos que acarreaban esforzadamente dos cestos unidos por una vara atravesada sobre los hombros; ciclistas maniobrando en sus bicicletas atestadas con pesadas cargas de alfombrillas de bambú, jaulas o pollos (uno incluso llevaba un cerdo atado sobre el guardabarros trasero); niños montados sobre el cuello de sus búfalos, instándolos a salir de la carretera en dirección a los arrozales.
Aquellas visiones elevaron su espíritu, recordándole el objetivo último de todos sus planes y maquinaciones. Pekín sin duda lo calificaría de traición. Si le descubrían, le darían a elegir entre la bala o la soga, pero Xao sabía que su ardid era el acto más patriótico de toda una vida dedicada a la patria. Que el dios en cuya existencia no creemos bendiga a Li Lan, pensó. Les había traído al científico, el experto, y con su ayuda aquellos niños que tan felizmente montaban bueyes en dirección a sus tareas nunca conocerían el sufrimiento padecido por sus padres. Nunca pasarían hambre.
Si quieres comer, a Xao Xiyang tienes que ver, pensó, burlándose de sí mismo. Bueno, pues más le vale al gran Xao Xiyang solucionar el embrollo de Hong Kong y solucionarlo antes de que esos cabrones ideólogos de Pekín se sirvan del mismo para volver a ganarnos la mano. De otro modo, utilizarán mi deshonra para avergonzar a Deng y atarle las manos.
Xao usó la colilla del cigarrillo para encender otro. Le dijo a su chófer que acelerara y después se recostó para pensar.
Tardaron una hora en alcanzar la base de operaciones del equipo de producción. Su coche había sido avistado y rápidamente se corrió la voz de su llegada. El viejo Zhu le estaba esperando en la glorieta de grava de la entrada. El director del equipo de producción solo tenía treinta y tres años, pero parecía mayor. Xao sospechaba que incluso sus compañeros de clase le habrían llamado viejo Zhu. Era un individuo increíblemente circunspecto. Al viejo Zhu solo le preocupaba una cosa: hacer crecer el arroz. Y en China, razonó Xao, aquello tendía a hacer que uno envejeciera antes de tiempo.
Xao salió del coche y saludó calurosamente a Zhu, intentando contener las apresuradas reverencias con las que este tenía por costumbre recibirle.
—¿Hoy has tenido arroz? —le preguntó.
Era el saludo tradicional chino, una manera de preguntarle a la otra persona si ya había comido. No siempre era una pregunta retórica.
—Estoy lleno, gracias. ¿Y usted? —preguntó Zhu, consiguiendo intercalar tres reverencias en su respuesta.
—Nunca me canso del arroz cultivado por la Brigada de Producción Dwaizhou.
Zhu enrojeció de dicha y condujo a Xao hasta el interior de un edificio de piedra de dos plantas que hacía las veces de sala de conferencias, centro recreativo y cafetería. Entraron en una espaciosa estancia ocupada por varias mesas circulares grandes y sillas de bambú. Sobre una de las mesas había una tetera, dos tazas, dos vasos de naranjada, cuatro cigarrillos y un montoncito de caramelos envueltos en celofán. Zhu sacó una silla para Xao y esperó hasta que este se hubo sentado antes de acomodarse él también. Después sirvió el té y esperó a oír el propósito de la visita del comisario.
Xao le dio un sorbo a su té y asintió educadamente su aprobación, provocando otro sonrojo.
—Sus cifras de este trimestre son excelentes —dijo.
—Gracias. Sí. Yo también pienso que la brigada ha hecho un buen trabajo.
—Particularmente satisfactorias son las cifras de las tierras privatizadas.
Zhu asintió con seriedad.
—Sí, sí. Especialmente en porcicultura, el arroz algo menos, pero en general estamos muy satisfechos.
—Como debe ser.
Xao dio un trago a la espantosamente dulce naranjada y se obligó a sonreír. Encendió dos cigarrillos y le dio uno a Zhu.
—Creo —dijo Xao— que pronto realizaremos nuevos avances.
Zhu miraba al suelo, pero Xao pudo ver la emoción en sus ojos.
—¿A pesar de todo? —preguntó Zhu.
—A pesar de todo… si estuviera en mi potestad obtener para la brigada cierto recurso fuera de lo habitual, usted considera que sería capaz de hacer buen uso de él.
Zhu no lo dudó.
—Sí. Oh, sí.
A Xao le sorprendió notar los desbocados latidos de su corazón. Tal era el estado de paranoia en su república popular que incluso dudaba a la hora de confiar en Zhu, el viejo Zhu, el granjero definitivo, el hombre al que había visto reparar tractores como si estuviera operando a sus propios hijos, el hombre al que había visto hundido hasta los muslos en los arrozales para enseñarles mejores métodos de cosecha a los ancianos, el hombre al que había visto llorar de emoción ante la llegada de un envío de fertilizante.
