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Neal regresó al Hopkins, encontró Transportes Blue Line en las páginas amarillas, marcó el número y averiguó que el autobús número cuatro seguía una ruta que iba desde el centro de San Francisco hasta Mill Valley, donde dejaba a sus pasajeros en la «librería Terminal». Neal se preguntó si la librería Terminal estaría especializada en textos para empleados de pompas fúnebres, pero en cualquier caso tenía una predisposición general a montarse en cualquier autobús que finalizase su viaje en una librería. Disponía de una hora y media para coger el de las dos y veinte que salía de Montgomery Street, en el distrito financiero.

Bajó a la tienda de regalos del sótano del hotel, donde encontró una guía turística del área de la bahía. El índice le indicó que podría leer sobre Mill Valley en la página sesenta y cuatro; se trataba de una encantadora villa de Marin County, anidada en la falda sur del Tamalpais, a apenas un par de minutos en coche del Golden Gate.

Neal compró la guía y un petate de vinilo azul chillón que proclamaba «Dejé mi ♥ en San Francisco» y regresó a su habitación.

Encargó una hamburguesa con queso al servicio de habitaciones y se puso a hacer el petate. El último autobús de regreso salía de Mill Valley a las nueve de la noche, y teniendo en cuenta que ignoraba por completo lo que iba a hacer allí, Neal no tenía manera de saber si habría terminado de hacerlo para entonces, de modo que, por si acaso, preparó una muda: un suéter negro, vaqueros negros, tenis negros, guantes, un juego de ganzúas y dos mil dólares en efectivo. Se dio una ducha rápida, sacó una camisa limpia y se volvió a poner los pantalones de algodón, el blazer azul para cualquier ocasión, la corbata de seda y los mocasines.

El traje le convertía en alguien aún más olvidable de lo que ya era de por sí. Con su constitución vulgar, estatura media, pelo castaño y ojos marrones, Neal podría haber sido la cara visible de Anónimos Anónimos.

Tras devorar su hamburguesa con queso de ocho dólares, cogió el petate, el ejemplar en rústica de Ferdinand Count Fathom y su aspecto vulgar y corriente y se dirigió a tomar el autobús de las dos y veinte.

Como muchos otros viajes, aquel nacía de la desesperación. No tenía ningún motivo para suponer que Pendleton y Lila se encontrasen en Mill Valley y ninguna manera de localizarles incluso aunque estuvieran allí. Pero los billetes a Mill Valley eran su única pista, de modo que bien podía seguirla. La única otra opción que le quedaba era llamar a Amigos para decir que la había cagado, y esa opción no era viable.

Para eso, bien podía irse de excursión a Mill Valley, curiosear un poco y ver si era capaz de encontrar algo. A lo mejor se daba uno de esos raros casos de suerte absurda y se topaba con Pendleton en el autobús. A lo mejor lo encontraba en la librería Terminal, ojeando el número más reciente de Mierda de Pollo Ilustrada. A lo mejor simplemente perdía toda una tarde buscando una quimera.

Pero había destinos peores que atravesar el Golden Gate una soleada tarde de California. Después de seis meses bajo la lluvia y la niebla de los páramos de Yorkshire, el cielo azul y el paisaje despejado consiguieron que Neal sintiera un ligero vértigo. Su cínico corazón se aceleró levemente, sus resabiados ojos neoyorquinos se abrieron como platos y su mueca sardónica y burlona de investigador a sueldo se ensanchó en una genuina sonrisa mientras cruzaba el puente; a su izquierda el Pacífico, a la derecha la bahía.

Nada más que un típico turista de excursión, pensó mientras el autobús se adentraba en Mill Valley. Un camaleón, una simple vibración entre las sombras: el observador que jamás es observado.

Neal destacaba como una erección en un harén.

Nada más llegar se dio cuenta de que nadie en Mill Valley usaba corbata, y en el caso de que alguien llevara chaqueta, tenía flecos de cuero. Todo el mundo vestía camisetas de algodón con petos o camisas vaqueras y pantalones de pintor e incluso monos. Y muchas sandalias, zapatillas de deporte y botas de motero.

Neal, por otra parte, parecía un joven republicano urgentemente necesitado de un enema. Como un delegado de Ronald Reagan en una asamblea del Partido Comunista. Como un vendedor de seguros novato que pretendiera endosarle un seguro de vida a Abbie Hoffman.

Cuando salió del autobús, los lugareños reunidos alrededor de la librería Terminal se lo quedaron mirando literalmente de hito en hito. No podría haber resultado más llamativo aunque hubiese llevado una pancarta que anunciase: NEOFASCISTA URBANO DE LA COSTA ESTE, ESTIRADO, CABEZACUADRADA Y DEVORADOR DE CARNE QUE NO PRACTICA EL JOGGING NI LA MEDITACIÓN. Incluso los afables perros tumbados bajo los bancos levantaron las orejas y comenzaron a gemir con desacostumbrada preocupación, como si esperasen que Neal les pusiera una correa o coartara de cualquier otro modo su libertad para gozar de la unicidad de la naturaleza.

Los intelectuales que jugaban al ajedrez en las mesas de madera al aire libre detuvieron sus deliberaciones para contemplar la corbata de Neal. Un par de ancianos amables negaron con la cabeza con la tristeza de un vago recuerdo procedente de la época en que también ellos se habían visto atados de una manera parecida. Tres adolescentes que compartían un porro desarrollaron repentinamente la necesidad de refugiarse tras el contenedor de la basura, pintado de un oscuro verde bosque. Una cautivadora jovencita que tocaba una flauta de madera detuvo sus trinos y aferró el instrumento con fuerza contra sus senos, como si temiese que Neal pudiera arrebatárselo de las manos y utilizarlo para darle una paliza de muerte a un gatito.

Neal deseó haber estado desnudo: se habría sentido menos observado. Pero allí estaba, completamente vestido, en mitad del bello Mill Valley.

Y ciertamente era bello. La villa se hallaba situada en una cuenca bordeada por empinadas laderas enverdecidas con pinos, cedros y secoyas. Las casas, construidas con aquellas mismas maderas locales, se fundían en las laderas al tiempo que sus terrazas voladizas mantenían la guardia sobre el pueblo. Cafeterías, restaurantes y galerías de arte bordeaban la plaza principal, que en realidad era un triángulo cuyo vértice estaba ocupado por la librería Terminal.

El arroyo de viva corriente que flanqueaba el extremo oeste del pueblo proporcionaba un efecto de aire acondicionado natural; la atmósfera era fresca y vibrante —incluso hacía frío a la sombra— y la gente buscaba rincones al sol para sentarse y cavilar sobre el mundo. Y desde Mill Valley el mundo parecía un sitio muy agradable, como si sus ciudadanos hubieran entendido correctamente los sesenta, hubieran congelado allí sus mejores elementos y los hubieran puesto en práctica. El mundo parecía muy agradable, a menos, claro está, que llevaras puesta una camisa Oxford abotonada, un blazer azul y resplandecientes mocasines negros.

