El terror tiene tendencia a aclararte la mente.
Puedes embotar el cerebro con alcoholes exóticos y simple lujuria de la de toda la vida, pero basta inyectarle un poco de terror para que se despeje de inmediato. La adrenalina es algo maravilloso.
Por eso Neal ya estaba pensando con fuerza a la vez que se sumergía. Aunque había mucho ruido allí abajo, entre los filtros y los chorros de agua, alcanzó a oír las pisadas de Li Lan que se marchaba corriendo, no caminando, y alcanzó a oír un coche que salía del camino de entrada y se alejaba quemando neumáticos por la calle. Supuso que o bien eran sus anfitriones o bien sus supuestos ejecutores; quizás ambos a la vez.
Sin embargo no tuvo prisa por emerger, por si acaso el tirador le estaba esperando, observando a través de la mirilla. Permitirse salir a la superficie fue un acto de gran fuerza de voluntad por parte de Neal. Flotando como un muerto y mostrando la nuca sobre el agua, permaneció allí inmóvil, conteniendo el aliento e intentando no pensar en la segunda bala que podría destrozarle el cráneo en un estallido de sangre, sesos y esquirlas de hueso.
No había oído la bala abandonar el arma, de modo que debían de haber usado silenciador, pero desde luego sí que la había oído estamparse contra la pared. Eso no hay quien lo silencie. De modo que no pensó que el tirador fuese a seguir demasiado tiempo al acecho, ni siquiera supuso que tuviera previsto acercarse para comprobar el cuerpo. Pero nunca se sabe… También podía ser que el tirador se estuviera dirigiendo hacia él en aquel preciso momento, acercándose lenta y precavidamente para asestarle el tiro de gracia, esta vez con una pistola. Neal supo que nunca podría oírle por encima del ruido del jacuzzi; nunca oiría el tiro que lo iba a matar.
Se quedó tumbado en el agua todo lo inmóvil que pudo, con la esperanza de que, si el tirador seguía allí, le estuviera observando a través de la mirilla de un rifle a cierta distancia, desde donde no fuese capaz de distinguir si en el agua había sangre o no. Contuvo el aliento, intentando soportar un minuto más, tan solo un minuto más, antes de ejecutar su maniobra.
Lan me ha tendido una trampa, pensó, mientras el dolor comenzaba a agarrotarle los pulmones. Me ha puesto literalmente en bandeja. De pie, completamente erguido, ofreciendo un blanco perfecto mientras ella permanecía a salvo. Pero ¿por qué? Supongo que tendré que encontrarla y preguntárselo.
Neal volvió a hundir la cabeza bajo el agua y después emergió bruscamente, impulsándose hacia el reborde del jacuzzi. Rodó dos veces sobre el suelo en dirección hacia el punto desde el que había llegado el disparo y se pegó contra la barandilla. Obligándose a contar lentamente hasta cinco, recuperó el aliento y después gateó rápidamente hacia la puerta corredera de cristal, levantó una mano para abrirla y se refugió detrás del sofá.
Notó en la piel los alfilerazos del miedo.
La casa estaba en silencio. Tal como estaría si alguien me estuviera esperando con una pistola, claro, pensó Neal. Mientras yo me agazapo aquí, desnudo y goteando, cuando lo único que me apetece es tenderme en el suelo y echarme a llorar. Vale, vale, mueve el culo. Sécate, consigue algo de ropa y ponte en marcha. Lo primero es lo primero. Asegurémonos de que estamos solos en casa.
El primer par de pasos fue el más duro. Neal se puso de pie y pasó ante el gran ventanal. Miró detrás de la barra de la cocina, después recorrió el pasillo revisando los dormitorios y los baños. Estaba solo en la casa. ¿Dónde se habían metido sus nuevos amiguitos? ¿Estarían en algún lugar esperando a que toda la desagradable sangre hubiera desaparecido por el sistema de filtrado? Qué solución tan ingeniosa la de dispararle en el jacuzzi. Así quedaría poco que limpiar.
Estaban tan condenadamente seguros de sí mismos que habían dejado la ropa de Neal justo allí, en el dormitorio de invitados, el mismo lugar donde se había desprendido de ellas. Su petate de vinilo también seguía allí. Aquello le extrañó. ¿Por qué no se habían llevado sus pertenencias consigo y las habían tirado a la basura? A lo mejor estaban esperando a librarse de ellas junto con el cadáver.
Neal abrió su petate. Era evidente que lo habían registrado, pero no se habían llevado nada. Su juego de ganzúas, su libro, incluso los dos mil dólares en efectivo seguían allí. Extraño, pero cierto.
Cogió una toalla de un colgador del cuarto de baño y se secó. ¿Qué me diría Graham que hiciera en una situación como esta?, se preguntó Neal. Fácil. Me diría que saliera echando leches, que me escondiese y que llamara pidiendo ayuda. «Ningún trabajo es tan importante como para que merezca la pena morir por él. Créeme, hijo, el cliente no lo haría por ti», le había dicho el duendecillo en más de una ocasión. Ninguno de sus habituales insultos o bromas, simplemente una orden directa y sencilla: salva tu culo.
Así pues, de acuerdo con el Evangelio según Graham, libro uno, capítulo uno, versículo primero, no debía perder ni un momento y escapar de allí. Pero Neal estaba empezando a superar el temor a la vez que iba deslizándose hacia algo muy distinto: la rabia. Estaba empezando a cabrearle sobremanera que hubieran intentado matarle —de hecho, le habrían matado si no se hubiera inclinado para echarse un poco de agua en la cara— y deseaba cobrarse aunque fuese una pequeña revancha. Le habían hecho sentirse la peor clase de tonto, jugándosela de la peor manera posible. Le habían traicionado.
Lo absurdo de la idea le golpeó como un puñetazo. ¿Cómo puedo decir que son ellos quienes me han traicionado a mí?, pensó. Sería como si Jesucristo encañonara a Judas con una pistola después de haber recibido el beso.
