Neal regresó al Banyan Tree, esta vez de manera oficial, por la puerta principal y firmando en recepción. Sacó la tarjeta de crédito del Banco —¿y qué si le rastreaban?—, le dio una propina al botones y se reinstaló en su habitación. Se sirvió un buen vaso de escocés, dejó aviso para que le despertaran a las siete en punto y leyó dos capítulos de Fathom antes de quedarse dormido.
Los ángeles velaban su sueño. En este caso no se trataba de los espíritus alados de los que solía hablarle el padre O’Connell cuando un Neal mucho más joven le ayudaba a encontrar el camino de vuelta a la rectoría desde el pub Viejo Dublín. Neal escuchaba con paciencia y no poco escepticismo la descripción que hacía el anciano párroco de un ángel de la guarda que te sigue a todas partes, a la vez que desplumaba al padre O’Connell de todo el dinero que llevaba en los bolsillos y decidía que quizá tales ángeles existieran al fin y al cabo. Ahora los ángeles eran una pandilla de matones hongkoneses que trabajaban para las tríadas y que habían establecido un perímetro protector alrededor de Neal, acechando en el pasillo del hotel, vigilando las entradas y salidas, bloqueando las escaleras que conducían a su planta. Todo ello sin que nadie se percatase de su presencia.
Neal había insistido en que esa iba a ser su exigencia para aceptar cualquier tipo de protección.
—El plan no funcionará si me ven continuamente rodeado de gente —le dijo a Ben Chin—. Tiene que parecer que soy un blanco fácil.
—Que parezca pan comido —se mostró de acuerdo Ben, que después de todo había estudiado en UCLA—. No te preocupes. Mis chicos se andarán con tiento.
De modo que Neal durmió profundamente hasta que a las siete sonó el teléfono. Se dio una ducha y se vistió —camisa blanca, pantalones de algodón, blazer azul indestructible, sin corbata— y bajó al comedor. Hizo una parada en la tienda de regalos, donde compró el South China Daily y el International Herald Tribune. Este último le proporcionó noticias deportivas que leer mientras se embuchaba cuatro tazas de café, dos tostadas de pan de molde y tres huevos revueltos.
Cuando volvió a subir a su habitación el paquete estaba esperándole sobre la cama, tal como había solicitado. No sabía cómo habría conseguido Chin hacerlo todo de un día para otro, pero allí estaban: quinientas octavillas con la foto de Pendleton y Li Lan cenando, acompañada del mensaje: SI HA VISTO A ESTAS PERSONAS, CONTACTE CON MR. CAREY, en chino y en inglés, junto al número del hotel y su extensión. También encontró una lista pulcramente mecanografiada de todas las galerías de arte susceptibles de trabajar con el tipo de cuadros que pintaba Li Lan. Había unas tres docenas de nombres, acompañados de sus respectivas direcciones y números de teléfono.
Chin incluso había agrupado las galerías geográficamente, empezando por Yaumatei, descendiendo por la Milla Dorada y terminando en la isla de Hong Kong.
La primera galería de todas se hallaba dentro del mismo hotel y, aunque parecía poco probable, era un buen lugar para poner a prueba una nueva mentira.
—Buenos días —le dijo Neal a la dependienta tras el mostrador de cristal.
—Buenos días. ¿Está disfrutando de su estancia en Hong Kong?
Era una mujer china de, supuso Neal, cuarenta y tantos años. Llevaba una chaqueta con hombreras y un elaborado bordado que más bien parecía un uniforme antes que ropa normal. La galería vendía mucha joyería y piezas de esmalte cloisonné al tiempo que exponía una selección de grandes cuadros al óleo de estampas hongkonesas: la vista desde la Cumbre Victoria, Kowloon de noche, sampanes en el puerto. Más que expresiones artísticas parecían souvenirs caros.
—Mucho —respondió Neal—. Esperaba que pudiera ayudarme.
—Para eso estoy aquí.
—Soy investigador privado, de Estados Unidos, y estoy buscando a esta mujer —dijo, tendiéndole una octavilla.
La dependienta le miró, nerviosa.
—Oh, cielos.
—Esta mujer, Li Lan, es artista. Pintora, para ser exactos.
—¿Se ha metido en algún lío?
En alguno.
—Oh, no, todo lo contrario. Verá, trabajo para la galería Humboldt-Schmeer, de Fort Worth. Estamos interesados en negociar la posibilidad de llevar a cabo una gran exposición de la obra de la señorita Li, pero al parecer ha cambiado su lugar de residencia y no conseguimos localizarla a través de los cauces habituales. Por eso estoy aquí abusando de su paciencia. ¿No la conocerá usted por casualidad?
—Hay tantos artistas en Hong Kong, señor Carey…
—Como debe ser, en un lugar tan bello.
—Me temo que a ella no la conozco y estoy segura de que no vendemos su obra.
—Gracias por su tiempo. ¿Me permite que le deje esta octavilla, por si acaso recordase algo más adelante?
—Sí, por supuesto.
—Mi teléfono está justo ahí.
—En el hotel… muy conveniente.
—Por supuesto, ofrecemos una modesta recompensa y también un buen pellizco para la señorita Li, en caso de que consigamos localizarla.
—Lo entiendo.
Como también lo entenderá la señorita Li, si la noticia llega hasta ella. El nombre de Neal Carey hará sonar sus campanas de alarma. «Hola, ¿te acuerdas de mí? La última vez que nos vimos yo estaba muerto».
En el transcurso de la siguiente hora Neal entró en otras tres galerías, ascendiendo en dirección norte por Nathan Road. Ninguna de ellas vendía cuadros de Li Lan ni tampoco encontró a nadie que hubiese oído hablar de ella. Neal dobló hacia el sur e inició el descenso, pasando por otras cuatro galerías situadas en calles secundarias antes de regresar al hotel. El primer dependiente le trató con la indiferencia del que sabe que no vas a comprar nada, el segundo era un chino joven y educado que mostró gran interés, pero no pudo ofrecerle ninguna información útil. La tercera galería era un local vanguardista cuya joven propietaria creía haber conocido una vez a Li Lan en una exposición que habría tenido lugar en una galería de la isla; en la cuarta no encontró a nadie que hablara inglés, pero dejó la octavilla. Durante todo su paseo, Neal solo vislumbró en una ocasión a Ben Chin, y en otra le pareció ver a Portero entre el gentío, por delante de él.
Neal hizo escala en la recepción del hotel para preguntar si alguien le había dejado algún mensaje. No tenía ninguno, de modo que siguió bajando en dirección sur por Nathan Road, hacia el corazón de Tsim Sha Tsui, el caro barrio para turistas. El día había pasado a ser soleado y caluroso. Turistas, compradores y demás habituales abarrotaban las aceras. Neal visitó otras tres galerías en un intervalo de seis manzanas. Nadie en ninguna de ellas había oído hablar de una artista llamada Li Lan y tampoco nadie reconoció a la mujer de la fotografía. Neal dejó octavillas en todas ellas.