Neal buscó refugio en una cafetería al otro lado de la calle. Tenía ventanales que iban desde el suelo hasta el techo en tres de sus cuatro paredes. Los muros, los suelos y las encimeras eran de pino pulido, y los taburetes de madera estaban dispuestos alrededor de la barra semicircular. Le recibió una risueña mujer rubia de mediana edad, con los ojos marrones rodeados por atractivas arrugas fruto de la risa y el sol. Vestía una camisa roja como un camión de bomberos y vaqueros desgastados.

—¿Qué le apetece? —preguntó.

—Un café solo para llevar.

La mujer le miró con simpatía.

—¿De qué tipo?

—Solo.

La mujer señaló una pizarra a su espalda en la que aparecían anotadas doce clases diferentes de café.

—Uuuh —dijo Neal—. Mozambique.

—¿Descafeinado?

Neal sintió una oleada repentina de coraje y rebeldía.

—Cafeinado —dijo—. Doblemente cafeinado, si lo tuviera.

La mujer regresó al cabo de un momento y le tendió un vaso de poliestireno.

—Debería pasarse al descafeinado —le dijo mientras observaba fijamente su vestimenta—. En serio. Parece revolucionado.

Estoy revolucionado.

—¿Lo ve?

—Me gusta estar revolucionado.

—Es una adicción.

—No lo niego.

—Pruebe el herbal —dijo ella con toda sinceridad.

A Neal le resultó evidente que aquella mujer estaba convencida de que iba derecho a la tumba.

—¿Café herbal? —preguntó.

—Es tan bueno…

—¿Y tan bueno para la salud?

—Debería practicar la meditación —le dijo la mujer mientras le servía su veneno—. Destensarse.

—Nah, luego tendría que volver a tensarme otra vez.

Neal cogió su café de Mozambique solo y sin azúcar y se sentó en un banco de la plaza. Se dedicó a sorber y a preguntarse qué hacer a continuación. Llevaba en Mill Valley menos de cinco minutos y ni Pendleton ni Lila habían aparecido todavía. ¿Es que no se daban cuenta de que no andaba sobrado de tiempo? Oh, en fin, pensó, allá donde fueres… Se aflojó la corbata, se desabotonó el cuello de la camisa, dejó el café en el asiento y se recostó sobre el respaldo del banco, levantando el rostro hacia el sol de la tarde. A lo mejor debería meditar, pensó. A lo mejor si medito con suficiente intensidad puedo hacer que aparezca Pendleton. O mejor aún: Lila.

Su nombre no era Lila, era Li Lan. No era prostituta, era pintora. Y no era tan hermosa como en la instantánea. Lo era mucho más.

Neal estudió dos fotografías suyas en un cartel colgado en la librería Terminal. El cartel anunciaba una exposición de sus cuadros en una galería local llamada Illyria. «Shan Shui por Li Lan», informaba, e incluía reproducciones en blanco y negro de varios cuadros: grandes y amplios paisajes con montañas reflejadas en ríos y lagos. Las fotos de Li Lan estaban dispuestas de tal manera que en una parecía estar contemplando su obra, mientras que en la otra miraba directamente al espectador. Fue aquella imagen la que cautivó a Neal. Su rostro era franco y desguarecido. Todas sus arrugas de tristeza y felicidad habían quedado expuestas para que él las leyera. Sus ojos tenían un brillo de bondad.

Nunca aprendemos, pensó. Asumimos que era una fulana por ser nosotros quienes somos.

Si vio el cartel fue porque rápidamente se había aburrido de meditar y había entrado en la librería para entretenerse. La librería resultó ser también cafetería y cabaret y quién sabe cuántas cosas más, y tenía un tablón de anuncios dedicado a los eventos locales, uno de los cuales era la exposición de Li Lan.

La galería Illyria se hallaba justo en la acera de enfrente, a tres puertas de distancia de la cafetería. Neal había estado mirando hacia la fachada mientras estaba sentado en el banco.

No perdió el tiempo en curiosear los libros ni en pedir café o algo de comer. En cambio, compró un ejemplar de Noche de Reyes de Shakespeare, encontró una cabina con guía telefónica y llamó al Museo de Arte Asiático de San Francisco. Le pusieron en espera repetidas veces hasta que encontró a una empleada dispuesta a mantener una conversación telefónica con un estudiante que estaba preparando un trabajo para clase.

La descolorida puerta de madera de Illyria se encontraba situada entre dos escaparates que mostraban sendos paisajes pintados con acrílicos por Li Lan. El interior era una gran sala despejada, pintada de blanco, con particiones de lona colocadas en ángulos estratégicos para revelar los cuadros y láminas. Un par de exhibidores de madera contenían pequeñas esculturas y del techo colgaban telas de colores alegres, extendidas como velas ante una leve brisa. Junto a la entrada, sobre un atril, había una versión más grande del cartel.

Sentada detrás de una mesa, una mujer escribía en un dietario.

—¿Y qué debería hacer en Illyria? —preguntó Neal.

—Comprar algo, espero —respondió la mujer.

Era pequeña y quizás acababa de entrar en los cuarenta. Llevaba el abundante pelo, negro y resplandeciente, recogido con severidad; sus ojos azules también resplandecían. Tenía una nariz pequeña y aquilina y labios finos. Vestía un jersey negro y calzaba bailarinas también negras.

Neal no consiguió adivinar si la había impresionado con su erudición, pero desde luego se había fijado en el «Dejé mi ♥ en San Francisco» impreso en su petate.

—¿Puedo enseñarle algo? —preguntó la mujer.

¿La puerta, quizá?

—¿Es usted la propietaria?

—Lo soy. Olivia Kendall.

—Olivia… eso explica el nombre de la galería.

—No muchas personas de las que entran aquí captan la referencia.

Noche de Reyes podría ser mi obra favorita de Shakespeare. Veamos… «Cuando sobre Olivia por vez primera cayeron mis ojos, pensé que purgaba el aire de toda pestilencia». ¿Qué tal?

La mujer se levantó y rodeó la mesa.

—Nada mal. ¿Qué puedo hacer por usted?

—He venido a ver los Li Lan.

—¿Es marchante?

—No, simplemente me interesa mucho la pintura china.

Desde hace una hora.

—Bien por usted. Hemos vendido varios. La exposición acaba mañana.

—No estoy seguro de que vaya a comprar nada.

—Deseará haberlo hecho. Dos de las adquisiciones han sido realizadas por museos.

—¿Puedo verlos?

—Por favor.

Neal no sabía demasiado de arte. Había estado en el Met en dos ocasiones, una durante una excursión escolar y otra en una cita con Diane. No es que odiara el arte, sino que simplemente no le daba importancia.

Hasta que vio los cuadros de Li Lan.

Todos eran imágenes espejo. Escarpados y dramáticos acantilados reflejados en el agua. Remolinos en ríos de corrientes vertiginosas que mostraban imágenes distorsionadas de los riscos que se alzaban por encima. Los colores eran vivos y espectaculares. Casi feroces, pensó Neal, como si los cuadros fueran pasiones que luchaban por escapar… de algo.

Shan Shui —dijo—. «Montañas y agua». ¿Una referencia al estilo de pintura paisajístico de la dinastía Song?

¿Tal como me explicó la amable señora del museo?

El rostro de Olivia Kendall se iluminó con la sorpresa.

—¿Quién es usted? —preguntó.

No lo sé, señora Kendall.

