6

Kipling se equivocó cuando afirmó que Oriente y Occidente nunca llegaban a tocarse. Oriente y Occidente se tocan en Hong Kong.

Normalmente se dice que Hong Kong es una isla, lo cual es cierto hasta cierto punto. La isla de Hong Kong cumple el requisito básico: estar rodeada por agua; pero la colonia de Hong Kong suma más de 230 islas. En cualquier caso, la parte más extensa de la colonia se encuentra en el continente, lo cual significa que no está ni mucho menos rodeada por agua. Está rodeada por China.

La colonia de Hong Kong responde oficialmente al nombre de Colonia de la Corona de Hong Kong, una manera de hacerte saber que se trata de uno de esos casos de propiedad inmobiliaria robada por los británicos cuando todavía tenían la capacidad para hacer cosas similares. Se apoderaron de la isla de Hong Kong allá por 1841, como compensación por un par de almacenes de opio quemados por los chinos. Al parecer el gobierno chino no estaba del todo de acuerdo con que los británicos intentaran convertir a sus ciudadanos en toxicómanos e interfirieron con los sagrados principios del libre comercio confiscando la droga. De modo que la reina Victoria puso la Armada Real al servicio de sus traficantes de drogas para enseñarles a aquellos mandarines descarados que los mercaderes británicos seguirían vendiéndole mandanga a quienquiera que les diese la real gana, y aún gracias. La Armada cañoneó un par de fuertes, mató a unos cuantos amarillos y se apoderó de una islita vacía llamada Hong Kong a cuenta de los gastos incurridos. Pero la reina se mosqueó, pues consideraba que debería haber obtenido mucho más a cambio de su dinero que una maloliente roca en la que ni siquiera había clientes potenciales, por lo que despidió al tipo que había redactado el contrato. Es lo que tienen los camellos, nunca están satisfechos.

Cómo no, los británicos dedicaron el resto del siglo a hacer valer su sagrado derecho a traficar, enseñándoles una lección a los paganos amarillos y acumulando más tierras a modo de emolumento por su clase magistral; así es como la Colonia de la Corona de Hong Kong llegó a ocupar 590 kilómetros cuadrados y los chinos llegaron a desear que Kipling hubiera tenido razón.

Occidente tenía el ingenioso armamento de última tecnología, pero Oriente tenía algo mejor: población. Mucha. Puedes plantar cuantas banderas quieras, pero si ondean en un lugar donde residen un par de miles de británicos y cinco millones de chinos, no hará falta ser ingeniero espacial para darse cuenta de que dicho lugar es más chino que británico. Ya en 1841 los chinos tardaron unos cinco minutos en llegar a la conclusión de que podrían ganar un buen dinero situándose a medio camino entre Oriente y Occidente, y que Hong Kong era el lugar idóneo para ello. Hong Kong pasó a ser la puerta trasera de China, un lugar desde el que contrabandear hacia dentro y hacia fuera. Y cuando abunda el contrabando, abunda el dinero que lo acompaña. Nada digno de interés podía desplazarse en una dirección u otra sin que Hong Kong pillara pellizco, y la isla pasó a ser un paraíso para individuos dotados para el capitalismo sin guantes.

Los chinos se desplazaron en tropel. Fueron caminando, en barco, nadando. Todavía hoy siguen haciéndolo. Nadie sabe en realidad a cuánto asciende la población de Hong Kong, especialmente desde 1949, cuando Mao subió al poder y empezó a buscarles las cosquillas a los individuos dotados para el capitalismo sin guantes, inspirando a varios cientos de miles de ellos para darse un baño a la luz de la luna en el mar del Sur de China.

Así pues, Hong Kong es un lugar concurrido. La aritmética nos indica que cinco millones de personas repartidos en 590 kilómetros cuadrados tampoco es algo tan terrible, pero lo que la división no revela es que la mayoría de esos 590 kilómetros son de desnivel. La mayor parte de Hong Kong está compuesta por escarpadas colinas, muchas de ellas inhabitables, motivo por el cual la población se amontona en segmentos relativamente pequeños de la colonia. Cuando se junta gran cantidad de gente en una zona reducida en la que muchísimo dinero cambia de manos, el resultado son grandes extremos de riqueza y pobreza, pues los dedos de algunas de esas manos son más bien pegajosos.

Los ricos, por supuesto, tienden a vivir en las cimas de las colinas, particularmente en «la Cumbre», oficialmente denominada Cumbre Victoria, el exclusivísimo barrio fundado por los primeros barones de la droga occidentales, posteriormente dominado por los financieros chinos. La posición social en la Cumbre queda determinada por la altitud; el objetivo es poder mirar literalmente por encima a tu vecino. En muchos aspectos, la Cumbre es un pedacito de Inglaterra. Comparte la atmósfera cultural de la aristocracia inglesa, afortunadamente modificada por la gran vitalidad de los chinos. Los residentes de la Cumbre envían a sus hijos a estudiar a Oxford y a Cambridge, toman el té a las cuatro, juegan al cróquet y se quejan de que los criados son más descarados a cada año que pasa. Al mismo tiempo, conducen Rolls-Royce pintados de rosa, el té tiende a ser de la variedad jazmín, prenden incienso en honor de santos budistas para asegurarse la buena suerte en sus juegos de azar y los criados son como un miembro más en una familia numerosa.

Los pobres también tienen familias numerosas y la mayoría de ellos estarían encantados de obtener un trabajo sirviendo té en una mansión de la Cumbre. Eso significaría que tendrían comida de sobra y quizás un lugar donde dormir en el que poder estirar las piernas. La gran mayoría de los pobres se hacinan en el sector del continente llamado Kowloon, donde reside un habitante por cada tres metros cuadrados y donde los magnates inmobiliarios dinamitaron las colinas y las volcaron sobre el océano para levantar enormes bloques de apartamentos.

En Kowloon hay muchísima gente y muchísimo de cualquier otra cosa, particularmente neones. Neones que anuncian la venta de cámaras, relojes, radios, trajes, vestidos, comida, alcohol y chicas desnudas que bailarán para tu placer. La calle principal se llama Nathan Road —la «milla de oro»— y descenderla por la noche es como experimentar un flashback de ácido, un viaje a través de un túnel de luces brillantes e intermitentes con sonido envolvente.

