Graham parecía ridículo y desdichado allí plantado. La lluvia chorreaba sobre la capucha de su chubasquero y caía sobre sus zapatos cubiertos de barro. Dejó el maletín sobre un charco, usó su mano artificial para secarse el agua de la nariz y aun así consiguió obsequiar a Neal con una sonrisa, aquella sonrisa característica de Joe Graham que indicaba malevolencia y regocijo a partes iguales.
—¿Es que no te alegras de verme? —preguntó.
—Estoy encantado.
No se veían desde agosto, cuando en el aeropuerto Logan de Boston Graham le había dado a Neal un billete de ida, un cheque por valor de diez mil libras esterlinas y la orden de que se perdiera, porque en Estados Unidos había cantidad de personas muy cabreadas con él. Neal devolvió la mitad del dinero, voló a Londres, guardó el resto en el banco y finalmente desapareció en su casa de campo en el páramo.
—¿Qué pasa? —preguntó Graham—. ¿Tienes una chica ahí dentro, por eso no quieres que entre?
—Entra.
Graham pasó junto a Neal y entró en la casa. Joe Graham, ciento sesenta chorreantes centímetros de astucia y malicia, había criado a Neal Carey desde que era un cachorro. Se quitó el chubasquero y lo sacudió sobre el suelo. Después encontró el improvisado ropero, echó a un lado las prendas de Neal y colgó su abrigo, bajo el que llevaba un traje azul eléctrico, una camisa naranja oscuro y una corbata color borgoña. Sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta, limpió el asiento de la silla de Neal y se sentó.
—Gracias por todas las cartas y postales —dijo.
—Me dijiste que me perdiera.
—Era un modo de hablar.
—Sabías dónde estaba.
—Hijo, siempre sabemos dónde estás.
Aquella sonrisa otra vez.
No ha cambiado mucho en siete meses, pensó Neal. Seguía teniendo los ojos pequeños y brillantes, el pelo rubio quizás un poco más ralo. Su rostro de gnomo conservaba la misma expresión como de estar mirándote desde debajo de una seta venenosa. Todavía podía mostrarte el camino hacia la olla llena de mierda que hay al final del arcoíris.
—¿A qué debo el placer, Graham? —preguntó Neal.
—No lo sé, Neal. ¿A tu mano derecha?
Hizo un gesto apropiadamente obsceno con su pesada mano de goma, permanentemente doblada en una postura semicerrada. Graham podía hacer casi cualquier cosa con ella, pero Neal recordaba la vez que se rompió la mano izquierda en una pelea. «Es cuando tienes que mear —le dijo Graham—, cuando descubres quiénes son de verdad tus amigos». Neal había sido uno de aquellos amigos.
Graham gesticuló exageradamente, simulando que inspeccionaba toda la estancia, a pesar de que Neal sabía que había captado hasta el último detalle en el par de segundos que había tardado en colgar el abrigo.
—Un lugar agradable —dijo Graham con sarcasmo.
—Apropiado para mí.
—Eso sí es cierto.
—¿Café?
—¿Tienes alguna taza limpia?
Neal entró en la pequeña cocina y regresó con una taza que arrojó sobre el regazo de Graham. Este la examinó con atención.
—A lo mejor deberíamos salir —dijo.
—A lo mejor deberíamos dejarnos de rodeos y así me cuentas qué estás haciendo aquí.
—Ha llegado el momento de que vuelvas al trabajo.
Neal señaló con un gesto los libros amontonados en el suelo alrededor de la chimenea.
—Estoy trabajando.
—Me refiero a trabajo trabajo.
Neal escuchó el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre el tejado de paja. Era extraño, pensó, que fuese capaz de reconocer aquel sonido pero no el modo de llamar a la puerta de Graham. Máxime cuando había utilizado la mano de goma, puesto que en la de verdad llevaba el maletín. Neal Carey estaba desentrenado y lo sabía.
También sabía que era inútil intentar explicarle a Graham que los libros del suelo eran «trabajo trabajo», así que se limitó a un:
—La última vez que hablamos quedé «suspendido», ¿recuerdas?
—Solo necesitabas refrescarte un poco las ideas.
—Supongo que ya me consideráis refrescado del todo…
—Como el hielo.
Ya, pensó Neal, así soy yo. Hielo. Frío al contacto y fácil de derretir. El último trabajo casi me funde de manera permanente.