—Ciertamente muestra una clara influencia Song de raigambre más austral o Mi Fei —continuó Neal. Se sintió como si hubiera regresado al seminario y estuviera hablando de un libro que no había leído—. Muy impresionista, pero todavía encuadrada dentro de los confines más amplios de la tradición policromática Song septentrional.

—¡Sí, sí! —asintió Olivia con entusiasmo—. Pero la característica más maravillosa de la obra de Li Lan es que ha llevado esta antigua técnica casi hasta un punto de no retorno, utilizando pigmentos y colores occidentales. La dualidad de las imágenes espejo refleja, literalmente, el conflicto y a la vez la armonía entre lo antiguo y lo moderno. Esa es su metáfora en realidad.

—También la metáfora de la propia China, en mi opinión —dijo Neal, agradeciendo que Joe Graham no estuviera allí para oírle.

Neal y Olivia examinaron lentamente los cuadros. Olivia le fue traduciendo los títulos del chino: Encuentro de afluente blanco con afluente negro; Laguna con hielo fundido; En la ceja del gusano de seda (este último mostraba un estrecho sendero sobre una escarpada pendiente bajo el reflejo de un arcoíris).

Entonces llegaron al cuadro. Un gigantesco precipicio reflejado en lo que parecía ser la niebla y la bruma del vacío sin fondo que se extendía hacia abajo. Sentada al borde del precipicio, una pintora, una joven con el pelo recogido con un lazo azul, miraba hacia el abismo mientras su reflejo —el rostro más triste que Neal hubiera visto en su vida— miraba hacia arriba entre la niebla. Era la metáfora de Li Lan: una mujer sentada serenamente con su arte y al mismo tiempo perdida en el abismo.

El rostro sumido entre la niebla era el punto focal del cuadro y atrajo la mirada de Neal hacia el interior y hacia abajo, hacia el interior y hacia abajo, como si cayese por el precipicio, hasta que se sintió como si también él hubiera quedado atrapado en el abismo, mirando hacia arriba, hacia el rostro de la pintora, hacia el despeñadero imposiblemente escarpado. A pesar del fresco atardecer del norte de California, sus manos comenzaron a sudar.

—¿Cómo se titula este? —preguntó.

El Espejo de Buda.

—Es increíble.

—Li Lan es increíble.

—¿La conoce bien?

Sí, señora, ¿la conoce bien? ¿Lo suficiente para decirme dónde está? ¿Con quién?

—Se aloja con nosotros cuando viene a Estados Unidos.

Cuidado, Neal, se dijo este. A partir de ahora, pies de plomo.

—Entonces ¿no es una artista local?

—Si vive usted en Hong Kong, sí. Diría que viene a Estados Unidos una vez cada par de años, más o menos.

—¿Está aquí ahora? —se oyó decir Neal, al tiempo que se preguntaba si no estaría avanzando demasiado rápido.

—Sí, así es —dijo Olivia con precaución.

Qué diablos, decidió Neal, lancemos los dados.

—Tengo una gran idea —dijo Neal—. Permítanme que las invite a cenar. También al señor Kendall. ¿Hay un señor Kendall?

Olivia le miró un segundo con suma dureza y a continuación se echó a reír.

—Sí, claro que hay un señor Kendall. También hay un señor Li, por así decirlo.

—Me temo que no la entiendo.

De acuerdo, de acuerdo. Bastará con que me digas que está prometida, ¿vale?

—¿Qué le interesan, sus cuadros o ella? No es que le culpe, es una auténtica belleza. —La señora Kendall alargó una mano y le palmeó el brazo—. Lo siento. Es usted demasiado joven y ella está muy enamorada.

Bingo.

De acuerdo, Neal, piensa. Según las enseñanzas del Libro de Joe Graham, capítulo tres, versículo quince: «Dile a la gente lo que quiere oír y se lo creerá. La mayoría de las personas no son por naturaleza suspicaces como tú y como yo. Solo alcanzan a ver una capa de profundidad. Si consigues que esa capa superficial parezca real, te habrás salido con la tuya».

Neal miró a Olivia Kendall directamente a los ojos, algo que siempre resulta útil cuando estás mintiendo.

—Señora Kendall —dijo—. Son los cuadros más hermosos que he visto en mi vida. Conocer a su creadora me haría muy feliz.

La señora Kendall era una amante del arte y Neal contaba con ello. Deseaba creer que un joven pudiera conmoverse tanto con unos cuadros como para morirse de ganas por conocer a la artista. Neal sabía que aquello no tenía tanto que ver con la percepción que tuviera de él como con la percepción que tenía de sí misma.

—Es usted un ángel —dijo la señora Kendall—, pero me temo que tenemos planes. De hecho, Lan nos va a preparar la cena esta noche. Comida china casera.

—Llevaré mis palillos.

—En serio, ¿quién es usted?

—Es una pregunta complicada.

—¿Y si empezamos por una sencilla? ¿Cómo se llama?

No tan sencilla como usted podría creer, Olivia. Mi madre me puso el «Neal» y el «Carey» lo decidimos un poco a boleo.

—Neal Carey.

—No ha sido tan complicado. ¿Y a qué se dedica, Neal Carey, cuando no se está autoinvitando a cenar?

—Soy estudiante de posgrado en la Universidad de Columbia.

—En…

—Nueva York.

—Me refería a su especialidad.

—Historia del arte —dijo Neal, arrepintiéndose tan pronto como las sílabas abandonaron sus labios. Un error verdaderamente estúpido, pensó, teniendo en cuenta que todo lo que sabes sobre arte es lo que has garabateado en el cuaderno de notas de espiral que llevas en el bolsillo. Joe Graham se avergonzaría de ti. En fin, ahora ya es demasiado tarde—. Estoy escribiendo una tesis sobre los mensajes antimanchúes ocultos en los cuadros de la dinastía Qing.

Oh, Dios, ¿era Qing o Ming? ¿O ninguna de las dos?

—Será una broma.

Oh, por favor, que no quiera decir: «Será una broma» como en «Será una broma, ese fue precisamente el tema de mi tesis».

—No.

—Qué cosa tan increíblemente remota.

—La gente a menudo dice lo mismo sobre mí.

—¿Cómo es que ha llegado a interesarse por algo tan ignoto?

—Me regodeo en lo ignoto.

Lo cual es cierto, pensó Neal. Mi auténtica tesis trata las cuestiones de alienación social en las novelas de Smollett. Así que sienta lástima por mí e invíteme a cenar.

—Escuche —dijo Olivia—, la de hoy es una velada privada. Pero estoy segura de que Lan vendrá mañana para ayudarme a desmontar la exposición. ¿Podría venir entonces? A lo mejor podemos comer juntos.

Sí, y a lo mejor le hablará a Li Lan y al doctor Bob del curioso visitante que ha aparecido hoy en la galería y estos saldrán volando. A lo mejor ya me tiene completamente calado.

—Mañana por la mañana vuelvo a casa.

—Lo siento —dijo la señora Kendall. Después, como ofreciendo un premio de consolación, gorjeó—: ¿Le he dado ya un catálogo? Tiene fotos de los cuadros.

Se acercó a uno de los pedestales y le entregó uno de los elegantes catálogos en cuatricromía.

—Gracias. ¿Cree que podría pedirle a Li Lan que me lo firme?

—Puede preguntárselo usted mismo. Aquí está.

