Desde luego, la tal Lila era despampanante.
Ese era su nombre, o al menos el nombre que utilizaba para trabajar en las convenciones. Fue lo que descubrió Neal gracias al expediente que le había traído Graham, el cual tuvo tiempo de sobra para hojear durante el interminable vuelo a San Francisco. Incluía una Polaroid tomada durante una cena por uno de los colegas de Pendleton en AgriTech. La instantánea mostraba a Pendleton sentado a una mesa de banquetes acompañado de una imponente mujer oriental. Debajo de la imagen, el colega había garabateado: «Robert y Lila».
Mientras examinaba la foto, Neal no pudo culpar a Pendleton por anteponer a Lila a sus quemadores Bunsen. Tenía el rostro en forma de corazón y el pelo largo, liso y negro como el satén, recogido a la izquierda con una peineta esmaltada de color azul. Sus bellos ojos rasgados contemplaban a Pendleton con lo que parecía afecto genuino mientras este se las veía y se las deseaba para manejar los palillos chinos. Le estaba sonriendo. Si se trataba de una profesional, pensó Neal, se trataba de una profesional con clase, y únicamente con verla en la foto ya le cayó bien.
Sobre Pendleton aún no se había formado ninguna opinión. Su historia era bien sencilla. Cuarenta y tres años, soltero, casado con su trabajo. Nacido en Chicago, graduado en Colorado, máster en Illinois, doctorado en el MIT. Se dedicó a la docencia durante un par de años en Kansas State antes de pasarse al sector privado. Primero en Ciba-Geigy, después en Archer, Daniels Midland y, por último, AgriTech. Llevaba diez años trabajando allí cuando se topó con Lila. Vivía en un piso, jugaba ocasionalmente al tenis, conducía un Volvo. No tenía cuentas al descubierto, ni problemas de crédito ni deudas. De hecho, comparando su salario más las pagas extra con sus gastos, uno llegaba a la conclusión de que debía de tener un buen pico ahorrado en el banco. Le gustaba tomarse una cerveza los fines de semana. Un tipo afable, pero sin amigos íntimos. Nada de mujeres. Tampoco muchachos. El fertilizante era su vida.
Joder, pensó Neal, no me extraña que haya perdido la cabeza tras descubrir el sexo con una mujer bella y exótica en una ciudad tan hermosa como San Francisco.
Neal había estado por primera vez en San Francisco siete años antes, en 1970, cuando la ciudad era la capital de la contracultura. Llegó con su pelo largo, sus vaqueros, un elegante collar de cuentas y la expresión hambrienta del fugitivo, enviado por Graham como rastreador en el típico trabajo de chica fugada de casa en pos de los cantos de sirena de Haight-Ashbury. Localizó a la joven hippie en una comuna urbana de Turk Street. Era la hija de un banquero de Boston empeñada en renunciar a su herencia capitalista. Neal compartió con ella un cuenco de arroz integral sentados en el suelo, se ganó su confianza y después se la entregó a Graham. Este se encargó del resto y más adelante Neal supo que la chica había acabado estudiando en Harvard. Todas las traiciones deberían acabar así de felizmente.
Su siguiente trabajo en la ciudad fue más sencillo aún. Para entonces tenía veinte años y uno de los clientes del Banco deseaba filmar un anuncio para televisión delante de una escultura instalada en Battery Park. Resultó que la escultura era obra de un artista de San Francisco con escasa afición a abrir el correo y responder al teléfono. Neal encontró a A. Brian Crowe en una cafetería de Columbus Avenue. El artista, por supuesto, iba vestido de negro de la cabeza a los pies y se refugió tras su capa cuando vio que Neal lo abordaba. Sin embargo, dos mil dólares en efectivo lo persuadieron para salir de su caparazón, y Neal y él sellaron el trato con sendos cafés con hielo. A. Brian Crowe se marchó contento. Neal se quedó en San Francisco una semana entera y también él se marchó contento, lo cual hizo de aquel encargo algo completamente inusual en todos los aspectos.
Neal suponía que uno tendría que ser un cretino para no admirar San Francisco. Y otra cosa no, pero de cretino el doctor Robert Pendleton no tenía ni un pelo. Probablemente sería la primera aventura romántica que disfrutaba en su vida y no deseaba perderla; debía de ser uno de los pocos afortunados que habían encontrado una prostituta que también podía considerarse una cortesana, una verdadera mujer de la noche. Probablemente aceptaría regalos en vez de efectivo o puede que un discreto cheque ingresado en su cuenta.
Así pues, Neal le extendería otro cheque y ahí acabaría todo.
Neal cerró el expediente y abrió el Fathom. Se quedó dormido al cabo de un par de capítulos. La azafata lo despertó a fin de que enderezase el respaldo del asiento para el aterrizaje en San Francisco.
A Neal nunca le había gustado el hotel Mark Hopkins. La cuenta era tan abultada como pequeñas las habitaciones, y la dirección de Snob Hill no le impresionaba en lo más mínimo. Pero aparentar prosperidad siempre ayuda a la hora de realizar un soborno, y Neal deseaba invitar a Lila a tomar una copa tranquila en el Top of the Mark y disponer de acceso rápido a una habitación donde poder entregarle el dinero en privado, de modo que hizo de tripas corazón y se registró.
Le tendió al melindroso recepcionista la tarjeta oro del Banco, admitió llevar únicamente una pequeña bolsa de mano y subió solo hasta su habitación del sexto piso, que, al estar situada en la esquina, permitía al menos que uno se diera la vuelta en su interior sin verse obligado a cruzar los brazos sobre el pecho. Las ventanas daban al puente de Oakland Bay y a varias casas victorianas de Pine Street bellamente restauradas, pero a Neal no le preocupaban las vistas, pues no tenía pensado pasar allí demasiado tiempo. Quería una ducha lenta y una comida rápida antes de ponerse manos a la obra.