En cualquier caso, estaba enojado. Y asustado. Alguien había intentado matarle y no sabía el motivo, lo cual le dejaba en una situación peligrosa. Neal se puso la camiseta negra, los vaqueros y los tenis que había metido en el petate y a continuación se pringó la cara con maquillaje negro. Si estaban allí afuera, en algún rincón, esperando para meterle un balazo, al menos podía ponérselo un poco más difícil. A continuación abrió la ventana y tiró el petate, apoyó ambas manos sobre el alféizar y se dejó caer al exterior, aterrizando suavemente entre unos arbustos. Tardó diez minutos en encontrar el árbol perfecto, un cedro alto y grueso con una rama baja. Se aupó sobre esta y trepó tan alto como se lo permitió su miedo a las alturas: otros tres metros.
Su atalaya le otorgaba una bonita vista de la casa de los Kendall, que era lo que deseaba. Sobre todo deseaba ver qué sucedería cuando alguien llegase para deshacerse de un cuerpo que se había deshecho de sí mismo.
Tres horas es un largo período de vigilancia, en especial cuando te hallas literalmente colgando de un árbol. Neal maldijo a todo el mundo que le vino a la cabeza, empezando por Joe Graham, el Hombre, Levine, Pendleton y los Kendall, y acabando por una tal Li Lan, una verdadera artista en todos los sentidos de la palabra. Pues sí que pintaba imágenes bonitas, sí.
Neal seguía pensando en ella cuando el coche —un estúpido Saab, naturalmente— se internó por el camino de entrada y los Kendall salieron de su interior. Si estaban turbados por la culpabilidad o excitados por la sed de sangre o incluso debilitados tras una velada tan especial, no mostraban signos de ello. Olivia entró directamente en la casa mientras Tom daba la vuelta por fuera para dirigirse a la terraza. Neal le observó extender la cubierta de plástico azul sobre el jacuzzi y apagar las luces. Si se suponía que debía hallar un Neal Carey muerto allí dentro, desde luego nadie había informado a aquel tipo.
A lo mejor me he imaginado toda la condenada escena, pensó. Después recordó la visión de Li Lan de pie, desnuda en la terraza, cubierta únicamente por su sonrisa, pudo oír el sonido de la bala como a través de unos auriculares y supo que no había imaginado nada. Alguien había intentado ponerle fuera de juego de manera permanente, y no tenía la más mínima pista de quién o por qué. Aguardó otra media hora por si acaso sucedía alguna otra cosa interesante. No fue así, de modo que Neal se bajó del árbol.
Bueno, pensó, me la han pegado con la combinación más vieja conocida por el hombre: alcohol y una mujer. Supongo que al menos en una cuestión les he dejado con un palmo de narices: han malgastado su dinero en el alcohol.
Neal se movió precavidamente pero a ritmo constante, siguiendo el trazado de las calles de árbol en árbol. Sabía que cuanto más se acercara a la ciudad más se complicaría la situación, y meterse en una cabina telefónica sería la parte más arriesgada, pero era un riesgo que debía correr. Recordó que había un supermercado de barrio al otro lado de la ciudad y se dirigió hacia allí. Su ruta le llevaría a través de la plaza Terminal, justo por delante de la librería y la galería. Demasiado terreno abierto, de modo que atajó por el extremo septentrional de la plaza y se encaminó intuitivamente hacia el sonido del agua corriente. Bajó al lecho del arroyo y siguió su curso en dirección sur. Había más arroyo que lecho, por lo que se pasó la mayor parte del paseo hundido hasta los tobillos en la corriente (o cayendo hasta los tobillos en la corriente) y tardó una hora en llegar hasta donde pensaba que debía de estar el supermercado. Subió a gatas hasta el reborde del canal y escudriñó los alrededores. Se había pasado de largo el supermercado unos cuatrocientos metros, pero allí, reluciente en medio del modesto aparcamiento, estaba la cabina telefónica.
Neal retrocedió nuevamente por el lecho del arroyo, volvió a ascender hasta el reborde, comprobó que la carretera estuviera despejada y cruzó hasta la cabina.
Marcó el número que llevaba en su cartera.
Una voz malhumorada respondió al octavo timbrazo.
—¡Qué!
—¿Crowe?
—¿Quién si no?
—Soy Neal Carey. Necesito tu ayuda.
—¿Estás sufriendo una crisis estética?
—Algo así.
El Porsche 911 de Crowe (negro, por supuesto) entró en el aparcamiento justo antes del amanecer. Neal, que había permanecido todo aquel rato acurrucado y tembloroso sobre la hierba mojada junto a la orilla del arroyo, atravesó torpemente la carretera y se subió de un salto al asiento del pasajero.
—Conduce —dijo—, y enciende la calefacción.
Crowe metió la primera, puso en marcha la calefacción y echó un vistazo a la negra ropa y el negro rostro de Neal.
—Puedo entender que un filisteo como tú pretenda emular a Crowe, pero ¿no crees que quizá te has pasado un pelín?
—Crowe, ¿qué te parecería dar cobijo a un fugitivo?
—¿Tienes problemas con la justicia?
—Es probable que la policía me ande buscando.
El rostro de Crowe se distendió en una enorme sonrisa a la vez que metía la directa.
—¡Un fugitivo de la ley que busca refugio en el nido de Crowe! ¡Y pensábamos que los sesenta habían terminado! ¿Qué haces?
Neal se acuclilló sobre el suelo del coche.
—Me escondo. Al menos hasta que hayamos cruzado el puente.
—Dabuten.
El nido de Crowe ocupaba todo el último piso de una casa de tres plantas con vistas a la bahía desde Telegraph Hill.
—A la distancia de un paseo placentero —explicó el artista— de los cafés, bistrós, puestos de empanadillas chinas y restaurantes italianos que Crowe gusta de frecuentar y que contribuyen al esplendor general de su existencia.
Neal se sentó en una silla plegable de lona junto a una gigantesca escultura creada a partir de los restos de un Plymouth Valiant del 62 con el tubo de escape dispuesto de manera portentosamente fálica. Las paredes habían sido decoradas con máscaras (máscaras africanas, máscaras de ópera china, máscaras de arlequín, incluso máscaras de portero de hockey). La moqueta, los tabiques y todo el mobiliario eran de un blanco riguroso.