Ni siquiera he oído abrirse la puerta, pensó Neal, estoy muy desentrenado.

Después dejó de pensar por completo y se enamoró, y fue igual que caer por el borde de un precipicio hacia las nubes. Desplomándose hacia Li Lan entre la neblina.

Olivia dijo:

—Li Lan, Neal Carey. Neal Carey, Li Lan. Neal es muy fan de tu obra.

A Li Lan le costó un momento entender la jerga, después se ruborizó ligeramente mientras se esforzaba para dejar las dos bolsas de supermercado que llevaba en las manos. Tras dejarlas en el suelo le hizo una ligera reverencia a Neal.

—Gracias.

Neal se sorprendió al notar que también él se ruborizaba y más aún al darse cuenta de que devolvía la reverencia.

—Sus cuadros son muy hermosos.

Li Lan era pequeña y un poco más delgada de lo que Neal había imaginado a partir de las fotos. Vestía una camiseta manchada de pintura y vaqueros negros y aun así parecía elegante. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo atada con una cinta azul. Aquellos ojos marrones y amables centelleaban como el sol sobre hojas otoñales.

—He ido a la ciudad —le dijo a Olivia—, para comprar algunas cosas especiales para la cena de esta noche.

—Deberías haberles pedido a Tom o a Bob que te llevaran. Llamaré a Tom para que venga a buscarte.

—Puedo ir paseando —dijo Li Lan—. Hace un día maravilloso. Y estarán ocupados hablando de jardinería.

—Voy a llamarles.

Li Lan asintió con la cabeza.

—Como quieras.

—Neal es estudiante de historia del arte chino —dijo Olivia.

Oh, mierda. Mierda, mierda, mierda. Mierda.

—¿De verdad? —preguntó Li Lan.

Pues… no.

—Está documentándose sobre la pintura de la dinastía Qing. Algo político.

Si Neal hubiera estado alerta, si de verdad hubiera estado en plena forma para trabajar, podría haberse percatado de que Li hizo una ligera mueca al oír la palabra «político». Pero esta volvió sus ojazos hacia él y dijo:

—Ah, sí… Las pinturas chinas pueden significar muchas cosas distintas al mismo tiempo. Un cuadro en el que solo hay pintada una flor es un cuadro de solo una flor, pero también un retrato de la soledad. Un cuadro Qing de… ¿cómo se dice?, de un carpín dorado, mostrará únicamente al pez, no al pez en el agua. A lo mejor representa a los chinos sin patria. A lo mejor solo es un carpín dorado.

—¿Tienen sus cuadros múltiples interpretaciones? —preguntó Neal. Su voz le sonó extraña, endeble y hueca.

Li Lan se rió.

—No, solo son paisajes.

—¿De lugares reales?

—Para mí lo son —dijo ella sonriendo tímidamente.

Después se puso pétreamente seria y bajó la mirada.

No es de extrañar que esté enamorado de ella, pensó Neal. Huya, doctor Bob, huya. Llévesela con usted o sígala allá donde vaya, pero no la deje escapar.

De repente se sintió desesperado por alargar la conversación.

—¿Se refiere a la realidad de la mente?

Li Lan lo miró a los ojos y dijo:

—En realidad es la única realidad.

—Tenéis mucho de lo que hablar —dijo Olivia.

Fue una de esas preguntas tácitas que con tanta habilidad saben plantearse mutuamente las mujeres. ¿Quieres invitarle a cenar? ¿Le importaría a Bob? Si a ti te parece bien, a mí también.

—Entonces creo que debería cenar con nosotros —dijo Li Lan—. ¿Te parece bien?

—¡Qué buena idea! —dijo Olivia, como si el pensamiento nunca se les hubiera pasado por la cabeza ni a ella ni a Neal, a pesar de que los tres sabían exactamente lo que acababa de suceder.

—Pero debo avisarle: soy yo quien cocina. ¿Le sigue pareciendo bien?

—Suena maravilloso.

—No lo es, pero estaré encantada de que nos acompañe.

—¿A las ocho? —les preguntó Olivia a ambos.

—Estupendo —dijo Neal.

—Muy bien —dijo Li Lan—. Ahora será mejor que me vaya, me espera la cocina.

—Llamaré a Tom.

—No, por favor. Puedo ir paseando.

—Esas bolsas parecen pesadas —dijo Neal.

—No demasiado.

Olivia meneó la cabeza y le dijo a Neal:

—Es una chica dura.

Li Lan flexionó los bíceps y puso una mueca feroz.

—Oh, sí. Muy dura.

A continuación se disolvió en una risa aparentemente indefensa.

Fue entonces cuando Neal lo supo todo sobre la indefensión.

Así que decidió hacer algo que se le daba bien. Fue a la biblioteca. A lo mejor la visita lo relajaba, y Dios sabía que debía ponerse al día en arte chino. Jesús, pensó, ¿cómo se me ha ocurrido una mentira tan estúpida? Era perfectamente consciente de que no conviene exagerar de tal manera.

Tranquilízate, se dijo a sí mismo. Li Lan es hermosa, ¿y qué? Ya lo sabías desde el principio. ¿Y qué si es artista en vez de golfa? Conoces a varios artistas desagradables y a varias fulanas bien majas, así que no te apresures a sacar conclusiones. ¿Y qué si ha pintado un cuadro que ha absorbido tu alma en un vórtice? Tampoco es que fuese un alma espléndida para empezar.

Así pues, ¿por qué te obsesionas tanto con Li Lan? El objetivo es Pendleton. De modo que sacúdete la tontería de encima. Recupera el control. Solo es otro trabajo más, otro encargo, cuyo objetivo final es enviar a Pendleton de vuelta a casa, acabar con su sueño californiano para devolverlo a su laboratorio. Hecho lo cual, podrás volver a tus estudios. Así que hazlo.

Pero hacer ¿qué? ¿Ahora qué? No puedes ofrecerle a Li Lan dos mil pavos y decirle que lo abandone. Ese plan ha pasado a mejor vida. A lo mejor le gustaría ir a Carolina del Norte con él. Ya, claro. Y a lo mejor a Pendleton le gustaría irse a Hong Kong con ella. A lo mejor… a lo mejor deberías hablar con ellos antes de formarte una opinión. Limítate a ser franco con Pendleton y a ver qué es lo que pasa. No pierdas la cabeza y haz tu condenado trabajo.

Neal encontró la sección de artes orientales en el índice de materias, acudió al lugar indicado e intentó concentrarse en la pintura paisajista de la dinastía Qing. Así comenzó, al menos. Acabó contemplando la foto de Li Lan en el catálogo.

Paró un taxi en la plaza Terminal y le dio al conductor la dirección de los Kendall.

Le abrió la puerta Olivia. Se había cambiado y ahora vestía una chaqueta blanca de brocado y pantalones de seda.

—En honor de la ocasión —dijo, pasando el dorso de los dedos por la chaqueta.

—Deslumbrante —dijo Neal.

—Un regalo de Li Lan. Pase, por favor.

La casa parecía construida expresamente para veladas mágicas. El gran salón se hallaba dominado por ventanales que se alzaban desde el suelo hasta lo alto de los catedralicios techos. Los suelos estaban forrados con amplias planchas de madera tan enceradas que brillaban como el poliuretano. Gruesas vigas de cedro atravesaban el techo de la estancia. Las paredes blancas como cáscara de huevo ayudaban a destacar las láminas, cuadros y fotografías en blanco y negro que colgaban de ellas.