Dos horas y cuatro galerías más tarde, se encontró junto al muelle del Star Ferry, en el extremo más al sur de todo Kowloon. Al otro lado de la bahía se alzaban los grises rascacielos de la isla de Hong Kong. La Cumbre Victoria se cernía sobre ellos como una casera cotilla. Neal distinguió a Portero a unos metros por delante de él, en la pasarela de acceso al ferry. Portero le miró nerviosamente, paseando rápidamente la mirada entre el ferry y su jefe, situado en algún lugar por detrás de Neal. Este interpretó el gesto: ¿tenía intención de subir a bordo para dirigirse a la isla de Hong Kong? Porque necesitarían prepararse de manera especial para ello. Neal giró sobre sus talones, encaró nuevamente Nathan Road y se alejó del muelle a grandes zancadas. Pudo sentir, más que ver, que la red de Chin se reorganizaba a su alrededor y supo que Portero estaría corriendo para asumir nuevamente su posición a la cabeza de la expedición. Aflojó el paso para facilitarle un poco el trabajo al calor del mediodía.
Neal decidió dejar las galerías de la isla de Hong Kong para el día siguiente. Había llegado el momento de convertirse en una presa lenta para dar tiempo a que el depredador captara su rastro. Si realmente había alguien ahí fuera olfateando el aire, sería difícil que se le pasara por alto. Solo por asegurarse, giró hacia el este por Salisbury Road y se dirigió hacia el hotel Península. Si había un lugar en Kowloon donde ver y ser visto, ese era el Península.
El hotel Península había sido en otro tiempo el final del camino, el lugar donde los agotados viajeros descansaban antes de subir a bordo del Orient Express para emprender el largo camino de regreso a Occidente. Su arquitectura era típicamente británica y colonial: una amplia terraza, grandes columnas, pintura blanca. La terraza, ahora cubierta por una moderna cristalera, cobijaba un salón de té y ofrecía vistas a la bahía y a la isla de Hong Kong. Los lugareños, inmunes a los encantos del panorama, acudían en busca de un buen punto de observación desde donde no perder ripio de quién tomaba el té con quién ni de las aventuras románticas o conspiraciones comerciales que pudieran inferirse a partir de las idas y venidas en el vestíbulo del Península.
Neal se detuvo a medio camino sobre la escalera de anchos peldaños que conducía al Península y permaneció un momento admirando la vista, lo cual fue su manera de anunciarles «¡Eh! ¡Que ahora voy a entrar en el hotel Península!» a Chin, sus chicos y a cualquier otro que pudiera estar interesado.
El camarero lo sentó a una mesa para uno en medio del enorme salón de té. Neal pidió una jarra de café, un té helado y un sándwich de pollo, y a continuación se acomodó para hacer lo mismo que hacía todo el mundo a su alrededor: inspeccionarse subrepticiamente unos a otros.
Se trataba de una clientela acomodada, pues los precios del Península tendían a lo elevado, y el salón desprendía cierta atmósfera de satisfacción que contribuía a acentuar la sensación incestuosa. La mayoría de los clientes eran blancos, junto a una considerable minoría de chinos vestidos de manera conservadora que aún no habían conseguido perder su expresión ligeramente a la defensiva, heredada de los días en los que únicamente habían sido bienvenidos allí como camareros. Un gran contingente de turistas, en su mayoría europeos canosos, terminaba de redondear la concurrencia. La charla era apagada y esporádica; la gente estaba demasiado ocupada mirando por encima de los hombros de sus acompañantes como para seguir una conversación de verdad.
Neal distinguió a duras penas a Portero merodeando por el vestíbulo del hotel y ni siquiera levantó una ceja cuando Ben Chin se sentó a una mesa cercana y comenzó a comerse con los ojos a cualquier mujer del salón que aparentara menos de ochenta años.
Neal se terminó el refrigerio, pagó la exorbitante cuenta y se tomó su tiempo para levantarse y marcharse. Pasó por otras cinco galerías de camino al Banyan Tree. El nombre de Li Lan no fue saludado con campanadas en ninguna de ellas, ni con esquilas ni con cencerros.
Cuando llegó al hotel no le sorprendió encontrarse a Portero merodeando por el pasillo, delante de su habitación.
—¿Qué tal va eso? —le preguntó Neal.
Portero asintió y sonrió tímidamente.
—Okay —dijo, probando la palabra.
—Bien.
Joder, pensó Neal, parece que tenga doce años.
Entonces se le ocurrió que él había sido más joven aún cuando comenzó a trabajar en las calles para Amigos.
Portero seguía allí plantado, como si quisiera decir algo, pero le diera miedo.
—¿Quieres entrar? —preguntó Neal.
Portero sonrió. No había entendido ni una palabra.
—¿Beber algo? Mmm… ¿Coca-Cola?
Portero se dio unos golpes con el dedo en la muñeca y después señaló la de Neal. Neal miró el económico reloj Timex que había comprado hacía al menos tres años.
—¿El reloj? ¿Te gusta el reloj?
Portero asintió con entusiasmo.
Neal se lo quitó de la muñeca y se lo tendió. Al parecer, el portero no tenía derecho a uno en el peculiar orden jerárquico de la pandilla. El muchacho se lo puso en la muñeca, apretó el cierre y se lo llevó a la cara para admirarlo.
Mierda, ¿por qué no?
—Escucha —dijo Neal—. Ahora lo necesito, pero mañana compraré otro y podrás quedarte este. O puedes quedarte el nuevo, ¿okay?
Extendió la palma para pedirle el reloj. Portero se lo quitó de la muñeca y lo dejó en la mano de Neal. Parecía jodidamente desconsolado.
—Mañana —dijo Neal. Joder, ¿cómo se lo explico? Puso el dedo sobre la esfera del reloj y lo movió en círculo doce veces—. ¿Mañana?
El portero sonrió y asintió.
Neal señaló la muñeca del portero.
—Mañana será tuyo. ¿Okay?
—Okay.
—Vale. Ahora voy a dormir.
Portero hizo una reverencia y se retiró a la vuelta de la esquina. Neal entró en su habitación y se sirvió un escocés. Le fue dando sorbitos mientras intentaba leer algo de Fathom hasta que se dio por vencido y se dejó caer sobre la cama. Estaba molido.
Lo despertó el teléfono. El reloj digital de la radio le indicó que eran las cuatro y veinte de la tarde.
—Hola —dijo.
—Déjalo.