Ascender por Nathan Road, por otra parte, es como pasar de Europa a Asia caminando, y así era en los viejos tiempos —al menos simbólicamente—, cuando el Orient Express atracaba junto al muelle del Star Ferry, allí donde comienza la carretera. Dirigirse hacia el norte siguiendo el trazado de Nathan Road es ir derecho hacia China: la República Popular China, la RPC, el Reino Medio. Donde Oriente y Occidente no se encuentran. Por eso lo mejor es no llegar demasiado arriba. Internarse demasiado en Nathan Road no garantiza necesariamente que uno vaya a volver.

A menos que seas chino, claro, lo cual tiene todo el sentido si uno piensa en ello. Por abarrotado que esté Hong Kong, por rudo y agresivo que sea en su desenfrenada, descontrolada y desregulada competición comercial, los chinos siguen acudiendo allí. En ocasiones, los encargados de custodiar las puertas en la frontera de la RPC simplemente las abren de par en par y el flujo es continuo. En otras ocasiones, los reformistas agrarios del continente prefieren encerrar a su pueblo, de modo que la gente ora desciende furtivamente por el río de las Perlas desde Cantón, ora se arrastra bajo la verja de los Nuevos Territorios; ora vadea el río Sham Chun, ora atraviesa la bahía de Shenzhen.

Acuden por muchos motivos: oportunidad, libertad, refugio, asilo. Pero el motivo principal que atrae a la mayoría puede resumirse en una palabra sencilla y escueta.

Arroz.

Neal Carey no tuvo que arrastrarse bajo una verja ni vadear un río ni remar en una balsa. Llegó en un Boeing 747 donde la azafata singapurense le ofreció toallitas calientes y humeantes para que pudiera lavarse la cara y despejarse. Llegó en el vuelo nocturno procedente de San Francisco. Mark Chin y sus asociados le condujeron hasta el aeropuerto y Chin le dio instrucciones sobre qué hacer cuando aterrizase en el aeropuerto Kai Tak de Hong Kong.

—Mi primo Ben estará allí para recibirte, nada más pasar inmigración —le había dicho Chin.

—¿Cómo lo reconoceré? —preguntó Neal.

Chin había sonreído ampliamente.

—Lo reconocerás.

Los eficientes y circunspectos agentes de inmigración no tardaron mucho en tramitar a los recién llegados. Neal declaró haber llegado como turista y le preguntaron cuánto dinero llevaba. Su respuesta coincidió con la cifra que había anotado en el impreso de inmigración y le dejaron pasar sin más. Lo que Neal no les dijo fue que pensaba prescindir de la tarjeta oro del Banco durante toda su estancia, para evitar que pudieran localizarle siguiendo el rastro de papel.

No tuvo ningún problema para reconocer a Ben Chin. Tenía el mismo pecho amplio, el mismo rostro de granito y el mismo pelo negro y corto que su primo. Vestía una camisa de seda color lavanda y vaqueros blancos, y calzaba mocasines negros con borlas. Montadas en la coronilla llevaba unas gafas de sol de espejo.

Ben Chin tampoco tuvo ningún problema para reconocer a Neal.

—Mark me ha pedido que te esconda y que te ayude a encontrar a una chavala, ¿es eso? —preguntó mientras agarraba a Neal por el hombro.

—Algo parecido.

—Entonces lo mejor será salir cuanto antes de este abarrotado aeropuerto —dijo Chin—. ¿Y tu equipaje?

Neal levantó su bolsa de mano.

—Lo que ves es lo que hay.

Chin lo guió hacia la salida de la terminal y el aparcamiento.

—El aeropuerto Kai Tak es un lugar muy triste, ¿sabes? Según la leyenda, aquí es donde el Niño Emperador, el último gobernante de la dinastía Song, saltó al mar desde un precipicio y se ahogó.

—¿Por qué lo hizo?

—Perdió una guerra contra los mongoles o algo así. No lo sé. En cualquier caso, no quería que lo capturasen.

—No veo el mar ni ningún acantilado.

—Bulldozers. Preferimos tener un aeropuerto que un cerro para suicidas.

Chin abrió el maletero de un Pinto del 72 y metió el bolso de Neal. Después, abrió la puerta del pasajero. Le hizo un gesto a Neal para que entrase y a continuación rodeó el coche y se apretujó detrás del volante. Mientras salían del aparcamiento, Chin preguntó:

—¿No me vas a decir lo bien que hablo el inglés?

—No se me había ocurrido.

—Estuve un año en la Universidad de California.

—¿Ah, sí?

—Sí, pero cateé. —Se palmeó el vientre—. Demasiada cerveza, ya sabes.

—He tenido noches de esas.

—¿Le diste al griego?

—¿Cómo?

—Si estuviste en alguna fraternidad —preguntó Ben.

—No, yo vivía en casa.

—Oh —dijo Ben.

Sonó tan decepcionado que Neal añadió:

—En un apartamento. Yo solo.

—Chachi.

Jesusito de mi vida, rogó Neal. Hace menos de una semana me hallaba felizmente enclaustrado en mi pequeña colina; ahora estoy en Hong Kong atrapado en un «muertemóvil» del 72 con un fracasado universitario amante de la juerga. La vida es una extraña y maravillosa feria en la que experimentar todo tipo de delicias.

—¿Y a qué te dedicas ahora? —preguntó Neal, intentando evitar una rememoración de los buenos viejos tiempos de fiestas cerveceras, cubatas y universitarias impresionables.

—Soy guardia de seguridad en el hotel Banyan Tree.

Jesusito de mi vida, échame una mano, anda. En menudo circo me estoy metiendo.

—Es el negocio familiar. Además, tengo acceso al gimnasio. Y es un buen sitio desde el que gestionar un par de asuntillos al margen, ya me entiendes.

Sí, creo que ya te entiendo.