—El esquema monocromático ayuda a que Crowe destaque aún más —dijo Crowe—. Ahora, por favor, entra a asearte, no sea que vayas a mancillar la pureza nívea de tu nuevo y, si me permites añadir, eminente entorno.
Neal se dio una maravillosa ducha caliente, frotándose hasta que hubo borrado el último vestigio de barro, sudor y maquillaje negro reseco. Después se envolvió en una de las enormes toallas blancas de Crowe y descubrió que este le había dejado preparado un albornoz de felpa también blanco.
Más aún le sorprendió descubrir que Crowe había dedicado el intervalo a preparar el desayuno: tostadas estilo Texas, mosto, café y champán. Crowe le hizo gestos a Neal para que se sentara a la mesa junto a un amplio ventanal. Mantel blanco, servilletas blancas de lino.
—No sabía que supieras cocinar —dijo Neal.
—Tampoco sabías que Rubens supiera pintar.
—Pero prepara unos sándwiches estupendos. Curiosa mesa.
—Por supuesto. Cambio de marchas y parabrisas de un Renault de mil novecientos cincuenta y cinco.
—¿Siempre desayunas con champán?
—Todos los días desde que los empresarios de Norteamérica comenzaron a reconocer el genio sin par de Crowe.
—La tostada está fenomenal.
—Cuando Crowe crea, crea fenómenos.
—¿Qué quieres saber sobre mi situación, Crowe?
—Solo de qué manera puedo ayudar.
—Ya lo estás haciendo.
—Entonces eso es lo único que necesito saber.
Después del desayuno, Neal fue en taxi hasta el Hopkins. Supuso que quien fuese que había intentado matarle no tendría manera de relacionarle con el hotel o que, en cualquier caso, no intentaría eliminarlo allí. Además, tenía que hacer una llamada en privado y recoger sus cosas.
Lo que necesitaba era hablar con Graham. Marcó su número, dejó que sonara tres veces y después colgó. Esperó treinta segundos y volvió a marcar.
Pero no fue Graham quien respondió. Fue Ed Levine.
—¿Dónde está Graham? —preguntó Neal.
—¡Neal Carey, mi inepto favorito!
—¿Dónde está Graham?
—En la vieja patria, probablemente tirado sobre la mesa de algún pub mugriento. Me estoy encargando de sus casos.
—Yo solo hablo con Graham.
—Estoy seguro de que le conmoverá saberlo, zoquete. Pero está de vacaciones. Habla conmigo.
¿Vacaciones? Hacía más de diez años que Neal conocía a Graham y no tenía constancia de que jamás se hubiera tomado un día libre. «¿Estás de broma? —le preguntó una vez Graham—. Mi trabajo consiste en mentir, robar y engañar. ¿Dónde me lo voy a pasar mejor?».
—¿Neal? ¿Neal, guapo? —estaba diciendo Levine—. ¿Para qué llamabas? ¿Ya has jodido el encargo? ¿Qué has hecho, pagarle a Pendleton para que se quede en Frisco y meter a la puta en un avión rumbo a AgriTech o algo por el estilo?
Aquí hay algo que huele mal, pensó Neal. Todo esto es muy extraño. Ándate con pies de plomo.
—Ni siquiera lo he encontrado todavía —dijo—. No estaba donde dijisteis que estaría.
—Neal, serías incapaz de encontrarte el brazo en la manga.
Qué ingenioso, Ted. El mismo tipo que en una ocasión le había regalado a Joe Graham un solo guante por navidades.
—¿Dónde está Graham? —preguntó Neal otra vez.
—Joder, corta de una vez el umbilical, ¿quieres? Ni que fuera tu mami. Ya que tuvo que ir a Inglaterra para cambiarte los pañales, decidió coger un ferry a Irlanda para visitar el hogar de sus ancestros. Probablemente esté en el zoológico de Dublín, ¿de acuerdo?
No, ni mucho menos. Graham le había dicho cien veces que nunca había tenido la más mínima intención de viajar a Irlanda: «Tenemos lluvia y whisky de sobra aquí mismo en Nueva York».
—Vale, está bien —dijo Neal.
—Relájate, universitario —dijo Levine. Aquella era una fuente continua de resentimiento entre ambos. Amigos había pagado los estudios de Neal en Columbia; Levine había tenido que pagarse los suyos en las clases nocturnas de la universidad pública—. Vuelve a casa. El trabajo ha terminado. Pendleton ha vuelto solito. Llamó hace un rato desde el aeropuerto de Raleigh y va camino del laboratorio.
—Estupendo.
Puto mentiroso de mierda.
—Así pues, vuelve a tu pequeña cabaña, recoge todas tus mierdas y regresa echando leches a Nueva York. Puede que todavía se nos ocurra ponerte a trabajar para que te ganes el sueldo.
—Ya, vale.
—¿Qué pasa, Neal? ¿Te cabrea que el trabajo haya terminado antes de que hayas tenido ocasión de hacerte el héroe? Anímate. Al menos a este no lo has matado.
Levine se echó a reír y colgó. Neal marcó otro número.
—AgriTech. ¿Con quién desea hablar?
—Con el doctor Robert Pendleton, por favor.
—Un momento.
Ya estamos de nuevo.
Otra voz, una voz brusca y masculina, sonó al otro lado de la línea.
—¿Quién llama?
—¿Con quién hablo?
—¿Por qué ha preguntado por el doctor Pendleton?
—¿Por qué pregunta por qué he preguntado?
—Por favor, identifíquese o tendré que interrumpir la comunicación.
¡¿Interrumpir la comunicación?! ¿Qué diablos pasa con este estúpido caso? ¿Y quién dice cosas como «interrumpir la comunicación»? Empleados de seguridad es la respuesta.
—Soy el encargado adjunto del Chinatown Holiday Inn —dijo Neal—. El doctor Pendleton se dejó aquí olvidada la medicación al marcharse y quería saber si debería enviársela por mensajero o si bastará con mandarla por correo normal.
—Un momento.
Deben de ir todos a la misma academia, pensó Neal.
