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Xao Xiyang retiró la tapa de la taza y sorbió el té verde. Le dolía el cuello, le dolían los ojos y ni siquiera la exquisita calidad de aquel té en particular sirvió para cambiar los montones de cifras que se acumulaban sobre su escritorio.

Se recostó en la silla y encendió un cigarrillo. El sabor acre del tabaco de mala calidad ardió en su boca. Sus subordinados se burlaban de él —como secretario regional del Partido podría haber usado fácilmente la «puerta trasera» para procurarse tantos Marlboros como pudieran traerle desde Hong Kong—, pero seguía siendo precavido por costumbre. Conocía a hombres que habían ido a prisión durante la Gran Revolución Cultural Proletaria por «crímenes» mucho menores que el de fumar cigarrillos norteamericanos.

Xao se quitó las gafas y las limpió frotándolas con la manga corta de su barata camisa de algodón. Podía oler la transpiración que emanaba de sus axilas. Miró el reloj y se dio cuenta de que llevaba siete horas estudiando las estadísticas agrícolas. Y seguían sin cambiar.

Noventa y siete millones de personas en esta provincia, pensó Xao. Más que en toda la dinastía Han en su momento álgido; más que en la Ming; más que en Roma. Soy responsable de noventa y siete millones de personas. Y no sé cómo alimentarlas. Aquí, en la llamada cuenca arrocera de China, hemos dejado de ser capaces de alimentarnos. Toda una revolución cultural, desde luego.

Tratando de ganarse su favor, su ayudante, Peng, le había repetido el lisonjero juego de palabras que se repetía en las casas de té: «Si quieres comer, a Xao Xiyang tienes que ver». Y era cierto que había llevado a buen término varias reformas, despidiendo a algunos ideólogos que habían dirigido con torpeza a los equipos de producción. Pero con «algunos» no bastaba. Las reformas deberían ser sistémicas.

Y el sistema era una idiotez, pensó Xao, mientras le asestaba otra larga calada a su cigarrillo. Una locura, en realidad. Y te culpo a ti por ello, viejo amigo, pensó mientras miraba el retrato del Gran Timonel que colgaba en la pared de su despacho, tal como colgaba en la pared de todos los despachos.

Habían comenzado como tongmen-jr, camaradas, a pesar de que el cliché del Partido quemaba ahora como un agravio en su lengua. Entonces Xao buscaba la guía del Gran Timonel, casi como la de un hermano mayor. Se había unido al Partido, había luchado contra el Kuomintang, había perdido y había acompañado al Gran Timonel en la Larga Marcha. Qué claras veían las cosas entonces, qué claras y qué puras en el aire cristalino de las montañas, cuando el Gran Timonel, Xao y todos los demás combatían para construir una China nueva en un mundo nuevo.

Y las luchas. La lucha contra el Kuomintang, contra los japoneses y después nuevamente contra el Kuomintang. La lucha bajo la guía del Gran Timonel, siguiendo sus preceptos para la guerra de guerrillas. Como peces nadando en el mar del pueblo. Y a la vez que luchaban, liberaban y se iban haciendo con el control de grandes zonas del país. Echaron a los terratenientes y les entregaron la tierra a los campesinos; después reclutaron a los campesinos para el ejército. Xao recordó que, cuando se retiraban de una aldea, el Kuomintang entraba tras ellos y fusilaba a todos los campesinos que hubieran quedado atrás.

¡Qué de combates había presenciado! Cuerpos amontonados como cascarillas de arroz junto a la carretera. Pueblos enteros decapitados por los japoneses. Se acordó de la patrulla japonesa a la que consiguieron inmovilizar en un paso de montaña; pasaron tres días eliminándolos uno por uno. Cuando finalmente se acercaron para saquear sus restos, vieron que algunos de los japoneses no habían muerto debido a los disparos, sino a causa del frío; el hielo había pegado sus cuerpos a las rocas, los dedos congelados en los gatillos de sus rifles.