—¿El trabajo de seguridad? —continuó Ben—. Pan comido. Cuando acepté el cargo, el hotel era un desastre. Ladrones… pedigüeños… niños carteristas. Los turistas acababan hartos. Y un vandalismo de no creerlo. Cuando llegué yo, me traje conmigo a mis muchachos. Lo limpiamos a fondo, ¿sabes lo que te digo? —Le mostró a Neal su enorme puño—. Ahora que ha corrido la voz, no tenemos que esforzarnos demasiado y los propietarios están contentos. Nos pagan, nos dan de comer, nos dejan usar el gimnasio y también alguna que otra habitación vacía de vez en cuando si surge la necesidad, ya me entiendes.

Sí, claro que te entiendo. Primero organizas a los ladrones, a los mendigos y a los carteristas. Cometes actos vandálicos. Luego los detienes. En Nueva York siguen el mismo método, tanto en Chinatown como en Little Italy. Te pagan para que les protejas de ti mismo. Igual que en Wall Street y en Capitol Hill. En la calle lo llaman «protección», en los pasillos del poder lo llaman «almuerzo».

—Creo que te entiendo, Ben.

—Yo también lo creo.

Ben Chin se incorporó con habilidad al lento flujo del tráfico matutino. Durante veinte minutos siguió la ruta principal, bajando por Chatham Road, para luego tomar el carril de acceso a Tung Tau Tsuen Street.

Chin sacó la mano por la ventana para señalar una aglomeración de edificios de apartamentos, altos, sucios y decrépitos, que ocupaba el terreno de unos dos campos de fútbol.

—No querrás adentrarte ahí, Neal.

—¿No?

—No. Esa es la Ciudad Amurallada. Si entras, no saldrás. Es como un laberinto.

—No veo ninguna muralla —dijo Neal.

—Las tiraron abajo. En su día fue un fuerte Song. Ni siquiera los británicos lo quisieron cuando se apoderaron de Kowloon. Estás viendo una de las peores barriadas del mundo. Sin gobierno ni ley. Es el fin del camino.

Ben aceleró y volvió a incorporarse a Chatham Road.

—Hablando del final del camino —dijo Neal—, ¿adónde vamos?

—Al hotel. Te hemos conseguido una habitación agradable.

Jesusito, sigo esperando.

—Ben, ¿no te explicó tu primo que puede que ciertas personas me anden buscando?

—Claro.

—Entonces… ¿un hotel? —preguntó Neal.

No me sorprende que catearas.

—No un hotel, Neal. Mi hotel. No tendrás que firmar el registro y te pondremos en una habitación donde podamos tenerte a la vista. Nadie llegará hasta ti.

—«Podamos» ¿quiénes?

—Mis muchachos del hotel.

—Los otros guardias a los que supervisas.

Ben Chin se rió por lo bajini.

—Claro. Nos enorgullecemos de ser capaces de mantener a nuestros clientes sanos y salvos.

Giró a la izquierda para abandonar Chatham por Austin Road.

—Oye, Ben…

—¿Sí, Neal?

—¿Qué te parece si nos olvidamos del numerito del Buda feliz a lo Hop Sing y vamos al grano? Estás en la organización, ¿verdad?

—No sé qué quieres decir con eso de «la organización».

En cualquier caso, la idea no le ofendió. Ben Chin sonreía jubiloso.

—Eres subalterno en una de las tríadas. Estás… ¿cómo decirlo? En el programa de entrenamiento de directivos.

—Oooh, «las tríadas»… Aquí el amigo cree conocer la jerga.

Sí, aquí el amigo la conoce. Uno tendría que ser ciego, sordo y estúpido para hacer mi tipo de trabajo en cualquier ciudad grande de Norteamérica y no saber nada sobre los sindicatos del crimen que controlan gran parte de la vida diaria de todos los barrios chinos. Neal sabía que el principal producto de las tríadas era la heroína, pero el chanchullo de la protección también representaba una buena tajada de sus ingresos diarios, y los jefes de las tríadas usaban esta extorsión como campo de entrenamiento para sus matones y los chicos prometedores. Las tríadas tenían ramificaciones en las comunidades orientales de todo el mundo, pero su oficina central estaba en Hong Kong.

—Deja de marear la perdiz, Ben.

—Así que eres de Nueva York, ¿eh, Neal? Has comido «pato Pekín» en Mott Street y ya te crees un experto en el inescrutable mundo de Oriente, ¿verdad? Pues deja que te diga una cosa, Neal: no sabes una mierda.

Ben giró a la izquierda por Austin para adentrarse en Nathan Road.

—Entonces dime qué es lo que debo saber —dijo Neal.

—Debes saber que estás en buenas manos y dejarlo ahí.

—¿Estoy en buenas manos?

—Las mejores.

El hotel Banyan Tree ocupa toda una manzana en la acera oriental de Nathan Road, en el distrito de Kowloon llamado Tsim Sha Tsui, la península. Es la principal zona turística de Hong Kong, con su «milla dorada» repleta de tiendas, restaurantes y bares.

—Aquí pasarás perfectamente desapercibido —le aseguró Chin a Neal mientras subían por las escaleras traseras, sin molestarse en pasar por recepción—. Y ya está todo pagado.

Subieron andando hasta el segundo piso y, una vez allí, tomaron un ascensor hasta el noveno. La habitación de Neal, la 967, era anónima y espaciosa. De no ser porque el gran ventanal tenía vistas al parque Kowloon, situado en la acera de enfrente, su decoración y mobiliario podrían haber sido los de cualquier habitación de hotel de Nueva Jersey. Los banianos que bordeaban el parque llevaban sobreviviendo allí desde los días en que sir Matthew Nathan había levantado el plano para una pista de tierra que en aquel momento no conducía a ninguna parte, motivo por el cual había recibido el sobrenombre de «la chifladura de Nathan». El parque parecía ocupado en su mayor parte por niños y ancianos. Un mendigo deforme, con las piernas plegadas bajo el cuerpo, se arrastraba sobre la acera, persiguiendo débilmente a los viandantes.

—Bienvenido a Kowloon —dijo Chin—. El verdadero Hong Kong.

Neal se sentó sobre la cama y empezó a revisar los documentos de su maletín.

—¿Qué significa «Kowloon»?

