Neal arrastró los pies por el pasillo del hotel vestido con su ropa china. Estaba agotado. El interrogatorio había durado dos horas y se lo había contado todo a Simms. Le había hablado de los billetes de autobús, de la galería de arte, de la cena. Incluso le había contado lo del intento de seducción en el jacuzzi. Se lo contó todo excepto lo del disparo que casi lo había matado.
No estaba seguro de por qué había escamoteado aquel detalle, salvo que sospechaba que Simms ya debía de estar al tanto y había deseado ver si el hombre de la CIA sacaba el tema. No lo hizo.
El pasillo estaba vacío. Ni red protectora ni portero. Evidentemente, Chin se había cansado de protegerle. Bien, pensó Neal. Ya he tenido toda la protección que soy capaz de soportar. Sacó la llave de su habitación del bolsillo y abrió la puerta.
Ben Chin estaba sentado sobre su cama.
—Te lo has montado de fábula en la Cumbre —dijo Neal—. Lástima que no hubiera viejas a las que amenazar.
—Estás vivo, ¿verdad?
—El portero no.
Chin se encogió de hombros.
—Hizo su trabajo.
—Eso es. Y tú, ¿dónde estabas?
—Haciendo el mío. He seguido a tus amigos.
—Y una mierda.
—Es cierto. Me metí entre los jardines y les seguí el rastro.
—¿Dónde están?
Chin agachó la mirada hacia la colcha de la cama.
—Los perdí al salir del ferry.
—¿En la orilla de Kowloon?
—Eso es.
Neal entró en el cuarto de baño y se humedeció la cara con agua fría. Si alguna vez había estado más cansado, no lo recordaba. Le dolía el pecho, secuelas de un antiguo escopetazo que había recibido la última vez que se interpuso entre un depredador y su presa, y simplemente deseaba quedarse dormido en una bañera humeante. Se cepilló los dientes, se enjuagó la boca y después abrió el grifo del agua caliente para afeitarse. Cuando terminó, se plantó en la puerta del baño y le dijo a Ben Chin:
—Estás despedido. Sal de aquí.
—Has sido tú quien la ha cagado, no yo.
—Me mentiste. Trajiste a tu pandilla a pesar de haberme prometido que no lo harías.
—Si no lo hubiera hecho, ahora estarías muerto.
—En cambio, ha muerto el portero.
—Su trabajo consistía en morir para que tú pudieras escapar. —Chin apretó la mandíbula y entornó los ojos—. ¿Preferirías haber muerto tú en su lugar? Di la verdad.
La verdad. ¿Qué coño tendrá que ver la verdad con nada?
—No —dijo Neal—. No, claro que no.
Chin sonrió triunfalmente, una de esas sonrisas que anuncian: «No hay más que hablar».
—¿Dónde se ha metido tu cuadrilla?
—No quieren seguir trabajando contigo.
De acuerdo, pensó Neal. Lo que significa que sabes lo que ha sucedido allí arriba. Sabes que tus chicos me dejaron por muerto. ¿Por qué me estabas esperando aquí, entonces? ¿Por qué no te ha sorprendido verme entrar vivito y coleando?
Vale, no puedes darle a Chin la oportunidad de advertir que acaba de meter la pata.
—Bueno —dijo Neal—, así que no has conseguido pegarte a ellos, ¿eh?
—Es difícil hacerlo sin ayuda.
Cierto, pensó Neal. Se quitó las prendas chinas y se puso el jersey negro, los vaqueros y los tenis que había llevado por última vez en Mill Valley. A continuación sacó dos vasos del mueble bar, sirvió dos dedos de escocés en cada uno y le tendió uno a Chin. Le dio la oportunidad de mirarle directamente a los ojos.
—No pasa nada —dijo Neal—. Sé dónde están.
Oh, sí, pensó Neal al ver que los ojos de Ben se ensanchaban ligeramente, te interesa. Pero ¿por qué? ¿Porque Li Lan ha sido la responsable de que uno de tus chicos haya muerto? ¿Por la satisfacción de ver un trabajo cumplido?
—¿Dónde? —preguntó Chin.
—Están en el Y.
—¿Cómo lo sabes?
—Puede que Bob Pendleton sea un bioquímico de la leche, pero como fugitivo es un paquete. Cuando le vi estaba jugueteando con un llavero. Me dio tiempo a verlo. Llevaba impreso el símbolo de la YMCA.
—Tienen dos sedes en Kowloon. Una justo junto al ferry, la otra en la parte alta de Nathan Road.
—¿La segunda está en Yaumatei?
—Sí.
—Vamos.
—Pensaba que me habías despedido.
—Vuelves a estar contratado. Necesito a alguien que hable chino y sea capaz de sobornar a un recepcionista. Con dinero, no a hostias, ¿entendido?
—Entendido.
Entendido.
Eran las dos de la mañana y todavía había gente en la calle. Las almas perdidas de la madrugada remoloneaban junto a los lindes de los charcos de luz arrojados por las farolas o se arremolinaban alrededor de los fuegos encendidos en cubos de basura. Los vagabundos dormían en cajas de cartón en mitad de las amplias aceras o se agazapaban en los portales de las tiendas cerradas. La mayoría de los clubes nocturnos y los garitos de juego seguían abiertos y sus neones se reflejaban con viveza en los charcos de las cunetas. Un par de prostitutas, demasiado viejas o demasiado feas para ofrecerse carretera abajo a los turistas, aguardaban estoicamente frente a los salones de juego, esperando formar parte de la celebración de los ganadores o del consuelo de los perdedores. Aquí y allá una lonja de negrura interrumpía la fosforescencia del neón y cada nicho era como una cueva que albergaba a un ser humano: un niño raquítico demasiado débil para unirse a una pandilla, un adicto al opio de ojos mortecinos perdido en un sueño privado, una psicótica que farfullaba indignada contra sus omnipresentes enemigos, un hambriento carterista esperando a que un borracho impróvido pasase tambaleándose en el momento adecuado; todos y cada uno de ellos participantes en el lento juego de las sillas musicales que constituye la cadena alimentaria de una gran ciudad.
La YMCA estaba en Waterloo Road, a dos manzanas a la derecha de Nathan. Neal esperó en la escalera mientras Ben hablaba con el nervioso recepcionista nocturno. El local emanaba buenas intenciones y pésimos balances bancarios. Pantallas de metal protegían los vidrios rotos de puertas y ventanas. La brillante pintura de color verde guisante era barata y fácil de limpiar, y el olor a desinfectante se imponía al aroma que brotaba de la roñosa moqueta marrón fango.
Era el tipo de refugio que ofrecía anonimato, y Neal supo que Li Lan o sus superiores debían de haberlo elegido a propósito.
La conversación de Chin no se prolongó demasiado.
—Habitación trescientos cuarenta y tres —le dijo a Neal como si fuera una ofrenda.
—Gracias. Nos vemos mañana.
—Te esperaré aquí abajo.
—No.
—Es un barrio peligroso a estas horas de la noche.
—Vete a casa.
Chin se encogió de hombres.
—Lo que tú digas, jefe.
—Eso es lo que digo.
Chin dio media vuelta y salió por la puerta. Neal no le quitó ojo de encima hasta que hubo doblado la esquina de Nathan Road.
A Neal le sorprendió que el ascensor tuviera ascensorista, un anciano con las piernas atrofiadas y el rostro grotescamente deformado. Neal alzó tres dedos y el hombre se inclinó hacia delante sin levantarse de su taburete y tiró de una palanca para cerrar la puerta. El viejo ascensor ascendió quejumbrosamente los tres pisos.
El pasillo de la tercera planta era estrecho y estaba cubierto con una vieja moqueta verde. Neal permaneció inmóvil dos minutos frente a la puerta de la 343, escuchando. No se oía nada. Solo es otro trabajo, se dijo mientras sacaba su tarjeta AmEx de la cartera y la deslizaba por detrás del pestillo. La cerradura se rindió más rápido que un general francés y con la misma rapidez Neal se encontró en el interior de la habitación.