—El doctor Pendleton dice que por correo normal será suficiente.
—¿Podría confirmarlo con él personalmente, por favor? Política de empresa.
—Ahora mismo está muy ocupado.
—Estoy seguro de ello. Gracias.
Neal recogió rápidamente sus bártulos. De repente no quería seguir en el hotel, donde cualquiera podría encontrarlo. Demasiadas contradicciones. Joe Graham, que odia Irlanda y nunca se toma vacaciones, está de vacaciones en Irlanda. Ed Levine asegura que Bob Pendleton ha vuelto al trabajo, pero no es así, porque los seguratas de AgriTech transmiten en su nombre un mensaje acerca de una medicación inexistente. Y cuando yo mismo encuentro a Pendleton, alguien va e intenta matarme.
Quienquiera que estuviese hurgando en la cerradura de la puerta lo estaba haciendo bien, ya que apenas hizo ruido. Pero Neal Carey había forzado cantidad de puertas y a sus oídos sonó como un timbre de alarma. Que lo era.
Alguien había captado su rastro y planeaba hacerle algo desagradable en el siempre apacible Mark Hopkins, y no había manera de escapar de aquella habitación diminuta.
Lo cual puede que sea bueno, pensó Neal.
Agarró el abrecartas de la mesa y se apostó detrás de la puerta. Estaba asustado de cojones, pero también empezaba a estar un poco harto de que lo zarandeasen de un lado a otro, y quienquiera que fuese a cruzar la puerta se iba a llevar una sorpresita en forma de abrecartas blandido con fuerza y rapidez.
El corazón de Neal traqueteó como una bola sobre la ruleta al oír que la cerradura cedía con un chasquido y el picaporte de la puerta se alzaba. Si el tipo llevaba una pistola, debía reducirlo lo más rápido posible: derribarlo de inmediato y mantenerlo inmovilizado para que pudiera responder a un par de preguntas.
La puerta se abrió lentamente y Neal se dejó llevar. La punta del abrecartas se hundió en el brazo del intruso y se quedó allí clavada, temblando.
—¿Qué pasa? ¿Tienes una chica en el cuarto y por eso no quieres que entre?
Joe Graham le observaba con curiosidad.
—Entra.
Graham se arrancó el abrecartas del brazo de goma. Miró con disgusto la manga de su camisa.
—Era una camisa nueva, Neal. Acabo de comprarla.
El corazón de Neal se apaciguó hasta un sencillo galope. Cerró la puerta con fuerza detrás de Graham. Reparando en la camisa morada, dijo:
—Te he hecho un favor.
Neal se dejó caer sobre la cama y dejó escapar un prolongado suspiro.
—No te alegras de verme —dijo Graham.
—Creía que estabas de vacaciones en Irlanda.
—Una cosa curiosa esa, hijo. Primero me envían a sacarte de tu cueva y, cuando llamo a la oficina, de repente Levine insiste en darme el coñazo con todas las vacaciones que tengo acumuladas. Dice que tengo que tomármelas de inmediato. Digo que vale, pero entonces se me ocurre que a lo mejor hay un motivo para que no me quieran en medio justo cuando te acaban de encargar un trabajo. Se me ocurre que a lo mejor debería volver sin avisar a nadie para ver qué tal le va a mi amado hijo, el cual podría meter la pata hasta el cuello y hacerse daño si su viejo y querido padre no está allí para ayudarle. Así pues, hijo, ¿hasta dónde has metido la pata y en qué clase de lío te has metido?
Neal empezó por el principio y le contó a Graham toda la historia, describiéndole el registro de la habitación 1016, su número de baile con Bancodepesas, la excursión a Mill Valley, la cena con los Kendall, la seductora oferta de Li Lan y el disparo que a punto estuvo de matarle. Graham permaneció sentado en silencio durante todo el monólogo, salvo por un par de chasquidos con la lengua y algún que otro «Lástima» farfullado ante algunos de los errores más palmarios de Neal.
Cuando Neal terminó su larga historia, Graham preguntó:
—Y dime, ¿qué aspecto tenía desnuda?
—¿Qué?
—La jaca. La muñeca china. ¿Qué aspecto tenía en cueros?
—Joder, Graham.
Graham se dirigió al minibar y extrajo dos diminutas botellas de escocés. Limpió el vaso del hotel con un pañuelo, se sirvió un doble y sorbió satisfecho.
—Cuéntamelo otra vez. Toda la parte del jacuzzi.
—Graham, si crees que voy a seguir aquí sentado para satisfacer tu lascivia…
—Siéntate aquí —dijo Graham, mostrándole el apéndice preciso—. Y ahora, haz caso a tu padre. Y no te saltes ni un solo detalle jugoso.
Cuando Neal hubo terminado de repetir la escena, Graham sonrió, sacudió la cabeza y dijo:
—No tenía pensado liquidarte, idiota. Solo te estaba embaucando para que Pendleton tuviera tiempo de llegar hasta el coche sin que te dieras cuenta. Ella no te conoce como yo.
—¿Qué quieres decir?
—Te dijo que esperases, ¿recuerdas? Después, cuando vio que no mordías el anzuelo (eres gilipollas, por cierto), te dio algo con lo que mantenerte… esto… entretenido hasta que todos los demás se hubieran subido cómodamente al coche. Y entonces salió corriendo, dejándote allí con un palmo de… digamos, narices.
Neal se preguntó si parecía tan estúpido como se sentía.
—¿No crees que realmente quisiera acostarse conmigo?
—Después de todo estabas desnudo. Vio perfectamente lo que tienes.
—¿Y qué pasa con el disparo? ¡Me estaba poniendo de diana!
Graham volvió a acercarse a la nevera, encontró una lata de almendras tostadas que costaba seis dólares y la volcó sobre una bandejita. Fue metiéndose los frutos secos en la boca mientras hablaba.
—Puede que sí, puede que no. Puede que ninguno de ellos supiera nada sobre el disparo.
—¡Pero se marchó corriendo!
—Una buena idea cuando empiezan a volar las balas. ¿Qué querías que hiciera, que te cubriera con su cuerpo? Ah, es verdad, eso es precisamente lo que querías que hiciera.