Fue en aquellas mismas montañas donde la conoció. Ella era una correo, una mensajera… una espía. Aunque se arriesgaba a ser torturada por los japoneses, jamás titubeó, y antes incluso de conocerla Xao ya había oído hablar de ella. Dejó escapar una risita ante el recuerdo. No lo llamaron «amor», eso habría sido demasiado romántico y decadente. No, lo llamaron «una comunión de espíritus unidos por el ardor revolucionario». Pero había sido amor. Qué belleza… qué alma…

Se casaron en una vega en lo alto de las montañas y pasaron su luna de miel en una tienda de campaña en un bosquecillo de altos cedros. Después cada uno de ellos regresó a sus respectivas tareas. Él vivía aterrorizado por ella, aterrorizado por lo que sería de él en caso de que ella no regresara de una de sus peligrosas misiones. Durante cinco años tuvieron encuentros breves e infrecuentes, apasionadas uniones en cabañas de campesinos o en tiendas de campaña, hasta en cuevas. Y cuando los japoneses fueron derrotados y el Kuomintang quedó destruido, se reunieron en gozosa celebración en la plaza de Tiananmen y ya nunca volvieron a separarse. Iniciaron una vida en común, criaron una familia y ya nunca volvieron a separarse, hasta que…

Xao Xiyang encendió otro cigarrillo. Me debo de estar haciendo viejo, pensó. Parezco proclive a entregarme a la costumbre de los ancianos de vivir en el pasado, en el reino de la memoria. En cambio tú, viejo amigo, pensó mientras miraba nuevamente el retrato, tú ahora te encuentras en el reino de las sombras. Gracias. Fue lo último y mejor que podías hacer por nosotros: morir. Lástima que no lo hicieras antes. Deberías haber muerto el día de la victoria, en el preciso instante en que nos alzamos todos sobre la puerta de Tiananmen para proclamar la república. La Nueva China.

Antes de que decidieras convertirte en un emperador.

Xao bebió otro sorbo de té verde y escupió otra maldición sobre la cabeza de su viejo amigo. La escupió en el nombre de veinte millones de muertos. Los veinte millones de campesinos, veinte millones del «pueblo», que habían muerto de hambre en el Gran Salto Adelante del Gran Timonel. «Gran Salto», desde luego que sí: el salto desde este mundo al siguiente. El más allá, pensó Xao. Como buen marxista que soy, no creo en el más allá. Pero te veré en el infierno, viejo amigo.

El Gran Salto Adelante del Gran Timonel comenzó en 1957, tras una cosecha inusualmente buena. Pero la mera producción de comida no bastaba para complacer al Gran Timonel; la sociedad debía ser remodelada siguiendo líneas menos «individualistas» y «egoístas». Se aceleró la colectivización de la tierra. La población rural fue organizada en equipos de producción. Ningún campesino osaba tener propiedad privada, ni siquiera un pollo. Peor aún, para finales de año más de trescientos mil «apestosos intelectuales», entre ellos los mejores economistas y científicos, habían sido calificados de «derechistas» e internados en campos de concentración.

Así que cuando golpeó la crisis, todos los expertos que podrían haberla controlado habían desaparecido y ningún otro se atrevió a pronunciarse. El Gran Timonel estableció cuotas de producción de grano, y los nuevos capataces de las comunas las cumplieron todas… sobre el papel. El Gran Timonel vio las cifras, se jactó de que el nuevo orden —la nueva China— estaba prosperando tal como él mismo había pronosticado, y exigió en nombre del «pueblo» que la colectivización se acelerase. A continuación estableció cuotas más altas y el pueblo las cumplió… sobre el papel.

Puede que las cifras no mientan, pero los individuos que las redactan sí, y eso fue precisamente lo que hicieron los delegados encargados de pasar los informes. Como temían ser acusados de «derrotistas», informaron de una victoria. Ordenaron el abandono de campos en barbecho para evitar una superabundancia de grano. Sacaron a los campesinos de los cultivos y los pusieron a levantar almacenes para contener todo el grano que estaba previsto cosechar. Sobre el papel.

Pero en los campos y los arrozales la historia era otra, pues las cosechas recolectadas sumaban menos de la mitad de lo afirmado por las cifras, y menos aún fueron procesadas. Cosechas enteras se pudrían en los campos mientras los campesinos levantaban almacenes inútiles; los cultivos quedaban desatendidos mientras los agricultores eran enviados a trabajar en «fundiciones improvisadas» para contribuir al proceso de industrialización. La colectivización fue un caos. Delegados urbanos que no sabían nada de agricultura daban órdenes ineptas y contradictorias a los campesinos. El ya de por sí endeble sistema de transportes se desmoronó por completo, y valiosas herramientas de cultivo, así como una cantidad preciosa de fertilizante, quedaron varadas en vagones de tren detenidos o se «perdieron» por completo. La producción de gramíneas cayó en más de un sesenta por ciento, y mientras los delegados anotaban religiosamente unas cantidades de grano inexistentes en almacenes inexistentes, el Gran Timonel les enviaba el grano real a los soviéticos para pagar las deudas de la industrialización.