—Ni siquiera he empezado aún, Lan.
—Déjalo. No sabes lo que estás haciendo.
—¿Por qué no vienes aquí y me lo cuentas?
Se produjo uno de aquellos largos silencios a los que tanto se estaba acostumbrando en aquella aventura.
—Por favor —dijo Lan—. Por favor, déjanos en paz.
—¿Dónde estás?
—Alguien saldrá herido.
—Por eso te quería encontrar. Al principio creí que la otra noche en el jacuzzi me habías conducido como buey al matadero. Ahora creo que puede que el disparo estuviera pensado para Pendleton.
Neal no obtuvo la reacción que había estado esperando: un jadeo horrorizado o una expresión de gratitud. Lo que oyó fue casi una risa.
—¿Eso es lo que crees? —preguntó Li Lan.
—A lo mejor es lo que espero.
—Te lo voy a pedir otra vez: por favor, déjanos en paz. Solo les estás ayudando.
—Ayudando ¿a quién?
—Detén tu estúpida búsqueda. Es demasiado peligroso.
Si no hubiera estado medio dormido, Neal podría haber farfullado algo realmente sobrado, en plan «El peligro es mi negocio, nena», pero en cambio preguntó:
—Peligroso ¿para quién?
—Para todos nosotros.
—¿Dónde estás? Quiero hablar contigo.
—Estás hablando conmigo.
Ah, sí.
—Quiero verte.
—Por favor, olvídate de nosotros. Olvídate de mí.
No, Li Lan, no puedo hacer ninguna de las dos cosas.
—Lan, mañana volveré a empezar. Me pasaré por todas y cada una de las galerías y tiendas de Hong Kong. Repartiré tu foto por toda la ciudad y montaré un buen espectáculo en el proceso a menos que accedas a verme esta noche.
Pausa, pausa, pausa.
—Espera un momento —dijo ella.
Neal esperó. Oyó que hablaba con alguien, pero no consiguió distinguir las palabras. Se preguntó si estaría hablando con Pendleton.
—El observatorio de Cumbre Victoria a las ocho en punto. ¿Podrás llegar hasta allí?
—Sí.
—De acuerdo.
—¿No me vas a decir que vaya solo?
—Te comportas como un tonto conmigo. Sí, ven solo.
Li Lan colgó.
Neal notó que se le aceleraba el corazón. Si esto es el amor, pensó, se lo pueden quedar los poetas. Pero tres horas y media de espera se me van a hacer eternas.
Encargó en recepción que le despertasen a las seis en punto y yació despierto hasta que sonó el teléfono.
Llegar hasta Cumbre Victoria no puede ser demasiado complicado, pensó Neal. Llegar hasta allí solo sería imposible. Eso al menos era lo que le había dicho Ben Chin.
—Ni hablar —dijo Chin, con un firme meneo de cabeza.
Después engulló un trago del escocés de Neal con idéntica firmeza.
—Yo pago, yo mando, ¿recuerdas?
—Eso era distinto.
—¿En qué sentido?
Neal se había servido a su vez un vaso de escocés que ahora sudaba sobre la mesita de noche, intacto tras el primer sorbo.
—No te estabas jugando el pellejo. Mi primo Mark se cabrearía mogollón si dejo que te maten.
—Nadie va a matarme.
—¿Por qué quiere verte en la Cumbre? ¿Por qué no aquí, en el hotel?
—Tiene miedo y no se fía de mí. Quiere reunirse en un lugar público.
—Pues entonces que sea en el ferry.
—Es imposible huir corriendo de un ferry.
—A eso precisamente me refiero.
Neal se sentó en la cama y se puso los mocasines.
—No pienso subir allí con toda tu pandilla a remolque.
—Ni te darás cuenta de que estamos allí.
—Le he dicho que iría solo.
—¿Te ha dicho ella que iría sola?
Bien pensado.
—No, creo que estará con su amigo.
—Y yo creo que estará con un montón de amigos. Lo mismo que deberías hacer tú.
Neal se levantó y se puso la chaqueta.
—No.
—Vale. Solo yo.
—No.
—¿Cómo vas a impedir que te siga?
Siempre queda esa opción.
—De acuerdo. Solo tú.
Chin sonrió y se acabó su vaso.
—Pero —dijo Neal— te quedas en la retaguardia, lejos de la vista y del oído. Quiero hablar con ella a solas. Una vez que hayamos llegado allí y hayas comprobado que la zona es segura, retrocedes. Pero mucho.
—Lo que tú digas.
—¿Listo para partir?
—Solo son las seis y media. Tenemos tiempo de sobra.
—Quiero llegar lo más pronto posible.
—Qué cosa tan espléndida es el amor.
—No quiero que me la vuelvan a jugar.
La estampida para entrar en el Star Ferry hacía que el metro de Nueva York pareciese un cotillón primaveral. La misma muchedumbre que había estado esperando paciente y pasivamente en la rampa momentos antes se convirtió en una horda agresiva tan pronto como cayó la cadena de la entrada. Separándose en pandillas, tríos, parejas y algún solitario que otro, la horda cayó sobre las dos cubiertas del viejo navío verdiblanco, echando atrás los respaldos reversibles de los bancos para sentarse hacia delante.
Neal, un superviviente de la Broadway Local, consiguió a duras penas no perder el equilibrio mientras la multitud echaba a correr sobre la rampa, arrastrándole consigo. Reclamó un asiento aparentemente menospreciado en la parte trasera del barco y se preguntó cómo iba a ser capaz de seguirle Ben Chin. El barco se llenó rápidamente y rápidamente partió. No había tiempo para repantigarse; el Star Ferry realizaba el trayecto de nueve minutos 455 veces al día.
Eran unos nueve minutos notables. Desde el nivel del mar, los rascacielos de Hong Kong se cernían como castillos, contrastando intensamente sus grises estructuras de acero y cristal con las verdes colinas que se alzaban por encima. Una pasmosa variedad de tráfico marino abarrotaba las aguas de la bahía. Taxis de agua privados pasaban zumbando en una y otra dirección, dejando atrás a las pesadas barcazas. Los pilotos de sampán se las veían y se las deseaban para maniobrar con sus espadillas entre los surcos dejados por las lanchas motoras. La embarcación del práctico guiaba a un gigantesco transatlántico hacia un muelle en el puerto de Kowloon.
Las luces comenzaban a resplandecer con la llegada del crepúsculo y los reflejos de neón brillaban sobre las aguas, arrojando suaves matices de rojo, azul y amarillo sobre la bahía, los barcos e incluso los pasajeros del ferry. Neal sacó el brazo por la ventana y lo vio cambiar de color siguiendo las evoluciones de un cartel de neón que anunciaba whisky Tudor.