—No sé, papá —dijo Neal—. Creo que me he retirado.
—Tienes veinticuatro años.
—Ya sabes lo que quiero decir.
Graham se echó a reír. Entornó los ojos hasta convertirlos en dos rendijitas. Parecía un buda irlandés sin la panza.
—Todavía conservas la mayor parte del dinero, ¿verdad? —dijo—. ¿Cuánto tiempo crees que podrás seguir viviendo con eso?
—Mucho.
—¿Quién te enseñó a hacerlo, a estirar cada dólar al máximo?
—Tú.
Me enseñaste mucho más que eso, pensó Neal. A seguir a alguien sin ser detectado, a entrar y salir de cualquier apartamento, a abrir un archivador cerrado con llave, a registrar un cuarto. También a preparar tres comidas básicas al día de manera económica, a mantener un entorno limpio y habitable y a conservar el amor propio. Todo lo que un investigador privado necesita saber.
Neal tenía diez años cuando conoció a Graham, el día que intentó robarle la cartera, fue aprehendido en el acto y acabó trabajando para él. La madre de Neal era una prostituta y su padre había salido a por tabaco, de modo que no tenía lo que podríamos llamar una imagen demasiado buena de sí mismo. Tampoco tenía dinero ni comida, ni la más remota idea de lo que iba a hacer con su vida. Joe Graham le aportó todo eso.
—De nada —dijo Graham, interrumpiendo la ensoñación de Neal.
—Gracias —dijo Neal, sintiéndose un ingrato, que era precisamente como Graham quería que se sintiese.
Joe Graham tenía un talento de primera.
—Quiero decir que, de todos modos, querrás retomar tu posgrado, ¿verdad? —preguntó Graham.
Debe de haber hablado ya con mi profesor, pensó Neal. Joe Graham raras veces hacía una pregunta para la que no tuviese la respuesta.
—¿Has hablado con el profesor Boskin? —preguntó.
Graham asintió animadamente.
—¿Y?
—Y dice lo mismo que decimos nosotros: «Vuelve a casa, cariño, estás perdonado».
¡¿Perdonado?!, pensó Neal. Solo hice lo que me ordenaron. A cambio de mis desvelos, obtuve un fajo de billetes y una temporada en el exilio. Bueno, pues me encanta vivir exiliado, gracias. Solo me ha costado el amor de mi vida y un año de estudios. Pero Diane me habría abandonado de todas maneras y necesitaba tiempo para labores de documentación.
Graham no quería darle demasiado tiempo para pensar, así que dijo:
—No puedes seguir viviendo como un mono para siempre, ¿verdad?
—Querrás decir como un monje.
—Sabes lo que quiero decir.
En realidad Graham, pensó Neal, yo podría vivir como un monje para siempre y ser muy feliz.
Era cierto. Le había costado un poco acostumbrarse, pero Neal era feliz bombeando agua del pozo, calentándola en la cocina de leña y dándose baños tibios en la bañera de fuera. Era feliz paseando dos veces por semana hasta el pueblo para hacer las compras, tomarse una pinta rápida y quizá perder una partida de dardos para luego acarrear sus provisiones colina arriba.
Raras veces variaba su rutina, y eso le gustaba. Se levantaba con el alba, preparaba una cafetera y la dejaba al fuego mientras se daba un baño. Después se sentaba fuera con la primera taza del día a ver cómo salía el sol. Entraba y se preparaba el desayuno —tostadas y dos huevos bien duros— y después leía hasta el almuerzo, por lo general queso, pan y fruta. Salía a dar un paseo hasta el otro extremo del páramo y después se acomodaba para seguir estudiando. Hardin y su perro solían aparecer habitualmente a eso de las cuatro, y los tres compartían un traguito de whisky, pues tanto el pastor como su perro padecían de un principio de artritis, ¿sabe usted? Al cabo de aproximadamente una hora, Hardin terminaba de contar trolas sobre sus hazañas de pesca y Neal repasaba las notas que había ido tomando durante el día para luego poner en marcha el generador. Se preparaba un guiso o una sopa de lata para cenar, leía durante un rato y se iba a la cama.
Era una vida solitaria, pero apropiada para él. Estaba haciendo progresos en su muy demorada tesis y lo cierto era que le agradaba estar solo. Quizá fuese una vida monacal, pero es que a lo mejor era un monje.