—Nueve dragones —respondió Chin, mientras encendía un Marlboro que también le hacía parecer en parte un dragón; una enorme y peligrosa bestia que escupe humo—. Antaño se creía que las ocho colinas que se alzaban aquí eran un dragón cada una, por lo que se les ocurrió llamar a este sitio Ocho Dragones. Hasta que llegó el emperador Song. El emperador también es un dragón, con lo cual fueron nueve. Nueve Dragones: Kowloon.

—A mí me parece bastante llano.

—Lo es. La mayor parte de las colinas fueron allanadas para hacer sitio.

Neal sacó del maletín el catálogo de la exposición de Li Lan y se lo pasó a Chin.

—¿Dónde está esa dirección?

—¿Esta es la chati?

—Sí. ¿Está lejos de aquí?

—Muy mona. No, no demasiado lejos. Kansu Street está un poco más arriba, subiendo por Nathan Road. En el distrito Yaumatei. Duerme un rato y después te llevaré hasta allí.

—No estoy cansado.

—¿Es pintora?

—Sí.

—A lo mejor le gustaría pintar mi retrato. ¿Qué te parece?

—Me parece que deberías decirme cómo puedo llegar hasta el doscientos treinta y siete de Kansu Street.

El mendigo de la acera de enfrente obtuvo algunas monedas de una joven turista. Chin le ofreció el paquete de cigarrillos a Neal, el cual negó con la cabeza.

—Y a mí me parece —dijo Chin— que será mejor que te lleve yo.

—¿Por qué? ¿Es un barrio peligroso?

—No es el barrio, sino la situación.

—¿Qué situación?

—Cuéntamelo tú.

Neal se levantó y miró por la ventana. El mendigo habría sido alto si hubiera sido capaz de ponerse en pie. Ciertamente estaba delgado. Se movía apoyándose sobre las manos mientras hacía oscilar el torso como un gimnasta sobre el caballo con arcos. Las oleadas de viandantes lo rodeaban creando un remolino en la corriente del tráfico.

La situación es, pensó Neal, que soy un renegado de mi empresa, que podría o no haberse compinchado con la CIA para matarme. La situación es que esta mujer me tendió una trampa, puede que incluso con intención de asesinarme. La situación es que, por algún motivo, me he enamorado de ella de todos modos y debo advertirle que corre peligro. La situación es que necesito encontrarla para obtener algunas respuestas antes de poder continuar con mi vida.

—La situación es —dijo Neal sin apartar la mirada de la ventana— que necesito hablar con esta mujer en el doscientos treinta y siete de Kansu Street. Esa es la situación.

—Mark me dijo que cuidara de ti.

—Y lo has hecho.

—Dijo que hay gente que te anda buscando.

—Y así es.

—En ese caso necesitas protección.

Neal se volvió hacia Ben. Si le doy la patada, pensó, le haré quedar mal delante de su primo y de su propia pandilla. Además, estamos en su terreno y no podría quitármelo de encima ni aunque lo intentara. Lo único que conseguiría sería complicarnos la vida a los dos.

—Necesitaré hablar con ella a solas —dijo Neal.

—Por supuesto.

—Vamos.

Una cosa hay que decir a favor de Ben Chin, pensó Neal. Es organizado. Tan pronto como salieron a la calle, tres chicos adolescentes se les pusieron a la zaga. Los tres tenían esa figura extenuada y hambrienta que tanto preocupaba a César y los tres llevaban pantalones y zapatos negros y brillantes y camisetas blancas. Dejaron caer sus cigarrillos en cuanto vieron a Chin y a Neal y, sin mediar palabra, se colocaron en formación de abanico a unos diez metros por detrás de ellos. Un muchacho dentudo, más pequeño y delgado que los demás, servía de avanzadilla. Raras veces echaba la vista atrás, pero en cualquier caso parecía ir adivinando su ruta.

—¿A qué deberíamos estar ojo avizor? —le preguntó Chin—. ¿Tipos blancos?

—Probablemente.

Chin hizo una mueca, después dijo:

—Vale, no hay problema.

—Has puesto a un guía por delante.

—Tienes buen ojo. Pero no es guía. Es el portero. Si tenemos que salir corriendo, abrirá una «puerta» entre la multitud para nosotros y la cerrará en cuanto hayamos pasado.

Neal supo a lo que se refería. Un portero en una operación callejera es como un bloqueador ofensivo en un partido de fútbol americano. Cuando ve a sus compañeros de equipo echar a correr hacia él, aparta a uno o dos civiles para abrir un hueco. Cuando los suyos han atravesado el hueco, se echa encima del perseguidor. Así es como suele funcionar habitualmente, pero si el portero ve que quienes bloquean el camino son la oposición en vez de simples espectadores, utiliza un cuchillo, una pistola o los puños para abrir el hueco. Cuando eso sucede, el portero suele acabar mal, a menos que la retaguardia pueda llegar a tiempo hasta él. Un portero es prescindible.

Así que Ben Chin sabía lo que se hacía. Tener preparado un portero es la única manera de escapar de una red. Lo cual para Neal era como uno de esos chistes de «Tengo buenas y malas noticias». Era bueno que Chin estuviera preparado para una trampa, malo que hubiera pensado que debía estarlo.

En cuanto a Chin, parecía relajado. Se movía con facilidad entre la muchedumbre, ojeando los escaparates de las tiendas y echándoles miraditas a las chicas. Para el observador casual parecía un brutote de Kowloon que estuviera aprovechando su tarde libre en busca de un buen rato. Pero Neal observó sus ojos despabilados y reconoció que cada atisbo de una radio portátil o de una mujer accesible enmascaraba una búsqueda de problemas potenciales. Chin estaba alerta en contra de algo y Neal tuvo la sensación de que no serían un par de hombres blancos. Los turistas kweilo con los que se cruzaron apenas merecieron una segunda mirada por su parte.

Neal notó que su paranoia regresaba a él como una camisa sudada. O puede que se debiera al hecho de que había salido de un vuelo nocturno sin molestarse en darse una ducha, afeitarse ni comer bocado. Lo consideró un error, pero entonces recordó que la última vez que se había detenido para entregarse a tales placeres había permitido que Pendleton y Li Lan huyeran a Mill Valley. No estaba dispuesto a darles la misma oportunidad una segunda vez.