La mayoría de los pasajeros parecían completamente ajenos a la escena. Solo un puñado de turistas dispersos estaban prestando la más mínima atención. Los habituales que iban o volvían de trabajar charlaban, leían periódicos o escupían sonoramente cáscaras de pipa sobre la cubierta. Ben Chin estaba sentado tres bancos por detrás de Neal, mirando impasible hacia el frente.
Neal se asomó para echar un buen vistazo a la Cumbre. Notó que se le encogía el corazón. Ella estará allí, pensó. ¿Qué aspecto tendrá? ¿Qué llevará puesto? ¿Qué me dirá? ¿Llevará a Pendleton agarrado de la mano? Una feroz punzada de celos le atravesó el cuerpo.
Joder, se dijo Neal. Al menos intenta recordar el trabajo, la misión. El trabajo es Pendleton, no Li Lan. Ya, pero tú mismo te apartaste del trabajo, ¿recuerdas? Ya no hay trabajo que valga. No habrá ningún trabajo. Lo único que queda es ella.
La multitud comenzó a desperezarse esperando la maniobra de atraque. Neal se levantó y resistió el impulso de mirar a su espalda. Sin duda Chin seguiría sus pasos. La tripulación dejó caer el ancla y la horda salió apresuradamente del barco.
Neal había estudiado su guía y sabía adónde debía dirigirse. Salió del muelle y cruzó la amplia y transitada Connaught Road, dejando atrás el Ayuntamiento en dirección a Des Voeux Road, donde giró a la izquierda y encontró la parada del tren cremallera, situada al pie de Garden Road.
Esperó unos cinco minutos la llegada del pequeño vehículo verdiblanco, después halló un asiento junto a una ventana del frontal derecho. Chin se sentó a la izquierda del pasillo, en la parte trasera. Neal no vio a ningún otro miembro de la pandilla de Chin y supuso que este había cumplido su palabra.
El tren cremallera arrancó con una sacudida e inició la pronunciada ascensión de la colina. La mayoría de los pasajeros locales se bajaron en las dos paradas inferiores, en Kennedy Road y Macdonnell Road. Un tupido bosquecillo de bambúes y abetos flanqueaba por ambos lados la estrecha vía de cremallera, y salientes de pura roca mostraban los lugares donde había sido necesario dinamitar para abrir paso al tren. En ocasiones el ángulo de subida era tan pronunciado que el vagón parecía desafiar la gravedad, y a Neal le dio la impresión de que antes o después volcarían y caerían dando vueltas de campana sobre los elevados edificios comerciales que parecían aguardar justo debajo de ellos. Imaginó el cable de acero partiéndose debido a la tensión excesiva y vio el vagón caer al vacío, rodando hasta ir a estamparse finalmente contra el granito y el acero de la ciudad. A Neal le daban miedo las alturas.
Finalmente el tren se detuvo en la última parada, en la cima de la Cumbre. Neal salió con piernas temblorosas. Li Lan le había dicho que se reuniera con ella en el observatorio. No fue difícil encontrarlo, pues se hallaba a escasos metros a la izquierda de la estación. Neal llegaba a su cita con cuarenta minutos de antelación, pero realizó una rápida inspección para asegurarse de que Li Lan no estuviera allí. No estaba, de modo que Neal volvió su atención hacia el panorama que se desplegaba a sus pies.
La vista se alargaba en la distancia hasta llegar a los Nuevos Territorios y la frontera china, oculta entre los cerros marrones que se iban tiñendo de gris con la llegada del ocaso. Neal alcanzó a ver toda la península de Kowloon extendida frente a las colinas, con sus bloques de granito, sus numerosos muelles, sus hoteles y sus bares, fulgurando con las luces que comenzaban a parpadear a medida que la noche iba llegando y la gente regresaba a sus casas. El muelle del Star Ferry resplandecía bajo un neón flameante y los barcos de la bahía encendieron sus luces de navegación. En la oscuridad creciente, Neal observó las torres comerciales de Hong Kong convertirse en gigantescos pilares de luz directamente bajo sus pies.
Permaneció en el observatorio contemplando cómo el día iba dando paso a la noche. Fue como ver un anodino paisaje de acuarelas transformarse en una chillona pantalla de cine repleta de verdes eléctricos, rojos flamígeros, azules gélidos y dorados refulgentes. Hong Kong era un collar de trémulas joyas sobre un vestido negro, una invitación a explorar los secretos de una mujer, una fantasía que andaba de puntillas sobre el filo de la navaja entre el sueño y la pesadilla.
Neal se obligó a darle la espalda a la vista para reconocer la zona. Giró a la derecha por la estrecha pasarela asfaltada llamada Lugard Road que rodeaba por completo el risco a través de espesos bosques y jardines. Un murete de piedra protegía el lado exterior del camino y senderos informales se internaban entre la vegetación por la parte interior. Había frecuentes apartaderos con bancos desde los que uno podía disfrutar distintas perspectivas de la imponente vista, pero la mayoría de los turistas no iban más allá del observatorio, y el camino se hallaba casi desierto salvo por algunos jóvenes amantes y un par de corredores. Neal recorrió el sendero durante unos diez minutos y después volvió sobre sus pasos para regresar al observatorio. No había visto nada sospechoso, nada que pareciese una trampa o una emboscada. Consultó su reloj: veinte minutos. Bajó caminando hasta la estación del tren cremallera y esperó.
¿Y ahora qué voy a hacer?, se preguntó Neal. ¿Simplemente decirle que alguien pretende enviar al buen doctor al otro barrio? Eso ya parece saberlo. ¿Decirle que creo que la CIA está seriamente disgustada con el amantísimo Bobby y que podría tener intención de liquidarles a ambos? ¿Preguntarle si intentó matarme en el marchoso Mill Valley? ¿Me lo diría si así hubiera sido? ¿Decirle que estoy enamorado de ella, que he renunciado a mi trabajo y a mi educación para seguirla, que no puedo vivir sin ella? ¿Y ella qué hará? ¿Dejar automáticamente a Pendleton para bajarse conmigo en el primer tren? ¿Huir conmigo? ¿Qué cojones estoy haciendo aquí?
Miró a su alrededor y vio a Chin merodeando por la colina, en un punto más elevado. Intercambiaron una rápida mirada de «Llegó el momento de ponerse en marcha» y Neal dirigió sus pasos hacia el observatorio. A lo mejor es solo otra manera de darme esquinazo, pensó. A lo mejor ni siquiera estará ahí.