Un rayo de luz procedente de una farola de la calle atravesaba la endeble cortina y contorneaba el dormido cuerpo de Li Lan con un resplandor dorado sobre la cama. Pendleton yacía junto a ella, de espaldas a la puerta. Neal cerró con cuidado, tal como Graham le había enseñado, manteniendo presionado el picaporte hasta que el cerrojo quedaba perfectamente alineado y después soltándolo lentamente hasta que encajaba por completo. A continuación se acuclilló junto a la cama, dejó la mano derecha suspendida sobre el rostro de Li Lan y luego le tapó la boca con la palma al tiempo que le cerraba las narinas apretando entre el índice y el pulgar. Colocó la mano izquierda bajo la barbilla de ella y la agarró de la quijada. Li Lan abrió los ojos bruscamente y le miró aterrada. Neal negó lentamente con la cabeza y ella acató su advertencia para que guardase silencio. Neal se levantó lentamente al tiempo que alzaba a Li Lan de la mandíbula. Ella le agarró de la muñeca y Neal apretó con más fuerza. Los ojos de Li Lan se ensancharon en una mueca de dolor. Neal siguió izándola hasta obligarla a ponerse de puntillas y a continuación la guió hasta el cuarto de baño y la hizo sentarse sobre el borde de la bañera. Cerró la puerta tras ellos y después encendió la luz.
—Hola —susurró—. Seguro que no pensabas volver a verme, ¿eh?
Li Lan no respondió.
—La CIA te está buscando, pero supongo que eso ya lo sabías.
Ella meneó la cabeza.
—Ya. En cualquier caso, están dispuestos a ofrecerte un buen trato. Creo que deberías aceptarlo. Podemos despertar a tu Bobby en un minuto y llamar por teléfono. Yo haré la llamada por ti, pero antes quiero que me respondas a un par de preguntas.
Li Lan se limitaba a mirarle fijamente. Solo a mirar, lo cual le estaba empezando a poner de los nervios.
—¿A qué vino todo lo de California? ¿El pequeño striptease con final explosivo? Qué manera tan sucia de entrampar a alguien, y en cualquier caso, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué pensaste que tenías que matarme?
Li Lan seguía mirándole fijamente. Neal intentó devolverle la mirada e ignorar el hecho de que solo llevaba puesta una camisetita.
—¡Me merezco una respuesta, joder!
—Yo no intenté matarte. Alguien pretendía matar a Robert.
—¿De qué coño estás hablando?
—Solo quería asegurarme de que te quedabas allí, dentro del jacuzzi, mientras teníamos una oportunidad de huir. Entonces oí el disparo… me asusté… eché a correr.
—Pensabas que estaba muerto.
—Sí, hasta que empezaste a dejar esos mensajes por todas partes. Me alegró saber que estabas vivo, pero quise advertirte de que todos corremos un gran peligro. Por eso accedí a reunirme contigo, pero viniste con ese hombre.
—¿Qué hombre?
—El mismo que nos persiguió en California. El chino grandote.
—El hombre que me acompañaba es de Hong Kong.
—No. Le vi en el hotel de San Francisco.
—¿A Mark Chin?
Mark y Ben Chin, que tanto se parecían… Li Lan había creído que Ben era Mark, supuso que Neal la había engañado y pidió refuerzos.
—¿Eres de la CIA? —preguntó Lan.
—No, soy detective privado.
—No lo entiendo.
Tampoco yo.
—¿Pensaste que había ido a la Cumbre para matarte? ¿Para tenderte una trampa?
Li Lan asintió.
—¿Crees que por eso estoy aquí ahora?
Li Lan asintió de nuevo.
—¿Porque trabajo para la CIA?
—No.
—¿Para quién, entonces?
—Tigre Blanco.
¿Tigre blanco? ¿Qué cojones es un tigre blanco?
Tigre Blanco, le contó Li Lan, era una de las tríadas más poderosas de Hong Kong. Había sido desmembrada durante una acción del gobierno a principios de los setenta y sus cabecillas habían huido a Taiwan, donde habían recibido una calurosa bienvenida en forma de refugio, fondos y buenos guías. Reorganizado y refinanciado, el Tigre Blanco se había vuelto a infiltrar en Hong Kong y había recolonizado puestos avanzados en Nueva York, Londres, Amsterdam y San Francisco. Sus negocios eran los habituales: préstamos, tráfico de drogas, prostitución y extorsión, pero también actuaban como subcontratados para el servicio secreto taiwanés, llevando a cabo tareas de vigilancia, secuestros y asesinatos. Su papel principal en Hong Kong era contrarrestar a otras tríadas procomunistas, como el 14K.
—¿Y crees que Chin es Tigre Blanco?
—Por supuesto.
Por supuesto. Y me ha estado engañando como a un chino desde que nos encontramos, muy apropiadamente, en el viejo Chinatown Holiday Inn. Mark Chin estaba siguiendo el mismo rastro que yo y permitió que le hiciera el trabajo de perdiguero. Aceptó mis cien pavos en Coit Tower, paró en una cabina de camino al Pier 39 y convocó a sus tropas, las cuales me siguieron con tanta eficacia que ni me di cuenta de ello. Debió de partirse de risa cuando acudí a él pidiéndole ayuda para esconderme en Hong Kong. De inmediato le pasó la pelota a su primo Ben, al cual llevé conmigo hasta la Cumbre como medida de protección. Y al cual también he conducido hasta aquí. Mierda.
—¿Qué tiene Taiwan en contra del buen doctor? —le preguntó a Lan.
Pendleton respondió al tiempo que abría la puerta del cuarto de baño.
—No quieren que vaya a China —dijo—. ¿Qué demonios está pasando aquí?
Neal se incorporó lentamente y alzó las manos frente al pecho.
—Eso es lo que estoy intentando averiguar y no creo que me quede demasiado tiempo para hacerlo.
—Ya puedes decirlo —dijo Pendleton—. ¿Dejarás al menos que se vista?
—Sí.
Lan se levantó y volvió al dormitorio. Neal la oyó abrir cajones. Se preguntó si regresaría con una pistola. Se preguntó por qué confiaba en que no iba a hacerlo.
—Me estaba hablando sobre Taiwan —dijo Neal, como si les hubieran interrumpido en mitad de una charla educada en un cóctel.
—Los taiwaneses me quieren muerto.
—¿Por qué?
—Son los principales clientes de AgriTech.
—Esta noche he mantenido una larga charla con un tipo llamado Simms.
—¿Quién es?
—Trabaja con Paul Knox.
—Oh.
—Oh. Y me ha contado qué es lo que está creando usted en sus tubos de ensayo, doc. ¿Por qué iba a importarle una mierda a Taiwan?
—Lo estamos desarrollando para vendérselo a Taiwan.
—¿Y para qué quiere Taiwan un herbicida que mata la adormidera?
—Porque la heroína es poder. Porque quieren controlar a los señores de la guerra de Laos, Birmania y el norte de Tailandia. Los países fronterizos. Y lo último que quieren es que la RPC se haga con él, porque los chinos lo usarían sin lugar a dudas. La heroína es uno de los principales negocios de Taiwan. Les acojona pensar que la RPC pueda obtener semejante arma contra ellos.
De modo que habían sido los taiwaneses, a través de sus subcontratados de Tigre Blanco, los que habían intentado asesinar a quien creían que era Pendleton en el jacuzzi de Marin County. Los taiwaneses lo quieren tieso, la CIA lo quiere con vida y ambos me están utilizando para encontrarle. Pero ¿qué es lo que quiere Pendleton?
—¿Y usted planea llevar su producto a la RPC?
—Mi plan es ir con Lan.
Lan apareció en el umbral. Se había puesto unos vaqueros azules, un jersey negro y sandalias.
—Ella no le ama —dijo Neal—. ¿Es que no lo sabe? Es una espía china. La enviaron para que se acostara con usted. Forma parte de su trabajo.
—Todo eso ya lo sé. Me lo contó.
—¿Podemos salir del baño? —preguntó Neal—. Esto empieza a parecer la escena del camarote en Una noche en la ópera.
Lan y Pendleton se sentaron sobre la cama, lo cual a Neal le pareció apropiado; él se sentó en la vieja poltrona del rincón, junto a la ventana.
—O sea que es amor verdadero, ¿cierto?