Chin estaba mirando fijamente hacia un lugar situado un poco más adelante a la izquierda y Neal se preparó para lo peor. Siguió la mirada de Chin y descubrió que estaba clavada en la marquesina de un cine. Chin estaba admirando el cartel de una película. Los tres esbirros que les seguían se detuvieron en seco y uno de ellos se dio media vuelta para cubrir la retaguardia. Portero aprovechó la pausa para cruzar a la acera de enfrente y luego se detuvo en la esquina de Nathan Road para vigilar a su jefe desde allí.

Chin no vio nada de todo aquello, pero por otra parte tampoco le hacía falta. Contaba con un equipo bien entrenado y lo sabía, lo cual le otorgaba pequeños lujos como la libertad para fijarse en una película.

La marquesina anunciaba que se trataba del cine Astor, pero ahí acababa todo el inglés; el resto estaba escrito con ideogramas chinos. Los carteles mostraban a una pareja china vestida con coloridos trajes de época que se observaba mutuamente con cariño y una segunda imagen de la misma pareja blandiendo valientemente sendas espadas gigantes frente a lo que parecía todo un ejército de villanos sonrientes.

—Este cine siempre tiene las pelis chinas más recientes —explicó Ben Chin. Miró su reloj—. A lo mejor podemos venir esta tarde.

Libro de Joe Graham, capítulo siete, versículo tres: «Todo el mundo tiene una debilidad».

—Sí —dijo Neal—. A ver qué tal sale todo.

Al otro lado de la calle Portero zapateaba, dando vueltas sobre sí mismo como un cachorro cuyo amo tarda demasiado en abrirle la puerta para salir a pasear. Neal no se lo tuvo en cuenta: el de portero es un trabajo solitario, particularmente cuando te encuentras separado de tu equipo por una avenida ancha y transitada. El portero tiene mucha responsabilidad. De él depende dar la señal de «cruzar/no cruzar».

Los cruces tienen su riesgo en este tipo de trabajo. Has de cronometrarlos para que el flujo del tráfico no separe a la retaguardia de las personas a las que estás protegiendo. También hay que estar muy atento a todos los coches que vienen y van. Uno de ellos podría interponerse y aislar a la retaguardia mientras el equipo de un segundo vehículo elimina al objetivo. Cruzar la calle es ponerse en una situación de vulnerabilidad.

Todos actuaron de una manera impecable. Portero gesticuló sutilmente con la mano para dar instrucciones y el resto del equipo cruzó la avenida con seguridad y eficiencia. Fue un trabajo tan elegante como el que más, y a Neal le pareció detectar una leve expresión de alivio en el rostro de Portero mientras les dirigía hacia el oeste por Kansu Street.

Los edificios que rodeaban la mayor parte de Kansu Street eran torres de apartamentos con viviendas baratas a pie de calle. No podía considerarse exactamente un arrabal, pero los edificios estaban sucios y necesitaban una mano de pintura. Uno de los principales caseros debía de haber obtenido una buena partida de pintura verde pastel de saldo, pues dicho color dominaba varios de los inmuebles de una misma manzana. De la mayor parte de los edificios asomaban balcones estrechos, abiertos a la calle pero cubiertos con planchas de uralita. Antenas de televisión erizaban las barandillas de los balcones, convirtiéndose en un práctico lugar donde tender la colada. Muchos balcones también estaban llenos de camas y hamacas, y aquí y allá los inquilinos habían clavado planchas de hojalata para proporcionarles un poco de intimidad a los miembros de la familia que vivían allí fuera.

Como Hong Kong no podía extenderse a lo largo, se extendía a lo alto. Allá donde uno dirigiera la mirada, los edificios bajos y antiguos estaban siendo reemplazados por enormes rascacielos que ocupaban manzanas enteras y mostraban el inconfundible anonimato de las viviendas de protección oficial. El sector privado tampoco se dormía en los laureles; cuando los edificios existentes terminaban por rebosar, sus habitantes simplemente se trasladaban junto con sus pertenencias a las calles adyacentes, improvisando chabolas con planchas de metal, cartón y sábanas viejas. Algunos de estos pioneros, algo más adinerados o mejor relacionados, habían conseguido hacerse con una valiosa partida de madera con la que habían levantado paredes de verdad.

Neal se sintió como si hubiera salido de Nathan Road para entrar en un decorado malthusiano donde el ojo era incapaz de descansar. El paisaje estaba literalmente plagado; allá donde miraba había movimiento. Los niños correteaban por los balcones y jugaban a los mismos juegos que los demás niños del mundo, pero sus partidas de escondite parecían implicar a cientos de participantes y en realidad no había lugar donde esconderse. Los vendedores ambulantes se amontonaban sobre las aceras, cantando las alabanzas de una variedad infinita de productos. Ancianas asomadas a ventanas y balcones sacudían sábanas y toallas mientras sus maridos se inclinaban por encima de la barandilla y fumaban pitillos o escupían pipas de girasol al tiempo que charlaban con los vecinos.

El estrépito era increíble: una algarabía de conversaciones, trueques, discusiones, negociaciones, proclamas y protestas en el cantarín pero brusco dialecto cantonés. Mujeres mayores que se escandalizaban ante el precio de un pescado mientras sus hermanas lanzaban grititos de triunfo o derrota por encima del continuo chasquido de las fichas de mahjong. Hombres que pregonaban las virtudes de rollos de tela barata o la indudable frescura de un pollo en concreto, mientras sus hermanos menos ambiciosos discutían las posibilidades que pudiera tener aquella tarde una potranca de dos años en el hipódromo de Happy Valley. Los niños chillaban con alegría desenfrenada o reían entre bromas privadas o lloraban contrariados mientras una madre tiraba de su mano hacia el interior de un edificio.