Los expertos que podrían haber ayudado —los agrónomos, economistas, estadísticos y bioquímicos educados en Occidente— se hallaban en prisión precisamente por el crimen de ser expertos educados en Occidente. Los pocos que habían evitado tal destino fueron silenciados en el preciso momento en que revelaron la verdad sobre el Gran Salto Adelante: que era una farsa, un trágico fiasco impulsado por un demente. El emperador no tenía traje y el pueblo no tenía comida.

El pueblo agonizaba, famélico. En tres años murieron de hambre veinte millones de personas. Muchos más fallecieron en los años siguientes debido a enfermedades relacionadas con la malnutrición. Y más de la mitad de los muertos fueron niños.

Esta fue nuestra «Nueva China», pensó Xao, una tierra en la que matamos de hambre a nuestros hijos.

No podía cerrar los ojos sin que las visiones regresaran. Sus pesadillas no tenían relación con la guerra y sus múltiples horrores, sino con aquellos años: las madres demacradas —demasiado débiles como para caminar— que yacían junto a la carretera, intentando alimentar con cascarilla de arroz a niños ya muertos. Los chiquillos que le suplicaban comida, avanzando a trompicones hacia el coche oficial con sus piernas desgarbadas, sus ojos legañosos haciendo preguntas para las que él no tenía respuestas. «Si quieres comer, a Xao Xiyang tienes que ver».

Te veré en el infierno, viejo amigo. Allí acabaremos los dos, tú y yo. Pues también yo posé para las cámaras en las «aldeas modelo», aquellas comunas artificiales que recibían el dinero, los fertilizantes y los pesticidas. También yo posé junto a las enormes pilas de grano, los lustrosos gorrinos y los sonrientes campesinos con hijos rollizos de mofletes rosados. También yo felicité a sus líderes y los puse como ejemplo ante los demás, a pesar de que sabía perfectamente que sus cifras estaban falseadas. Incluso ellos, con todos sus recursos, se vieron obligados a mentir. Y el resto del país tuvo que vivir a la altura de esa mentira y enviar más grano y pasar más hambre. Oh, por supuesto que nos encontraremos en el infierno, viejo amigo.

Finalmente la carnicería acabó resultando excesiva para algunos de los principales miembros del Partido, los cuales desafiaron la ira del Gran Timonel obligándolo a mantener a raya su locura. La colectivización fue modificada y frenada. Unas pocas tierras fueron liberadas y destinadas a la agricultura privada. Algunos de los expertos que habían sobrevivido a las purgas fueron devueltos a sus puestos. Dio comienzo una recuperación lenta y dolorosa mientras los profesionales tomaban el relevo de los políticos y el pragmatismo se imponía por encima de la ideología. Para 1965, la producción de alimentos alcanzó un nivel normal. El hambre seguía presente, pero la muerte por desnutrición había desaparecido. Y el Gran Timonel se retiró enfurruñado, esperando a que se le presentara una nueva oportunidad.

Apenas nos diste un año, viejo amigo. Un año de paz y prosperidad antes de volver a las andadas. Caos: la Gran Revolución Cultural Proletaria.

Xao dejó escapar una risotada ante la pura e insidiosa brillantez del concepto. El Gran Timonel consiguió definir el éxito como una traición. Los expertos, los planificadores precavidos, los científicos, los intelectuales, los pequeños granjeros prudentes… todos ellos fueron condenados como «instigadores del capitalismo». ¿La prueba? ¡Su éxito! ¡Qué prodigio de lógica invertida! Venía a decir que si dentro del sistema era imposible triunfar, aquellos que habían triunfado debían de haberlo hecho necesariamente desde fuera del mismo, siguiendo el «camino capitalista». ¡Por lo tanto eran traidores! ¡Traidores que saboteaban el sistema con su traición e impedían que el sistema funcionase! Tal argumento únicamente habría podido ser aceptado por un niño y a los niños fue a quienes se dirigió el Gran Timonel.