Cierto. Le contaron la historia, compartiendo la narración como recién casados que le estuvieran contando cómo se conocieron a un desconocido. Lan era una espía remisa. Había sido su billete de salida, el precio por llevar una vida de relativa libertad en Hong Kong y Norteamérica. Era pintora de verdad y esa había sido su tapadera en Estados Unidos. Sus superiores lo aprobaban porque le proporcionaba acceso al mundo de la cultura, que en Estados Unidos significaba dinero, lo cual significaba poder. Lan se había esforzado por acudir a todos los cócteles, todas las inauguraciones, todas las fiestas empresariales. Normalmente sus jefes no necesitaban más que simples informes sobre quién era quién, quién se dedicaba a qué, y quién podría mostrar simpatía hacia una perseverante nación de comunistas reformistas.
Hasta que tuvo lugar la conferencia de Pendleton. Lan lo abordó en un restaurante caro, lo embelesó, halagándole simplemente mediante el regalo de su atención. Le manipuló para que la condujera a su cama, le enseñó las cosas que sus adiestradores le habían enseñado a hacer, habló con él, le escuchó.
A la mañana siguiente, pasó un informe; esa misma tarde recibió instrucciones y aquella noche regresó a su cama. Lo llevó a las nubes y después permaneció inmóvil entre sus brazos mientras Pendleton se lo contaba todo sobre su vida, su trabajo, sus sueños secretos. Salieron a dar un largo paseo temprano por Chinatown, vieron a los ancianos practicar taichí, compraron en los mercados, desayunaron dim-sum y té y luego regresaron a la cama. Lan tenía que ir a Mill Valley por lo de su exposición y Pendleton fue a visitarla, conoció a sus amigos y volvió día tras día.
Entonces llegó él: el soldado del Tigre Blanco, Mark Chin. Escaparon por los pelos, necesitaban un lugar donde esconderse y Li Lan habló con su buena amiga Olivia Kendall. En la tranquilidad de la casa de los Kendall, Lan y Pendleton hablaron durante horas, se revelaron mutuamente las hasta entonces secretas partes de sus vidas y se preguntaron qué hacer a continuación. Pendleton sabía que AgriTech acudiría en su busca, quizás enviando a un chico de los recados de la Compañía para llevarlo de vuelta, y efectivamente: Neal había aparecido. No estaban seguros de si era de la CIA o un independiente subcontratado por AgriTech, pero tenían que librarse de él. Al tiempo que preparaban la cena, idearon un plan para darle esquinazo: emborracharlo, desnudarlo en el jacuzzi y darle un buen motivo para quedarse allí metido esperando a que Li Lan volviera. Solo que, por supuesto, Li Lan no iba a volver. Iban a escapar juntos a Hong Kong, donde ella les seguiría el juego a sus jefes y a sus aliados del 14K mientras se ocultaban el tiempo que hiciera falta hasta haber tomado una decisión sobre qué hacer después. Li Lan se sorprendió tanto como Neal cuando el disparo hendió la noche. Asustada, echó a correr a toda velocidad para reunirse con Pendleton y juntos tomaron el primer vuelo a Hong Kong.
Según el plan, Li Lan debería haber entregado de inmediato a Pendleton a sus superiores, pero pospuso el momento con evasivas. Estaban enamorados, verdaderamente enamorados, y ella sabía perfectamente lo que le esperaba a Pendleton en la RPC. Y su vida de libertad habría terminado. Ahora que había revelado su tapadera, no podría regresar a Occidente. Obtendría un monótono puesto burocrático y tendría que dejar por completo la pintura decadente. De modo que inventó excusas, dijo que le estaba costando persuadir a Pendleton, que necesitaba más tiempo, más espacio. Además, la pista seguía siendo demasiado reciente. Pidió paciencia.
—Entonces volví a aparecer —apuntó Neal.
Li Lan asintió.
—Le estabas revelando a todo el mundo dónde estábamos.
Debían impedírselo. Estaba derribando las paredes sobre ellos. Sus jefes se estaban poniendo nerviosos, Tigre Blanco podría encontrar su rastro, sin duda la CIA también andaba husmeando. Neal les estaba poniendo en grave peligro. Un peligro que también le afectaba a él: los jefes de Li Lan querrían matarlo. Por eso ella debía detenerle, convencerle de que pusiera punto final a aquella insensata búsqueda.
—Fue entonces cuando me llamaste para organizar el encuentro en Cumbre Victoria. Pero seguías sin estar segura de quién era yo y por eso llevaste refuerzos, por si acaso —dijo Neal.
—Su gente insistió —dijo Pendleton—. Los gorilas del 14K nos siguieron de cerca. Y menos mal que lo hicieron.
Porque Li Lan vio a Ben Chin, al que confundió con su primo. Tampoco es que la diferencia importara, seguía siendo un miembro de la Tríada del Tigre Blanco y tenía orden de matarles. Lan pensó que había cometido un terrible error, que Neal no era ni detective privado ni agente del gobierno, sino un mercenario del Tigre Blanco pagado para llevarles a una encerrona. Por eso lo condujo de cabeza a la emboscada, una emboscada en la que Ben Chin era demasiado astuto como para caer. Ateniéndose a su objetivo, se dedicó a seguirles, pero no consiguió sorprenderles en un lugar en el que poder abatirlos con una buena posibilidad de escape. Li Lan y Pendleton se lo quitaron de encima y regresaron a su escondite, la apartada YMCA.
—Y ahora has vuelto a aparecer —dijo Lan—. Pero solo.
No del todo, Lan, pensó Neal. Pero se saltó esa parte por el momento y les habló de Amigos de la Familia, de su encargo y de cómo había sido engañado por los Chin. Les describió el rescate de Simms, el interrogatorio y el trato que Simms estaba dispuesto a ofrecer si surgía la oportunidad para ello.
—No sé —dijo Pendleton—. ¿Podemos fiarnos de ellos?
—No es una cuestión de confianza. Usted tiene algo que ellos desean.
—Se refiere a Li Lan.
—Toda esta situación tiene una especie de perversa simetría. Puede usted ir a China, donde Li Lan le entregará, o regresar a Estados Unidos, donde la estaría entregando usted a ella. La cuestión es simple. ¿Cuál de las dos opciones es mejor? Si van a China, será usted un prisionero de por vida y ella también. Si regresan a Estados Unidos, ella será prisionera durante una temporada y usted seguirá siendo libre. Incluso les dejarán seguir juntos, siempre y cuando se porte usted bien.
—¿Y tú qué ganas con esto?
Buena pregunta, doc. ¿Qué gano yo? Pierdo a Li Lan, claro que por otra parte nunca fue mía. Y a lo mejor si os llevo de vuelta, los de arriba me dejarán volver a mí también, de regreso a mi cómoda celda. Puede que eso sea lo mejor que podemos esperar de este mundo: una celda cómoda.
De esa misma manera se lo explicó a ellos. Si era capaz de llevarles de vuelta, podría regresar a sus estudios, a su investigación.
—Los tres podemos conseguir lo que queremos —dijo—. Usted podrá jugar con sus tubos de ensayo, tú podrás pintar, yo podré seguir empantanado en la literatura del siglo dieciocho. Es lo que yo llamaría un final feliz.
—Solo que Li debe traicionar a su país —dijo Pendleton, aunque más bien era una pregunta.
Ella miró al suelo.
—No es un país. Es una prisión.
—¿Y qué hay de tu familia? —preguntó Neal.
—Muerta.
Neal quiso abrazarla. Rodearla con fuerza con los brazos y decirle que todo iría bien, que había todo tipo de familias y que ella acababa de encontrar una nueva. Li Lan parecía cansada, dolida y harta de todo.
—Entonces ¿hago la llamada? —preguntó Neal.
Pendleton miró a Lan. La decisión quedaba en manos de ella.
—Por favor —dijo.
Neal levantó el auricular y marcó el número que le había dado Simms. Tuvo que esperar un par de minutos hasta conseguir que Simms se pusiera al teléfono.
—¿Se le ha olvidado algo? —preguntó Simms.
—Tengo su paquete preparado. ¿Quiere venir a recogerlo o prefiere que vaya a entregárselo?
—Por los clavos de Cristo. ¿Dónde están?
—En la YMCA de Waterloo, cerca de Nathan Road.