Después Neal se fijó en el olor. O, para ser más exacto, en los olores. Predominaban las emanaciones de comida. Neal fue capaz de reconocer el olor del pescado y el arroz y le pareció distinguir otra docena de aromas que no identificó, efluvios que se alzaban de multitud de woks humeantes desde los chamizos de la calle y que pendían sobre la zona como una nube permanente. También estaban las emanaciones de un sistema de alcantarillado completamente sobrepasado por las exigencias que se le habían impuesto, por lo que un tufo subyacente de excrecencias humanas acumuladas impregnaba la atmósfera. El humo acre de los braseros de carbón, de los incontables cigarrillos y de los generadores de los edificios espesaba y nublaba el aire, compitiendo con la calina salada que llegaba desde el mar.

Yaumatei era una embestida total contra los sentidos. Después de haber pasado los seis últimos meses siendo el único ocupante de un páramo a cielo descubierto, a Neal le costaba imaginar cómo debía de ser habitar un mundo donde, desde el momento del nacimiento hasta el momento de la muerte, uno jamás podría experimentar ni un solo instante completamente a solas.

Chin y su pandilla se desplazaron entre la multitud como tiburones en el océano, con una calma serena y en movimiento constante. Sus ojos nunca parecían dejar de mirar al frente y, sin embargo, parecían conscientes de todo cuanto les rodeaba. Neal se percató de que entre el gentío había individuos que, al verles venir, rápidamente encontraban algo fascinante en lo que fijar su atención en la acera hasta que la pandilla hubiera pasado. A pesar de que para entonces se habían alejado varias manzanas de la principal ruta turística de los kweilos, ni mercaderes ni vagos, ni siquiera niños curiosos, se acercaron a Neal. Estaba aislado.

Tardaron unos diez minutos en encontrar el número 346, el cual no se diferenciaba demasiado del 344 ni del 345. Era un edificio amarillo mostaza de tan solo cinco pisos de altura. Los típicos balcones sobresalían cual parapetos sobre los que la colorida colada ondeaba como gallardetes.

—¿Sabes el número de su piso? —le preguntó Chin a Neal.

Portero se plantó en el vestíbulo del edificio y miró hacia arriba por el hueco de las escaleras. Una anciana sentada en un taburete que vestía de negro desde la coronilla a los pies le observaba nerviosa entre calada y calada.

—No.

Chin se rió.

—Seguro que ahora te alegras de que te haya acompañado.

Chin se acercó a la anciana y habló rudamente con ella en cantonés. La anciana le contestó con la misma rudeza y Neal sintió alivio al ver que Chin se reía, metía una mano en el bolsillo y le tendía un cigarrillo a la mujer. Los ojos de esta se abrieron en complacida sorpresa al ver el Marlboro.

—Dame la foto —dijo Chin.

Neal le tendió el catálogo y Chin se lo mostró a la anciana. Esta lo contempló un par de segundos y dio una breve respuesta.

—La conoce —le explicó Chin a Neal—, pero quiere más cigarrillos a cambio de la información.

Neal notó una corriente de excitación en el estómago. Li Lan podía estar arriba, a apenas unos segundos de distancia.

—Pregúntale si está con un hombre blanco.

—¿Este vejestorio?

—Li Lan.

El rostro de Chin se arrugó con una amplia sonrisa mientras miraba a Neal y decía:

—Creo que ya lo pillo. ¿Quieres que le demos una paliza al tipo?

—No.

—Tú mismo.

Chin se volvió nuevamente hacia la mujer y le entregó otros tres Marlboros. Ella los cogió con brusquedad, gruñó algo y volvió a extender la palma de la mano.

Gau la! —respondió Chin. «¡Ya basta!».

Hou! —«¡Sí!».

Chin le dio otro cigarrillo más.

Do jeh —«Gracias».

La mujer se guardó los cigarrillos en el bolsillo de la chaqueta, señaló escaleras arriba y dio instrucciones.

Mgoi —dijo Chin con sarcasmo. «Gracias por su ayuda»—. Arriba, cuarto piso.

Portero se adelantó a ellos y dos de los chicos les siguieron. El tercero se quedó montando guardia junto a la puerta del vestíbulo.

Cuando llegaron al apartamento, Neal dijo:

—Quiero hablar con ella a solas.

—Esperaremos aquí fuera —accedió Chin.

Neal notó que se le aceleraba el corazón al llamar a la puerta. No obtuvo respuesta, ni ruido de pies, ni pausas en una conversación. Volvió a llamar. Siguió sin obtener respuesta. A la tercera no fue la vencida. La cerradura de la puerta únicamente presentó un inconveniente momentáneo y Ben Chin asintió aprobadoramente ante la destreza de Neal con su tarjeta AmEx.

—¡Joder! —gritó Neal.

El apartamento estaba vacío. No simplemente desocupado, sino vacío. Ni ropa, ni utensilios de cocina, platos, fotos, revistas viejas, papel higiénico o cepillos de dientes… únicamente una cama desnuda y una vieja silla de mimbre ocupaban el apartamento de un solo dormitorio. Neal se asomó a la ventana para inspeccionar el balcón. Nada. Se volvió para ver a Ben Chin plantado en el umbral de la puerta. Chin parecía contrariado, mucho más contrariado de lo que habría debido estar, pero Neal no se percató. Estaba demasiado cabreado.

Ve a buscar a la anciana madre —le ordenó en cantonés Chin a Portero. Después se volvió hacia Neal y dijo—: Parece que se te ha escapado.

—No me digas.

—Debe de haberse marchado hace muy poco. En este lugar los pisos no permanecen desocupados mucho tiempo.

—Se ha tomado el necesario para vaciarlo.

Chin se rió.

—Quizás. Aunque me parece más probable que los vecinos lo desvalijaran tan pronto como la vieron salir por la puerta.

Una actitud condenadamente desconsiderada por parte de los vecinos. ¿No sabían que yo querría buscar alguna pista?

Neal oyó a la anciana cloquear en la escalera. Portero la condujo hasta el interior del piso. Obedeciendo una señal de Chin, cerró la puerta al entrar.

¿Eres un fantasma? —le preguntó Chin a la anciana en cantonés. Cruzó el cuarto y abrió la ventana—. ¿Puedes volar?

Neal no comprendió las palabras, pero la amenaza era evidente. Un matón es un matón, aquí y en China, y sus técnicas varían poco de cultura en cultura.

—Vamos, Ben —dijo Neal. Hacía años que no se sentía tan cansado.

Chin le ignoró.

