Al principio Neal pensó en escapar.
Debería haber sido fácil… sus guardias eran un niño lunático y un viejo centenario. A Neal se le ocurrieron apodos ingeniosos para ambos. Al chico lo llamaba «Marvel» y al viejo «Viejo». Neal casi intentó darse a la fuga cuando lo desnudaron. Marvel se pegó a él con la hachuela alzada mientras Viejo le quitaba la camisa, los pantalones, los calcetines y los zapatos. Neal pensó que quizá podría agarrar la hachuela, reducir a Marvel e intentar escapar. Pero no había anticipado que el anciano fuese tan rápido y tampoco había anticipado las esposas: unos hierros herrumbrosos que de tan grandes resultaban cómicos y parecían utilería de un viejo número de vodevil. Neal tampoco sabía que las esposas pudieran ser tan pesadas. Engrilletado, lastrado y en pelota picada, supo que no tendría la más mínima oportunidad de huir, de modo que regresó dócilmente a su cueva mientras el muchacho le azuzaba para que subiera la escalerilla.
Pensó que a lo mejor podría resistir. Simms debía de estar peinando la ciudad en su búsqueda, siguiendo su rastro, imaginando que debía encontrarse en algún lugar de aquella tierra de nadie. Sin lugar a dudas, la puerta se vendría abajo de un momento a otro y Simms, al frente de un escuadrón de asesinos entrenados, lo rescataría. De un momento a otro…
Los momentos se convirtieron en horas que se convirtieron en días mientras Neal intentaba controlar mentalmente el paso del tiempo. Debió de ser durante la segunda semana cuando se puso enfermo. Había adoptado la costumbre de contar los días por cuencos de arroz, porque le daban uno diario. Tampoco era exactamente arroz, sino más bien unas gachas, una mezcla sucia y grumosa en la que flotaban unos cuantos granos de arroz y Dios sabría qué otras cosas. Neal siempre había sido torpe con los palillos y las esposas no hacían más que empeorar la situación, sobre todo teniendo en cuenta que tenía las muñecas despellejadas debido al peso del herrumbroso metal. Pero se obligaba a llevarse el cuenco a la boca y a engullir la comida. Y se obligaba a utilizar el cubo que le dieron como bacín, el cubo que Marvel vaciaba una vez al día cuando se acordaba de ello.
Así que, contando cuencos de arroz, llegó a la conclusión de que fue durante la segunda semana cuando sus tripas se convirtieron en napalm y comenzaron las violentas e incontrolables deyecciones de mierda aguada y verdosa. Neal se descubrió incapaz de contenerlas. Lo único que podía hacer era doblarse sobre sí mismo debido a los feroces calambres, y al cabo de un tiempo ya ni eso lograba. Lo único que podía hacer era retorcerse de dolor y después yacer agotado a la espera de que le golpeara el siguiente espasmo.
A Marvel le parecía divertido, pero Viejo se cabreó con él. Le gritó y le quitó el cubo, siguiendo la vieja teoría de «O lo usas o te quedas sin él», supuso Neal. También supuso que el hedor era la única forma de venganza a su alcance y que quizá les incitara a matarlo, lo cual, a finales de la segunda semana, pasó a parecerle una opción decente. Porque para finales de la segunda semana había renunciado a toda esperanza de escapar o ser rescatado.
Al principio intentó resistir, intentó obligarse a comer, a pesar de que cada bocado implicaba un nuevo espasmo de disentería. Intentó obligarse al menos a sorber el aguado té que le daban, porque sabía que se estaba deshidratando y que eso sería lo primero que lo mataría, pero cada sorbo era como fuego líquido. Y luego estuvo aquel día —¿qué día fue?, ¿cuántos cuencos de arroz?— cuando se lo hizo todo encima y se quedó allí tirado, llorando, increpado por Viejo mientras Marvel bailaba por todo el cuarto imitando sus sollozos entre ataques de risa y gritos de «¡Kriptonita roja! ¡Kriptonita roja!». Fue entonces cuando Neal dejó de comer, al día siguiente dejó incluso de intentar beber e inició el proceso consciente de morirse. Pensó en Li Lan y en Kuan Yin, la diosa de la misericordia. ¿Dónde se habían metido ahora? Pensó en el incompetente hijo de puta de Simms y luego en Joe Graham.
Después se echó otra vez a llorar. Por favor, papá, ven a buscarme. Papá. Ven a buscarme. Por favor.
La diarrea se detuvo, porque ya no quedaba nada que expulsar, y los calambres pasaron a ser aún peores. El fuego seco de su estómago le retorcía las entrañas, ascendiendo por ellas arrastrándose como una tenia. Llegaron las fiebres, que le acometían con fuerza dos veces al día. Tiritaba de frío, haciendo sonar la cadena entre sus manos como si fuera el fantasma de Marley y castañeteando los dientes. Se sentía como si le estuviesen pinchando con miles de agujas heladas. Después la fiebre remitía súbitamente y se veía recompensado con la inconsciencia. Las arcadas secas y los calambres eran su reloj de alarma; el ciclo volvía a comenzar de nuevo y en breve perdió por completo la noción del tiempo, porque ya no había cuencos de arroz que seguir contando.
De modo que no estaba seguro de cuándo fue que Mandamás apareció para tirarse de los pelos. Neal estaba tirado en su cueva, sacudido por los calambres, cuando abrió los ojos y vio a Mandamás de pie sobre la escalerilla, escudriñándole atentamente. Mandamás profirió un gruñido disgustado, se bajó de la escalera y comenzó a gritarle a Viejo, puntuando sus principales argumentaciones con patadas dirigidas a Marvel, el cual se escurrió gateando hasta un rincón, donde se hizo un ovillo. Mandamás siguió dándole bota a Marvel mientras abroncaba a Viejo; este último no se limitó a acatar la diatriba de modo pasivo, sino que también se acercó al rincón para asestarle patadas al crío.