—¿Y comprende usted —continuó Xao— que dicho recurso deberá ser mantenido en secreto, incluso a ojos de las autoridades y del gobierno?
Zhu asintió. Miró a Xao directamente a los ojos y asintió.
Hecho, pensó Xao. Inhaló profundamente el humo, lo retuvo en los pulmones y lo dejó escapar con un suspiro de alivio. Siguió sentado en silencio con Zhu, bebiendo té y fumando cigarrillos, mientras ambos pensaban en el paso que estaban a punto de dar y soñaban sus sueños individuales.
Al cabo de un par de minutos, Zhu preguntó:
—¿Desea verla?
—Sí.
—¿Desea una escolta?
—Conozco el camino.
Zhu se levantó.
—¿Cenará con nosotros?
—Me temo que hoy no dispongo de tiempo.
—Le pediré a los cocineros que preparen algo para usted. Podrá comérselo en el camino de regreso a la ciudad.
—Es usted muy amable.
—Y para su chófer, por supuesto.
Zhu se retiró y Xao se terminó el cigarrillo antes de salir al exterior. El último sol de la tarde era placenteramente cálido y disfrutó de su paseo a lo largo del dique, entre los amplios arrozales. Dwaizhou era un milagro de ordenados cultivos, estanques y campos de moreras que se extendían sobre la amplia llanura de Sichuan aparentemente hasta el infinito… o como poco hasta la cadena montañosa que se alzaba ligeramente purpúrea en el horizonte, hacia poniente. A lo mejor cuando todo aquello hubiera terminado, cuando hubiera completado su labor, podría retirarse allí y dedicar los días a criar carpas y jugar a las damas. Un sueño, pensó. Mi trabajo no habrá terminado en un millar de millares de años.
Caminó dos li antes de llegar hasta el pequeño edificio de granito que se alzaba junto al lindero del bosque dejado intacto por Zhu para que diera cobijo a conejos para la caza. El edificio tenía un techo de hojalata, una puerta de metal y una sola ventana enrejada. El guardia se cuadró delante de la puerta y Xao se dio cuenta de que Zhu debía de haber enviado a un mensajero, algún niño de pies raudos, para advertirle.
Le hizo un gesto al guardia para que abriera la puerta, después le ofreció al nervioso joven un cigarrillo y le dijo que se diera un paseo hasta quedar fuera del alcance del oído, pero sin llegar a perder de vista la caseta. Cuando el guardia se hubo alejado lo suficiente, Xao ordenó salir a la prisionera.
Nunca cambia, pensó. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Diez años? ¿Once? Y todavía seguía vistiendo las ropas maoístas: el holgado uniforme verde de fajina y la gorra. Pero no el brazalete rojo, aquellos habían desaparecido junto con la Guardia Roja. Llevaba el pelo recogido en dos coletas atadas con cinta roja (su única afectación). Seguía siendo encantadora.
La mujer le hizo una profunda reverencia.
Xao no se la devolvió.
Antes de que pudiera perder el valor, dijo:
—Voy a liberarte pronto.
Vio que sus ojos se ensanchaban con la sorpresa. ¿O era espanto?
—No puede liberarme.
—Está en mi potestad.
—Quiero decir que soy prisionera de mis crímenes. Nadie puede librarme de ellos.
Puede que sea cierto, pensó Xao. Ciertamente, yo lo he intentado una y otra vez y aún no he sido capaz de perdonarte. Y han pasado once años, no diez. ¿Cómo había podido olvidarlo?
—Tu liberación no es fruto de mi clemencia, sino de mi necesidad.
—Entonces estaré agradecida de servir a su necesidad.
—¿Cuánto tiempo llevas encarcelada?
—Ocho años.
—Mucho tiempo.
—Ha tenido usted la gentileza de venir a visitarme a menudo.
La gentileza, pensó Xao. No, no era gentileza. Te visitaba para pugnar con mi propia alma. Para ver si podía superar mi odio. Te he conservado como un espejo en el que poder mirarme.
—Mi necesidad podría requerir que vuelvas a poner en práctica algunas de tus antiguas habilidades. ¿Podrás?
—Si es para servirle, sí.
—Será peligroso.
—Le debo una vida.
Sí, pensó Xao, me la debes. La examinó más atentamente, la examinó como tan a menudo había hecho ya. Quiso acercarse a ella, compartir el dolor, pero en cambio notó que se agarrotaba y dijo:
—Prepárate entonces. Ya te avisaré.
La mujer le hizo una reverencia. Xao le dio la espalda y le hizo una señal al guardia para que volviera a encerrarla, para que encerrase a aquella mujer que había matado a su esposa.