—Pásame una almendra.
—Búscate tu comida.
—Esa es mi comida.
—Ya no.
Neal encontró una barra de chocolate suizo al precio de un lingote de plata. Graham prosiguió:
—En mi opinión, creo que ella ni siquiera oyó el disparo. Creo que simplemente se dio a la fuga porque formaba parte del plan. Ponerte cachondo y sudoroso para que no fueras capaz de pensar con claridad (una vez más, ellos no te conocen como yo) y dejarte en pelota picada en el jacuzzi. Sin ropa ni toalla. Muy astuto por tu parte, por cierto, hijo. También en mi opinión, no creo que la bala estuviera dirigida a ti, por muy atractiva que pueda resultar la idea.
—¿Por qué no? —preguntó Neal, dándose cuenta de que sonaba casi indignado, como si de repente no fuese lo suficientemente importante como para que alguien le disparase.
—Podrían haberte liquidado en cualquier momento. Para eso no hacía ninguna falta que la pájara te enseñara el botín. Podrían haberte disparado nada más entrar en el jacuzzi.
—Entonces ¿quién…? —empezó a decir Neal, pero se interrumpió, porque no era capaz de hablar y pensar al mismo tiempo.
¿Por qué en AgriTech le habían dicho que Pendleton estaba allí cuando no estaba? ¿A lo mejor porque creían que Pendleton estaba muerto?
—He llamado a Ed —dijo Neal—. Me ha dicho que Pendleton ha regresado y me ha ordenado que haga lo propio.
—¿Entonces?
—Entonces he llamado a AgriTech y me han dicho lo mismo.
—Así que, por una vez, Ed ha tenido razón. Son cosas que pasan.
—Pero Pendleton no está allí, papá.
Neal le relató su ardid y la charla sobre la medicación de Pendleton, a continuación guardó silencio mientras Graham se restregaba el puño de goma contra la palma.
—Creo —dijo Graham al fin— que debemos averiguar alguna cosa más sobre AgriTech.
Algo en AgriTech olía mal.
Lo decía la biblioteca. Una de las cosas que Neal amaba de las bibliotecas era que todas eran iguales, por supuesto no en distribución, arquitectura o enmoquetado, sino en lo que se refiere al sistema. Una vez que habías aprendido el sistema, cualquier biblioteca era terreno conocido. Terreno de caza.
Empezó por los sospechosos habituales (Standard and Poor’s, Moody’s, Dun & Bradstreet) y averiguó que AgriTech era una empresa mucho más reducida de lo que en un principio había pensado, calificada con un humilde dieciséis en la categoría de agroquímica.
La mayor sorpresa, sin embargo, fue que no había salido a Bolsa. Lo cual no tenía sentido. Las empresas implicadas en grandes proyectos de investigación a largo plazo normalmente suelen necesitar el capital que puedan atraer en el mercado de valores. Representan una inversión atractiva y, por lo general, a los inversores les gusta refinanciarlas cuanto antes.
Pero las empresas privadas son precisamente eso: privadas. Resulta más complicado encontrar información acerca de ellas y tienen menos responsabilidades ante las agencias de control gubernamentales. Neal encontró un ejemplar de Ward’s Directory, publicación especializada en compañías no cotizables. Averiguó que AgriTech empleaba a 317 personas (no demasiadas para ser una empresa de investigación) y que se dirigía a una franja de mercado bastante reducida, principalmente al desarrollo de pesticidas para la industria del tabaco.
¿Pesticidas?, pensó Neal. ¿Qué ha pasado con el fertilizante? ¿La vieja mierda de pollo?
Echó un vistazo a los directivos y principales responsables. El presidente era un tal Leslie P. Little, doctor en química por la Universidad de Nebraska, la de Illinois y el MIT, con un currículum muy impresionante como empleado de varias grandes empresas agroquímicas. El del vicepresidente, Harold D. Innes, era muy similar. Una lectura aburrida. Pero el secretario/tesorero Paul R. Knox —incluso su título era una anomalía— resultó algo más interesante. Contaba con una educación bastante habitual en económicas, incluido un máster en Columbia, y una larga lista de cargos anteriores, pero algo no terminaba de encajar. Knox había trabajado para Trans Pax, una empresa de importación-exportación de San Diego, antes de unirse a cierto organismo llamado Consejo para el Comercio Sueco-Americano. Había permanecido allí dos años para luego aceptar un puesto en Estocolmo con Sverigenet, una empresa norteamericana de informática. Al cabo de tres años en Sverigenet, se había marchado a Hong Kong como director ejecutivo de un importador de equipos para telecomunicaciones llamado Dawson and Sons, Ltd. A los dos años, les había dejado en favor de Direcciones en Escrutinio Social, que al parecer era una empresa de encuestas con sede en Silver Springs, Maryland. Después pasó a formar parte de la junta de AgriTech, donde también era el interventor.
A juzgar por su historial, pensó Neal, este tipo sabe de química menos que cualquier estudiante de instituto del West Side.
Neal revisó los nombres de la junta directiva. Ninguno significaba nada para él hasta que llegó al cuarto: Ethan Kitteredge, el Hombre en persona. De modo que el Banco había aportado un buen préstamo a cambio del cual había obtenido un asiento en la junta. Pero ¿para qué?
Sigue el dinero. O, en este caso, al hombre del dinero. En algún momento del proceso, Ethan Kitteredge le había hecho entrega de una buena cantidad a Paul Knox, el tesorero de historial disperso.
Neal cruzó la calle, se tomó una rápida taza de café y un bagel tostado y regresó a la biblioteca. Ya era mediodía y debería repetir el proceso que había llevado a cabo con AgriTech con todas las demás empresas en las que había trabajado Knox. Supuso que necesitaría al menos otras tres horas. No fue así; ninguna de las empresas existía.
Comprobó todas y cada una de las fuentes por él conocidas, pero no consiguió hallar referencia alguna ni para TransPax, ni para Sverigenet International ni para Direcciones en Escrutinio Social. Dawson and Sons no habría aparecido en ninguna lista de todas maneras, pero Neal sospechó que se trataba de otra empresa fantasma.