Sí que estaba. Puntual y sola. Al verla, Neal experimentó una punzada de culpabilidad. Aguardaba de pie sobre la terraza del observatorio justo al inicio de Lugard Road. Lucía espléndida. Vestía una holgada blusa negra y vaqueros y calzaba tenis. Su melena descendía larga y lisa, con raya en el medio, y llevaba su peineta azul asegurada en el lado izquierdo. La vista detrás de ella se convirtió en mero telón de fondo. Li Lan le miró directamente a la cara e hizo un rápido gesto para que la siguiera por Lugard Road.
Pendleton aguardaba de pie junto a un banco en el primer apartadero. Estaba admirando la vista. Llevaba una camisa blanca y pantalones anchos de color gris, y jugueteaba con un llavero en la mano derecha. Li Lan lo cogió del codo y le hizo girarse para mirar a Neal cara a cara.
Neal se hallaba a unos seis metros de ellos cuando Pendleton preguntó:
—¿Qué quieres?
—Solo hablar.
—Pues habla.
—Estoy intentando advertirle…
La expresión en los ojos de Li Lan le cortó en seco. Estaba mirando más allá de su hombro y su rostro reflejaba miedo y furia.
—Bastardo —siseó hacia Neal.
Agarró a Pendleton del brazo y le empujó para que subiera por el sendero que tenían delante. Ambos echaron a correr.
Neal se volvió para mirar a su espalda y vio a Ben Chin allí plantado. No perdió tiempo en echarle la bronca, sino que se puso a correr detrás de Li y de Pendleton, que estaban desapareciendo por detrás de una pronunciada curva bajo un enorme baniano. No hay problema, pensó Neal, no debería costarme mucho alcanzarles. Rápidamente cobró velocidad y ya estaba ganándoles terreno cuando llegó a la curva. Detrás de él podía oír los pesados pisotones de Ben Chin.
Li Lan no había venido sola. Eran tres y se interpusieron entre Neal y su presa. Se hallaban a un par de metros por delante de él y parecían compartir predilección por la misma película, ya que los tres vestían camiseta blanca, vaqueros y chupa negra de cuero, y todos enarbolaban hachuelas, un híbrido chino a medio camino entre el cuchillo de trinchar y el hacha de carnicero. Neal apenas llegó a distinguir a Lan y a Pendleton mientras se fundían con la oscuridad por detrás de su pantalla humana. Le echó una mirada al macarra de en medio: un joven alto y voluminoso, firmemente plantado, que negaba con la cabeza. Neal se detuvo en seco y se quedó todo lo quieto que fue capaz. Alzó las manos en el gesto universal de rendición y comenzó a retroceder lentamente.
—Vale… vale… vosotros ganáis —dijo—. Me vuelvo por donde he venido.
Recorreré todo el camino de regreso hasta Yorkshire, si queréis. A pie. De espaldas.
Neal oyó movimiento a su lado, entre los arbustos. A lo mejor era Ben Chin. A lo mejor había incumplido su parte del trato y había escondido a toda su maliciosa cuadrilla en el bosque. Por favor… Neal giró lentamente la cabeza para ver a otros tres hombres armados que salían de entre los árboles y bloqueaban su camino de retirada. Cuadrilla equivocada.
Oh, mierda. Oh, joder. De acuerdo, Ben Chin, ¿dónde te has metido que aquí no te veo? Eres muy duro con las viejas, Ben, pero en lo que a tus iguales se refiere…
Neal se arriesgó a echar un vistazo a su derecha. A lo mejor, solo a lo mejor, podría alcanzar el murete de piedra y saltarlo. El problema era que no sabía lo que le esperaba al otro lado, si un suave y agradable abeto o una caída de quince metros rematada por una roca.
Macarra n.º 1 levantó su hachuela y trazó una X en el aire delante de su pecho. Neal oyó que los sicarios que tenía detrás avanzaban otro par de pasos. La barrera humana que tenía delante hizo lo propio.
La caída de quince metros dejó de parecerle tan mala. Descalabrarse contra una roca parecía preferible a terminar cortado en pedacitos. Sus amigos de literatura del dieciocho habrían llamado a esto un dilema de Hobson.
Macarra n.º 1 volvió a levantar su hachuela.
Portero se arrojó sobre Macarra n.º 1 desde lo alto de la rama de un baniano. Cayeron juntos al suelo y Portero alargó el brazo para agarrar del tobillo a un segundo pandillero, y lo derribó de un tirón. Aunque Portero no era rival para Macarra n.º 1, lo retuvo el tiempo justo para levantar la mirada hacia Neal y hacerle un gesto con los ojos, indicándole que saltara por encima de los cuerpos derribados. Acababa de abrir la puerta.
Neal oyó un retumbar de pisadas que se acercaban a la carrera desde atrás y luego también por delante, y los muchachos de Chin convergieron en el sendero en ambos sentidos. Uno de ellos le asestó un tajo en el brazo con una hachuela al tercer macarra mientras otro estiraba las manos para ayudar a Neal a pasar por encima de Portero y Macarra n.º 1, que seguían forcejeando en el suelo. Después le dio un empujón para que se alejara de allí.
—¡Corre! —gritó.
Macarra n.º 1 pasó una pierna por debajo del tobillo de Portero y le obligó a darse la vuelta. A continuación blandió la hachuela con fuerza contra el dorso de su rodilla. Portero chilló de dolor y se aferró con fuerza a los tobillos de Macarra n.º 1. La hachuela volvió a caer, esta vez sobre la otra rodilla.
El ayudante de Chin seguía alejando a Neal a empellones de la escena.
—¡Ve, ve, ve! —gritó.
—¡Tenemos que ayudarle!
—¡Está muerto!
Neal volvió la vista atrás y vio que ambas pandillas estaban peleando. Alaridos de furia y un entrechocar de metales colmaron sus oídos al tiempo que los destellos del acero bajo la luz de las farolas le deslumbraban los ojos. Notó que más brazos tironeaban de él, alejándole de la pelea, alejándole del lugar donde Portero yacía desangrándose y gimoteando, alejándole del peligro. Ahora podría echar a correr sin problemas, el lugarteniente de Chin y los demás protegerían su retaguardia. Sintió el fresco y límpido soplo de la seguridad.
Neal se liberó bruscamente de los brazos que lo sujetaban y retrocedió en dirección a Portero, tirado en el suelo en mitad de la escaramuza. Agarró a uno de los macarras por la espalda y lo estampó contra la pared. Un segundo pandillero se había agachado sobre Portero y estaba registrándole los bolsillos en busca de dinero. Neal agarró el dobladillo trasero de su chupa y se lo pasó por encima de la cabeza, inmovilizándole los brazos. Después retrocedió para coger impulso y le golpeó cuatro veces en la cara hasta que el macarra cayó al suelo. Neal pasó los brazos por debajo de las axilas de Portero y comenzó a retroceder arrastrándolo por el camino. El lugarteniente de Chin y otros dos de su cuadrilla le observaron disgustados y confundidos. Se encontraban en inferioridad numérica, únicamente tenían efectivos suficientes para sacar a Neal de allí, no para plantar cara en una lucha desigual, y el kweilo lo había echado todo a perder, malgastando un buen portero en el proceso.