Respóndeme —le dijo a la anciana—. ¿Eres un fantasma? ¿Puedes volar?

La mujer le clavó una mirada que desprendía más desprecio que temor. No dijo ni mu.

—¿Por qué me has hecho subir cuatro pisos de escaleras para nada, eh? ¿Por qué no me has dicho que se había marchado?

La respuesta fue una variación del clásico «No lo preguntaste».

¿Adónde ha ido?

¿Y yo cómo voy a saberlo?

Vamos a ver si puedes volar.

Portero agarró a la anciana por la espalda y le cubrió la boca con una mano para amortiguar su grito. Neal se interpuso entre ellos y la ventana.

—Dile que la suelte —dijo.

—No te metas en esto.

—Soy yo quien paga las facturas, soy yo quien da las órdenes —respondió Neal.

—Ya te haré un reembolso. Ahora aparta de en medio.

Neal cerró la ventana con violencia. Se dio cuenta de que le temblaban las rodillas y supo que si Chin quería arrojar a la mujer al vacío nada le impediría hacerlo. Mierda, pensó, si quiere, nada le impediría arrojarme también a mí.

Como no se le ocurrió ninguna amenaza ingeniosa o intimidatoria, se conformó con un:

—De todas maneras, ¿qué iba a poder decirnos?

—Todo —dijo Chin—. Esta vieja pelleja lleva probablemente cuarenta años sentada ahí abajo. Ve a todo el mundo que entra y a todo el mundo que sale. Si oye que alguien se tira un pedo, seguro que sabe lo que ha comido para almorzar.

Chin se pegó a la mujer y le clavó un dedo en el pecho.

Dímelo.

La anciana se lanzó a un prolongado monólogo.

¿Qué hombre? ¿Qué tipo de hombre? —preguntó Chin.

Aquella pregunta inspiró un segundo soliloquio. Cuando hubo terminado, Chin le hizo una señal a Portero para que la soltara. La anciana cayó de rodillas al suelo y jadeó en busca de aire, alzando la mirada hacia Neal con una expresión de puro odio.

Chin no se mostró mucho más afable cuando dijo:

—Vale, señor Gandhi. Resulta que la Vieja-No-Sabe-Nada dice que tu chati estuvo aquí con un kweilo, un blanco, un solo día. ¿De verdad crees que esta vieja bruja no se iba a dar cuenta de algo así? ¿Crees que quedará alguien en todo el edificio que no lo sepa? Dice que apareció otro tipo de visita. Un chino. Dice que esta mañana se han marchado los tres juntos, pero que no sabe adónde, y más le vale estar diciendo la verdad.

Neal dejó caer el trasero sobre el alféizar de la ventana. Estaba cansado y enfadado y no le gustaba la expresión jactanciosa en el rostro de Chin.

—De acuerdo —dijo Neal—, así que le has sonsacado que estuvieron aquí y ahora ya no, y que se marcharon con un chino. Joder, ahora sí que debería ser fácil encontrarles. Lo único que tenemos que hacer es buscar a un chino.

Chin le miró como si estuviera volviendo a pensar en la ventana. Neal miró a Portero y señaló hacia la puerta. Chin asintió a modo de confirmación y Portero salió del piso.

—Y otra cosa —le dijo Neal a Chin—: no me gusta tu manera de trabajar. Me da igual que sea tu terreno y tu idioma. Hay ciertas cosas que no se hacen cuando se trabaja conmigo. Una de las principales es maltratar a ancianas, o a cualquier mujer, o a cualquiera a menos que no quede más remedio. Y por «más remedio» me refiero a que esté en peligro tu integridad física. Si no puedes aceptarlo, me parece muy bien. Cada uno por su lado y ya terminaré el trabajo yo solo.

El silencio que siguió fue tan largo como una reposición de La isla de Gilligan.

—No sabes cómo funcionan aquí las cosas —dijo Chin en voz baja.

—Sé cómo funciono yo.

—Si me hubieras hablado de esa manera delante de mi pandilla, tendría que haberte matado.

Neal reconocía una oferta de paz cuando oía una. Tenía que devolverle a Chin parte de su orgullo.

—Lo sé. Por eso le he pedido que saliera del cuarto. A decir verdad, me has asustado bastante —dijo, ofreciéndole a Chin su sonrisa más avergonzada.

Chin se rió a su vez y el trato quedó sellado.

—De acuerdo —dijo Chin—. Tú pagas, tú mandas.

—De acuerdo. Y ahora ¿qué?

Chin se lo pensó un segundo.

—Té.

—¿Té?

—Ayuda a pensar.

—Pues un té. Necesito toda la ayuda que pueda conseguir.

Chin se sacó un fajo de billetes del bolsillo de los pantalones, separó un billete de diez dólares hongkoneses y se lo entregó a la anciana.

Deui mjyuh —dijo. «Lo siento».

La mujer se metió el billete en la blusa y le miró frunciendo el ceño.

¡Cigarrillo! —exigió.

Chin le dio el paquete entero.

La tetería parecía más bien una pajarera. A Neal le dio la impresión de que uno de cada dos clientes llevaba al menos una jaula con un pájaro en su interior.

—Me siento desnudo —le dijo Neal a Chin mientras se sentaban a una mesa pequeña y redonda.

Portero había entrado antes que ellos, se aseguró de que la mesa no fuera peligrosa y volvió a salir. El resto de la pandilla aguardó en el exterior, patrullando la acera y avizorando a todos los clientes que entraban.

—Color local —respondió Chin—. Me pareció que podría gustarte.

Neal paseó la mirada por la gran sala. Todos los parroquianos eran hombres, la mayoría mayores, casi todos acompañados por pájaros de vivos colores encerrados en jaulas de bambú. Algunas de las jaulas tenían pinta de costar una pequeña fortuna, con sus tejados a varias aguas y sus dragones tallados y pintados de colores alegres; otras tenían perchas oscilantes con cadenas de oro y barras de marfil. Un par de hombres muy ancianos llevaban a sus mascotas posadas orgullosamente sobre la muñeca. Las aves —y a Neal le pareció que había cientos— se cantaban unas a otras; cada trino, cada trémolo, inspiraba una respuesta coral. E igual que los pájaros intercambiaban cantos, los ancianos charlaban animadamente entre sí, sin duda compartiendo anécdotas y linajes aviares. Parecían conocerse unos a otros igual de bien que los pájaros, y todos los implicados disfrutaban de igual manera el encuentro social. La tetería era un festival de sonido y color, pero Neal se dio cuenta de que en realidad no era demasiado estridente.