¿Qué pasaba entonces con el Consejo para el Comercio Sueco-Americano? ¿Era una agencia sin ánimo de lucro dedicada a estimular el mercado, un organismo gubernamental o una iniciativa privada que ejercía de intermediaria de cualquier venta potencial a cambio de un diez por ciento?
Neal encontró la guía telefónica de Washington D. C. en microfilm, pero no consiguió hallar número alguno para el Consejo. Lo mismo sucedió cuando llamó a información. Sí obtuvo el número del Departamento de Comercio, y media docena de desvíos de llamada más tarde dio con alguien en el Centro de Consultas para la Exportación de la Administración Internacional de Comercio que, al menos, fingió interesarse en el brillante plan de Neal para venderles radiadores eléctricos de bajo consumo a los suecos. Este amable individuo remitió la llamada de Neal al responsable del gabinete sueco de la Administración, el cual fingió educadamente fascinación y recomendó a Neal que se pusiera en contacto con el consulado sueco, la Junta de Comercio y el Ministerio de Asuntos Interiores, pero sin mencionar en ningún momento el Consejo para el Comercio Sueco-Americano.
—¿Y qué hay del Consejo para el Comercio Sueco-Americano? —preguntó Neal al final.
Casi pudo oír la risita que precedió a la respuesta:
—Sinceramente no están en su órbita.
—¿Qué quiere decir?
—Tienden a manejar alta tecnología y a mover un volumen mucho mayor.
—Mi idea es mover un gran volumen —dijo Neal con cierto dejo de beligerancia.
—Y cuando lo haya conseguido, estoy seguro de que estarán encantados de hablar con usted. Mientras tanto, le recomiendo sinceramente que llame al consulado…
De acuerdo, de acuerdo, pensó Neal. ¿Qué tenemos aquí? Un tipo en la junta de una empresa agroquímica que no tiene educación ni experiencia ni en química ni en agricultura. Un tipo que además ha trabajado para toda una serie de empresas de las que no existen referencias y para un consejo de comercio entre Suecia y Norteamérica que no tiene el más mínimo interés en hablar con una persona que pretende iniciar un intercambio comercial entre Norteamérica y Suecia.
Tenemos una empresa que debería cotizar en Bolsa, pero no lo hace; una empresa que fabrica pesticidas desesperada por recuperar a un bioquímico especializado en fertilizantes. Tenemos al Banco aportando un cuantioso préstamo a dicha empresa —para que desarrolle no un nuevo pesticida, sino un nuevo fertilizante— y ocupando un asiento en la junta directiva. Y por último tenemos al Hombre endosándome el encargo de que haga volver al científico. Hasta que alguien intenta matarme por cumplir mi cometido.
Tenemos a Levine mintiendo acerca del regreso de Pendleton y a los seguratas de AgriTech corroborando dicha mentira. Tenemos la orden de Levine, conminándome a regresar a casa y a olvidarme de todo. ¿Por qué iban a decir que Pendleton ha vuelto cuando no ha sido así? ¿Por qué no está Levine hecho una furia, gritándome que haga mi trabajo de una puta vez y lo lleve de vuelta?
A no ser que, de repente, no quieran que regrese.
A menos que quieran asegurarse de que no regresa.
Nunca.
La paranoia es como el cinturón de seguridad: es cuando no te lo pones cuando sufres el accidente.
Eso pensó Neal Carey mientras la paranoia profesional le atenazaba el tronco. Graham nunca permitiría que me sucediera nada estando él cerca, de modo que lo alejan de mí. Amigos monta el número de enviar a su chico de oro —es decir, yo— para encontrar al profesor ausente. Como buen perro cobrador que soy, localizo el rastro de la presa y alguien dispara… no contra mí, sino contra quien el francotirador cree que es Pendleton. En plena noche, una terraza mal iluminada, yo situado de espaldas a la colina desde la que llegó el disparo… Es posible.
De modo que alguien va, recoge mi pobre cadáver y anuncia la triste nueva de que Robert Pendleton ha muerto. Asesinado. La investigación pierde fuelle rápidamente y queda olvidada.
Pero ¿quién tiene la influencia necesaria para poder llevar a cabo semejante tipo de operaciones? La misma gente que tiene la influencia necesaria para crear empresas inexistentes y antecedentes falsos y para organizar préstamos internos por valor de varios millones de dólares.
Neal repasó mentalmente su conversación con Pendleton. Metidos en un jacuzzi para asegurarse de que yo no llevaba un micro. «Así pues, ¿te ha enviado la compañía?». No se refería a la empresa, idiota, sino a la Compañía. La Compañía con mayúscula.
Paranoia. Una puta paranoia, pensó Neal. ¿La CIA? ¿Qué iba a estar haciendo un bioquímico con pinta de empollón para la CIA? Seamos realistas.
Pero la bala había sido muy real. Muy real, así que presta atención. Supón que hubieran intentado liquidar a Pendleton. El caso presenta ciertos problemas para un tal Neal Carey. Si todavía creen haber matado a Pendleton, antes o después tendrán que encargarse de mí de alguna manera. Y si saben que Pendleton sigue vivo, estarán buscándonos a ambos. Sabrán dónde buscar a Pendleton. Está con Li Lan.
Y también saben a ciencia cierta dónde encontrarme a mí, ¿o no? Tengo un billete de vuelta a mi aislada casa de campo en los páramos.
Solo que no estaré allí. Cuando te atenaza una paranoia tan fuerte como esta, solo puedes hacer una cosa: dejarte llevar por ella.
Primero tenía que hablar con Crowe, porque Amigos y sus nuevos colegas de la CIA podrían relacionarle con él mediante una rápida referencia cruzada de archivos, únicamente tenían que pulsar un par de botones y solicitar información sobre los casos previos de Neal Carey en San Francisco. De modo que, sin querer, había puesto en cierto peligro al artista.
Crowe respondió al primer timbrazo.
—Crowe.
—Soy Neal.
—Dime que me vas a llevar a cenar a un restaurante caro.
—Crowe, ¿ha pasado alguien preguntando por mí?