—¡Ayudadme! —les gritó Neal.
Mientras tanto, el resto de la cuadrilla de Chin había iniciado la retirada en dirección opuesta, hacia el observatorio, blandiendo las hachuelas para contener el avance de sus rivales. Macarra n.º 1 y dos de sus sicarios se plantaron con autoridad entre Neal y el lugarteniente de Chin, que retrocedió por el sendero. Neal volvía a estar rodeado.
A tomar por culo, pensó, y se arrodilló junto a Portero. Nunca había visto tanta sangre. Ambos estaban empapados. Se quitó la chaqueta, le arrancó una manga y se la anudó a Portero alrededor de la pierna, por encima de la herida, intentando recordar cómo se hacía un torniquete. La pierna estaba casi amputada, los tendones rebanados. Portero había perdido mucha sangre. Tenía el rostro ceniciento y los ojos apagados. Miró a Neal con reproche, una expresión que este interpretó como: «Has malgastado mi sacrificio».
Neal levantó la mirada hacia Macarra n.º 1.
—Trae a un médico.
Macarra n.º 1 pasó por encima de ellos y le dio una patada en la pierna a Portero, justo sobre la herida. Portero aulló. Neal lo abrazó con todas sus fuerzas y clavó la mirada en Macarra n.º 1, memorizando sus rasgos. Por si consigo salir de esta, pensó. Macarra n.º 1 le dedicó una amplia sonrisa y alzó su hachuela por encima de la cara de Neal. Este intentó reunir hasta su última pizca de valor y rabia para no dejar de mirarle a los ojos. Macarra n.º 1 se preparó para blandir la hachuela mediante un elegante revés contra la garganta de Neal. Macarra n.º 1 sonreía.
La bala le golpeó justo entre los ojos. Se desplomó al suelo todavía con la sonrisa prendida en lo que le quedaba de cara. Otros dos disparos silenciados cortaron el aire y el resto de los macarras desaparecieron dispersándose entre los árboles.
El hombre bajó la pistola y avanzó hasta quedar bajo la luz de una farola. Era un tipo blanco vestido con un traje de color caqui.
—Señor Carey —dijo—. Ha jodido usted este asunto pero bien.
—Llame a una ambulancia.
El hombre se acercó para examinar superficialmente a Portero.
—Demasiado tarde.
—¡Llame a una puta ambulancia!
El hombre habló con un ligero acento sureño.
—Tiene los tendones cortados. ¿Sabe cómo es la vida de los tullidos en Kowloon? No le está haciendo ningún favor.
A Neal le vino a la cabeza la imagen del mendigo de la acera de enfrente del hotel. Acarició el pelo de Portero y después le puso una mano en el cuello. No tenía pulso.
—Créame, está mejor así —dijo el hombre—. Ahora debemos marcharnos.
—¿Qué pasa con los cadáveres?
—Alguien se encargará de ellos.
Neal se quitó el reloj y lo abrochó en la muñeca de Portero. Después miró al hombre.
—¿Quién diablos es usted? —preguntó.
—Podríamos decir que soy un amigo de la familia.
Neal supuso que la casa también debía de estar en algún lugar de Cumbre Victoria, ya que apenas condujeron cinco minutos antes de que les permitiesen acceder por una puerta vigilada a un largo camino de entrada. Neal no podía ver gran cosa a través de las ventanas tintadas de la parte trasera del coche, pero era evidente que se trataba de una casa grande y apartada. El hombre le hizo entrar por una puerta de la planta baja y lo condujo por un pasillo que pasaba junto a un gran estudio hasta llegar a un cuarto de baño.
—Veré si consigo encontrar algo de ropa limpia —dijo el hombre.
—¿Quién…?
—Contestaré a todas sus preguntas más tarde. Ahora mismo no quiero que manche de sangre todo el mobiliario de esta buena gente. ¿Qué tal si se lava y después se reúne conmigo en el estudio?
El hombre salió y Neal se despojó de sus ropas. Tanto los pantalones como la camisa estaban pegajosos de sangre. Hizo una pelota con ambas prendas y las tiró a la papelera. Después llenó la pila del fregadero con agua caliente, cogió un paño y jabón y se frotó todo el cuerpo. Le temblaban las manos. Se miró en el espejo y el hombre que le devolvió la mirada parecía mucho mayor de lo que recordaba.
Después oyó que llamaban tímidamente a la puerta. Abrió para ver a un anciano chino vestido con librea de criado. Este le entregó una camisa blanca de manga larga, unos pantalones negros de algodón de pernera ancha y unas alpargatas negras de tela con suela de goma, después se marchó arrastrando los pies. Neal se vistió. Las alpargatas le iban un poco grandes, pero se apañaría con ellas. Recorrió el pasillo sin hacer ruido hasta llegar al estudio.
Unas gruesas cortinas rojas ocultaban ventanales que iban desde el suelo hasta el techo y una colorida alfombra oriental cubría el suelo, produciendo un efecto de tremenda quietud. Un enorme escritorio negro y esmaltado ocupaba la mayor parte de una de las paredes, mientras que una mesita para el café, también negra y esmaltada, flanqueada por un sofá y dos butacas de respaldo vertical, ocupaba la otra. El hombre le esperaba sentado en una de las butacas. Se había desanudado la corbata, se había descalzado y daba sorbitos a una taza casi translúcida.
—¿Quiere un poco de té? —le preguntó a Neal.
—Puede irse a tomar por culo con su té. ¿Quién es usted?
—Siento las ropas de culi. Es lo único que teníamos a mano.
Neal no replicó.
—Me llamo Simms —dijo el hombre.
Llevaba el espeso y rubio pelo muy corto y tenía los ojos azules. Parecía tener unos treinta y tantos.
—¿Está con Amigos?
—No estoy en contra de tenerlos.
—No estoy de humor para gilipolleces…
Simms dejó su taza sobre la mesa.
—Verá, sinceramente me la pela que no esté de humor para gilipolleces. Acabo de verme obligado a matar a una persona únicamente por su culpa, simplemente porque fue incapaz de hacer lo que le ordenaron. Así que vamos a olvidarnos de su humor, ¿de acuerdo? Tómese un té.
Neal se sentó en la otra butaca. Se sirvió una taza de la tetera que había sobre la mesa.
—Y, por favor, no se tome la molestia de darme las gracias por salvarle el pellejo. Solo soy un funcionario que hace su trabajo —dijo Simms.
—Gracias.