Pues sí, Graham, podría seguir haciendo esto toda la vida, pensó Neal. Sin embargo preguntó:
—¿En qué consiste el trabajo?
—Mierda de pollo.
—Ya, claro. No me creo que hayas hecho todo el viaje desde Nueva York hasta aquí por un trabajo de mierda.
Graham estaba encantado. Su grosero rostro irradiaba luz como el semblante de un querubín al que Dios acabase de dar una palmada en la espalda.
—No, hijo, realmente está relacionado con la mierda de pollo.
Fue entonces cuando Neal cometió su siguiente gran error: le creyó.
Graham abrió el maletín y extrajo una gruesa carpeta. Se la entregó a Neal.
—Te presento al doctor Robert Pendleton.
La fotografía de Pendleton parecía tomada para un boletín de empresa, uno de esos primeros planos sobre un pie de foto que anuncia: LES PRESENTAMOS A NUESTRO NUEVO DIRECTOR DEL ÁREA DE DESARROLLO. Uno habría podido cortarse con su rostro: nariz afilada, barbilla afilada, ojos afilados. El pelo, corto y negro, raleaba en la coronilla. Su galante esfuerzo por sonreír lucía antinatural. Su corbata podría haber servido de baliza para los aviones en las noches de niebla.
—El doctor Pendleton es científico investigador en una empresa llamada AgriTech, en Raleigh, Carolina del Norte —dijo Graham—. Hace seis semanas, Pendleton guardó en una maleta sus notas, disquetes y el cepillo de dientes y partió rumbo a una especie de conferencia de cerebritos en la Universidad de Stanford, que está cerca de…
—Lo sé.
—… San Francisco, donde se alojó en el hotel Mark Hopkins. La conferencia duró una semana. Pendleton no regresó.
—¿Qué tiene que decir la policía?
—No hemos hablado con ellos.
—¿No es lo habitual en un caso de personas desaparecidas?
Graham sonrió, una sonrisa hecha a medida para desconcertar a Neal.
—¿Quién ha dicho que haya desaparecido?
—Tú.
—No he dicho eso. He dicho que no regresó. Hay una diferencia. Sabemos dónde está. Simplemente no quiere volver a casa.
De acuerdo, pensó Neal. Jugaré.
—¿Por qué no?
—Por qué no ¿qué?
—¿Por qué no quiere volver a casa?
—Me alegra ver que empiezas a hacer preguntas mejores, hijo.
—Pues respóndela.
—Tiene una muñeca china.
—¿Con eso quieres decir que ha comprado los afectos de una dama oriental? —preguntó Neal.
—Una muñeca china.
—Entonces ¿dónde está el problema y en qué nos atañe a nosotros?
—Otra buena pregunta.
Graham se levantó de la silla y se dirigió a la cocina. De los tres armarios que había, abrió el de en medio, alargó el brazo hacia la estantería superior y sacó la botella de escocés de Neal.
—Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar —dijo alegremente—. Eso también te lo enseñé yo.
Graham regresó al salón, metió la mano en el maletín y sacó un pequeño vaso de plástico de viaje, de esos que se despliegan como un telescopio. Se sirvió tres dedos de whisky y después le ofreció la botella a Neal.
—Hay mucha humedad —dijo Graham.
Neal cogió la botella y la dejó sobre la mesa. No quería achisparse y acabar aceptando aquel trabajo por razones sentimentales.
Graham alzó el vaso y dijo:
—Por la Reina y toda su familia.
Engulló dos dedos de escocés y dejó que la calidez se extendiera por su interior. Si hubiese sido un gato, habría ronroneado, pero como era un cretino se limitó a sonreír burlonamente. Protegido así contra el frío, continuó:
—Pendleton es la principal autoridad del mundo en mierda de pollo. AgriTech tiene millones de dólares invertidos en la mierda de pollo.
—A ver si adivino —dijo Neal—. ¿Y el Banco tiene millones de dólares invertidos en AgriTech?
La aparición repentina de Graham empezaba a cobrar sentido.
—Ese es mi chico —dijo Graham.
Eso también concuerda, pensó Neal. Soy el chico de Graham, soy el chico de Levine, pero sobre todo soy el chico del Banco.