Llamó al servicio de habitaciones y encargó una tortilla de queso suizo con un bagel tostado, una jarra de café y un ejemplar del Chronicle. A continuación se quitó la ropa, roñosas el viaje, y se metió en la ducha. Después de haberse pasado meses calentando agua para darse baños al aire libre, tibios en el mejor de los casos, a Neal le sentó de maravilla el caliente chorro a presión de la ducha. Tanto que se excedió ligeramente de tiempo y todavía se estaba afeitando cuando llamaron a la puerta.
Firmó el recibo y la propina, se sirvió una taza de café solo y le fue dando sorbitos mientras se terminaba de afeitar. Después se sentó a la pequeña mesa junto a la ventana para devorar la comida y el periódico.
Neal era un adicto a la letra impresa, algo que atribuía a su condición de neoyorquino. Se saltó la primera plana del Chronicle para empezar directamente por la columna de Herb Caen —que disfrutó—, y después pasó a la sección deportiva. Estaba a punto de comenzar la temporada de béisbol y los Yankees parecían bien preparados para afrontar 1977. Esa, pensó Neal, es una de las cosas buenas de la primavera. Todos los equipos locales parecen tener una oportunidad. Es durante los áridos días de verano cuando las esperanzas comienzan a languidecer, para después marchitarse y acabar muriendo en el otoño. A menos que tengas lanzadores de reemplazo, claro.
Tras un prolijo escrutinio de las páginas deportivas, Neal volvió su atención a las centrales para ponerse al día con las noticias. Jimmy Carter era de verdad presidente, vestía suéteres a lo Ward Cleaver y trataba al país igual que este a su travieso hijo Beaver. Mao seguía muerto y sus sucesores se disputaban los restos. Brézhnev estaba enfermo. Lo mismo de siempre.
Lo cual le recordó a Neal que tenía que hacer el mismo trabajo de siempre: encontrar a un tunante y llevarlo de vuelta a casa. Dedicó su tercera taza de café a trazar un plan.
Tampoco es que fuese un gran plan. Lo único que tenía que hacer era dirigirse tranquilamente al Holiday Inn y seguir a la pareja hasta que surgiera la oportunidad de abordar a la mujer a solas para hacerle la oferta. Después, recoger los pedazos del roto corazón de Pendleton y embarcarlos rumbo a Raleigh. Casi tan fácil como darle dinero a un artista muerto de hambre.
Fue entonces cuando se le ocurrió la brillante idea de trabajar con los dedos en vez de con las piernas. ¿Para qué darse el paseo colina abajo y perder el tiempo en seguirles? Mejor llamarles a su habitación. Si contesta él, cuelga. Si responde ella, di algo del estilo de: «No me conoce, pero tengo mil dólares en billetes para usted debajo de un vaso de agua en una mesa en el Top of the Mark. Reservada a nombre de Neal Carey. A la una en punto. Venga sola». No había fulana en el mundo, por mucha clase que tuviera, que fuera a perderse semejante cita.
Seguro, sencillo y civilizado, pensó Neal. No tenía sentido complicar las cosas más de lo necesario.
Encontró el teléfono del hotel en el expediente y marcó el número.
—Habitación mil dieciséis, por favor —dijo.
—Le paso con centralita.
Neal le dio un sorbo a su café.
—Operadora. ¿En qué puedo ayudarle?
—Habitación mil dieciséis, por favor.
—Gracias. Un momento.
Pasó más de un momento. Fueron más bien diez.
—¿A quién está intentando localizar, caballero?
Oh-oh.
—Al doctor Robert Pendleton.
Otros diez momentos más. De los largos.
—Lo siento, señor. El doctor Pendleton ha dejado el hotel.
Estupendo.
—Uuuh… ¿cuándo?
—Esta mañana.
Mientras yo me duchaba, me llenaba la andorga y perdía el tiempo leyendo artículos sobre los entrenamientos de pretemporada, pensó Neal.
—¿Ha dejado alguna dirección de contacto?
—Un momento.
¿Ha dejado alguna dirección de contacto? El típico recurso a la desesperada.
—Lo lamento, caballero. El doctor Pendleton no ha dejado ninguna dirección de contacto. ¿Desea dejarle un mensaje en caso de que llame?
—No, gracias, y gracias por su ayuda.
—Que pase un buen día.
—Ya.
Neal se sirvió otra taza de café al tiempo que se maldecía por gilipollas. De acuerdo, piensa, dijo para sí. Pendleton ha dejado su habitación. ¿Por qué? A lo mejor por dinero. Los hoteles son caros y puede que haya encontrado un apartamento. O a lo mejor AgriTech seguía molestándole y ha cambiado de hotel. O a lo mejor la fiesta se ha acabado y en estos momentos viaja de regreso a Raleigh. Ese sería el mejor de los casos, pero no puedes permitirte contar con ello. De modo que de vuelta a la faena.
Pendleton no es un profesional, por lo que lo más probable será que no haya pensado en cubrir sus huellas. Probablemente ni siquiera sepa que alguien le sigue la pista. Y solo hay un lugar donde hallar el comienzo de la misma.