—No sé ni si aceptarlas. Créame, Carey, si no le necesitara, habría sentido la tentación de dejarles que le despedazaran, así de cabreado me tiene.
Libro de Joe Graham, capítulo ocho, versículo quince: «No cedas jamás ante los cabrones. Ni cuando tengas razón ni, particularmente, cuando te hayas equivocado».
—Pare, que me va a hacer llorar —dijo Neal—. Y, por cierto, váyase a tomar por saco. Llevo media vida haciendo esto y nunca antes había visto a nadie morir por ello. Hoy he visto a un chaval con las piernas medio rebanadas a machetazos y a otro tipo con la cara borrada de un disparo. Estoy manchado con su sangre, literal y figurativamente, e imagino que usted anda envuelto en toda esta mierda, así que encima no intente hacerme sentir culpable, relamido de mierda. Ya tengo de sobra con lo mío.
Simms sonrió y asintió con la cabeza.
—¿Tiene alguna bebida de verdad que no sea este condenado té? —preguntó Neal.
Simms se acercó al mueble bar y le sirvió a Neal una generosa dosis de escocés.
Así que me tienes fichado, pensó Neal. Y no estás con Amigos. Lo cual nos deja la sopa de letras.
—¿CIA? —preguntó Neal.
—Si usted lo dice…
—Así que AgriTech es solo una fachada.
—AgriTech es una empresa real. Tiene laboratorios, despachos, un comedor, comidas de empresa, toda la pesca.
El whisky templó placenteramente el estómago de Neal. Deseó poder limitarse a salir a emborracharse. En cambio, dijo:
—Sí, AgriTech también tiene un tesorero llamado Paul Knox que tiene un… cómo decirlo… un historial laboral «fantástico».
—Paul es un buen hombre.
—Sí, estoy seguro de que es un orgullo para su raza y un magnífico cuarto en discordia si de repente te quedas sin compañero para jugar al golf, pero quiero saber por qué uno de los investigadores de AgriTech vale todas estas muertes.
Simms sostuvo suavemente su taza entre ambas manos e inhaló como si la respuesta estuviera en el aroma del té.
—AgriTech —explicó Simms alargando las palabras— es lo que nosotros llamamos una «empresa banquillo». Un lugar donde dejar a los jugadores que no puedes utilizar ahora mismo en el campo, pero a los que quieres mantener cerca por si acaso los necesitas. En los buenos tiempos, antes del Watergate y de Jimmy «Nunca os mentiré». Carter, teníamos mucho más dinero para mantener al personal en nómina. Tal y como están ahora las cosas, cada vez que queremos contratar a un ujier tenemos que presentarnos ante un subcomité del Senado y explicarle a un politicastro beodo por qué no podemos limpiar los retretes nosotros mismos.
»Así que recurrimos a ciertas cantidades que se habían quedado debajo de los cojines y las invertimos en negocios que quizás estuvieran necesitados de una ayudita. Incluso creamos empresas de la nada. De estas empresas esperamos que realmente salgan adelante, den beneficios, cumplan con sus pagos…
—Toda la pesca.
—A cambio, emplean a ciertos individuos a los que no podemos seguir manteniendo en nuestras filas, pero a los que nos gusta recurrir de vez en cuando. Naturalmente, necesitamos tener a personas comprensivas en posiciones ejecutivas dentro de estas empresas, porque, como usted bien ha demostrado, los libros no siempre resisten el escrutinio.
—Y dichos ejecutivos tendrían que autorizar frecuentes y prolongadas bajas temporales.
—Eso también.
—Pero Pendleton no está de baja temporal.
—A duras penas.
—Entonces ¿qué ocurrió?
—Entonces ocurrió que nos pasamos de avariciosos. Verá, teníamos esta empresa banquillo llamada AgriTech. AgriTech fabrica pesticidas. Al mismo tiempo, nos topamos con ciertas dificultades a la hora de obtener asignaciones para fondos de investigación. De modo que nos pareció una solución natural pedirle a AgriTech que se encargara de solucionarnos una pequeña parte de ese problema.
Neal se terminó su copa. No se sentía mejor en absoluto.
—Así que desviaron dinero ilegal hacia AgriTech para llevar a cabo experimentos químicos no autorizados.
—Es otra manera de explicarlo.
—Bajo la atenta mirada de Paul Knox.
—Probablemente.
—Y Robert Pendleton era el encargado de llevar a cabo la investigación.
—¿Quiere que le rellene el vaso?
—Así que toda aquella historia que me contaron sobre la mierda de pollo…
—Era una mierda… de historia. Por lo que yo sé, Pendleton bien podría haber estado trabajando en una especie de superfertilizante para AgriTech, pero para nosotros estaba desarrollando herbicidas.
Neal aceptó el vaso que le ofrecía Simms. Vaya, vaya, vaya, doctor Bob, pensó. Esto arroja una luz distinta sobre las cosas. El bueno del viejo doctor Bob no hace crecer las cosas, niños y niñas… hace que mueran.
—Verá —continuó Simms—, cuando uno sabe hacer que algo crezca, tiene muchas posibilidades de averiguar cómo hacer que no crezca. Matar una planta cuando aún sigue bajo tierra es mucho más agradable para todos los implicados que rociarla con, por ejemplo, Agente Naranja.
—Un trabajo muy humanitario, ya veo.
—En realidad sí que lo es. Particularmente si la planta que tienes planeado matar es la adormidera.
El siguiente trago de escocés siguió sin aportarle a Neal la relajante calidez que buscaba.
—De acuerdo, así que Pendleton obtiene el Premio Nobel de la Paz. ¿Qué problema tienen con él?
—La mujer, por supuesto.
Por supuesto.
—¿Qué es usted, crítico de arte? —preguntó Neal.
—Es una espía.
—¡Oh, venga ya!
Esto empieza a ser jodidamente ridículo, pensó Neal. ¿Li Lan una espía? Lo próximo que me diga será que A. Brian Crowe es agente del FBI.
—Es una operativa china —insistió Simms—. Mire, Pendleton acudió a una conferencia de bioquímicos en Stanford. El equipo contrario vigila este tipo de encuentros como parte de su procedimiento habitual. Nosotros hacemos lo mismo en sus congresos. Li Lan (llamémosla así por conveniencia, porque a saber cuál será su verdadero nombre) recibe como encargo arrimarse a alguno de los científicos. Compartir charla de almohada, ya sabe: «¿Quién eres? ¿Dónde trabajas? Caray, parece fascinante, cuéntame más». Es la manera que tiene el equipo contrario de hacerse una idea de quién trama qué. Normalmente la cosa no pasa de ahí, pero la pequeña Li se marca un gol por toda la escuadra: el pardillo se enamora de ella.