El Banco era una reservada institución financiera de Providence, Rhode Island, que prometía a sus ricos clientes dos cosas: privacidad absoluta ante los indiscretos ojos de la prensa, el público y los fiscales, y una ayuda discreta con aquellos problemillas de la vida que simplemente el dinero no bastaba para solucionar.
Ahí era donde entraba en juego Neal. Graham y él trabajaban para una rama secreta del Banco llamada «Amigos de la Familia». No había cartel en la puerta, pero cualquiera que tuviera la cantidad necesaria en su cuenta corriente sabía que, si se le presentaba un problema, podía acudir al despacho trasero y hablar con Ethan Kitteredge y que este encontraría una manera de solucionar las cosas, sin cargo adicional.
Por lo general, Kitteredge, conocido por sus empleados como «el Hombre», solucionaba las cosas convocando a Ed Levine, el cual telefoneaba a Nueva York a Joe Graham, el cual salía en busca de Neal Carey. A continuación, Neal se dedicaba a rastrear el paradero de la hija de tal, o a tomar fotos de la esposa de cual mientras jugaba a esconder la salchicha en el hotel Plaza, o a colarse en el piso de vaya usted a saber quién en busca de una importantísima segunda copia de los libros.
A cambio, Amigos le había enviado a una escuela privada de postín, se encargaba de su alquiler y pagaba las facturas de su educación universitaria.
—Entonces —dijo Neal—, el Banco le concede un crédito gigantesco a AgriTech y resulta que uno de sus científicos estrella decide tomarse un año sabático. ¿Y qué?
—Mierda de pollo.
—Ya, vale. ¿Qué pinta la mierda de pollo en todo esto?
—No una mierda de pollo cualquiera. La mierda de pollo de Pendleton. La mierda de pollo es un fertilizante, ¿de acuerdo? La echas sobre los cultivos para que crezcan, algo que a mí particularmente me parece la hostia de asqueroso, pero en fin… El caso es que Pendleton se ha pasado la tira de años trabajando en busca de una manera de sacarle mayor partido a la mierda de pollo mezclándola con agua tratada con ciertas bacterias. Esto, por cierto, es lo que se llama un «proceso de mejora».
»Lo que solía suceder era que no se podía aguar la mierda de pollo porque entonces perdía efectividad, pero con el proceso de Pendleton no solo es posible mezclarla con agua, sino que además prácticamente triplica su efecto.
»Naturalmente, semejante producto sería muy bien recibido en el catálogo de AgriTech. Puede que incluso te regalase un bote por navidades. Podrías frotártelo en la polla, aunque dudo que llegue a ser tan efectivo.
—Gracias.
—Pero mejor espera sentado, porque justo cuando el doctor Guano estaba así de cerca —dijo Graham, separando apenas el índice del pulgar— de inventar la supermierda, acudió a la conferencia y conoció a la señorita Wong.
—¿Es ese su verdadero nombre?
—¿Y yo qué sé? Wong, Wang, Ching, Chang, ¿qué diferencia hay?
—Ya, ¿y entonces…? Doctor tal, doctor cual, ¿qué diferencia hay? Seguro que AgriTech tiene más de un bioquímico.
—No como Pendleton, no. Además, se llevó sus notas consigo.
Neal podía adivinar en qué iba a consistir el trabajo y no quería tener nada que ver. A lo mejor Robert Pendleton no quiere terminar su investigación, pero yo sí quiero terminar la mía. Sacarme el doctorado, encontrar trabajo en alguna universidad estatal y pasarme el resto de la vida leyendo libros en vez de haciendo sucios recados para el Hombre.
—Entonces haced que la policía lo detenga por robo. Las notas son propiedad de AgriTech —dijo Neal.
Graham negó con la cabeza.
—En ese caso puede que no estuviera de humor para seguir jugando con sus tubos de ensayo. La gente de AgriTech no quiere a Pendleton en la trena; quiere su mierda de pollo en la olla.
Graham cogió la botella de la mesa y se sirvió otro trago. Se lo estaba pasando en grande. La oportunidad de sacar de quicio a Neal casi merecía la pena el aterrador vuelo, el interminable viaje hasta Yorkshire y el ascenso de aquella condenada colina. Se alegraba de volver a ver al pequeño pichafloja.
—Si no quiere volver, no quiere volver —dijo Neal.
Graham engulló el whisky.
