Joe Graham odiaba Providence, un sentimiento que le unía al menos en un pequeño aspecto con el resto del mundo. Providence es una ciudad para lugareños, para políticos de tercera generación, sacerdotes quebequeses con el don de la labia y la mano suelta en desayunos benéficos, y astutos mafiosos al frente de empresas de arena y gravilla, lo que les permite saber dónde están enterrados los cadáveres.
Es también la ciudad idónea para un banco que sepa dónde está enterrado el dinero y, entre los banqueros, Ethan Kitteredge era, podríamos decir, el arqueólogo supremo; capaz de conseguir que el dinero añejo pareciera nuevo, que el dinero nuevo pareciera añejo y que grandes cantidades de dinero parecieran desaparecer, todo ello con suma pulcritud. Tan bueno era Ethan Kitteredge a la hora de manejar el dinero de otras personas que incluso había creado una entidad subsidiaria para manejar las propias vidas de sus inversores. Amigos de la Familia protegía a los amigos de la familia; es decir, a aquellos individuos que hubieran metido suficiente dinero en el banco de los Kitteredge como para permitir que la familia siguiese viviendo en el discreto esplendor al que estaba acostumbrada. Y AgriTech había hecho correr muchísimo dinero a través del banco de Ethan Kitteredge.
Este hecho motivó que aquel día en particular Joe Graham odiase Providence más de lo normal, pues había sido convocado a una inusual reunión en el despacho de Kitteredge para tratar el expediente AgriTech. El despacho parecía el camarote de un capitán de barco ballenero. Maquetas náuticas navegaban sobre el grano de las carísimas estanterías de madera repletas con textos de navegación y memorias de marinos. El enorme escritorio de caoba de Kitteredge era tan viejo como el océano y sostenía una maqueta de su mayor orgullo y fuente de alegrías: su goleta, la Haridan. Toda la estancia olía a mar, lo cual irritaba aún más a Joe Graham, que consideraba el océano un monumental desperdicio de espacio. Había ido a la playa una sola vez en su vida y la había aborrecido: demasiada arena. De modo que permaneció sentado en una de aquellas duras sillas de Nueva Inglaterra, mirando fijamente a Ed Levine, mientras Kitteredge y un pijeras con acento sureño debatían sobre los mejores aspectos de la política gubernamental mientras compartían una tetera. A Joe Graham la política gubernamental le importaba una higa y un pimiento. Solo quería saber qué había sido de Neal Carey.
De modo que mientras el palurdo aquel de Simms farfullaba algo acerca de la tradición china del quid pro quo, Graham interrumpió para preguntar:
—Entonces ¿dónde está Neal Carey?
Levine le clavó una mirada malhumorada, pero Levine podía irse a tomar por culo, o a lo mejor comerse otro par de filetes y caer redondo de un ataque al corazón. Levine era su superior, pero Graham lo había conocido cuando aún no era más que un matón callejero a sueldo. Era un judío duro —grande, rápido, astuto y malintencionado—, pero a Graham no le asustaba ni pizca. Ahora mismo estaba tan cabreado que sería capaz de meterle a Levine el brazo de goma por el culo y ponerlo a dar vueltas.
El lechuguino, Simms, recibió la interrupción con un suspiro, pero condescendió en responder:
—Ha desaparecido.
—¿Qué quiere decir?
—¿Qué palabra no ha entendido, señor Graham?
—Oye, relamido de mier…
—Ya basta, Joe —dijo Kitteredge.
Graham vio que el Hombre palidecía de rabia. El Hombre gustaba de mantener en todo momento un tono de inmaculada cortesía. Él se lo puede permitir, pensó Graham, porque me tiene a mí para que me haga cargo de todas las mierdas desagradables. A mí y a Neal.
—No, señor, discúlpeme pero no me basta con eso —dijo Graham. Había intercalado el «discúlpeme» y el «señor» en un intento por salvar su trabajo y su pensión—. Neal Carey fue enviado a hacer un trabajo sin que le fuera revelado el verdadero sentido de la misión. Nadie le dijo que Pendleton se había arrejuntado con una espía comunista. Vale que Neal perdió un poco la cabeza al encoñarse con la pájara…
—¿Perdón? —observó Kitteredge.
—Desarrolló una obsesión romántica por la mujer —explicó Levine mientras taladraba a Graham con una mirada de «Cierra el puto pico» que no sirvió para cerrarle el puto pico.