Neal se vistió apresuradamente. Se puso una camisa azul eléctrico, pantalones de algodón y mocasines negros, se pasó por el cuello una corbata de rayas rojas y azules dejándose el nudo abierto, y sacó la mitad de las cosas de su bolsa de mano, dejando las justas para que aportaran algo de peso. Tras meter la tarjeta de embarque de su vuelo en el bolsillo de su blazer azul para todas las ocasiones y a prueba de arrugas, se guardó un billete de diez dólares en el bolsillo de los pantalones y se dirigió apresuradamente hacia el ascensor, que pareció eternizarse en llegar hasta allí. Neal supuso que estaba a diez minutos de perder su única oportunidad de captar el rastro de Pendleton y no sabía si contaba con ellos.
El Holiday Inn estaba en Kearny Street, bajando en línea recta desde el Hopkins por California Street. Normalmente, Neal habría ido andando, pero justo cuando salió a la calle un tranvía estaba llegando a la parada, así que compró un billete y se subió de un salto, quedándose agarrado a un costado, como había visto hacer en las películas. Aunque era un día fresco y soleado, ya había empezado a sudar. Era una carrera contra las señoras de la limpieza del Chinatown Holiday Inn.
Neal se bajó en la esquina de Kearny con California, tres manzanas al sur del Holiday Inn. No echó a correr, pero tampoco se limitó a caminar, y recorrió la distancia en unos dos minutos. Evitando la mirada del portero, se encaminó directamente hacia los ascensores. Había uno esperándole. Recuperó el aliento mientras ascendía. O casi. Quería parecer un poco sofocado para el numerito.
Las puertas se abrieron y vio el cartel («1001-1030») con una flecha que señalaba hacia la izquierda. Recorrió trotando el pasillo y, como no podía ser de otra manera, encontró dos carros de la limpieza parados entre las habitaciones 1001 y 1012. Así pues, pensó Neal, todo depende de por dónde hayan comenzado.
Intentó parecer preocupado, agobiado y con prisas. Ninguna de las tres emociones exigía ser un gran actor del método.
—Voy a perder mi vuelo —le dijo a la señora de la limpieza que estaba saliendo de la 1012—. ¿Ha encontrado un billete?
La mujer le miró inexpresiva. Era joven e insegura. Neal la rodeó y zarandeó el picaporte de la 1016. Estaba cerrada.
—¿Ha encontrado un billete en esta habitación? ¿Un billete de avión?
La otra señora de la limpieza salió de la 1011.
—¿Qué ha perdido?
Era mayor. La jefa.
—Mi billete de avión.
—¿Qué habitación? —preguntó la mujer, mirándolo de arriba abajo.
Neal supo que no podía darle tiempo para que relacionara la habitación con Pendleton. Esperaba que el buen doctor no hubiera sido proclive a las grandes propinas.
—¿Podría dejarme entrar, por favor? Tengo que coger un vuelo a Atlanta en tres cuartos de hora.
—Llamaré al encargado.
—No tengo tiempo —dijo Neal, sacándose el billete de diez dólares del bolsillo y dejándolo sobre un extremo del carro—. ¿Por favor?
La mujer sacó un llavero e introdujo una llave en la cerradura. La joven comenzó a hablar rápidamente en chino, pero la veterana la acalló con una mirada severa.
—Rápido —le dijo a Neal, quedándose en el umbral de la puerta mientras le hacía gestos para que entrase.
La asistenta joven se plantó junto a ella, como para evitar que Neal robase un cenicero o un televisor o algo.
Neal había registrado muchas habitaciones en su vida, pero nunca a contrarreloj y con público delante, a menos que contase las interminables sesiones de práctica con Graham. Aquello era como una especie de concurso para investigadores privados; si conseguía pasar la ronda eliminatoria podría participar con opción a premio. Le habría ayudado saber qué era lo que estaba buscando, pero buscaba a ciegas, lo cual iba a requerir algún tiempo.
La cama estaba sin hacer, pero por lo demás la habitación parecía ordenada. La pareja no se había marchado apresuradamente. Hasta se habían molestado en dejar las toallas mojadas en la bañera y la basura en la papelera.
Neal comenzó por los cajones de la mesa. Nada.
—Mierda —dijo, para darle algo de realismo a la escena.
Revisó la mesita de noche junto a la cama. Al lado de la guía telefónica y de la Biblia descansaba uno de esos pequeños cuadernos de notas de hotel. Neal le dio la espalda a su público y se lo guardó en el bolsillo.
—No voy a llegar —dijo.
—¿Debajo de la cama? —sugirió la asistenta veterana.
Neal decidió seguirle la corriente y se puso a gatas para mirar bajo la cama. Ni siquiera había polvo, y ni mucho menos un calcetín desparejado o una nota indicándole adónde habían ido Pendleton y Lila.
—A lo mejor lo tiré sin darme cuenta —dijo Neal al levantarse—. Qué idiota.
Las señoras de la limpieza asintieron con entusiasmo.
La papelera estaba llena, como si la pareja hubiera hecho limpieza antes de marcharse. Gente educada y considerada. Tres latas vacías de Pepsi Light descansaban sobre algunos pedazos de cartón, de los que suelen acompañar a las camisas al volver de la tintorería. Al fondo del todo había un mapa de bolsillo de San Francisco y un montoncito de resguardos.
—Jesús, ¿cómo he podido ser tan estúpido? —dijo Neal, agachándose para meter la mano en la papelera.
Le mostró a su público el trasero mientras se sacaba la tarjeta de embarque del bolsillo. Después colocó el mapa y los resguardos bajo el sobre de la tarjeta, se enderezó mostrándoselo a las mujeres y a continuación se lo guardó todo en el bolsillo con solapa.
—Muchísimas gracias —dijo.
—Deprisa, deprisa —dijo la mujer mayor.