—Hay que obligarle a que quiera —dijo.
—Dices «hay que» en el sentido colectivo, ¿verdad? Como en «Alguien debería obligarle a que quiera».
—Digo «hay que» en el sentido de tú, Neal Carey.
De repente, Neal sintió mucha simpatía por el doctor Robert Pendleton. Los dos se habían encerrado con algo que amaban —Pendleton con aquella mujer y Neal con sus libros— y ahora ambos estaban siendo arrastrados a regañadientes de regreso hacia la mierda de pollo.
Pretenden servirse del doctor para devolverme al redil, pensó Neal, y de mí para devolverlo a él. Es como un truco con espejos. Cogió la botella y vertió un generoso chorro en su taza de café.
—¿Y qué pasa si no quiero? —preguntó.
Graham comenzó a frotar su mano falsa contra la de verdad. Era una costumbre que tenía cuando estaba preocupado o debía decir algo desagradable.
Neal le ahorró la molestia.
—Entonces ¿serás tú quien tenga que obligarme a que quiera?
Graham pasó a restregarse la mano sin contemplaciones. Mosquear a Neal era divertido, pero extorsionarle no. Sin embargo, el Hombre, Levine y Graham se habían mostrado de acuerdo en que Neal llevaba demasiado tiempo encerrado con sus libros, y si no lo devolvían de algún modo a la acción acabarían perdiéndolo. Sucedía a menudo: un AE —agente encubierto— de primera se entregaba al asueto tras un trabajo complicado y ya nunca regresaba. O peor, regresaba desentrenado y torpe y cometía alguna estupidez y salía malparado. Pasaba continuamente, pero Graham no iba a permitir que le pasara a Neal. Por eso había ido en su busca para encargarle aquel estúpido trabajo de la mierda de pollo.
—¿Cuánto llevas fuera de Columbia, un año ya? —preguntó Graham.
—Algo así. Me enviasteis a hacer un trabajo, ¿recuerdas?
Neal, desde luego, no lo había olvidado. Le habían mandado a Londres en una búsqueda quimérica, para que siguiera el rastro de la hija fugada de un importante político con la única intención de mantener a su esposa callada y conforme, y Neal había metido la pata encontrándola de verdad. Convertida en prostituta y enganchada a la heroína. Neal la había alejado de su chulo y del jaco y se la había devuelto a su madre, que era lo que el Hombre había querido que hiciese. Pero aquello no le había hecho la más mínima gracia al político y Amigos tuvo que fingir que Neal se la había metido doblada a ellos también. Y así, había «desaparecido». Encantado de la vida.
—¿Se puede hacer eso? —preguntó Graham—. ¿Dejar el posgrado a medias de esa manera?
—No, Graham, no se puede. Amigos de la Familia lo apañó. ¿Qué te estoy contando? Si fuiste tú quien lo hizo.
Graham sonrió.
—Y ahora te estamos pidiendo un favorcito.
—¿O lo desapañarás?
Graham se encogió de hombros en plan «Así es la vida».
—¿Por qué yo? —dijo Neal quejumbroso—. ¿Por qué no tú? ¿O Levine?
—El Hombre quiere que lo hagas tú.
—¿Por qué?
Porque no vamos a quedarnos sentados mientras te conviertes en un ermitaño, pensó Graham. Te conozco, hijo. Te gusta estar a solas para poder recrearte en tus pensamientos y regodearte en la desgracia. Necesitas regresar al trabajo y regresar a tus estudios, regresar junto a la gente. Volver a plantar tus pies sobre el asfalto.
—Tanto Pendleton como tú sois unos empollones —dijo Graham—. El Hombre considera que ha estado pagando tu cara educación precisamente para trabajos como este.
Neal dio un trago de escocés. Notó que Graham estaba tirando del sedal.
—Pendleton es una especie de bioquímico. ¡Yo estudio literatura inglesa del siglo dieciocho! —dijo Neal.
Tobias Smollett: el marginado de la literatura del dieciocho era el título de su tesis y una cura segura para el insomnio. Excepto para los fanáticos del siglo dieciocho, claro. A esos les iba a encantar.
—Supongo que para el Hombre todos los empollones son parecidos.
Neal intentó otra táctica.
—Estoy desentrenado, Graham. Muy torpe. He llevado quizá un par de casos en los últimos dos años y la cagué en ambos. No queréis a alguien como yo.