En el exterior, una terraza de pino se abría siguiendo el contorno de la empinada ladera. Una escalera conducía desde la terraza hasta un patio de piedra rodeado por una cerca de madera de cedro que proporcionaba intimidad frente a las casas diseminadas por las colinas de enfrente. Arbustos en macetas, flores y bonsáis adornaban la terraza alrededor de un jacuzzi empotrado.

Frente al ventanal, delante de una mesita de cristal, descansaba un gran sofá de yute. Dos mullidas butacas habían sido colocadas en ángulo respecto al sofá para crear una zona de descanso, a la izquierda de la cual se alzaba una mesa de comedor. Más a la izquierda, por detrás de una barra para los desayunos, se abría una espaciosa cocina en cuyo centro se alzaba un gran bloque de carnicero de madera.

La mesa ya estaba puesta; había platos negros, tazas y una vajilla para el té, también negra. Un gran lirio blanco en un jarrón negro ocupaba el centro.

Li Lan se encontraba en la cocina, removiendo con cuidado el contenido de un chisporroteante wok eléctrico. A su lado, de pie, estaba el doctor Robert Pendleton, sosteniendo una bandeja llena de tofu cortado en dados.

—Vale… ahora —dijo Li Lan, y Pendleton echó el tofu al wok—. Dos minutos más —añadió ella.

—Así tendrá tiempo para conocer a nuestro invitado —dijo Olivia—. Neal, le presento a Bob Pendleton.

—Encantado de conocerle —dijo Neal.

Ya, claro.

Pendleton se secó las manos en un paño, se subió las caídas gafas por la nariz y a continuación alargó el brazo por encima de la barra de la cocina para estrecharle la mano a Neal.

—Un placer —dijo.

No tan deprisa, doc.

—¿Y ahora dónde se ha metido Tom? —preguntó Olivia sin dirigirse a nadie en particular.

—Ha salido a encender el jacuzzi —dijo Pendleton—. ¿Puedo ofrecerle algo de beber, Neal?

—¿Una cerveza?

—¿Dos Equis o Bud?

—Bud, por favor.

—Una Bud, pues.

Neal le observó mientras se acercaba a la nevera y buscaba la cerveza. Era incluso más delgado de lo que parecía en su fotografía, con un cuerpo que tenía aspecto de no haberse encontrado nunca con un kilo de helado de chocolate. Vestía una alegre camisa verde de gamuza y pantalones holgados de algodón y calzaba un par de mocasines marrones que debía de haberle comprado alguien; eran demasiado informales para todo un señor bioquímico. Tenía el pelo ligeramente más largo que en la foto y parecía mayor. A Neal le sorprendió su voz —grave y cazallera—, aunque no supo por qué. Una vez más, ideas preconcebidas.

Pendleton dejó una botella de cerveza sobre la barra.

—¿Quiere vaso? —preguntó.

—Con la botella me apaño, gracias.

—Preparado con la salsa —dijo Li—. Hola, Neal.

Li Lan estaba atareada con la elaboración de la cena, lo cual a Neal le pareció muy bien, pues le daba la oportunidad de observarla. Se había soltado la larga y lisa melena —la peineta azul no era más que un elemento decorativo— y se había aplicado carmín y una ligera sombra de ojos. Las hombreras de su camiseta vaquera negra tenían ribetes rojos y rosas, y sus botas vaqueras negras de chúpame-la-punta estaban grabadas con patrones azules. Era uno de esos conjuntos que podía parecer o bien ridículo o bien maravilloso. A ella le quedaba de maravilla.

Neal se hallaba en mitad de aquella observación cuando entró Tom Kendall; bajo y rollizo, de pelo y barba prematuramente canosos. Llevaba una camisa verde de gamuza idéntica a la de Pendleton y vaqueros con sandalias. Ojos azul claro y tez rubicunda.

¿A qué viene lo de las camisas parecidas?, se preguntó Neal. ¿De quién se supone que está enamorado Pendleton? ¿De Li Lan o de Tom Kendall?

—El jacuzzi —dijo Kendall con voz suave y aflautada— estará bien caliente para cuando llegue el momento. Neal (porque supongo que es usted Neal), como psiquiatra de Marin County casado con una mujer que dirige una galería de arte, la gente espera de ti que tengas jacuzzi. No estaría bien contravenir el arquetipo.

Sonrió ampliamente y le dio un apretón de manos.

—Soy Tom Kendall.

—Neal Carey.

—Veo que tiene una cerveza, lo que motiva la pregunta: ¿por qué no tengo yo una cerveza? ¿Por qué no tengo una cerveza, Olivia?

—No lo sé, cielo.

—Tendrás que sacarla tú mismo —dijo Pendleton—. Si no echo la salsa a tiempo me habré metido en un lío.

—Un buen lío —dijo Lan.

—¡Pues vaya camarero! Esta noche les toca a Bob y a Lan hacer de anfitriones —le explicó Kendall a Neal—. Como Bob no sabe cocinar, el trato fue que se encargaría del bar.

—Ahora, la salsa —dijo Li Lan, y Pendleton volcó un pequeño cuenco de salsa roja sobre el wok.

El chisporroteo se interrumpió con una fumarada.

—Neal, siéntese, por favor —dijo Olivia señalando el sofá.

—En realidad, preferiría ver cómo cocinan.

—No, por favor, siéntese —dijo Li Lan—. La cena debería tener sorpresas.

La cena estuvo llena de sorpresas.

La primera ronda de bebidas fue una sorpresa. Habiendo consumido en el pasado sus buenas dosis de whisky a palo seco, Neal no podía imaginar que un vinito chino servido en una diminuta taza negra fuera a hacerle el menor efecto, pero aquel líquido fiero y transparente le abrasó la garganta y le ahumó el cerebro. No consiguió terminar de pronunciar el saludo que entonaron los demás: «Yi lu shun feng». En cambio, tosió:

—Jesús, ¿qué diablos es esto?

Ludao shaojiu —dijo Lan—. Vino blanco, muy fuerte.

—Ajá —respondió Neal.

A continuación Lan llevó a la mesa una bandeja de aperitivos. Eran pastas, de una masa fina y translúcida rellena con crema de judías rojas. Eran muy dulces, cosa que a Neal le pareció bien, ya que así apagaron las llamas de su boca.

—¡Están buenísimas! —dijo Olivia.

Xie xie ni —respondió Li Lan. «Gracias».

—Tan buenas que se merecen un brindis —dijo Tom Kendall, y rellenó las tazas de todos con más vino—. ¿Cuál es un buen brindis en chino?

Li alzó su taza.

Gan bei, copa vacía.

Gan bei! —respondieron todos.

Esta vez Neal consiguió brindar y se bebió el vino de un trago. Le sorprendió que pasara con facilidad. Debe de ser como combatir fuego con fuego, pensó.

Li había vuelto a la cocina y regresó con el siguiente plato: cuencos individuales de fideos chinos fríos en salsa de sésamo. Mientras los demás comenzaban a comer con sus palillos, se dio cuenta de que Neal se sentía incómodo y, sonriendo, le dijo:

—Acérquese el cuenco a la boca y use los palillos para empujar los fideos.