Deprisa, deprisa, por supuesto que sí, pensó Neal.
Seguridad le detuvo en el vestíbulo.
Seguridad, en este caso, era un joven chino más grande y más musculoso de lo que a Neal le habría gustado. Tenía los brazos grandes y anchos y su pecho parecía incómodamente ceñido bajo la chaqueta gris de su uniforme. Evidentemente, le había dedicado tiempo al banco de pesas. Neal, que nunca había tenido que preocuparse de dejar espacio en su chaqueta para los músculos, sabía que aquel tipo no tendría el más mínimo problema para lanzarlo contra una pared e inmovilizarlo. Vestía una camisa blanca arrugada en torno a una cintura que había comenzado a ensancharse y llevaba un walkie-talkie prendido del cinturón. Probablemente también llevaría una porra oculta en alguna parte, pensó Neal, posiblemente junto a la espaldilla. Solo que nada en aquel tipo merecía un diminutivo. Y parecía que quería hablar.
—Disculpe, caballero —dijo. No tenía ni rastro de acento chino—. ¿Puedo preguntarle qué estaba haciendo en la habitación mil dieciséis?
La asistenta joven no había perdido el tiempo en denunciarle.
—Me había dejado el…
—Olvídalo. No era su habitación.
Neal asintió en dirección a los demás huéspedes en el vestíbulo.
—¿Podemos solucionar esto fuera?
—Claro.
El segurata abrió la puerta para Neal, permitiendo que este se hiciera una buena idea de su masa. Neal supo que su siguiente maniobra sería colocarse delante de él y arrinconarlo contra la pared, lo cual supondría el final de la partida. Así pues, no podía permitirse que Bancodepesas realizara su siguiente maniobra.
Tan pronto como salió por la puerta, Neal miró hacia la izquierda, levantó la mano y gritó:
—¡Taxi!
El primer taxi de la fila se aproximó al bordillo y un botones se apresuró a abrir la puerta.
—No, no, no —dijo Bancodepesas, agitando los brazos mientras se interponía entre Neal y el taxi.
A Neal, que de todos modos no quería un taxi, le pareció bien. Lo que de verdad le apetecía era dar un largo y agradable paseo colina arriba por una calle empinada, para comprobar cuántas ganas tenía realmente Bancodepesas de cargar con su barrigón y todos aquellos músculos solo para charlar con él. Ahora que Bancodepesas se había colocado a su izquierda, Neal tenía todo el flanco derecho despejado para moverse, y sabía adónde le conduciría un giro en esa dirección: a través de North Beach y luego a Telegraph Hill, una calle sobradamente larga y empinada para lo que tenía en mente. De modo que giró bruscamente a la derecha y echó a caminar.
Bancodepesas perdió dos segundos plantado junto al taxi, preguntándose cómo de avergonzado debería sentirse, y después otro segundo intentando decidir si la persecución iba a merecer la pena.
Decidió que sí.
A Neal no le hizo gracia mirar por encima del hombro y ver que Bancodepesas le iba a la zaga, pero tampoco se preocupó demasiado. Aquel tipo no iba a provocar una escena —no tan cerca de su hotel, al menos— y tampoco iba a llamar a la policía por semejante chorrada. En cualquier caso, a Neal no le vendría mal asegurarse de que el asunto pasaba a ser personal, por lo que desperdició un segundo a su vez para darse media vuelta y sonreír en dirección a Bancodepesas. Después se metió el dedo medio en la boca, lo giró cuarenta y cinco grados, volvió a sacarlo con un sonoro «pop» y le hizo un corte de mangas.
Bancodepesas se lo tomó como algo personal. Asintió, agachó la cabeza y siguió caminando.
De acuerdo, pensó Neal. Vamos. Me he pasado seis meses subiendo y bajando por un empinado páramo de Yorkshire cargado con bolsas de víveres. Ningún segurata cachas con problemas de sobrepeso me va a alcanzar en una colina.
Neal lo condujo Kearny arriba y volvió a torcer a la derecha por Broadway, que era un poco más llana de lo que recordaba. Aceleró el ritmo al pasar por delante de los garitos de striptease y los sex shops que acababan de abrir para recibir a los primeros clientes. Bancodepesas no se dejó distraer por los cansados voceros que bebían café en vasos de cartón ni por las adormiladas bailarinas que justo llegaban con su ropa de baile en bolsas de deporte colgadas del hombro. No tropezó con ninguna de las botellas vacías de vino y cerveza ni resbaló sobre ninguno de los envoltorios de bocadillos ni demás basura que sembraban el suelo de North Beach. Un viento fresco y mordiente llegó desde la bahía para golpearles en la cara, pero aquello tampoco frenó demasiado a Bancodepesas.
Obligado a servirse de trucos baratos, Neal atravesó Broadway serpenteando entre el tráfico, provocando varias pitadas irritadas, pero ninguna preocupación aparente en Bancodepesas, que apartó un Renault de un manotazo y siguió avanzando.
Joder, pensó Neal, menudo día. Primero, meto la pata y dejo que Pendleton se me escape; después, encuentro al único detective de hotel de Norteamérica con un hiperdesarrollado sentido del deber.
Dobló a la izquierda para tomar Sansome Street, que le aportó la inclinación que estaba buscando. Como un resplandeciente arroyo que va a desembocar en un río contaminado, Sansome Street parecía otro mundo completamente distinto al de Broadway. Sus garajes a nivel de la calle conducían a casas y apartamentos pintados de blanco y colores pastel y a enormes salones con vistas a la bahía. Muchas de las ventanas exhibían esas pegatinas de empresas de seguridad que advierten a los posibles cacos de que no intenten entrar a menos que quieran que se les eche encima un contingente de cateados de la academia de policía armados con porras, rottweilers y complejos de inferioridad.