—Menudo sitio —dijo Neal.

—Hong Kong solía estar lleno —dijo Ben—, pero la costumbre de tener pájaros está muriendo con los ancianos. Ahora ya solo quedan un par de teterías como esta.

Llegó un camarero que limpió la mesa con una bayeta húmeda y dejó dos tazas sin asas.

—¿Qué clase de té te apetece? —le preguntó Chin a Neal.

—Pide tú por mí —respondió Neal, que bebía al menos una taza de té al año y solo era vagamente consciente de que hubiera más de una clase.

—Veamos… estás cansado, pero necesitas concentrarte, así que diría que quizás un té Chiu Chou. —Después se volvió hacia el camarero—. Ti’ kuan yin cha.

Houde.

—He pedido un té oolong muy fuerte. Te mantendrá despierto. Alerta.

—Será un cambio refrescante. Bueno, ¿y ahora qué hacemos?

—Darnos por vencidos.

—No puedo.

—¿Por qué no?

Neal escuchó la cacofonía de trinos, cháchara y entrechocar de tazas durante un momento antes de responder.

—Hay otras personas buscándolos a ella y a su amigo. Creo que esas mismas personas podrían tener motivos para andar buscándome a mí. No son personas que tengan buenas intenciones. La matarán a ella, a su amigo y a mí si se ven obligados a ello. No sé por qué. Lo único que sé es que debo encontrarla, advertirla y averiguar qué es lo que está pasando antes de poder regresar a una vida normal.

Una vida normal. Claro.

—¿Cómo has acabado involucrado en todo esto?

Neal meneó la cabeza.

Chin volvió a intentarlo.

—Mark me dijo que se trata de un asunto de drogas.

—No lo creo.

El camarero regresó y dejó una tetera sobre la mesa. Chin la destapó, olfateó el contenido y volvió a poner la tapa. Llenó la taza de Neal y después la suya.

Neal sorbió el té. Efectivamente era fuerte, ligeramente ahumado y amargo. Pero le sentó bien, cálido y relajante. Se le ocurrió que en realidad no había dejado de moverse desde que la bala había pasado zumbando junto a su cabeza, que vagaba a oscuras sin tener un plan, moviéndose por moverse, asumiendo supuestos basados en sí mismo, no en el caso.

Le dio un largo trago al té. Así pues, ¿qué es lo que sabes?, se preguntó. Sabes que Li Lan ha vuelto a darte esquinazo. Retrocede. ¿Darte esquinazo? ¿Qué te hace pensar que tú hayas tenido nada que ver? A lo mejor ya son conscientes del peligro en que se encuentran y es de eso de lo que están huyendo. ¿Huyendo? A lo mejor ni siquiera están huyendo. Puede que una vez en Hong Kong simplemente quisieran cambiar de vivienda. Ese apartamento de un solo dormitorio era pequeño incluso para unos amantes.

Entonces ¿cómo los encuentras? Han desaparecido en la zona con mayor densidad de población de la ciudad con la mayor densidad de población del planeta, así que ¿cómo los encuentras?

No lo haces.

Dejas que sean ellos quienes te encuentren a ti.

Neal levantó la mirada de su taza y vio que Chin también estaba relajándose, recostado. No parecía importarle ni molestarle su silencio. Simplemente disfrutaba de su té.

Dejas que sean ellos quienes te encuentren, se dijo Neal. ¿Y por qué iban a querer hacer tal cosa? Depende de quiénes sean «ellos». Si «ellos» son Li y Pendleton, quizá te encuentren porque te has convertido en una mosca cojonera y necesitan llegar a un acuerdo contigo. Si «ellos» son los mismos individuos que casi te dieron boleto en Mill Valley, puede que te encuentren simplemente porque pueden, lo cual les serviría para eliminar un cabo suelto.

Ese soy yo, pensó Neal, el cabo suelto por excelencia.

Se sirvió otra taza de té y rellenó también la de Chin, después se recostó sobre el respaldo de la silla. Se encontraba sentado en un local donde un grupo de ancianos aunaba sus aficiones llevando a sus pájaros a tomar el té. Bien podía dedicar un par de momentos a disfrutar la experiencia. Además, el juego había cambiado. La segunda taza de té fue mucho más fuerte, la tercera más fuerte aún, y para entonces la tetera estaba vacía. Chin le dio la vuelta a la tapa para ponerla del revés y el camarero se acercó para retirar la tetera y regresar un minuto más tarde con otra llena.

—A lo mejor no puedo encontrarla —dijo Neal—, pero puedo buscarla.

—Cierto.

Neal sirvió el té.

—A lo mejor puedo asegurarme de que se nota que la estoy buscando.

Chin sorbió té y le dio vueltas en la boca. Después echó la cabeza hacia atrás y tragó de golpe.

—Puede que entonces esa gente poco amistosa que te anda buscando te encuentre.

—Esa es la idea.

Si me los quité de encima una vez, puedo volver a hacerlo. Pero esta vez no les perderé la pista a ellos.

—Es un juego muy loco.

—¿Te apetece jugar?

—Por supuesto.

Chin se levantó y pidió la cuenta.

—¿Estás listo? —le preguntó a Neal.

—Todavía no.

—¿Necesitas algo?

—Necesito seguir aquí sentado, terminarme el té y escuchar el canto de los pájaros.

Estos debieron de oírle, porque se lanzaron a interpretar una sinfonía aviar de particular virtuosismo. Incluso los ancianos interrumpieron sus conversaciones para escuchar y disfrutar el momento. Cuando el crescendo cedió, todo el mundo se rió, no a modo de burla, sino con el júbilo de un placer compartido.

Neal Carey estaba molido, desvelado, sumido en un choque cultural y en plena racha de mala suerte, pero al menos sabía qué hacer a continuación.