—Sorba —dijo Pendleton—. Acérqueselos a la boca y sorba.

Neal sorbió y los fideos parecieron brincar del cuenco al interior de su boca. Se limpió una gota de salsa de sésamo de la barbilla y sintió una punzada de culpabilidad. ¿A qué estás esperando?, se preguntó. Aprieta el gatillo. Tienes a Pendleton sentado justo delante, así que di algo por el estilo de: «Doctor Bob, la buena gente de AgriTech quiere que vuelva a fichar, ¿qué tiene pensado hacer?». ¿Por qué no se lo dices tal cual, Neal? ¿Por qué no le cuentas que has venido a atosigarle para que vuelva al trabajo? Porque aún no estás preparado para que te desprecien. Porque te caen bien estas personas. Porque Li Lan te está sonriendo. Neal abrió la boca para hablar y después se la llenó con más fideos. Ya habría tiempo de sobra para traicionarles. Quizá después del siguiente plato.

El siguiente plato era de empanadillas, pequeñas y fritas. Li Lan había preparado tres por cabeza.

—Una de gambas, otra de cerdo, otra de verduras —dijo, y a continuación dejó tres pequeños cuencos en el centro de la mesa—. Mostaza, salsa agridulce, salsa de pimienta. Muy picante.

Después rodeó la mesa, se colocó detrás de Neal, cogió sus palillos negros de porcelana y se los colocó en la mano derecha. Le apoyó uno de los palillos entre el pulgar y el índice y el otro sobre el anular. A continuación le levantó la mano, se la apretó de modo que los palillos agarrasen una de las empanadillas y le guió hasta mojarla en la mostaza. Después llevó la comida hasta su boca.

—¿Lo ve? —preguntó—. Fácil.

Neal apenas fue capaz de tragar.

—¡Lan, apenas has comido nada! —la regañó Olivia.

Lan se sentó, agarró sin esfuerzo una empanadilla, la embadurnó generosamente en salsa de pimienta y se la metió entera en la boca.

—Me han quedado fatal —dijo, y después devoró otra.

—Están buenísimas —le dijo Pendleton—. Uuuh… hen hao.

—¡Muy bien! —dijo ella—. Estás aprendiendo chino.

Neal vio que Pendleton se ruborizaba de placer (se ruborizaba pero de verdad). He ahí un hombre enamorado de mala manera, pensó.

—Más cerveza —dijo Pendleton incómodo, consciente de que los Kendall lo estaban observando radiantes.

Volvió de la cocina con las manos llenas de botellines de Tsingtao y los repartió por la mesa.

La cerveza estaba helada y sabía estupenda en contraste con el picante de la mostaza y la salsa de pimienta. Neal se la bebió a largos tragos y practicó con los palillos mientras Tom Kendall y Bob Pendleton charlaban sobre el abono idóneo para las rosas de su jardín trasero. Li Lan volvió a meterse en la cocina y salió con otro plato: una lubina ahumada entera servida en una bandeja. Les enseñó a usar los palillos para desprender la blanca carne de las espinas y necesitaron un buen rato, otra cerveza y otra ronda de ludao para acabarse el pescado.

Mientras celebraban su proeza con más vasos de vino, Olivia Kendall dijo:

—Bueno, Neal, háblenos de su trabajo.

Verás, Olivia, soy un impresentable de alquiler que te ha mentido para colarse en tu casa con objeto de amenazar a tus amigos.

—Es bastante aburrido, la verdad —dijo.

—En absoluto.

—Bueno —dijo Neal, intentando recordar sus anotaciones entre las brumas del vino, la cerveza y la comida—, principalmente me interesa el subtexto político contenido en los cuadros de la dinastía Qing como intento por subvertir el dominio foráneo de los manchúes.

¿De acuerdo?

—¿Y cómo lleva a cabo la documentación? ¿Cuáles son las fuentes? —preguntó Tom Kendall.

¿Et tu, Tom?

—Principalmente museos —dijo Neal—. Algunos libros, discursos de doctorado… lo habitual.

Se preguntó si a oídos de ellos sonaba tan estúpido como a los suyos. Vamos, Neal, acaba con esto. Diles simplemente que no reconocerías un cuadro de la dinastía Qing aunque lo llevaras tatuado en el testículo izquierdo. Termina de una vez.

—¿Ha visto los cuadros en el museo De Young? —preguntó Lan.

El museo De Young… San Francisco.

—Oh, sí —respondió Neal—. Magníficos.

Miró a Pendleton y preguntó:

—¿Y usted a qué se dedica?

Un esfuerzo patético y desesperado, pensó Neal.

—Soy bioquímico —dijo Pendleton.

—¿Dónde?

Pendleton se alzó las gafas sobre el puente de la nariz. Sus labios trazaron una pequeña sonrisa mientras respondía:

—Ahora mismo me hallo entre empleos, así que estoy abusando de la hospitalidad de esta buena gente.

—Tonterías —dijo rápidamente Tom—. Bob es el consejero oficial de Casa Kendall en todo lo relacionado con la fertilización de las rosas.

—Has hecho un trabajo maravilloso —dijo Olivia—. Aunque si se te ocurriera algún modo de matar las malas hierbas…

—No es mi especialidad, me temo. Solo sé hacerlas crecer.

—Puedes mantener tu presente cargo todo el tiempo que quieras —dijo Kendall.

—La paga no es demasiado buena —dijo Pendleton—, pero la comida es genial, la cerveza está fría y la compañía…

Aprieta el gatillo, Neal. Apriétalo ya.

—La compañía es sublime —dijo Neal.

Sí que lo es, pensó mientras se terminaba otro vaso de vino. Cultivas la soledad como una flor en tu jardín, tratas a la gente como a malas hierbas que deben ser arrancadas, pero aquí hay un mundo en el que la gente adora comer en compañía, charlar… adora el hecho de juntarse unos con otros. Es un mundo que habías imaginado, pero nunca experimentado. Hasta ahora. Hasta esta noche. Para que luego hablen de abusar de la hospitalidad de la buena gente…

—Pollo con cacahuetes y guindillas rojas —oyó que decía Li Lan, y alzó la mirada para ver cómo dejaba una bandeja humeante sobre la mesa—. Las guindillas no se comen —continuó ella—, están solo para dar sabor.

El guiso de pollo avivó las llamas dormidas en la garganta de Neal y llevó lágrimas a sus ojos. Cada bocado era más picante y delicioso que el anterior y conseguía que el vino pareciera más dulce y más fresco.

Neal observó cómo Li Lan cogía diestramente con los palillos los cacahuetes partidos por la mitad y se los daba a comer a Pendleton, sintiéndose simultáneamente conmovido y celoso. Déjale ir, pensó. Déjale ir y déjate ir tú también. Puedes empezar de cero. Saca el dinero que te quede en el banco y quédate aquí. Matricúlate en Berkeley. O en Stanford. O conviértete en el asesor oficial de Casa Kendall en todo lo relacionado con la literatura inglesa del siglo dieciocho. Debes de estar emborrachándote. ¿Emborrachándote? Ya estás ebrio. Ebrio de vino, de cerveza, de comida, de luz… estás borracho.