Sansome Street parecía hermosa, moderna y cara, y Neal se preguntó de dónde saldría el dinero. Puede que de calles como Broadway. Dinero que se escurría entre los dedos de las strippers y las putas, dinero que salía del bolsillo de los yonquis y los adictos al porno, de los borrachos tristes que pagaban seis pavos por un chupito para poder observar por encima de sus mugrientos vasos de bourbon barato los amargos meneos y contoneos de la hija de otro. A lo mejor era el airado resplandor de neón del barrio chino lo que pagaba los cálidos y soleados salones con vistas a la bahía.
Su ensueño de guerra de clases le distrajo del dolor que comenzaba a agarrotarle las piernas, un dolor que le recordó que aceptara Sansome Street por lo que era: la ruta más empinada hacia la cima de Telegraph Hill. Hizo de tripas corazón y aceleró. Hay un truco para ascender una colina: mantener las rodillas ligeramente dobladas al caminar, como Groucho Marx subiendo una escalera. Cada tres o cuatro pasos, echas el peso hacia atrás, sobre los talones. Esta técnica ahorra desgaste a las rodillas y los tobillos y te ayuda a subir la colina con mayor rapidez. Rapidez suficiente como para dejar a un musculoso segurata de Woolworth’s con barriga cervecera tirado en el asfalto aspirando aire a bocanadas.
Tras haber castigado un par de minutos a su perseguidor, Neal miró por encima del hombro y vio que Bancodepesas estaba jadeando, resoplando, farfullando, sudando… y ganando terreno.
Neal no sabía dónde habría aprendido aquel tipo la Técnica Especial de Subir Colinas de Carey, pero supuso que su patente corría peligro. Y también su integridad física, pues sus piernas comenzaron a sufrir una de esas transformaciones tipo Pinocho, pero a la inversa: se estaban convirtiendo en madera. La jarra de café y la tortilla de queso que había ingerido plantearon serias quejas en forma de un doloroso calambre y sus pulmones comenzaron a poner en duda lo afortunado de la idea.
Neal miró a su alrededor en busca de pedruscos o cualquier otra cosa que pudiera lanzar rodando hacia Bancodepesas, como hacen en las películas, pero no vio nada. De modo que dio una profunda bocanada y aceleró un poco más el paso. El plan A, la maniobra «dejemos atrás al gordo en la cuesta», no había funcionado, así que intentó idear un plan B más eficaz. El ingenio y la sabiduría de Joe Graham acudieron a él.
—Si no puedes vencerles —había entonado Graham en una ocasión—, sobórnalos.
Neal tenía una ventaja de unos diez segundos sobre Bancodepesas y supuso que necesitaría como mínimo quince. Su táctica no estaba sirviendo de nada, de hecho podría considerarse muy afortunado si conseguía alcanzar el parque de Coit Tower con un colchón de cinco segundos, y cinco segundos no iban a ser suficientes para lo que tenía en mente, de modo que echó a correr.
«Correr» es un verbo demasiado grandioso para el trote gorrinero que consiguió sacarles a sus piernas. El corazón de Neal realizó una imitación de Buddy Rich ciego de anfetas, el placentero calambre del estómago se le extendió hasta la entrepierna y sus pulmones presentaron una enérgica protesta en forma de resuello. Pero sus piernas siguieron moviéndose. Corrieron hasta la esquina de Filbert Street y giraron a la derecha, después brincaron hacia la acera norte de la calle. Mientras sus piernas se mantenían ocupadas corriendo, su mano derecha entró en la chaqueta, sacó la cartera y la puso sobre su mano izquierda. Ambas manos colaboraron para extraer uno de los crujientes billetes de cien dólares del Banco y para volver a guardar la cartera. Después partieron en dos el billete; la izquierda guardó su mitad en el bolsillo izquierdo de los pantalones y la derecha agarró con fuerza el premio en su sudorosa palma.
Neal echó un rápido vistazo a su espalda y vio que Bancodepesas aún no había alcanzado la esquina de Filbert; parecía que iba a conseguir sus quince segundos. Llegó al parque de Coit Tower, encontró una roca del tamaño de una bola de jugar a los bolos junto a la base de un árbol y dejó la mitad del billete de cien debajo de ella. Después esprintó con tanta velocidad como fue capaz de reunir por la rampa que conducía hasta la atalaya de observación y marcó la localización del árbol. Se apoyó contra la barandilla junto a uno de los binoculares de monedas para recuperar lo que le quedaba de aliento. Mientras respiraba a bocanadas, se sacó el mocasín izquierdo y guardó en su interior los resguardos y la libreta de notas del hotel antes de volver a ponerse el zapato. A menudo, la gente que te registra se olvida de mirarte en los zapatos, incluso después de haberte dejado inconsciente de una paliza.
Neal engulló una bocanada de aire fresco mientras admiraba la vista desde la terraza de la atalaya, que era tan impresionante como recordaba. Ante sus ojos se extendía toda la bahía. A su izquierda alcanzaba a distinguir una pequeña porción del puente Golden Gate tocando tierra en Marin County y, alzándose por detrás, la ladera sur del monte Tamalpais. A la derecha del Tam divisó Sausalito y, oteando hacia levante, pequeños veleros surcando las aguas de color zafiro que rodean la chata y célebre islita de Alcatraz. A su derecha podía ver el puente de la bahía cuan largo era, hasta llegar a Oakland. Un enorme carguero surcaba la bahía en dirección a San Mateo.