—¡No se muevan de ahí! Llegaré en una hora.
—Dese prisa.
La voz de Simms cobró urgencia.
—¿Alguna complicación?
—Podría haberla —dijo Neal, preguntándose dónde estaría Ben Chin—, pero no creo que la complicación tenga lugar mientras yo siga aquí.
—Enviaré a alguien de inmediato.
—¿Cómo lo identificaré?
—Pregúntele el tema al que va a dedicar su tesis. Lo sabrá.
—Piensan ustedes en todo.
—Lo intentamos.
—Solo se los entregaré a usted personalmente. ¿Trato hecho?
—Trato hecho.
—Hasta ahora.
Pues ya está, pensó Neal. Una hora más y todo habrá acabado. Y nunca volveré a verla.
Fue entonces cuando oyó el espantoso chirrido del ascensor, oyó las puertas abrirse bruscamente en el tercer piso y dejó de preguntarse dónde estaría Ben Chin.
Neal se encaró con él en el pasillo.
—¿Qué haces aquí?
Ben Chin alzó las manos en posición de pelea.
—Se acabó el juego, Neal. He venido a por ellos.
—No tienes las mejores cartas.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que son una inversión valiosa para la CIA, a la cual no le va a hacer ninguna gracia que te los cargues. Así que dejémonos de hostias, ¿de acuerdo?
Chin bajó los brazos y sonrió. Después su mano derecha volvió a alzarse llevando una pistola automática con silenciador. Chin apuntó a Neal a la cara.
—Me la pela la CIA. No trabajo para la CIA. No quiero hacerte daño, pero en realidad tampoco me importa demasiado. Así que puedes marcharte y los dos olvidamos que una vez nos conocimos o te liquido aquí mismo. En cualquiera de los dos casos, ellos mueren. Así que dejémonos de hostias, ¿de acuerdo?
En cualquiera de los dos casos, ellos mueren. La segunda opción de Simms. Y a Pendleton y a Lan no les preocupó que te mataran a ti, Neal. Pensaron que mejor tú que ellos. Bien, pues mejor ellos que yo.
—De acuerdo.
—Eso pensaba yo. ¿Está cerrada la puerta?
—Ahora ya no.
—Lárgate de aquí, Neal. Estás demasiado al norte de Nathan Road. Demasiado al norte.
Neal pasó junto a Chin y se alejó por el pasillo. Ben tiró del picaporte con la mano izquierda y abrió lentamente la puerta. Pendleton estaba sentado en la cama. Lan estaba de pie junto a la ventana. Chin se colocó en posición de disparo —las rodillas dobladas, las dos manos en la empuñadura de la pistola— y bajó el cañón hasta apuntar directamente al corazón de Li Lan. Esta le miró a los ojos.
Neal lo embistió desde atrás, golpeándole en la parte interior de las rodillas y derribándolo al suelo. Después saltó encima de él y le agarró de la muñeca.
Chin era rápido. Usó la mano libre para darle un puñetazo a Neal en un costado de la cabeza y después se lo quitó de encima. Le dio una patada en las costillas con tanta fuerza que el golpe estampó a Neal contra la pared del pasillo. Todo aquello en un segundo y medio sin que Li ni Pendleton se hubieran movido un centímetro. Neal se desplomó con la espalda apoyada contra la pared. La cabeza le daba vueltas y le costaba respirar. El dolor en sus costillas le tenía doblado.
—Gilipollas —dijo Chin.
Levantó la pistola para acabar con él.
Li Lan voló, o al menos eso fue lo que le pareció a Neal. Un instante estaba de pie contra la pared y al siguiente estaba volando por los aires, con las piernas recogidas por debajo del cuerpo. Voló hasta que quedó a la altura de la cabeza de Chin y entonces su pierna derecha salió disparada como una serpiente que ataca. Su pie golpeó a Chin debajo del mentón y la cabeza de este salió despedida hacia atrás. Quedó inconsciente antes incluso de golpear con la nuca contra la pared y desplomarse al suelo.
Neal se despertó oyendo que Li Lan le apremiaba:
—Vamos, vamos. Tenemos que irnos.
Estaba tumbado sobre la cama de su habitación. Le entraron ganas de vomitar y sintió como si alguien le hubiera clavado cerillas encendidas en el costillar. Si no acabara de verla a punto de arrancarle la cabeza a un tipo de una patada, Li Lan le habría parecido un ángel. A lo mejor parecía un ángel de todas maneras.
—Vamos. Tenemos que irnos —repitió ella.
Neal negó con la cabeza. Aquello fue un error. Cuasimodo se coló en su cráneo y comenzó a tañer las campanas.
—Tenemos que esperar aquí. Simms no tardará en llegar.
Pendleton señaló a Chin.
—No seguirá inconsciente para siempre.
—Puede que esté muerto —dijo Neal.
—Sí, puede —dijo Li Lan—. Ahora debemos irnos.
Pendleton le puso bruscamente en pie. No es que el pasillo le diera simplemente vueltas, sino que daba bandazos como una atracción de feria estropeada con un operador ebrio a los controles.
—¿Adónde vamos? —preguntó Neal.
—Conozco un lugar donde escondernos hasta que podamos llamar a tu señor Simms —dijo Li Lan—. Ahora vamos, por favor.
—Deberíamos tomar las escaleras. Los ascensores son trampas —dijo Neal. Se agachó dolorido y cogió la pistola de Chin—. Supongo que sabrás manejar estos trastos…
—Sí. —Li Lan cogió la pistola, desenroscó el silenciador y lo dejó caer al suelo, después se metió el arma en la cintura de los vaqueros, debajo del jersey—. ¿Podrás bajar las escaleras?
—Si estás completamente segura de que no puedo quedarme aquí echando una siesta…
—Podrás descansar en el sitio al que vamos.
—¿Adónde vamos?
—A ver a Kuan Yin.
—Por supuesto.
Los ascensores podrían ser una trampa, pero las escaleras eran criminales. Cada paso enviaba un relámpago de dolor desde las costillas de Neal hasta su cabeza. Estaba empezando a desear que Li Lan hubiese dejado que Chin le disparase.
Cuando alcanzaron la puerta del vestíbulo, dijo:
—Será mejor que yo salga primero. Puede que Chin haya dejado algunos amigos abajo.
No fue así. Era tan jodidamente arrogante que había ido solo. Neal les hizo una señal a sus nuevos amigos y Li, Pendleton y él salieron a la calle por la puerta principal.
La cuadrilla de Chin estaba esperando en la acera de enfrente, apoyada contra un coche aparcado.
—¡Hola! —gritó Neal mientras saludaba con la mano—. Chico, seguro que no pensabais volver a verme, ¿eh?
Los tres matones se enderezaron y se encaminaron hacia él, separándose en abanico a la vez que avanzaban. Neal caminó lentamente hacia ellos mientras Lan y Pendleton se movían de lado por detrás de la pantalla de Neal, preparándose para echar a correr Waterloo arriba en dirección a Nathan Road.
—¡Sí, les di una buena paliza a los tipos aquellos de la Cumbre! ¡Gracias por habernos dejado allí tirados, por cierto! ¡Ahora no os acerquéis ni un solo paso más! ¡La señora tiene una pistola! ¡Enséñales la pistola a los chicos, Lan!
Li Lan enseñó la pistola.
Un muchacho sentado en el interior del coche aparcado asomó el cañón de un M-16 por la ventanilla.
Li agarró a Pendleton de la mano y echó a correr. El pistolero no podía disparar en modo automático sin darles a sus colegas, así que se dispuso a meter un único balazo en el pecho de Neal cuando el coche salió en pos de los fugitivos. Las puertas del vehículo se abrieron y los demás macarras lucharon por subirse en marcha mientras seguía ascendiendo por Waterloo Road. Neal corrió tras Li y Pendleton y vio que ella lo guiaba hacia un callejón. El coche frenó con un chirrido y del interior salieron tres perseguidores. El vehículo reanudó su camino para rodear la manzana, probablemente con intención de bloquear la otra salida del callejón. Estaban preparando una clásica maniobra de barrido y bloqueo, en la que tres «barrenderos» empujarían a su presa hacia el «bloqueo», en este caso las ráfagas de un M-16. Li y Pendleton estaban atrapados.