—Oh, Dios, ¿más? —oyó que gemía Olivia con falsa desesperación mientras Li Lan sacaba una bandeja de brócoli, bambú, castañas de agua y champiñones con salsa de judías.

—¿Su exposición termina mañana? —le preguntó Neal a Lan, a la vez que mordisqueaba un crujiente tallo de brócoli.

—Sí —respondió esta con tristeza.

—Ha tenido mucho éxito —dijo Olivia.

—¿Y adónde irá ahora? —preguntó Neal.

Li Lan no respondió. La tensión podría cortarse con un palillo, pensó Neal.

—A casa —dijo Li Lan en voz baja.

—¿Hong Kong? —preguntó Neal.

Li Lan le miró directamente a los ojos.

—Sí. A casa. Hong Kong.

—No hablemos de ello —dijo Olivia—. Me pone triste.

¿Y qué pasa con usted, doctor Bob?, pensó Neal. ¿Significa eso que usted también va a volver a casa?

—¡Quiero proponer un brindis! —dijo Tom—. ¡Llenad vuestros vasos!

Olivia escanció el vino.

Tom levantó su taza y echó una ojeada por toda la mesa, mirándolos a cada uno de ellos a los ojos, después dijo:

—Por la belleza. La belleza del arte de Lan, la belleza de las plantas que crecen gracias al conocimiento de Robert y la belleza de la amistad.

Neal apuró su taza mientras a la cabeza le venía una pregunta estúpida: ¿le habría gustado a Judas el vino en la última cena?

A Neal nunca le había gustado estar desnudo. La gente no se desnudaba en Nueva York, no al aire libre al menos, y desde luego a nadie se le ocurriría quitarse la ropa en público en Inglaterra. Pero había llegado la hora del jacuzzi y sus anfitriones insistieron en que les acompañara. En Marin County no usaban traje de baño y Neal estaba trabajando encubierto (por así decirlo), de modo que entregó su ropa a cambio de una toalla y una bata y a continuación se escurrió hasta la parte más honda del jacuzzi. Agradeció la escasa luz azulada de la terraza y agradeció aún más que al principio fuese únicamente Pendleton quien le acompañara.

—No me van mucho los jacuzzis —dijo Neal.

—A mí tampoco.

—¿Qué estamos haciendo aquí, entonces?

—Quería hablar contigo y estar seguro de que no me estuvieras grabando.

Genial, pensó Neal. Pues sí que se la has dado con queso.

—Así pues, ¿te ha enviado la compañía? —preguntó Pendleton.

A Neal se le ocurrió responder algo astuto, como: «¿Qué compañía?» o «¿Ein?», pero decidió que la partida había terminado y que bien podía aceptarlo.

—Sí.

—Eso pensaba yo. Lan dice que no sabes nada sobre pintura china.

—Solo sé lo que me gusta.

Si a Pendleton le pareció gracioso el comentario, lo disimuló muy bien.

—¿Qué quiere la compañía? —preguntó.

—Quieren que vuelva.

Jesús, qué estupidez, pensó Neal. Aquí estoy, metido hasta la barbilla en agua hirviendo, medio pedo, intentando convencer a otro hombre en cueros para que vuelva a su empresa. Tengo que buscarme un trabajo de verdad.

—No voy a volver —dijo Pendleton.

Su escaso pecho se hinchó con decisión.

—¿Cuál es el problema?

El sudor había hecho que a Pendleton se le escurrieran las gafas por la nariz y volvió a subírselas. Después dijo:

—Ya la has visto.

Sí, doc. Desde luego que la he visto. Ojalá no lo hubiera hecho.

—Mire, doc, el amor también es legal en Carolina del Norte.

—¿Con una mujer china?

Vamos, doc, pensó Neal. Relájese. Únase al resto de nosotros en la década de los setenta. ¿A qué viene tanto rollo?

—Claro, ¿por qué no?

Pendleton bufó sarcásticamente y meneó la cabeza.

—Me voy con ella —dijo.

—Ya, bueno, hay un problema.

—¿Ah, sí? ¿Qué problema? —preguntó Pendleton.

Neal se dio cuenta de que se estaba empezando a cabrear.

—El contrato que firmó no vence hasta dentro de año y pico. Le demandarán.

—Que intenten hacerse con mi dinero en Hong Kong.

El agua caliente estaba empezando a afectar a Neal. El vino tampoco es que ayudase precisamente. Se sentía enervado, cansado.

—Doc, no querrá hacer eso. Escuche, si lo suyo es amor verdadero, resistirá año y medio. Ella podría visitarle o también puede visitarla usted… Seguro que en AgriTech incluso estarían dispuestos a pagarle los billetes. Termine de cumplir su condena y luego quedará completamente libre y sin responsabilidades.

Ha pasado un año desde que dejé a Diane, pensó Neal, y no creo que lo nuestro haya resistido. ¿Quién soy yo para dar consejos sobre cómo vivir libre y sin responsabilidades? No he sido libre ni un solo día de toda mi vida. Si lo fuera, no estaría aquí sentado.

—Uno nunca se libra de ese tipo de individuos —dijo Pendleton con amargura—. Una vez que te tienen, se creen que eres suyo para siempre.

Conozco la sensación, doc.

—Es un país libre, doctor Pendleton. Si no quiere firmar el siguiente contrato, no lo firme. Pero la dura realidad es que debe usted honrar el que ya tiene.

O amar a la persona con la que estás o algo por el estilo, y… ¿por qué se me ha ocurrido beber todos esos brindis?

—¿Honrar? —dijo Pendleton con una risa entrecortada—. No sé yo.

Ambos se refugiaron en un silencio hosco. No se prolongó mucho, ya que Li Lan salió vestida con un batín negro, acarreando una bandeja sobre la que descansaban tres tazas y una tetera. Dejó la bandeja en el suelo, junto al borde del jacuzzi, y después se irguió y se soltó el cinturón del batín.

Justo en aquel momento Neal no consiguió dirimir si el que Li Lan se despojara del batín sería lo mejor o lo peor del mundo, y cuando esta se ahuecó la prenda alrededor de los hombros y permitió que se deslizara por su propio peso hasta caer al suelo, resultó ser ambas cosas. A Neal se le detuvo el corazón, notó un nudo en la garganta e intentó no mirar mientras Lan se sumergía en el agua caliente junto a Pendleton, apoyando una mano sobre su hombro.

—Ahora estamos todos desnudos —le dijo a Neal.

—Sí que es de la compañía —dijo Pendleton.

Lan asintió.

—Le han enviado para llevarme de vuelta —prosiguió Pendleton.

—Para hablar con usted —dijo Neal—. No puedo llevarle de regreso en contra de su voluntad. No puedo esposarle y subirlo a rastras a un avión.

—Pues claro que no, joder —dijo Pendleton.

Parecía un pájaro enfadado.

—Robert… —dijo Lan en voz baja, acariciándole el hombro, tranquilizándolo.

—Solo vuelva y hable con ellos —ofreció Neal—. Al menos les debe eso, ¿no? Vuelva y dígales que lo deja, a ver si pueden llegar a algún acuerdo.