Neal tuvo unos cinco segundos para disfrutar de todo aquel esplendor antes de volverse para ver cómo Bancodepesas emprendía el ascenso de la rampa. Neal divisó una expresión homicida en la mirada del guardia de seguridad y se preguntó si estaba a punto de recibir una paliza de muerte.
Tal cosa carece de importancia en la televisión, cuando el detective privado protagonista es apaleado por tres tipos que le doblan la talla, porque, cuando volvemos a verle tras la pausa publicitaria, sale una mujer hermosa que le cura las heridas y apenas un rollo más tarde ya vuelve a estar como nuevo. Pero las palizas de la vida real duelen. Peor aún: causan heridas que tardan mucho tiempo en sanar, suponiendo que alguna vez lo hagan. Neal solo quería ahorrarse la experiencia.
Apoyó la espalda contra la barandilla y uno de los binoculares que quedaba a su izquierda mientras Bancodepesas alcanzaba la terraza y comenzaba a encaminarse hacia él.
—¿Ahora me vas a hacer perseguirte colina abajo? —preguntó Bancodepesas mientras se aproximaba a Neal siguiendo el contorno de la barandilla. Respiraba con dificultad, ganando tiempo para recuperar el aliento.
—No lo sé, ¿serviría de algo?
—Eres gilipollas. ¿Sabes dónde vivo? En Chinatown. ¿Sacramento Street? ¿Clay Street? ¿California Street? ¿Sabes lo que son?
Desde luego soy gilipollas, pensó Neal.
—Colinas —respondió—. Son grandes colinas.
—Llevo subiendo y bajando estas calles desde que era un crío. ¿Creías que serías capaz de dejarme atrás en una colina? Vamos, hombre.
—Tienes razón. Me disculpo.
—No pasa nada. Y ahora, ¿a qué ha venido todo esto? ¿Qué has robado?
—Nada.
Ahora Bancodepesas había comenzado a respirar por la nariz, controlando el ritmo y ralentizándolo. Paseó la mirada por los alrededores para comprobar si estaban solos. Lo estaban.
Sacó su placa de guardia de seguridad y la levantó para que Neal la viera.
—Hagamos esto por las buenas —dijo.
—Estaba buscando una cosa.
—¿DP?
—Eso mismo.
—¿CI?
Neal no se vio con ánimos de soportar más siglas, así que levantó el billete de cien dólares partido por la mitad.
—Puedes relajarte —dijo—. Has hecho tu trabajo. No he robado nada. Me has alcanzado. Llévate el premio.
Encajó el billete detrás de la ranura para monedas de los binoculares y comenzó a retroceder.
—¿Me estás ofreciendo un soborno?
—Sí.
—No tengo nada en contra del concepto, solo me estaba asegurando.
—Básicamente te estoy pagando para que no me des una paliza en nombre de tu amor propio.
Bancodepesas sonrió, aceptando graciosamente la amilanada rendición de Neal.
—¿Dónde está la otra mitad?
—Debajo de un árbol, por ahí abajo.
Bancodepesas era un gordo veloz. Su pie derecho salió despedido y cortó el aire dos veces a la altura de la cara de Neal antes de que este pudiera echarse a llorar.
—No pienso jugar al escondite por medio billete que probablemente ni siquiera exista.
Neal se alejó un poco más de Bancodepesas, deslizándose contra la barandilla, mientras decía:
—Te diré lo que haremos. Coge este medio billete y ve bajando por el sendero. Yo me quedaré aquí, donde puedas tenerme controlado. El árbol está a la vista. Cuando estés, digamos… hum… a unos veinte pasos de distancia, empezaré a darte instrucciones. Ya sabes, «frío frío, caliente caliente», hasta que encuentres la otra mitad.
—Solo hay dos senderos de bajada —le advirtió Bancodepesas a Neal.
—Lo sé.
—Si intentas joderme, te alcanzaré otra vez.
—También lo sé.
—Y si me obligas a hacerlo, te romperé las costillas.
Esto ya pasa de castaño oscuro, pensó Neal, incluso para un ferviente cobarde como yo. Puede que este trabajo me lleve nuevamente al terreno de este tipo, en cuyo caso necesitaré un mínimo de autoridad para negociar. Debemos llegar a un punto intermedio más equilibrado.
—Puede —dijo Neal—. Pero entonces tendré que sacar la pipa, Bruce Lee.
Aquello detuvo a Bancodepesas durante un segundo. Ni se había planteado la posibilidad de que un payaso como Neal llevase pistola.
—¿En serio? —preguntó, estudiando los contornos de su chaqueta.
—Naaah…
Pero ahora ya no estás tan seguro, ¿verdad, Bancodepesas?, pensó Neal. Eso está bien. Eso está fetén.
—¿Trato hecho? —preguntó Neal.
—Creo que podemos llegar a un acuerdo —dijo Bancodepesas.
Alargó lentamente la mano y cogió el medio billete de la ranura para las monedas. A continuación le clavó a Neal una mirada de tipo duro y comenzó a retroceder.
Neal contó hasta veinte, lentamente y en voz bien alta, y a continuación comenzó a darle instrucciones a Bancodepesas. El juego se prolongó un minuto hasta que Neal lo vio agacharse junto a la roca e incorporarse con la otra mitad del billete en la mano.
—¿Todo solucionado? —preguntó Neal.
—¡Espera un momento! ¡Estoy comprobando la numeración!
Un tipo listo, pensó Neal. La próxima vez que vuelva a San Francisco, trabajará en un despacho.
—¡De acuerdo! —gritó Bancodepesas—. Y ahora ¿qué?