Neal pegó la espalda contra la pared del edificio. Levantó la mirada y vio una escalera de incendios. Jesús me ama, pensó, de eso estoy seguro… Hong Kong o donde sea, una ciudad es una ciudad y nadie se mueve mejor por una ciudad que tu amigo Neal Carey.
Tras haberse izado a pulso a la escalera de incendios, Neal subió a la azotea del edificio, después se arrastró hasta el borde y escudriñó la oscuridad del callejón desde una altura de siete pisos. Apenas si fue capaz de distinguir a Li y a Pendleton, que caminaban pegados a la pared más cercana, intentando llegar hasta el otro extremo del callejón. Mierda, ¿es que no se daban cuenta de que estaban atrapados en un cepo? También alcanzó a ver a sus tres perseguidores, que avanzaban en formación por el callejón, con seguridad y confianza.
Bueno, a lo mejor podía incordiarles un poco.
Tardó quizás unos treinta segundos en encontrar algo. Alguien había dejado un bloque de hormigón junto a la puerta de las escaleras, probablemente para mantenerla abierta durante los días calurosos. Lo llevó hasta el borde de la azotea, caminando de puntillas hasta que se puso a la altura de los barrenderos. Levantó el bloque hasta la cintura y después lo arrojó al vacío.
Cayó a más de treinta centímetros de distancia del último matón, pero sonó como una explosión y los fragmentos de hormigón salieron volando en todas direcciones. Los tres hombres se arrojaron al suelo. Uno de ellos se llevó una mano al ojo y gritó.
Lan y Pendleton se detuvieron en seco y miraron hacia arriba.
—¡No salgáis del callejón! —chilló Neal.
Los dos se agazaparon detrás de unos cubos de basura y se quedaron allí.
Ah, las azoteas, pensó Neal. La playa de alquitrán. El último refugio y depósito de la ciudad. El lugar de almacenamiento final. Encontró una caja de cartón a rebosar con botellas vacías de vino y cerveza, probablemente dejadas allí por un marido que gustaba de empinar el codo en secreto. Arrastró la caja hasta el borde de la azotea y se asomó para ver que los dos barrenderos ilesos se levantaban con precaución y reiniciaban su lento avance por el callejón.
A Neal le impresionó la aerodinámica de la botella de vino mientras caía a plomo a través del cielo nocturno. Le había otorgado un ligero efecto al lanzarla, de tal modo que fuera girando sobre sí misma, trazando un elegante arco antes de reventar contra el asfalto del callejón. El ruido fue espectacular. Los dos barrenderos saltaron en busca de refugio, cada uno a un lado del callejón. Neal apuntó con la segunda botella contra el barrendero rezagado y le dio de lleno en la espalda. El tipo aulló y retrocedió rodando por el suelo hasta la salida más cercana. Neal lanzó otra botella y luego otra; después se arriesgó a echar un prolongado vistazo por encima del borde. Los dos barrenderos estaban pegados contra la pared más cercana.
Típicas tablas.
Una ráfaga de fuego de metralleta barrió el borde de la azotea y envió a Neal de bruces al suelo. Completamente tumbado junto al borde, se arriesgó a abrir un ojo y vio que el muchacho del M-16 se aproximaba desde el otro extremo del callejón, apoyando el arma contra la cadera. Les estaba gritando a sus camaradas. No hacía falta saber cantonés para comprender que les estaba preguntando qué coño estaba pasando ni para comprender que ellos estaban intentando, con la mayor premura posible, decirle que cerrara el pico. El muchacho se detuvo y se quedó plantado en mitad del callejón, con el rifle sobre la cadera, el dedo en el gatillo, esperando a que pasara algo.
No pasó nada. A pesar de que el muchacho ofrecía un blanco perfecto para intentar abatirlo de un tiro, Li Lan estaba demasiado asustada o era demasiado lista, o las dos cosas a la vez, para enfrentarse a un M-16 con una pistola. A lo mejor, pensó Neal, es que ella no puede verle desde su posición. Debe de ser eso. A lo mejor soy yo el único que puede verle, lo cual es una verdadera putada. ¿Por qué yo?
Neal alargó la mano y apartó la caja de cartón del borde de la azotea. Arrastrándose sobre el estómago, fue avanzando a la vez que empujaba la caja por delante de él. Le pareció que tardaba una eternidad en llegar hasta el lugar donde, suponía, quedaría más o menos a la altura de Machine Gun Kelly. Neal acercó cuidadosamente la caja al borde de la azotea y miró a hurtadillas. El muchacho había iniciado un avance precavido, moviéndose de lado, cerca del borde de la pared para ofrecerle a Li Lan un blanco lo más reducido posible.
Neal deseó haber prestado un poco más de atención en las clases de física del señor Litton, en el instituto. Litton constantemente hacía subir a los alumnos a la azotea para arrojar todo tipo de artefactos y después realizar los cálculos, pero maldito fuese Neal si podía recordar cuáles eran esos cálculos o qué pretendían demostrar, al margen del hecho de que Neal era el chaval más estúpido en clase de física. Así que se limitó a darle un empujón a la caja para que cayera al vacío y cruzó los dedos.
Uno de los barrenderos debió de verla caer, porque profirió un grito de advertencia dirigido al pistolero, que tuvo una respuesta natural pero estúpida: miró hacia arriba.
Aquello le costó los dos preciosos segundos durante los que podría haberse agachado o echado a correr o incluso simplemente cubrirse la cabeza con las manos. Pero no hizo ninguna de aquellas cosas. Simplemente escudriñó la oscuridad, sin ver nada hasta que todo el cielo quedó cubierto por una enorme botella vacía de cerveza que se precipitaba hacia su cara.
Entonces el callejón se convirtió en una cacofonía de vidrios rotos, cuerpos golpeados, cubos de basura volcados y el estrépito de un rifle al caer sobre el asfalto.
Y disparos de pistola.
Los dos barrenderos mordieron el polvo tan pronto como su colega del rifle cayó redondo y Li Lan hizo un par de disparos por encima de sus cabezas para asegurarse de que no se levantaban mientras ella y Pendleton volvían sobre sus pasos y regresaban a Waterloo Road.
Neal se levantó y atravesó la azotea corriendo. Mierda, no pensaba perderlos de nuevo. Saltó a la escalera de incendios y descendió a tanta velocidad como se lo permitieron sus piernas y sus costillas.
—¡Deprisa! —gritó Li Lan.
Pendleton y ella estaban esperándole en la acera.
—¿Por qué no has agarrado el rifle? —le preguntó Neal, saltando a la calle.
—¡Vamos!
Corrieron tras ella por Waterloo hasta llegar a Nathan Road y la siguieron mientras doblaba para internarse en la ancha avenida. Li Lan paró un taxi en la esquina y subieron los tres.
—Wong Tai Sin —le dijo Lan al taxista.
—Haude.
El conductor giró a la derecha y se dirigió hacia el norte por Nathan Road. Cada vez más arriba, atravesando los interminables bloques de pisos de Mongkok, más allá de Argyle y de Prince Edward Street, adentrándose en Kowloon City, un nido de relucientes rascacielos que literalmente se alzaban sobre los arrabales circundantes. El conductor giró por Lung Shung Road y se detuvo frente a un enorme edificio de columnas rojas y techo amarillo chillón.
Li Lan pagó al conductor y les hizo a los hombres un gesto para que salieran.
—¿Dónde estamos? —preguntó Neal.
—En el templo Wong Tai Sin —respondió Li—. Hemos venido a darle gracias a Kuan Yin.
—¿Quién es Kuan Yin, el oficial que te tiene a su cargo?
Li Lan negó con la cabeza mientras reía.
—Kuan Yin es la diosa de la misericordia. Ha sido muy magnánima con nosotros esta noche.
—¿Diosa? ¿Qué clase de comunista eres tú?
—Una comunista budista.
—¿Y este templo permanece abierto las veinticuatro horas?
—Los dioses no duermen.
—A Mao no le gustaría oír eso.
—El Gran Timonel ha muerto. Se ha encontrado con el Fantasma Impredecible.
—¿Quién es ese?
—El Fantasma Impredecible es el protector del otro mundo. Es quien guía a las almas hasta el otro mundo.