Mandamás volvió a subir la escalerilla, agarró a Neal del pescuezo y lo levantó hasta dejarlo sentado. Después se lanzó a lo que a Neal le pareció una crítica. Clavó un índice en las costillas de Neal, señaló sus ojos y después se tapó la nariz y profirió un exagerado ronquido. Dejó que Neal volviera a caer al suelo, bajó nuevamente la escalerilla y formuló lo que sonó como una simple pregunta mientras le señalaba.
Neal no necesitó ser un estudioso del idioma chino para entender la pregunta: ¿Quién querría comprar una mierda semejante?
Yo mismo, murmuró Neal. Tengo al menos ocho mil libras esterlinas en un banco de Londres, chicos, y si me lleváis de vuelta a mi hotel, os firmaré un talón. Y no cancelaré el pago, en serio que no. Lo prometo. Podemos ir todos juntos al banco para cobrarlo. Podéis quedároslo todo, chavales.
Pero Mandamás siguió hablando como si no lo hubiera oído, como si Neal únicamente estuviera moviendo los labios, balbuceante. Mandamás señaló a Marvel, después nuevamente a Neal e hizo otra pregunta, algo por el estilo de: ¿A lo mejor te gustaría cambiarle el sitio?
Mandamás se agachó, abofeteó un par de veces a Marvel en la cara y les dio una orden tajante: ¡Cuidad de la mercancía!
Después salió dando un portazo. Viejo comenzó a refunfuñar, alivió su frustración arreándole un pescozón a Marvel y le ordenó salir. Marvel regresó al cabo de unos minutos cargando con un cuenco grande de agua y un harapo. Tardó un buen rato en limpiar toda la suciedad reseca que cubría a Neal. Fue cuidadoso con él, dándole la vuelta con toda la delicadeza posible y humedeciéndole la frente cuando le atacaron los calambres.
Entretanto, el anciano pasó a la acción. Rebuscó en su kang hasta extraer un quinqué que parecía un infiernillo grande, una pipa de larga boquilla y una cigarrera de metal. Encendió el quinqué y, cuando este hubo prendido debidamente, utilizó una larga aguja para ensartar una pelotita diminuta de opio, una pepita verdinegra. La sostuvo sobre la llama del quinqué.
Fondue, pensó Neal. Un momento cojonudo para una fondue.
El anciano llamó con un grito a Marvel, el cual bajó apresuradamente la escalerilla y permaneció a la espera. Viejo prendió el opio, lo metió en la pipa y se la entregó a Marvel, el cual volvió a subir a la cámara y pegó la pipa contra los labios de Neal.
—¿Kriptonita? —murmuró Neal.
Apartó la pipa de un manotazo.
—Kriptonita —dijo Marvel, volviendo a pegar la pipa contra los labios de Neal.
—¿Kriptonita roja o kriptonita verde?
—Verde.
Entonces vale.
Neal le dio una ligera calada a la pipa mientras el anciano freía otra pelotita de opio. Marvel bajó, rellenó la pipa y volvió a subir junto a Neal.
—Flash —dijo Marvel.
Aquella vez Neal no se resistió, ni tampoco la siguiente. La cuarta vez que Marvel subió a su cueva con la pipa, Neal alargó las manos hacia ella y se la llevó él mismo a los labios.
Neal flotó hasta el techo y atravesó la azotea. Llevado por la corriente, se meció por encima de la Ciudad Amurallada ascendiendo hacia el cielo azul y al cabo de un rato alcanzó volando el cuadro de Li Lan, el del risco sobre el abismo. Se sentó con Li Lan junto al precipicio y contempló a la otra Li Lan en el cañón que se abría a sus pies.
—Te he encontrado —dijo Neal.
Ella dejó a un lado sus pinceles y le cogió de la mano.
—No —dijo con amabilidad—. He sido yo quien te ha conducido hasta aquí.
—¿Por qué me abandonaste?
—Sabía que podrías volar.
Neal notó que las lágrimas se acumulaban en sus ojos y después rodaban sobre sus mejillas. Llorar le sentó bien, muy bien. Permitió que las lágrimas cayeran en su boca abierta y le supieron dulces, y Li Lan tuvo que saberlo, pues atrapó una única lágrima con su lengua, se la tragó y sonrió.
Neal la reconoció entonces.
—Kuan Yin —dijo—. Eres Kuan Yin.
Sus ojos se inundaron con más lágrimas y ella se las lamió en la cara. Le abrió la boca con la lengua y bebió más lágrimas aún mientras el cielo adoptaba un azul resplandeciente. Después lo guió hasta su interior y lo meció con dulzura. Enlazó las manos por detrás de la nuca de Neal, guió su boca hasta su pezón y lo alimentó. Le cantó dulcemente su nombre y el dolor remitió hasta que solo quedó placer, solo placer, solo placer, y entonces Lan comenzó a llorar a su vez y Neal acarició su tenso cuello con los labios, conmovido por su humedad y su calidez. Y entonces vio que el reflejo de ella subía flotando desde el abismo y le tendía la mano. Lan se la agarró con fuerza y atrajo su reflejo hacia su interior, y Neal vio el suyo entre las neblinas del despeñadero (los ojos hundidos, el rostro pálido de hambre y dolor) y también él alargó la mano para atraerlo hacia sí, y entonces todos estuvieron juntos, unos dentro de otros, y cayeron por el borde del precipicio hacia la niebla.