—¡No lo sé! ¡Es la primera vez que hago esto! ¿Se te ocurre alguna idea?
—¿Qué tal si me limito a marcharme?
—¿Cómo sé que no me estarás esperando abajo?
—¡Tienes una mente muy sucia y suspicaz!
—¡Dímelo a mí!
Neal estaba debatiendo consigo mismo si debía confiar en Bancodepesas cuando este gritó:
—¿Tienes diez centavos?
¿Qué diablos?
—¡Sí!
—¡De acuerdo! ¡Iré al Pier 39! Espera quince minutos y después mete la moneda en los binoculares. Mira hacia el Pier 39 y me verás allí de pie, saludando.
Un concepto interesante, pensó Neal.
—¡Claro! ¡Eso te da diez minutos para rodear el parque, sorprenderme por detrás y tirarme de cabeza a la bahía!
—¿No te fías de mí?
No, pensó Neal, pero tampoco tengo elección, ¿verdad? A menos que quiera quedarme en esta colina un par de días.
—¡Es imposible llegar andando hasta el Pier 39 en quince minutos!
—¡Pensaba coger un taxi, imbécil!
Siempre quedaba ese recurso.
—Está bien, está bien. ¡Ponte en marcha!
—¡Encantado de haberte perseguido!
—¡Encantado de haber sido perseguido!
Neal observó mientras Bancodepesas desaparecía entre los árboles. Consultó el reloj. Eran las once menos cuarto, aunque le había parecido que sería mucho más tarde. Dedicó el tiempo a recuperar el aliento, a serenar el pulso y a disfrutar de la vista. Esperó doce minutos y después metió la moneda de diez centavos en los binoculares y los dirigió hacia el antiguo muelle. Bancodepesas debía de haber encontrado un taxista de primera, porque aún no habían dado las once cuando Neal lo vio allí de pie, mirando hacia Telegraph Hill, sonriendo y saludando con la mano.
Adoro a un hombre capaz de aceptar un soborno honesto, pensó Neal.
Neal se tomó su tiempo para bajar de Telegraph Hill. Paseó por Greenwich Street hasta llegar a Columbus Avenue, se detuvo a admirar las torres de terracota de la catedral de San Pedro y San Pablo, y tomó asiento en un banco de Columbus Square. Compartió el banco con dos ancianos que charlaban afablemente en italiano. El asiento le proporcionaba una buena perspectiva del parque, donde vio a madres jóvenes empujando carritos de bebé, ancianos chinos practicando taichí y ancianas italianas más mayores aún, vestidas de negro, que les echaban migas de pan a las palomas. Le gustó lo que vio, pero más aún le gustó lo que no vio: ni a Bancodepesas ni a un pequeño grupo de amigos y asociados del mismo buscando a un joven blanco vestido con un blazer azul y pantalones de algodón. La confianza es una cosa, pensó, y la estupidez otra muy distinta.
Neal permaneció otros cinco minutos en el banco antes de seguir bajando por Columbus hacia la esquina con Broadway. Tras haber pasado junto a media docena de bares, panaderías y cafeterías italianas (ya habría tiempo para eso más tarde), encaminó sus pasos derecho hacia la librería City Lights.
Neal había oído hablar de City Lights mucho antes de haberla visitado por primera vez. Lo que Shakespeare and Company fue para la Generación Perdida, City Lights lo había sido para la Generación Beat. Era una vela literaria en la ventana que iluminaba el camino que iba de Kerouac hasta Kesey, y en cierto modo también hasta Smollett, Johnson y el viejo Lazarillo de Tormes.
Sobre todo, era una librería condenadamente buena que tenía mesas y sillas que verdaderamente animaban a los visitantes a sentarse a leer. No había carteles marrulleros para recordarles que aquello era un negocio y no una biblioteca. En consecuencia, comprar un libro en City Lights era a la vez un placer y un privilegio, aunque aquello solo fuese parte de lo que Neal tenía en mente.
Cruzó el estrecho vestíbulo, asintió a modo de saludo al dependiente que se sentaba detrás de la caja y descendió las desvencijadas escaleras que conducían al sótano. Otros peregrinos escudriñaban los anaqueles, embelesados en su exploración de varias secciones reunidas bajo el rótulo «Contracultura», que contenían tesoros difíciles de encontrar en Cleveland, Montgomery o Nueva York.
Neal curioseó un rato a su vez, se decidió por un ejemplar en rústica de Desert Solitaire, de Edward Abbey, y se sentó a una mesa. Dedicó un par de minutos a disfrutar con la prosa de Abbey y después descubrió que necesitaba rascarse un picor en la planta del pie izquierdo. Se quitó el mocasín, extrajo el cuaderno y los resguardos y lo dejó todo sobre la mesa. Una de las cosas estupendas que tenía City Lights era que a nadie le importaba lo que estuvieras mirando.
Empezó por el cuaderno, con el cual acabó enseguida, ya que ni tenía nada escrito ni encontró impresiones en ninguna de las dos primeras páginas. Por el momento, nada prometedor.
Los resguardos demostraron ser más interesantes, ya que cada uno de ellos correspondía a un billete de ida y vuelta en el autobús número cuatro de Transportes Blue Line, por valor de tres dólares y medio. Seis en total, todos ellos de la semana anterior. Neal no sabía adónde conducía el autobús número cuatro, pero por tres dólares y medio no podría ser demasiado lejos. ¿Adónde diablos habría estado desplazándose Pendleton? ¿O acaso serían de Lila? ¿Una fulana viajera?