—¿Qué otro mundo? ¿Cielo o infierno?
—Imposible saberlo. Por eso es impredecible. Te lo enseñaré en el templo.
—No, gracias.
Ella volvió a reírse.
—Antes o después acabarás por conocerlo. Mejor conocerlo antes.
—Mejor después.
—Como quieras. Ven. Primero, haremos que nos lean la fortuna.
—Realmente como marxista eres de lo peor.
Li Lan les condujo hasta donde un anciano aguardaba sentado tras una destartalada caseta fuera del templo. Le entregó algunas monedas y este le dio a cambio una taza de un rojo intenso con agujeros en la tapa. Li Lan se llevó la taza al oído, le dio la vuelta y la agitó. Del interior cayó un palito. Li Lan lo cogió con la otra mano y se lo entregó al anciano, que lo estudió con intensidad y después empezó a hablar con ella aceleradamente en chino. Ella sonrió ampliamente y respondió. Después compró otra taza y se la entregó a Pendleton.
—Prueba tú también, Robert. Vara de la oración. Te revelará tu fortuna.
—Ya conozco mi fortuna. Vivir felizmente para siempre con una mujer hermosa de la que estoy muy enamorado.
—Gracias, Robert.
A Neal le entraron ganas de vomitar y no fue por culpa de sus costillas.
—¿Y tu fortuna cuál es? —le preguntó a Li Lan.
—Entrar en el templo.
—Escucha, tenemos que hablar con Simms. Probablemente esté en el Y, subiéndose por las paredes.
—Un agradecimiento rápido a Kuan Yin.
—Muy rápido.
Subieron las escaleras con sus barandillas elaboradamente talladas. La entrada estaba cubierta por una gran pantalla que dejaba únicamente dos estrechos accesos laterales.
—¿Y esto para qué es? —preguntó Neal.
—Los espíritus malignos solo pueden moverse en línea recta —explicó Li Lan—. De esta manera no pueden entrar en el templo.
Todos los espíritus malignos que conozco yo son absolutamente incapaces de moverse en línea recta, pero qué más da, pensó Neal.
Rodearon la pantalla, presumiblemente dejando atrás a todos los espíritus malignos, y se encontraron en una enorme cámara. Docenas de sepulcros ocupaban las dos paredes laterales, y en cada sepulcro un altar presidido por una estatua de su espíritu particular. Incluso a aquellas horas de la madrugada, varios peregrinos se arrodillaban rezando frente a los altares; otros devotos habían dejado varas de incienso encendidas, monedas o pequeñas pilas de manzanas y naranjas como ofrendas o invocaciones. De las paredes colgaban lustrosas telas rojas y del techo pendían grandes lámparas rectangulares, envolviendo la sala, en combinación con los cirios y las varas de incienso, en una oscura luz dorada.
El altar de la pared frontal dominaba la estancia. Una gran estatua de una joven sentada en la postura del loto ocupaba una amplia plataforma. Su rostro era de alabastro blanco, sus ojos almendrados, su sonrisa beatífica. Tenía una toga diáfana prendida de un hombro, una tiara de oro laminado y un gran moño de pelo negro lacado. El efecto era una extraña combinación de estridencia y benevolencia.
—Kuan Yin —susurró Li Lan.
Li Lan se arrodilló delante de la barandilla, frente a la plataforma. Tocó el suelo con la cabeza tres veces, después repitió la serie dos veces más. Permaneció encorvada y Neal vio que movía los labios. Estaba hablando con su diosa. Neal y Pendleton esperaron de pie tras ella, incómodos.
Cuando se levantó, Li Lan se dirigió a Neal:
—Debemos atender tus heridas.
—Debemos llamar a Simms.
—¿Cómo le vamos a llamar si está en el Y, subiéndose por las paredes?
—Llamamos al Y para que le avisen.
—No voy a quedarme esperando desprotegida hasta que llegue el tal Simms. Demasiado peligroso.
No le faltaba razón. Hasta un niño de cinco años es capaz de guardar mejor un secreto que un taxista a la vista de unos billetes, y podían estar seguros de que la cuadrilla de Chin, y quizá Ben Chin en persona, estaría poniendo patas arriba el barrio para encontrar al taxista que se había llevado a Li y a los dos kweilos. Y no era exactamente hora punta; el taxista no sería demasiado difícil de encontrar.
—¿Adónde quieres ir? —preguntó Neal.
—Ya está todo arreglado.
Está todo arreglado. Maravilloso.
—Por tus superiores. Ni hablar.
—Por mis superiores no. Por ellos —dijo Li Lan, arqueando impacientemente un brazo para abarcar todo el templo.
—¿Quiénes?
—Los monjes. ¿De verdad pensabas que habíamos parado aquí para que nos lean la fortuna? ¿Me tomas por una idiota supersticiosa? He venido aquí para fijar un escondite.
—¿Conoces a esta gente?
—Esta gente es la misma en todos los lugares —dijo Li Lan mirándole con terquedad—. Mucho antes de que existiera un partido comunista existía Kuan Yin. Y ahora… ¡vamos!
—No estoy convencido.
Pendleton le agarró el codo.
—Yo sí. No quiero quedarme aquí esperando a que me partan en dos con una metralleta. Puedes confiarle tu vida a Li Lan. Yo lo he hecho.
Fantástico, doc. Todas y cada una de las veces que he confiado en Li Lan, a duras penas he conseguido escapar sin perder mi condenada, estúpida e inane vida. En cualquier caso, al buen doctor no le falta razón y tampoco es que me apetezca mucho volver a salir a la calle.
—En marcha pues —dijo Neal.
—Por fin.
Li Lan sabía adónde dirigirse. Avanzó a grandes zancadas hasta un rincón de la sala y se arrodilló frente a un altar, bajo la estatua de un anciano de toga desgarrada y espantosa sonrisa burlona que llevaba lo que a Neal le pareció un lingote de oro. Li Lan realizó las nueve reverencias y después cogió una campanilla de la barandilla del altar y la hizo sonar una sola vez. A continuación se volvió hacia Neal.
—Neal Carey —dijo, señalando hacia la estatua—, te presento a Fantasma Impredecible. Fantasma Impredecible, Neal Carey.
—Encantado —murmulló Neal.
Un monje apareció por detrás del altar. Era alto y delgado. Llevaba la cabeza afeitada y vestía una simple toga marrón con sandalias. Devolvió la reverencia de Li Lan y les hizo un gesto para que le siguieran.
Detrás del altar había una cortina roja y tras la cortina una puerta de madera. Esta se abría a una escalera que los condujo hasta un sótano que parecía el almacén de mantenimiento del templo. Tornos de madera, latas de pintura, brochas, velas y piezas de linterna yacían diseminadas sin orden aparente. Aquí y allá, una cabeza o una mano o un tronco de estatua descansaba sobre un pequeño banco de trabajo. El taller de los dioses, pensó Neal. El monje siguió guiándoles más allá de la habitación, cruzando una sala de calderas y a través de una sencilla puerta de metal que conducía a un corredor. Tras descender otros dos peldaños, entraron en un tubo de metal ondulado.
Era tan estrecho y oscuro como el pasadizo de un submarino. A cada tres metros, una bombilla desnuda colgaba del bajo techo. De las junturas laterales y superiores del tubo caían gotas. Neal pudo oír ruidos de tráfico por encima de sus cabezas y se dio cuenta de que estaban pasando por debajo de la calle.
—¿Estamos en las condenadas alcantarillas? —le preguntó a Li Lan.
—Silencio.
Neal se volvió hacia Pendleton.
—¿Estamos en las condenadas alcantarillas?
—Una condenada alcantarilla es lo que me parece a mí.
—Por el amor de Dios, no me gusta leer a Victor Hugo, mucho menos vivirlo.
—Silencio.
Subieron dos peldaños y después salvaron otra puerta. Estaban en una especie de sótano, una cámara pequeña, sucia y que olía a cerrado. El monje se subió a una escalerilla y abrió una especie de escotilla. Después bajó y les hizo un gesto para que subieran. No les acompañaría más allá.
Primero subió Li Lan, después Pendleton. A Neal, impaciente por volver a salir a la superficie, le pareció que se tomaba su tiempo. Siguió a Pendleton escalerilla arriba y de inmediato lo lamentó.