—El caso —continuó Graham— es que aquí el señor funcionario sabe identificar cuándo alguien está haciendo su trabajo por él y decide mantenerse al margen mientras Neal se va enredando cada vez más en una madeja de mierda. Y ahora se presenta aquí para decirnos que Neal ha desaparecido. Así pues, señor Simms, la palabra que no entiendo es «desaparecido». ¿A lo mejor podría explicárnosla?
Simms miró a Kitteredge, como si esperase que interviniera. Kitteredge intervino.
—Sí, señor Simms, ¿quizá podría explicárnosla?
—Neal Carey me telefoneó desde la YMCA de Kowloon para decirme que tenía a Pendleton y a Li Lan y que por favor fuera a buscarles. Yo, por supuesto, le dije que así lo haría y envié a nuestros agentes más cercanos. Cuando llegaron allí, quizás unos cuarenta y cinco minutos más tarde, Carey, Pendleton y la mujer ya no estaban. Cuando llegué yo, una hora más tarde, seguían sin estar. Esto sucedió hace seis semanas. Desde entonces solo he conseguido rastrear sus pasos hasta un templo cercano a la Ciudad Amurallada.
—¿Qué es eso? —preguntó Levine.
—Es el octavo círculo del infierno. Una zona del tamaño de tan solo tres campos de fútbol que contiene el que quizá sea el laberinto más denso jamás visto en la historia de la cosmografía urbana.
Kitteredge se inclinó sobre su escritorio.
—Señor Simms, por favor, ahórrenos ulteriores muestras de… erudición. Todos damos por bueno que es usted inteligente. Acéptelo como algo estipulado y, por favor, empiece a hablar en inglés.
Simms se ruborizó. No le caían particularmente bien los yanquis ni los irlandeses ni, ya que estábamos, los judíos, y ahora se veía obligado a vérselas con una combinación particularmente desagradable de los tres.
—La Ciudad Amurallada es una tierra de nadie. Tuvo sus orígenes como un fuerte que pasó a ser refugio para usurpadores durante los primeros tiempos de la colonización británica. Ni los chinos ni los británicos intentan administrarla, por lo que está controlada por una inestable confederación de tongs. Los tongs, o tríadas, son bandas de…
—Los tenemos en Nueva York —dijo Graham.
—Qué suerte la suya. En cualquier caso, las antiguas murallas hace tiempo que se desmoronaron, pero la zona es un verdadero laberinto impenetrable, una pocilga contaminada por las peores clases de crimen; drogas, extorsión, esclavitud y prostitución infantil son lo único que florece allí. La policía raras veces se aventura a entrar y a los turistas se les advierte de que dar un solo paso en la Ciudad Amurallada es jugar con fuego. Hay gente a la que simplemente no se la vuelve a ver.
Desaparecido, pensó Graham.
—Si Carey fue llevado con engaños a la Ciudad Amurallada, me temo que está en la peor clase de apuro.
—Es un chico duro —dijo Levine, pero Graham captó el temor en su voz.
Ed Levine siempre decía que odiaba a Neal Carey, pero Graham sabía que en realidad no era así. Además, Neal era un empleado de Ed, uno de sus chicos, y Ed Levine era ferozmente protector con su gente.
—Eso no le servirá de mucho, me temo —respondió Simms—. Si está allí, se encuentra en una de las barriadas más violentas del mundo. Un lugar sin ley, ética ni moral. Una selva.
—¿Qué será de él? —preguntó Kitteredge, que tenía la costumbre de banquero de interesarse únicamente por los resultados.
—Dudo que le hayan asesinado, a menos que la tal Li lo hubiese ordenado.
—¿Por qué no?
—Porque resulta mucho más valioso con vida.
—¿Para quién? ¿Como qué?
Simms sonrió artificiosamente.
—Allí un joven blanco será, como poco, una rareza. Una mercancía. Probablemente lo subastarán al mejor postor. Este té es realmente excelente. ¿De qué clase es?
Simms alargó el brazo hacia la tetera, pero no llegó. Una mano de goma dura se lo estampó contra la mesa, reteniéndolo allí.
—Entre a buscarle —dijo Graham.
—Imposible. Ahora retire el brazo, por favor.
—Entre a buscarle.