Siguió hablando, detallando todo el plan: no era nada grave, todo quedaba perdonado, Pendleton no era el primer tipo que se enamoraba y perdía la cabeza durante una temporada, no tenía ningún sentido echar a perder una carrera distinguida. Vaya, el propio Neal ayudaría a Pendleton a negociar alguna especie de régimen de visitas. Arrebatado por su propia elocuencia, fue más allá: Carolina del Norte es preciosa, un cambio de escenario ayudaría a Lan a crecer como artista; de hecho, existe una numerosa comunidad oriental en el Triángulo de la Investigación. Fue tan convincente que se convenció a sí mismo: la vida de ellos sería estupenda y también lo sería la suya, podrían visitarse mutuamente y disfrutar juntos de veladas mágicas.

Lan se volvió y comenzó a servir el té. El movimiento de sus omoplatos provocó que Neal se estremeciera nuevamente. Cuando se volvió a girar y se inclinó hacia él para entregarle una taza, Neal alcanzó a ver la parte superior de sus pechos, pero seguían siendo sus ojos los que le absorbían. Lan parecía estar mirando el interior de su mente, quizá de su alma. Después le tendió una taza a Pendleton y se recostó para darle sorbitos a la suya.

—A lo mejor la idea de Neal Carey es la correcta —dijo.

—No pienso dejarte —replicó Pendleton rápidamente.

Sonó como un chaval de doce años.

—¿Tendrá Robert muchos problemas si no regresa?

—Su investigación es muy importante.

—Sí que lo es —dijo Lan sonriendo con calidez hacia Pendleton.

Neal habría donado su cuerpo vivo a la ciencia para ver aquella sonrisa dirigida a él.

—Tú eres más importante —dijo Pendleton con voz pastosa, y Neal tuvo la repentina impresión de que iba a echarse a llorar.

—No es una situación o bien/o bien —dijo Neal.

—¿«O bien/o bien»? —preguntó Lan.

—O una cosa o la otra.

Lan dio otro sorbo de té, dejó la taza en el suelo y tomó el rostro de Pendleton cariñosamente entre sus manos. Se acercó a él hasta dejar el rostro a un par de centímetros del suyo.

Wo ai ni —le dijo suavemente. «Te quiero».

Fue un momento tan íntimo que Neal quiso darse la vuelta. Su chino se reducía básicamente al menú de los restaurantes, pero sabía que Lan le acababa de decir a Pendleton que lo amaba.

Wo ai ni —respondió Pendleton.

Li Lan alargó el brazo por debajo del agua y agarró a Neal de la mano, enlazando amablemente sus dedos con los de ella.

El corazón de Neal comenzó a latir desbocado.

Lan le soltó la mano.

—Mañana iremos contigo —dijo—. Los dos.

La cabeza de Pendleton giró bruscamente como si acabaran de tirarle de un collar y comenzó a protestar, pero Li Lan lo detuvo posando una mano sobre la suya.

—Tu trabajo es importante —dijo ella.

Cerró los ojos y se acomodó bajo el agua, la viva imagen del perfecto reposo.

Pendleton no estaba dispuesto a ceder tan fácilmente.

—Mañana…

Lan le interrumpió sin abrir siquiera los ojos:

—… es un sueño. Ahora Tom y Olivia desean decirte algo.

Lo dijo en uno de esos tonos propios de «¿No has oído que te llama tu madre?» y Neal vio cómo Pendleton salía obedientemente del agua, se envolvía una toalla alrededor de la cintura y entraba en la casa dando pisotones. Para que luego hablen de la sumisa mujer oriental, pensó Neal. Entonces fue consciente de que se había quedado a solas con Li Lan y dejó de pensar por completo. Permanecieron allí sentados al menos cinco insoportables minutos antes de que ella hablara.

—No permitirás que le hagan daño, ¿verdad? —preguntó.

¡¿Hacerle daño?! Pero ¿qué cojones?

—Nadie quiere hacerle daño, Lan. Solo quieren que vuelva al trabajo.

Quiero decir, estamos hablando de un laboratorio de investigación, ¿verdad? No son la familia Gambino.

—Por favor, no dejes que le hagan daño —le imploró Lan.

—De acuerdo.

Sigue mirándome así, Li Lan, y no les permitiré ni que hieran sus sentimientos.

—Prométemelo.

—Prometido.

Debería ser una petición fácil de cumplir. Están tan desesperados por recuperarlo que probablemente le darán un aumento y una paga extra. Tubos de ensayo con monograma. Un ocular forrado de piel para el microscopio.

Li Lan se levantó. Permaneció inmóvil delante de Neal como invitándole a admirarla, como si estuviera exhibiéndose en una casa de lenocinio. Neal intentó apartar la mirada, lo intentó con tantas energías como le permitieron el alcohol, el vapor del jacuzzi y sus sentimientos por ella. Se notó tragar con fuerza y mirar primero su cuerpo y después sus ojos.

—Iré a hablar con él —dijo Lan.

Neal miró a su alrededor en busca de una toalla, pero no vio ninguna.

—Sí, ya va siendo hora de salir.

Lan negó con la cabeza.

—No. Espérame aquí, por favor. Ahora vuelvo.

—Uuuh, ¿podrías traerme una toalla, por favor?

—Eres tímido.

—Sí.

Lan se puso el batín. La seda se pegó a su piel húmeda.

—No hay motivo para ser tímido. Volveré para mostrarte mi agradecimiento.

—Oh, vaya. No hace falta que me lo agradezcas… Solo estaba haciendo mi trabajo.

Neal se sorprendió bastante cuando Lan se inclinó para besarle, rápida y suavemente, en los labios.

—Volveré en un momento… para mostrarte mi agradecimiento.

Era el susurro de una promesa.

—No —dijo Neal, con más reticencia de la que realmente sentía.

Lan le miró confusa.

—No lo entiendes —dijo Neal—. No es así como funciona. No hace falta que compres… un seguro.

Por supuesto, si quieres dejarle y huir conmigo y vivir felices y comer perdices, esa es otra historia.

—No es un seguro. Has sido muy agradable.

Ya. No se ha creído de la misa la media. Sigue temiendo por la seguridad de Pendleton y está dispuesta a entregarse para conseguir algo de protección extra. ¿Dónde aprende una pintora cosas como esta?

—De verdad, Lan. No, gracias.

Pero, por favor, no vuelvas a pedírmelo, Lan, porque creo que se me han acabado los «No, gracias».

Lan pareció confusa durante una fracción de segundo, después sonrió y se encogió de hombros. El batín se desprendió de su cuerpo con el movimiento y ella permitió que Neal le echara otra larga mirada adoptando una pose en plan «Piensa en lo que estás dejando escapar» que lo estremeció. Iluminada desde atrás por la luz que salía del ventanal del salón, parecía irreal, ultraterrena, divorciada de la realidad mundana del día a día, los trabajos pendientes y la ética aburrida. Pasó a formar parte de una velada mágica, de un tipo diferente de vida: un mundo en el que Neal deseaba perderse, flotando junto a ella en el reflejo de la neblina. Se ordenó levantarse, salir, pero Lan lo retuvo, inmovilizado en el remolino, atrapado en el vórtice.

Neal se inclinó hacia delante para echarse un poco de agua en la cara y apenas oyó el silbido de la bala que pasó rozando su cabeza y fue a golpear contra la pared de la casa.

Neal se hundió en el agua.