—Devolviste a Allie Chase a casa.
—No antes de meter la pata y conseguir que casi nos matasen a los dos. Ya no sirvo para esto, papá…
—¡No seas llorica! ¿Qué es lo que te estamos pidiendo? Que vayas a San Francisco y encuentres a la feliz pareja, lo cual no debería ser demasiado difícil ni siquiera para ti, teniendo en cuenta que están alojados en el Chinatown Holiday Inn, habitación mil dieciséis, lo pone ahí, en el informe. Hablas con la pájara a solas, le pasas unos billetes y que rompa con él. No es ninguna tonta. Sabe que dinero a cambio de nada es mejor que dinero a cambio de algo.
»Después te haces colega de Pendleton, compartís unas copas, escuchas su lacrimógena historia y lo subes a un avión. ¿Cuánto podría llevarte? ¿Tres, cuatro días?
Neal se acercó a la ventana. La lluvia había amainado un poco, pero la niebla era más espesa que nunca.
—Me alegro de que lo tengas todo tan bien pensado, Graham. ¿Te vas a encargar también de completar mi documentación por mí?
—Limítate a hacer el trabajo y vuelve. Podrás pasarte todo el verano aquí, en el Hilton de las Brumas, si así lo deseas. Pero el nueve de septiembre tienes que estar de vuelta en la universidad. —Metió la mano en el maletín y sacó un gran sobre marrón—. El calendario y las listas de lecturas para tus… ¿cómo los llamáis? Tus seminarios. Ya lo he arreglado con Boskin.
Graham es tan condenadamente bueno, pensó Neal. El viejo Graham trae premios consigo y me los pasa por delante de las narices: seminarios, listas de lecturas… Hay que reconocérselo, conoce bien a sus putas.
—Eres demasiado bueno conmigo, papá.
—Dímelo a mí.
Ahí está pues, pensó Neal. Un par de días de trabajo sucio en California, después de regreso a mi feliz celda monacal en el páramo. Acabar mis lecturas para después volver a la universidad. Joder con esta doble vida que llevo. A veces me siento como mi propio hermano gemelo. Que está loco.
—Vale, de acuerdo —dijo Neal.
—Hazme caso —dijo Graham—. Es pan comido. Como robarle un caramelo a un niño.
—Ya.
A lo mejor ha llegado el momento de bajar de la colina, pensó Neal. Volver poco a poco al mundo con un trabajito sucio pero sencillo. A lo mejor he optado por la vía más fácil quedándome aquí arriba, donde no tengo que tratar con nada ni con nadie salvo escritores que llevan muertos un par de cientos de años.
Miró por la ventana y no fue capaz de adivinar si estaba viendo lluvia o niebla. Las dos cosas, supuso.
—¿Has sabido algo de Diane? —preguntó Graham.
Neal pensó en la carta que había permanecido seis meses sin abrir sobre la mesa. Le había dado miedo leerla.
—Nunca respondí a su carta —dijo Neal.
—Eres un patán.
—Dímelo a mí.
—¿Pensabas que se iba a limitar a seguir esperando?
—No. No era eso lo que pensaba.
Neal había dejado a Diane sin darle explicación alguna, únicamente que tenía que hacer un trabajo, y ahora llevaba ausente casi un año. Graham la había abordado, le había contado algo y le había reenviado a Neal una carta suya. Pero Neal no consiguió animarse a abrirla. Prefirió dejar que la relación muriese por sí sola antes que leer la constatación de que Diane la estaba matando. Pero no era Diane quien la había matado, pensó Neal. Ella solo fue quien tuvo el valor de escribir el obituario.
Graham se negaba a soltar el hueso:
—Dejó el apartamento.
—Diane no es de las que se quedan.
—Encontró un piso en la Ciento cuatro, entre Broadway y West End. Tiene una compañera de piso.
—¿Qué hiciste? ¡¿La seguiste?!
—Claro. Pensé que querrías saberlo.
—Gracias.
—A lo mejor podrías hacerle una visita cuando vuelvas a la ciudad.
—¿Qué eres, mi madre?
Graham meneó la cabeza y se sirvió otro dedal.
—Tal y como yo lo veo —dijo—, es una amiga de la familia.
Neal nunca debería haber abierto la puerta.