—No quisiera tener que hacerle daño.
Graham presionó con más fuerza.
—Sí. Hágame uno de sus truquitos de la CIA. Asústeme.
—Tranquilo, Joe —dijo Levine.
Graham percibió que el grandote estaba dispuesto a intervenir para apartarle de Simms.
—Le romperé la puta muñeca, Ed.
—¿Se han planteado la posibilidad de que su Carey ni siquiera esté en la Ciudad Amurallada? ¿Que a lo mejor está cobrando un cheque en Pekín o en una agradable playa de Indonesia, riéndose de todos nosotros?
Simms intentó mantener la fachada, pero su voz revelaba dolor.
—Señor Graham —dijo Kitteredge—, por favor, deje… de atenazar… el brazo de nuestro invitado.
Graham apretó un poco más fuerte antes de soltarle. Miró a Simms a los ojos y repitió:
—Entre a buscarlo.
Simms le ignoró y se volvió hacia Kitteredge. Tenía la cara roja y se masajeó la muñeca mientras preguntaba:
—¿Qué quiere usted que haga, señor Kitteredge?
—Señor Simms, quiero que entre allí a buscarle.
—Mire, Carey ha desobedecido todas y cada una de las directrices que le hemos dado. Ha echado a perder una operación de primera importancia. Y, francamente, no sé ni si a) podemos encontrarle, o b) si aunque lo hagamos podremos sacarlo.
Levine rodeó el escritorio, abandonando su posición habitual junto a la mano derecha de Dios. Se apoyó sobre el escritorio del Hombre, bajó la mirada hacia Simms y dijo:
—En ese caso, no sé si a) podemos prolongar nuestra actual relación financiera con AgriTech, o b) si tendremos que llamar a nuestro periódico.
Simms perdió los papeles.
—Nadie da por culo al gobierno.
—Espere y verá.
—¿Se cree capaz de enfrentarse a la CIA? No sabe con quién se las está jugando.
—Hemos sabido lo suficiente como para blanquear su condenado dinero durante los últimos diez años —dijo Levine.
Kitteredge alzó una mano para objetar.
—No sé si yo lo llamaría «blanqueo».
—¿Coger sus fondos reservados y pasarlos por el Banco para luego entregárselos como préstamo a una empresa tapadera con la que financiar sus investigaciones? Vamos, señor Kitteredge, ¿cómo lo llamaría usted?
—Patriotismo.
Nadie replicó.
Kitteredge se atusó el rebelde mechón de pelo rubio que le caía sobre la frente.
—Para una… organización… como la nuestra, es un placer y un privilegio ayudar a nuestro país. Como somos quienes somos, dicha ayuda a menudo debe realizarse de manera encubierta. Pues bien, que así sea. Hacemos lo que podemos. En cualquier caso, caballeros, en este caso en particular hemos errado gravemente. Aunque sin saberlo (y eso me subleva, señor Simms, me subleva mucho), hemos internado a nuestro colega Neal Carey en aguas peligrosas sin los instrumentos de navegación apropiados. Y así, arrumbando a oscuras por aguas inexploradas, ha acabado por naufragar. Si realmente se ha… ahogado… debemos llorarle. Pero si ha quedado abandonado a la deriva, debemos rescatarle. Utilizaremos (y usted también utilizará, señor Simms) todos nuestros recursos para conseguirlo. ¿Me han entendido, caballeros?
Ed Levine y Joe Graham asintieron.
—¿Señor Simms?
Simms asintió.
—El té es gunpowder negro. Muchos de mis ancestros invirtieron en China —dijo Kitteredge.
—¿Comerciantes de té?
—Hum… Y opio, por supuesto.
Justo, pensó Graham. Meter opio, sacar té. Dinero en el banco. Mejor dicho, dinero en el Banco.
—Llévese un poco, señor Simms. Le diré a mi secretaria que le prepare un paquete —añadió Kitteredge.
Lo abrupto de la despedida sobresaltó a Simms. Por todos los diablos, ¿quién se creía aquella gente que era? Nadie deseaba encontrar al joven Neal Carey más que él. Le estrechó la mano a Kitteredge, asintió en dirección a Levine e ignoró por completo a Joe Graham mientras salía de la habitación.