—No.
—¿Algo fuera de lo normal? ¿Algún operario al que no estuvieras esperando? ¿Encuestadores? ¿Testigos de Jehová?
—¡No! Creo que me apetece algo de cocina francesa.
—Calla y escucha. No voy a volver. Gracias por toda tu ayuda. Si se presenta alguien haciendo preguntas, hace años que no me has visto ni hablado conmigo, ¿de acuerdo?
—¿Adónde vas a ir?
—Es una historia demasiado larga.
—¿Dónde estás ahora? Neal, ¿estás metido en algún lío?
Bueno, algo por el estilo, Crowe. Tengo la agobiante sensación de que la CIA e incluso mis propios jefes quieren matarme, pero aparte de eso…
—Solo necesito desaparecer una temporada, Crowe.
—Deja que te ayude, Neal.
—Ya lo has hecho. Gracias, Crowe, y adiós.
Neal se reunió con Graham delante del Centro de Arte Chino de Grant Avenue. Grupos de turistas llegados en las excursiones organizadas por la empresa de autobuses Grey Line recorrían Chinatown, mirando boquiabiertos los escaparates de las tiendas y eligiendo restaurantes mientras la noche caía y los neones se iban encendiendo.
—Demos un paseo —dijo Neal.
Después le contó a Graham todo lo averiguado y sus sospechas sobre AgriTech.
—¿Y el Hombre está en su junta directiva? —preguntó Graham cuando Neal hubo terminado.
—Sí.
—Entonces ¿qué es AgriTech para la CIA o la CIA para AgriTech?
—No lo sé. Pero voy a averiguarlo.
Graham lo agarró por el codo.
—¿Estás loco? No vas a hacer una mierda. Lo que vas a hacer es lo mismo que voy a hacer yo.
Neal apartó bruscamente el brazo.
—Que es… ¿qué?
Graham reanudó la marcha y le hizo un gesto a Neal para que le siguiera. Mientras caminaban, Graham empezó a leerle la cartilla.
—Neal, escucha. No sé si tienes razón o no acerca de todo este rollo de la CIA. A mí me suena a locura. Pero sea lo que sea que esté pasando aquí, es muy grave. Con este tipo de cosas más vale no jugársela. Lo que vamos a hacer es subirnos al primer avión que salga para Providence, entrar en el despacho del Hombre y decir: «Señor Kitteredge, por favor, comuníqueles a esas personas a las que quizá conozca o quizá no que Joe Graham y Neal Carey no saben nada de nada y tampoco podría importarles menos». Después le preguntaremos qué quiere que hagamos. Él nos pedirá educadamente que mantengamos la puta boca cerrada y que nos olvidemos del doctor Robert Pendleton. Y, Neal, eso es lo que vamos a hacer.
—¡Pero van a matarla!
—Querrás decir matarlo.
—Me refiero a los dos.
Graham lo miró con una mueca realmente extraña.
—Te refieres a ella.
—De acuerdo. A ella.
Graham golpeó la mano de goma contra una lámpara.
—¡Joder! ¿Qué pasa con esta tía que enamora a todo el mundo?
—No estoy enamorado de ella.
—Sí que lo estás.
Sí que lo estás, pensó Graham. Te conozco, chaval, eres un adicto al desengaño.
—Mira, Neal… Pon que los encuentras, pon que les avisas. Y luego, ¿qué? ¿Vas a salvarlos? ¿Cómo? No los salvarás, cabeza de chorlito, estarás en las mismas que ellos. En el lugar equivocado en el momento equivocado. Y esta vez la bala no fallará. Hijo, no conoces a esta gente, no sabes qué puede haber hecho Pendleton, qué puede haber hecho la muñeca china. A lo mejor se lo merecen.
—Se llama Li Lan. Tiene un nombre.
—Hace nada estabas convencido de que te había tendido una trampa para que te metieran un balazo en la cabeza y ahora quieres rescatarla. Y luego, ¿qué, querrás follártela? Escucha, Neal, si lo que quieres es un coñito chino, yo te lo pago, en este barrio abundan.
Neal apretó los puños. Por un momento pensó que iba a darle un guantazo a Graham.
¿Estoy enamorado de Li Lan?, se preguntó. Debo de estarlo, porque pensar en ella me causa auténtico dolor físico, y la idea de que pueda morir… Pendleton me importa un comino, dejó de importarme desde el primer momento en que la vi. Y la idea de no volver a verla nunca…
—Nos vemos, papá.
Neal se dio media vuelta y comenzó a alejarse. Graham siempre presume de haberme enseñado todo lo que sé, pensó; vamos a comprobar si también me enseñó todo lo que sabe él. Puede que Graham sea un perro callejero nato, pero yo podría ser el mejor entrenado.
Neal tenía razón, pero tenía razón en ambos casos. Graham se pegó a su rastro como un arrancamoños a un perro. Neal no consiguió adquirir la ventaja necesaria para perderse de vista. Condujo al viejo detective por Grant y después subió por Clay hasta Stockton. Serpenteó entre la multitud y cruzó la calle, retrocedió sobre sus pasos, entró en un comercio por una puerta y salió por la otra, aceleró, se moderó, pero en todo momento Graham le fue a la zaga. No pasaba nada. En aquel juego, al igual que en el béisbol, la ventaja es para quien lleva la delantera, y Neal sabía que el tiempo estaba de su parte. Graham no podía detenerse para solicitar refuerzos, de modo que no conseguiría conducir a Neal hacia una red cada vez más tupida. Y una vez que Neal se lo hubiera quitado de encima, se habría salido con la suya.
Mark Chin llevaba todo el día manteniendo su red holgada y se alegró de que finalmente hubiera llegado el momento de estrecharla. Había dejado que el kweilo llegara al hotel Hopkins, había permitido que el manco entrara, había esperado mientras el kweilo se dedicaba a lo suyo en la biblioteca y finalmente vio su oportunidad en el momento en el que los dos kweilos comenzaron a discutir. Ya era maldita la hora. Mantener al tal Neal Carey en el interior de una red invisible había requerido los esfuerzos de siete de sus mejores chicos. Ahora el tipo había echado a correr, intentando deshacerse de su compañero. La ocasión la pintaban calva.