Obrando de tal manera, liberó un torrente de rabia adolescente acumulada. En una sociedad caracterizada por una juventud reprimida e instruida en el respeto a sus mayores, el Gran Timonel instigó a esa misma juventud a revelarse contra ellos. Con el asombroso radar del psicópata, eligió a los maestros como primer objetivo. Aquellos semidioses confucianos, acostumbrados desde siempre a la obediencia ciega, pasaron de la noche a la mañana a verse ridiculizados en dazibaos y desafiados por estudiantes otrora dóciles que les exigían representación en clase. Una vez obtenida dicha representación, los estudiantes denunciaron a sus profesores por no ser lo suficientemente «puros», por no ser lo suficientemente «rojos», por no amar lo suficiente al Gran Timonel. Al final, los profesores fueron acusados de tener educación; una vez aceptada aquella chifladura, las compuertas se abrieron de par en par.

Los oficiales fueron denunciados por planificar, los científicos por investigar, los periodistas por escribir, los intelectuales por pensar… los granjeros por cultivar comida. Por definición, todo podía ponerse patas arriba en la «revolución permanente». Lo único que importaba era el fervor político. Fervor ¿hacia qué? Hacia el pensamiento del Gran Timonel. ¿Y qué era lo que pensaba el Gran Timonel? Pensaba que debía haber fervor político.

De modo que el éxito se convirtió en sabotaje, planificar se convirtió en conspirar, la educación se convirtió en ignorancia. En este mundo al revés, los niños denunciaban a sus padres, los expertos en agricultura acarreaban baldes de mierda y los horarios de los trenes eran «redactados» por campesinos iletrados.

Y tú, viejo amigo, te convertiste en emperador. «Todo es caos bajo los cielos —escribiste—, y la situación es excelente». El emperador del caos.

Xao encendió otro cigarrillo. Recordó el día en que los niños fueron a buscarle. Aquellos guardias rojos, henchidos de orgullo, ondeando sus banderas rojas y armados con su libro rojo. Habían ido a denunciarle por reaccionario.

El superior inmediato de Xao abrió la puerta a la turbamulta y le dio la bienvenida, alabando a los jóvenes y agradeciéndoles su conocimiento verdadero del «pensamiento de Mao». No era inusual; muchos oficiales aceptaron denunciar y ser denunciados. Traiciona a tus subordinados para ganar tiempo, traiciona a tus superiores para ascender. Cualquier cosa para ganar tiempo, cualquier cosa para sobrevivir, pues esta vez sabían que debían sobrevivir. Al margen de cuántos no lo consiguieran —y fueron muchos los que no lo consiguieron— la casta profesional debía sobrevivir para asegurarse de que quedaba alguien capaz de reconstruir. De modo que Xao no sintió ira alguna cuando su amigo y superior de confianza le denunció ante la turba como instigador del capitalismo contaminado por la influencia occidental. Xao se encontraba tranquilamente sentado en su despacho, fumando un cigarrillo, cuando la Guardia Roja irrumpió y le ató las manos a la espalda. Le pusieron un sombrero de asno en la cabeza y le obligaron a desfilar por las calles, donde el populacho le arrojó verduras podridas, le escupió y le chilló insultos a la cara.

Le apretaron las clavijas durante cinco días, en privado en una celda y también mediante «admoniciones» públicas. Escribió autocrítica tras autocrítica, dándoles siempre el material justo para que se cebaran, pero no tanto como para que lo enterrasen. Delató a otros oficiales, particularmente a aquellos que sabía que eran ideólogos rabiosos, a los que denunció como sus co-conspiradores. El mismo superior que le había denunciado organizó su exilio en Xinxiang en vez de mandarlo a presidio o condenarlo a una muerte lenta en el campo.

El exilio se prolongó ocho años. Ocho años de paciencia, dedicados a trazar planes… y a conspirar. Discreta y concienzudamente, Xao fue renovando contactos, intercambiando mensajes con mentes afines. Aún quedaban cientos de oficiales —de patriotas— que habían hallado un refugio tranquilo desde el que aguardaban a que la tormenta alcanzara su punto álgido. Finalmente lo hizo, dejándoles al borde mismo de la guerra civil, cuando el ejército intervino para sofocar las luchas intestinas entre grupos rivales de guardias rojos.