Estaba en el infierno.
Era un callejón de a lo mejor metro veinte de ancho, puede que un poco menos. Una brizna de luz diurna revelaba muros encostrados en suciedad sobre los que el musgo, las manchas de orina y la tizne competían por el espacio. El suelo bajo sus pies era una mezcla de barro, mierda, cristales rotos y tablaje roto y agrietado.
Neal se cubrió la boca y la nariz con ambas manos, pero el hedor era abrumador. Los ojos le lagrimearon y luchó por contener las arcadas.
Por encima de él se cernían amenazantes bloques de edificios tan altos y tan pegados que parecían a punto de derrumbarse de un momento a otro. Puentes caseros cruzaban el callejón, de un lado a otro colgaban auténticos poblados de hamacas, la maraña de cables y alambres parecía una selva de enredaderas.
Aquí y allá habían abierto agujeros en la parte inferior de las paredes, en cuyo interior se cobijaba gente. Neal pudo verlos observando furtivamente a través de rejillas de hierro y pantallas de bambú.
Oyó que Pendleton musitaba:
—Jesús. Dios de mi vida.
Y los sonidos, los sonidos eran horrendos. Entre la algazara de miles de voces que simplemente charlaban, Neal oyó bebés que lloraban, niños que chillaban, ancianos que gemían. En la distancia alcanzó a oír una jauría de perros que gruñían y desde el interior de las paredes que le rodeaban captó el veloz repiqueteo del correr de las ratas.
Neal avanzó y cogió a Li por el hombro.
—¿Dónde estamos?
—En la Ciudad Amurallada.
—¿Qué es?
—Es lo que ves.
Li Lan le apartó la mano y empezó a caminar. Neal echó a Pendleton a un lado, agarró a Lan del pescuezo y la obligó a volverse.
—¿Qué es? —preguntó otra vez.
—¡Es la Ciudad Amurallada! —le gritó esta—. Aquí vive gente… lo que vosotros llamaríais «okupas». Controlados por las pandillas. Es drogas, es prostitución, es talleres ilegales. Es ratas, es jaurías de perros rabiosos. ¡Es niñas violadas en grupo y vendidas como esclavas, es gente viviendo en agujeros! Es suciedad. ¡Es lo que pasa cuando a nadie le importa!
—No sabía que existiera un lugar como este.
—Ahora lo sabes. ¿Y qué?
—¿Qué estamos haciendo aquí?
—Nos estamos ocultando.
—¿Durante cuánto tiempo?
—¿Qué pasa, no te gusta esto?
—¿Durante cuánto tiempo?
Li Lan se tranquilizó. Neal no la había visto furiosa hasta entonces y le había sobrecogido. Pendleton seguía apartado a un lado, como un niño grande y despavorido.
—Hasta que puedas telefonear al tal Simms.
—¿Podrá llegar hasta aquí?
—Con la gente que conoce.
—¿Gángsters, gente de las tríadas?
—Por supuesto.
—¿Aquí hay teléfonos?
—Aquí hay de todo.
Li Lan se dio media vuelta y echó nuevamente a caminar. Dobló a la izquierda por un callejón ligeramente más ancho donde había gente acurrucada contra las paredes, sumida en el estupor del opio. Después giró a la derecha, internándose por un túnel de hormigón en el que caminaron entre la inmundicia, pasando por encima de cuerpos dormidos y agachándose bajo bombillas y cordones eléctricos. Salieron a otro callejón, más estrecho y más sucio que el anterior.
—¡Joder! —jadeó Pendleton.
Un hatajo de ratas estaba devorando los pies descalzos de un cadáver. Neal se agachó y finalmente vomitó, intentando no tocar las paredes.
—Vamos —siseó Li Lan—. Pronto habremos llegado. Es mejor.
El callejón conducía a una confluencia en T. Fueron por la izquierda, después siguieron avanzando en zigzag, después recto y luego giraron dos veces consecutivas a la derecha.
Estamos en un condenado laberinto, pensó Neal, y apenas se divisa el cielo. De repente se dio cuenta de que sería completamente incapaz de encontrar el camino de regreso. Completamente incapaz.
Llegaron a una pequeña parcela circular de tierra que servía como eje de cinco callejones.
Cuatro adolescentes, vestidos con camisetas blancas sin mangas, pantalones caqui holgados y sandalias de goma, formaban un círculo acuclillados, fumando cigarrillos y jugando a los dados. Evidentemente era su territorio. Los muchachos contemplaron asombrados a los recién llegados. Un caudal inesperado de violación y rapiña acababa de caerles del cielo. El más corpulento, el cabecilla, se puso de pie y se acercó a Li Lan. La escudriñó con indisimulado interés sexual, deformó el rostro en una exagerada mueca obscena y les comentó algo a sus compinches. Estos gorjearon divertidos y se pusieron de pie. El cabecilla se sacó una navaja del bolsillo de los pantalones y la plantó frente a la cara de Li.
Saca la pistola, Lan, pensó Neal. No es momento para ir de budista.
Li no sacó la pistola, pero dijo lo que a Neal le parecieron dos palabras. La sonrisa del muchacho se arrugó en una mueca de preocupación; frunció el ceño y dejó caer la mano. Les ladró a los otros una orden y estos echaron a correr por uno de los callejones. A continuación, se lanzó a un monólogo de sumisa obsequiosidad. Neal no entendió una sola palabra, pero sabía reconocer cuándo alguien se estaba arrastrando, y aquel chaval no podía rebajarse más. Li no se dejó convencer. Siguió mirándole con severidad, sin arrojarle ni una sola migaja. El chaval empezó a pelotearla con más insistencia.
Diez minutos más tarde, Neal vio el motivo. Sus dos recaderos regresaron guiando a un tipo que llevaba la palabra «mandamás» escrita por todo el cuerpo. Era mayor, de unos veintipocos años, quizás, y vestía un traje de espiga gris, camisa azul, corbata morada como una ciruela y sombrero gris marengo. Un cigarrillo encendido colgaba de la comisura de sus labios. No mostró ningún temor hacia Li, pero fue educado y respetuoso, haciéndole una ligera reverencia mientras se aproximaba y saludando después a Neal y a Pendleton mediante sendos asentimientos de cabeza.
Escuchó a Li durante un minuto, asintió de nuevo y dio algunas órdenes en voz baja. Los tres chicos comenzaron a alejarse, pero el mandamás hizo volver al cabecilla y después le asestó una tremenda bofetada en la cara. El muchacho cayó al suelo, se volvió a levantar, le hizo una reverencia a Li Lan y salió corriendo. El mandamás meneó la cabeza, después se metió una mano en la chaqueta y extrajo un paquete de Kool Lights. Les ofreció uno a Neal y a Pendleton, que lo rechazaron con una sonrisa educada y negando con la cabeza.
—Es un crío estúpido —dijo repentinamente el mandamás—. Un inútil. Lo mataré si usted quiere.
—Gracias por la cortesía, pero no —respondió Li.
Es un macarra listo, pensó Neal. Haciendo la oferta en inglés para incrementar la autoridad de Li ante sus invitados. Después el mandamás se volvió hacia Neal.
—No se preocupe por Tigre Blanco. Son peces gordos en Kowloon. Esto no es Kowloon.
Esto no es Kowloon, pensó Neal. Esto no es ni siquiera el puto planeta Tierra. La aparición del mandamás había atraído público. Los críos locales se habían arremolinado a su alrededor trazando un amplio círculo y Neal miró hacia arriba para ver a todo tipo de individuos asomados a las ventanas de los edificios de hormigón desconchado y madera que rodeaban el círculo. Los callejones se estaban llenando de mirones esperanzados.
—El señor Carey necesitará usar un teléfono —dijo Li.
A Neal se le pasó por la cabeza que lo había dicho solo para llenar el silencio.
—Claro… lo que necesite —dijo el mandamás como si nada.
Sí, vale, ¿qué tal un helicóptero?
Los acólitos del mandamás se abrieron paso a empellones entre la muchedumbre y al parecer anunciaron que habían cumplido su tarea.
—¿Quieren acompañarme, por favor? —le preguntó el mandamás a Li.