Kitteredge se recostó sobre el respaldo de su silla y juntó las puntas de los dedos sobre sus labios. Parecía como si estuviera rezando, pero Graham sabía que era una costumbre que tenía cuando se concentraba para deliberar. De modo que Graham no dijo nada, algo que, pensó, quizá debería haber hecho antes, porque puede que lo que estuviera buscando el Hombre fueran las palabras adecuadas para despedirlo.
Finalmente habló:
—¿Ed?
—Creo que debemos dar por hecho que Carey ha sido víctima de una maniobra hostil —dijo Levine—. Carey es un inútil arrogante, informal e indisciplinado, pero no es un traidor.
—¿Ni por la mujer adecuada? —preguntó Kitteredge.
—En el caso de Carey, no existe mujer adecuada. Es psicológicamente incapaz de alcanzar esa profundidad de sentimiento.
Kitteredge se volvió hacia Graham:
—¿Estás de acuerdo?
—Si Ed se refiere a que, por lo general, Neal tiende a estar picado con las mujeres y a que no se fía de ellas, por supuesto —respondió Graham—. ¿Esto es lo que te enseñan en la escuela nocturna, Ed?
Levine estaba lanzado:
—No es únicamente que no se fíe de ellas. Neal espera ser traicionado. Su madre era una drogadicta y una prostituta; peor que eso, le abandonó…
—Nosotros la obligamos a irse de la ciudad.
—Sea como sea, en el fondo Neal sabe que, antes o después, cualquier mujer que le ame acabará abandonándolo, traicionándolo. Cuando lo haga, validará su visión de la vida. Si no lo hace, él mismo se encargará de hacer algo para ahuyentarla. Y si eso tampoco funciona, será él quien la deje para después cabrearse al ver que ella no le sigue. Así pues…
Graham golpeó la mesa con el puño.
—Si aquí el doctor Freud ha terminado, me gustaría empezar a buscar a Neal.
—Eso es lo que estoy intentando hacer, Graham. No pierdas el brazo. Lo que digo, para que incluso Graham pueda entenderlo, es que resulta simplemente imposible que Neal esté viviendo felizmente en China con la pájara esa.
—O sea que en tu opinión es un prisionero, Ed —preguntó Kitteredge.
Ed guardó silencio un minuto, lo cual puso nervioso a Graham. Que Ed guardase silencio nunca anunciaba buenas noticias.
—Sí —respondió Ed—. O está muerto.
—No está muerto —replicó Graham.
—¿Cómo lo sabes?
—Simplemente lo sé.
—Estupendo.
—Sea como sea, caballeros —dijo Kitteredge—, tenemos que encontrarlo.
—¿Qué tal vas de relaciones en Chinatown? —le preguntó Levine a Graham.
—No tan bien como antes. Las cosas han cambiado, los viejos han ido muriendo. Ahora son todo chavales y están todos locos. Adictos al gatillo. Pero haré unas cuantas preguntas, a ver si alguien puede hacer algunas pesquisas en Hong Kong.
—Con su permiso —le dijo Ed a Kitteredge—, viajaré allí para mantener la presión sobre nuestro amigo Simms.
—Bien —dijo Kitteredge—. Yo haré las llamadas necesarias a Washington para informar a ciertas personas de nuestros… sentimientos acerca de este asunto.
Fantástico, pensó Graham. A lo mejor si no nos hubiéramos encamado con ciertas personas en Washington, no tendríamos por qué tener ningún sentimiento acerca de este asunto. Bien, el Hombre podía llamar por teléfono, pero en última instancia la situación no se resolvería hasta que alguien pusiera un pie delante de otro y entrara caminando para sacar a Neal. Adivina a quién le va a tocar.
—¿Nos ponemos a ello, caballeros? El asunto parece perentorio.
Joe Graham regresó a la estación del tren y solo tuvo que esperar una hora antes de tomar el Colonial de vuelta a Nueva York. Visitaría a un par de viejos caciques en Mott Street, pero sabía exactamente lo que sucedería. Se pondrían serios, le prometerían el oro y el moro y después no harían nada. No les culpaba; no era su problema y los chinos no son de los que andan por ahí buscando líos que no les corresponden. Bastante tenían con lo suyo. No, Graham haría el paripé para tener satisfecho al Hombre. Pero después pensaba subirse a un avión rumbo a Hong Kong y encontrar a su hijo. Ciudad Amurallada, los cojones… Joe Graham era de Delancey Street.