Pero la economía volvía a estar arruinada. La clase profesional había quedado prácticamente eliminada. Millones de guardias rojos descontentos vagaban por las zonas rurales y los lunáticos seguían dirigiendo el asilo. Y esta vez ella no volvió.

Y tú, viejo amigo, expiraste al fin.

Xao volvió a bajar la mirada hacia las cifras de producción de grano de aquel trimestre. Más mentiras, sin duda. Más verdades hinchadas. Nadie quiere quedar mal. Siguen teniendo miedo a ser denunciados. Las viejas costumbres se resisten a morir.

Los mejores granjeros, denunciados como derechistas y ejecutados o encarcelados. Una generación de nuestros mejores científicos, perdida; su investigación (obtenida con tanto esfuerzo, con tanta paciencia, con tanto trabajo), fulminada en una explosión de furia adolescente, estúpida y demente, liberada por ti, viejo amigo.

Pero, poco a poco, los verdaderos camaradas de Xao comenzaron a resurgir de sus madrigueras. El mismísimo Deng, su antiguo valedor, abandonó su escondrijo en Cantón y maniobró hasta situarse nuevamente en primera línea, lo que ahora le había conducido a enfrentarse con Hua en una lucha por el control. Deng, que incluso hacía poco había sido denunciado por recomendar la utilización de expertos extranjeros, era paciente. Se lo había advertido a Xao: las apuestas eran demasiado altas para ser impetuosos. Se estaban jugando la misma alma de China.

Xao giró su silla hacia la ventana y miró a su chófer, de pie junto al coche. Pulsó el interfono para convocar a su ayudante, el siempre adusto Peng.

—Dígale a mi chófer que todavía seguiré aquí al menos otras dos horas. Envíele al Hibisco a comer algo y pídale que a la vuelta traiga algo para mí.

—Sí, camarada secretario —dijo Peng con una sonrisa burlona.

Aquella última semana el camarada Xao había enviado a su chófer al Hibisco todas las noches. ¡Debía de comerse cuatro yuan al día!

—¡Y mire a ver si consigue traer a alguien para que arregle el ventilador del techo! —continuó Xao—. ¡Hace un calor agobiante aquí dentro!

Xao regresó a las estadísticas. Incluso aceptándolas como buenas, eran deprimentes. Considerándolas exageradas, se acercaban a lo desastroso. Abrió el cajón inferior izquierdo de su mesa y extrajo una carpeta azul con la etiqueta ESTADÍSTICAS PRELIMINARES DE LA PRODUCCIÓN EN GRANJAS PRIVADAS. Era la única copia. Mejor no dejar que los cabrones de Pekín vieran aquello todavía.

Volvió a ahondar en el informe. Era tentador: las únicas estadísticas de producción que habían experimentado un incremento en toda su provincia. Y eso que aquellos campesinos tenían todos los motivos para mentir a la baja, ya que eran propietarios de un porcentaje del total de la producción para la comuna. Aun así… aun así… Oh, viejo amigo, ojalá pudiera avivar para ti las llamas del infierno con estos papeles. Hacer que ardas un poquito más.

Seguía abstraído en sus estadísticas cuando el chófer regresó con un plato lleno de tofu con verduras y una gran sopera con caldo de pescado. El chófer lo dejó todo sobre la mesa, delante de él.

—Gracias —dijo Xao—. ¿Has comido?

—Sí, camarada secretario.

Xao le ofreció el paquete de cigarrillos. Su chófer, un joven soldado alto y bien formado que se había traído consigo desde Henán, aceptó tímidamente un cigarrillo. Xao prendió una cerilla, encendió un nuevo cigarrillo para sí mismo y la usó para encender el del soldado.

—¿Y? —preguntó Xao.

—Había un mensaje.

—Bien.

—«La muñeca está en el pasillo» —recitó el chófer.

Xao inhaló el humo, que le supo mejor que el de todos los cigarrillos anteriores de aquel día. Notó un hambre voraz y repentina.

—Dile que espere.

—Sí, camarada secretario.

El chófer se cuadró y salió del cuarto.

Xao sacó un par de palillos del cajón superior de su mesa y los limpió con el dobladillo de su camisa.

—«La muñeca está en el pasillo» —repitió para sí mismo—. Bien.

La comida estaba deliciosa.