Neal se guardó los billetes y el cuaderno en el bolsillo, compró el ejemplar de Desert Solitaire a cuenta del Banco y volvió a subir por Columbus. Sabía exactamente lo que necesitaba para seguir la pista y lo halló en una cafetería con terraza llamada La Figaro, donde pidió un café solo doble con hielo y una porción de pastel de chocolate. Azúcar, cafeína y carbohidratos: exactamente el tipo de alimento para el cerebro que necesitaba para inspirarse. Neal estaba sentado fuera, regodeándose en la autoindulgencia y en la prosa de Edward Abbey, cuando notó que una sombra se cernía sobre su hombro y oyó una voz que le preguntaba:
—¿Qué, tienes más dinero para mí?
Neal alzó la mirada y sonrió.
A. Brian Crowe no había cambiado demasiado. Seguía rondando por las mismas cafeterías. Seguía siendo alto y delgado, seguía llevando la melena rubia a la altura de los hombros y seguía vistiendo de negro de la cabeza a los pies. Incluso seguía llevando la misma capa de satén negro colgada alrededor del hombro.
—¿Alguna otra gran empresa que desee filmar sus obscenidades delante de mi arte? —preguntó Crowe.
—Me temo que no.
—Entonces al menos podrías invitarme a un espresso.
—Es lo mínimo que podría hacer.
Crowe le hizo una señal a la camarera, que se dirigió de inmediato hacia la cafetera. Evidentemente, no era la primera vez que Crowe gorroneaba consumiciones en La Figaro.
—¿Qué tal va la vida de artista hambriento? —preguntó Neal cuando les hubieron servido el café.
—Chévere —respondió Crowe. Se enjuagó la boca un par de veces con el contenido de media taza y acto seguido echó repentinamente la cabeza hacia atrás y tragó. Saboreó el regusto en la boca y después señaló con el dedo pulgar por encima del hombro hacia un rascacielos en el distrito financiero—. Querían una escultura para su vestíbulo. Se la encargaron a Crowe, que les presentó un presupuesto desmedido que, por absurdo que parezca, pagaron. Crowe se compró su apartamento.
—¿Te has comprado un apartamento?
—Era una escultura muy grande —explicó Crowe. Se llevó la taza nuevamente a los labios y se echó el café al coleto. Su prominente nuez osciló, dándole el aire de un pavo al tragar gotas de lluvia—. Ocupa una posición prominente en un lugar de paso transitado por los sensualmente esclavizados pero socialmente ambiciosos, algunos de los cuales han decidido intentar ascender en la escala social impulsándose con un Crowe original. La expresión monetaria de su eterna gratitud permite a Crowe llevar el estilo de vida al que ahora se ha acostumbrado.
—¿Salón soleado? ¿Con vistas a la bahía?
—En resumen: estoy in y, por lo tanto, montado en el dólar. Invítame a otro espresso.
Sus largas falanges extrajeron una tarjeta de su bolsillo.
—¡Venga ya, Crowe! ¿Tarjetas de visita?
—Tú conoces a muchos empresarios, ¿verdad?
—Supongo que es verdad que los sesenta terminaron.
Crowe alzó una ceja en dirección a la camarera, que rápidamente llegó con otros dos cafés. Crowe se inclinó sobre su taza y miró con tristeza a Neal. Dejó caer la pose de artista y dijo:
—Mis clientes más trajeados siempre me están pidiendo que les consiga algo de ácido. ¡Ácido! No me meto un tripi desde el primer festival de Monterey.
—¿Así que te has bajado del autobús mágico?
—Para subirme al tren de la pasta. Los sesenta están acabados, los setenta van de capa caída y los ochenta los tenemos prácticamente encima. Y a los ochenta conviene llegar con dinero. Recuérdalo bien, joven Neal. El dinero es lo único que importa ahora.
Neal aceptó la tarjeta.
—Mis clientes no suelen recurrir a mí en busca de arte, pero…
—Hay que tener contactos en todas partes, ¿sabes? Son los contactos los que acaban uniendo a las personas influyentes.
—¿Las «personas influyentes», Crowe? ¿Qué harás a continuación, inscribirte en el club de campo? ¡Pero si eras comunista, por el amor de Dios!
—Devolví el carnet. Tengo treinta y ocho años, joven Neal. No puedo seguir trabajando a cambio de arroz, judías y hierba. Un día me miré en el espejo y vi mi cara de hippie feliz desde otra perspectiva. Parecía patético. Me había convertido en una atracción turística, color local para esos turistas que no se han dado cuenta de que el rollo hippie está completamente acabado.
»Así que dejé de crear arte por amor al arte y empecé a crearlo por amor a A. Brian Crowe. Descubrí algunas cosas interesantes, como el hecho de que una empresa ni siquiera se mirará una obra que cueste mil dólares, pero se dará de puñetazos por esa misma obra si cuesta diez mil. Simplemente empecé a añadirles ceros a mis precios. Me busqué un agente y empecé a ir a fiestas y a sorber vino blanco en compañía de la gente adecuada. Puedes llamarlo venderse, si quieres… Yo lo llamo vender.
Neal evitó su mirada. Crowe parecía mayor. El fuego en sus ojos se había convertido en ascuas.
—A mí me parece bien, Crowe.
El artista retomó su papel. Se levantó, se echó la capa alrededor de los hombros y dijo:
—En la tarjeta encontrarás la dirección y el número de teléfono de Crowe. Llama alguna vez. Quedaremos para cenar.
Neal le observó alejarse a grandes zancadas. A. Brian Crowe, artista extravagante, héroe de la contracultura, portador de tarjeta oro.
No pasa nada, pensó Neal. Todos somos como mínimo dos personas.