Mark se colocó detrás de Neal y se dejó ver en el momento en que este se volvió para comprobar por dónde andaba su perseguidor.
Neal vio a Bancodepesas salir de un portal y esta vez lo consideró una oportunidad. Graham seguía a unos quince metros por detrás de él. Neal giró sobre sus talones y chocó contra Bancodepesas.
—Cien pavos por impedir que ese tipo continúe siguiéndome sin hacerle daño. Otro billete a cambio de reunirte más tarde conmigo para echarme una mano.
Bancodepesas farfulló una dirección y se volvió hacia Graham.
Graham vio que el tipo se le acercaba, pero ya era demasiado tarde. El cabronazo era enorme y Graham se sintió envuelto en un abrazo de oso que lo dejó sin aliento y le obstruyó la visión. En dos segundos, había otros tres tipos chinos rodeándole.
—No le hagáis daño —les dijo Chin a sus ayudantes.
—Te pagaré más que él —dijo Graham.
—Esto no es una subasta.
Y Neal siguió alejándose, alejándose, hasta desaparecer.
Neal comprobó la dirección sobre la puerta, bajo un cartel de neón amarillo atravesado por las letras «XXX» en negro. Un hombre de color de aspecto cansado le saludó mediante un asentimiento de cabeza desde detrás del mostrador. Había tres o cuatro clientes en la tienda, pero ninguno de ellos apartó su mirada de las revistas porno.
—Puede mirar, puede comprar, puede pedirme fichas. No puede leer. Esto no es una biblioteca —le dijo el empleado a Neal.
—He quedado con un tipo.
—El material gay está en la parte de atrás, a la izquierda.
Justo en aquel momento entró Bancodepesas y le dio al dependiente un billete de cinco dólares, que a cambio le entregó un cubilete de plástico lleno de fichas. Bancodepesas gesticuló con la cabeza hacia Neal y señaló una puerta batiente situada en la parte trasera de la tienda.
—Entra en mi despacho.
Chin seleccionó una cabina, le hizo un gesto a Neal para que entrase y cerró la puerta tras él. Había un banco de asiento reclinable del tamaño justo para que se sentara una persona. Una caja de kleenex completaba el mobiliario. Chin metió dos fichas en la ranura de las monedas y después ojeó el selector de canales.
—¿Alguna preferencia?
Neal negó con la cabeza.
Chin pulsó un botón y en pantalla apareció una película porno.
—Siéntate. Como si estuvieras en tu casa.
—Gracias.
Neal le entregó otro billete de cincuenta.
—No sé por qué me da —dijo Chin por encima del coro de gemidos de falsa pasión— que tienes un problema de más de cincuenta dólares.
Neal alcanzó a oír gemidos similares provenientes de la cabina contigua.
—Sube el volumen —dijo.
Mark Chin lo puso al máximo. La música rock con sonido a hojalata vibró sobre las endebles paredes.
—¿Y bien? —preguntó Chin.
—Necesito un lugar donde esconderme.
—Eso está hecho.
—En Hong Kong.
Gritos de «¡Fóllame, fóllame, fóllame!» parecieron brotar del pecho de Mark Chin, como si fuera el muñeco en un número de ventrilocuismo obsceno.
—Eso está hecho.
—Estupendo.
El vídeo se elevó en un ensordecedor crescendo de pasión mientras Chin preguntaba:
—Es por la mujer esa, ¿verdad?
—¿Qué mujer?
—Habitación mil dieciséis, la china increíblemente bella.
El vídeo se interrumpió en pleno clímax. Chin introdujo otra ficha en la ranura y cambió de canal. Dos mujeres en una sauna se tanteaban dubitativas. Su tranquila conversación fue recibida con alivio.
—El tal Pendleton es un tipo afortunado —continuó Chin—. No me importaría catar un poco de su misma suerte.
Neal notó que enrojecía de ira. ¿Qué es esto, pensó, celos?
—¿A qué se dedica? —preguntó Chin—. ¿El químico?
¿Cómo diablos estás enterado de eso?, se preguntó Neal. No respondió, pero dejó que los suaves suspiros del vídeo llenaran el silencio.
Chin continuó:
—¿Es Pendleton quien analiza la heroína? ¿El que le dice al jefe «Esta es buena, esta no tanto»? ¿A cambio de un bonito salario más beneficios? ¿Es ella uno de los extras? No querrás meterte en ese embolado, es un negocio tong. Algo muy gordo.
—Tengo que encontrarla.
Sí, así es. Encontrarla para advertirla. Encontrarla para hacerle algunas preguntas. Para averiguar qué diablos está pasando. Para averiguar cómo salir de esta con vida.
—¿Qué pasa, estás enamorado?
¿Por qué resulta tan evidente para cualquiera menos para mí?
—Sí, vale.
Chin sacudió la cabeza disgustado. Las dos mujeres del vídeo iniciaron un segundo encuentro erótico.
—Es tu funeral —dijo Chin—. ¿Cuándo quieres marcharte?
—Lo antes posible.
—¿Antes de que tus amigos te encuentren?
—¿Cómo de complicado es desaparecer en Hong Kong? —preguntó Neal.
—No puede ser demasiado complicado. En Hong Kong desaparece gente a diario.
Neal abrió su petate y sacó un fajo de billetes. Contó diez de cien dólares y se los entregó a Chin.
—Hazme desaparecer.
Chin plegó los billetes y se los guardó en el bolsillo de los pantalones. El viejo dicho tenía razón, pensó. Es increíble la suerte que puedes llegar a tener cuando trabajas duro. Pero tampoco le interesaban tanto los viejos dichos. Su metáfora preferida era el ajedrez occidental, y sabía que para capturar a la reina del oponente uno ha de hacer avanzar los peones. Señaló a Neal con las dos palmas abiertas, cerró los dedos y volvió a abrirlos con un chasquido.
—¡Abracadabra!
Mientras él y Neal se marchaban, el cálido estremecimiento de una risa de mujer los siguió al exterior.