»Li se pone en contacto con sus jefes, que investigan un poco por su cuenta. Afrontémoslo, Carey, si un segurata de tercera como usted es capaz de tumbar la fachada de AgriTech, Pekín también puede hacerlo. Le ordenan que se pegue a él, que lo engatuse con sus triquiñuelas hasta dejarlo tan encoñado que la siga a cualquier parte.
—Como a Hong Kong.
—Como a Hong Kong, donde únicamente un trayecto nocturno en barca lo separa de la RPC. Puede que se lo lleven a la fuerza o puede que ya le hayan sorbido el seso y esté dispuesto a ir voluntariamente, en cualquiera de los casos… Li Lan obtiene un ascenso y Pendleton obtiene una suite de dos por tres en un sótano de Pekín y la oportunidad de responder a todo tipo de preguntas interesantes día tras día.
«La cena debería tener sorpresas».
—¿Dónde entro yo en todo esto? —preguntó Neal.
—No se ofenda, pero le usamos de perro perdiguero. Su labor era hacerles salir de entre los arbustos y echar a volar. Por cierto, buen trabajo, Fido.
De acuerdo, solo que aquí Fido cumplió con su cometido y el cazador no dejó que las perdices volaran, sino que les pegó un tiro. ¿Qué es lo que no encaja en esta metáfora?
—Gracias, pero ¿por qué querían que huyeran? ¿Por qué no arrestarles en Estados Unidos? ¿No habría sido más sencillo?
—Claro. El único problema es que los vejestorios del Congreso no nos permiten llevar a cabo operaciones dentro de Estados Unidos. Por eso nos servimos de Amigos de la Familia en vez de enviar a uno de nuestros cachorros. Si hubiéramos detenido a Li Lan en Estados Unidos, tendríamos que habérsela entregado al FBI, y eso habría sido una verdadera lástima. Simplemente habrían organizado un gran circo de juicio y habrían metido su adorable trasero en la cárcel, lo cual no es ni el mejor ni el más apropiado uso para ese pedazo de carne en particular.
—¿Qué quiere decir?
—Li Lan quiere hacer desertar a Pendleton. Nosotros queremos que deserte ella.
Neal se acomodó sobre el mullido asiento de terciopelo rojo de la butaca. Aquello se estaba poniendo interesante. A lo mejor había una manera de que todos los implicados pudieran sobrevivir a aquella aventura, aunque a la explicación de Simms todavía le faltaba una bala.
—Verá —continuó Simms, emocionándose con la cuestión—, nosotros no nos tomamos estas cosas como algo personal. No le guardamos rencor ni a Li Lan ni a Pendleton. Joder, tenemos tantos rusos pasándose a nuestro bando que ni siquiera somos capaces de mantener todos los pisos francos abastecidos con vodka. Tenemos que rechazar a algunos. Pero ¿una desertora china? Una rara ave, amigo mío. Una rara ave que podría cantar canciones muy interesantes.
»Sabíamos que se refugiaría en Hong Kong para hacernos perder la pista antes de trasladar a Pendleton a la RPC. Si pudiéramos atraparla aquí y explicarle las opciones… en fin, creemos que escogería el aire acondicionado, los cubitos de hielo, la televisión en color y los entrañables Estados Unidos de América antes que una celda en una cárcel de Hong Kong. Diablos, probablemente prefiera todo eso antes que la solemne y entumecedora insipidez de la RPC. Muchos camaradas desertan solo para poder ir de compras.
—Y si la detienen en Hong Kong, no tendrán que tratar con el FBI.
—Exacto.
—Ni con esos molestos abogados de la defensa, ni jueces, ni demás coñazos por el estilo.
Simms suspiró.
—Trate de afrontarlo como un profesional, Carey. Tampoco es que sus opciones sean tan maravillosas. Si viniera con nosotros, la interrogaríamos durante un año o dos y después la dejaríamos en libertad con una nueva identidad y dinero en la cuenta corriente. Para una nena del Tercer Mundo como Li Lan, eso es como ganar la lotería.
Sí, quizá lo sea, pensó Neal. Podría quedarse con Pendleton, pintar sus cuadros, ir al supermercado y comprar los ingredientes para sus elaboradas cenas chinas. Hay destinos peores.
—¿Qué harían con Pendleton?
—Nada. Francamente, su cerebro y sus conocimientos le protegen. Preferimos tenerlo trabajando para nosotros que para los chinos. Por supuesto, usted nos ha jodido todos los planes, Carey, con su heroica persecución por Austin Road. Cuando se soltó la correa en San Francisco y apareció aquí, estuve tentado de enchironarle. Pero luego se le ocurrió un plan medio decente, así que pensé: sigámosle el juego. Eso sí, le llevamos vigilando desde el primer día.
»Supuse que no habría subido a Cumbre Victoria solo por las vistas, por lo que me preparé debidamente para entablar contacto con nuestra amiguita. Pero usted me los ha espantado, ellos han llamado a los refuerzos y yo los he perdido. Principalmente por estar ocupado salvando su inútil pellejo. Gracias.
Neal contempló el matiz rojo del cuarto reflejado en el color dorado del escocés. A lo mejor todo es cierto, pensó. En cuyo caso yo fui el objetivo en el jacuzzi, igual que he sido candidato a que me cortasen en cachitos esta noche. Pero entonces ¿por qué ha accedido Li Lan a reunirse conmigo? ¿Solo para tenderme la trampa? Claro, a fin de que la pista se difumine aún más para el que venga detrás. Y si Li Lan pensaba que yo era el sabueso de la CIA, eso es exactamente lo que habría hecho. Vamos, Neal, asúmelo. ¿Cuántas veces tienes que esquivar la bala, por así decirlo, antes de aceptar los hechos? Es una asesina. Una espía, una puta y una asesina. Una triple amenaza.
—Entonces ¿ahora qué? —preguntó Neal.
—Bueno, ahora le voy a decir al personal que nos traiga algo de comer y usted y yo vamos a mantener una larga charla. Quiero que me cuente todo (y me refiero a absolutamente todo) lo que recuerde sobre nuestra común amiga Li Lan. Qué llevaba puesto, qué dijo, qué hizo… todo. Después le pediré al chófer que le deje en el ferry y usted volverá a su hotel, donde permanecerá hasta que salga el primer avión.
—¿Y qué pasa con Li y con Pendleton?
—Si consigo encontrarla antes de que huya a la RPC, le ofreceré el trato. Y ella lo aceptará.
—¿Y si se niega a hablar con usted? ¿Y si se da a la fuga?
Simms se sirvió una taza de té y saboreó el aroma.
—Bueno —dijo—, no puedo permitir que se lleve a Pendleton a China. —Y echó hacia atrás la solapa de la chaqueta para mostrar la culata de su automática—. ¿Más té?