La multitud se separó frente a ellos mientras él los guiaba por uno de los callejones hasta llegar a un patio bordeado por barracas llenas de máquinas de coser. Entraron en una de ellas, salieron por la puerta trasera, que daba a otra calleja y por último a un callejón sin salida.
Al menos parecía un callejón sin salida. Cuando Mandamás los condujo escaleras abajo hacia lo que parecía ser la entrada del sótano de un edificio, resultó que los peldaños desembocaban en una pared de cemento. Sin embargo, a la derecha se abría una estrecha grieta en el muro. Mandamás se puso de perfil y se coló por la hendidura, haciéndoles a sus invitados un gesto para que le siguieran.
Neal apenas entraba en el hueco y tuvo que desplazarse cuidadosamente de lado durante unos tres metros, intentando no hacerse ningún arañazo contra las paredes que presionaban contra su espalda y su nariz. Aquellos muros debían de albergar unas diez mil cepas distintas de bacterias exóticas, y Neal imaginó que una herida abierta bastaría para asegurarle unos veinticinco análisis de sangre. Sintió que la camisa y los pantalones se le pringaban de légamo y por una vez agradeció no poder mirar ni hacia arriba ni hacia abajo. No quería saber.
El siguiente callejón, si es que se lo podía clasificar como tal, terminaba en otra pared. Esta vez la grieta conducía hacia la izquierda y Neal tuvo que soportar otros seis metros de claustrofobia creciente antes de alcanzar su aparente destino. Tenía que reconocérselo a la buena de Li Lan: no podría haber encontrado un escondite mejor.
Unos escalones improvisados con maderas ascendían desde el callejón hasta un oscuro pasillo. Pasaron frente a dos puertas cerradas antes de llamar a la tercera.
Neal les siguió a través de la Puerta Número Tres, convencido de que lo que le esperaba al otro lado no era Monty Hall con el decorado del patio y el viaje a Hawai. Lo que encontró fue un cuarto desnudo y de techo bajo que mediría unos dos metros y medio tanto de ancho como de largo. En la esquina derecha, una escalerilla casera daba tembloroso acceso a una primitiva cámara literalmente excavada en la pared. La cámara tenía el tamaño justo para contener un taburete e, increíblemente, un teléfono. Puede que fuese para llevar el control de las apuestas, puede que para recibir los pedidos de droga, o puede que fuese para llamar a las tiendas locales y preguntar «¿Ahí lavan la ropa?», pero el caso es que allí estaba. Un macizo y negro teléfono de disco. Neal no estaba seguro de haber visto algo más hermoso en toda su vida.
Sentados en el suelo del cuarto principal había un anciano y un muchacho. Tenían sendos cuencos de arroz pegados a los labios y sus palillos se movían con velocidad cegadora, arrastrando el sucio arroz blanco hacia su boca. El anciano llevaba puesta una camiseta sin mangas que debió de ser blanca en algún momento de la dinastía Song y unos pantalones cortos que le llegaban hasta las pantorrillas. Tenía el pelo canoso cortado al rape y una barbita rala y blanca. Sus ojos, apagados y amarillentos, mostraban el resentimiento que sentía por haber visto interrumpida su comida.
El chiquillo, sin embargo, estaba encantado. Observaba desvergonzadamente a Neal y dejó caer dos o tres granos de arroz sobre la camiseta deportiva negra que llevaba junto con unos vaqueros cortados y sandalias de goma. Su sonrisa mostraba unos dientes picados y torcidos y sus ojos parecían húmedos y lechosos. Infectados. Neal supuso que el chaval debía de tener unos doce años, el anciano unos ciento doce.
El chiquillo se metió una mano debajo de la camiseta y sacó un tebeo que sostuvo frente a la cara de Neal.
—¡Hulk! —gritó. Después torció el gesto y se encorvó, gruñendo y mostrando los dientes—. ¡Hulk! ¡Hulk!
—Eso está muy bien —dijo Neal, intentando ser cordial.
Alargó la mano hacia el tebeo para expresar admiración, pero el chico lo apartó bruscamente. Después se levantó apoyando ambas manos en el suelo, sacó pecho, puso los brazos en jarras y mostró una sonrisa viril y confiada.
—¿Superman? —preguntó Neal.
El chico negó con la cabeza, después le volvió a mostrar la misma sonrisa.
—Batman —dijo Neal.
—¡Batman! Da-da-da-da-da-da-da-da… ¡Batman!
—Eres bueno.
—Cómics Marvel. Ding hao! ¡Marvel!
Mandamás señaló con deliberada indolencia la cabina horizontal sobre sus cabezas.
—Centralita —dijo—. Dese el gusto.
Pendleton se había dejado caer en un rincón y se agarraba la cabeza con las manos. Estaba destrozado. Li Lan se había plantado en el centro de la habitación, sin mirar a nada en concreto, inexpresiva, esperando a que sucediera lo que debía suceder a continuación. Neal supo que lo que debía suceder a continuación era telefonear a Simms para que les sacara echando leches de allí. Donde fuera que estuvieran.
—¿Estáis listos para hacer esto? —les preguntó a Li y a Pendleton.
Y que os den muy mucho en caso contrario, pensó, porque por narices vamos a hacerlo.
Pendleton mantuvo la cabeza entre las manos, pero asintió.
Li Lan dijo:
—Sí, estamos listos.
—Es una llamada local —le dijo Neal a Mandamás mientras subía la escalera.
—No importa —respondió Mandamás—. Nosotros no pagamos.
La cámara tenía el tamaño de un horno de panadero y estaba prácticamente igual de caliente. No había espacio suficiente para ponerse de pie y Neal tuvo que agacharse incluso para poder sentarse en el taburete. El cable telefónico surgía de un pequeño agujero que había sido taladrado en la pared.
No se lo han montado nada mal, pensó Neal. Un bonito fraude a la empresa telefónica. Me pregunto cuánto les cobrarán a los locales por dejarles hacer una llamada. Buscó en su bolsillo el número de Simms.
Genial. No había tono de llamada.
—Creo que no estoy haciendo bien algo —dijo.
Li Lan subió por la escalera y se asomó a la cámara. Incluso en aquella cloaca estaba preciosa, pensó Neal. Absolutamente matadora. Y le estaba mirando tan profundamente a los ojos que por un momento pensó que realmente podría morir.
—Lo siento —dijo ella.
—No lo sientas. Simplemente enséñame a usar el teléfono.
Li Lan alargó la mano y tiró suavemente del cable. Salió entero del agujero.
—No es de verdad —dijo.
Un teléfono de pega para un pardillo.
—¿Por qué? —preguntó Neal.
Esta vez los ojos despedían furia. Fríos y duros como el hielo.
—Después de haber visto todo esto —dijo Li Lan, trazando un arco con el brazo para referirse a todo el barrio—, ¿me preguntas por qué? ¿Por qué soy comunista? ¿Por qué lucho por el pueblo? La pregunta que deberías hacerte es por qué no lo haces tú, por qué no lo haces tú. Vosotros creasteis todo esto, vosotros lo hicisteis. Ahora sabrás lo que es vivir aquí.
Neal no podía respirar. Se sintió como si tuviera el pecho atrapado en un torno. ¿Vivir allí? ¡¿Vivir allí?! No puede estar diciendo lo que creo que está diciendo. Dios mío, por favor, no.
A duras penas fue capaz de obligarse a hacer la pregunta, que pronunció en un ronco susurro:
—¿Me vas a dejar aquí?
—Sí.
Ni siquiera una pizca de remordimiento. Fría, dura y directa.
Li Lan comenzó a bajar la escalerilla. Neal agarró el último peldaño y lo retuvo, después intentó bajar. Se detuvo cuando notó el filo que presionaba contra los tendones de su rodilla. Miró hacia abajo para ver que el muchacho, mostrando todos sus dientes picados en una enorme y jubilosa sonrisa, sostenía una hachuela contra su pierna. El mensaje era claro: intenta escapar y te pasarás la vida cojeando. Y de todas maneras, ¿adónde ibas a ir? Neal volvió a meterse en la cámara. El muchacho retiró la escalerilla, después se puso de puntillas y sacó el taburete.
Mandamás, Pendleton y Li se habían marchado.