8. La posibilidad de un delito


Las voces de los aprendices resonaban en el corredor de la universidad. Los dos que caminaban detrás de Rothen, cargados con cajas llenas de instrumental químico y sustancias que se habían utilizado en la clase que él acababa de impartir, mantenían un diálogo fascinante en voz baja. El dialibre anterior, durante las carreras de caballos, habían notado que una chica los observaba, y no se ponían de acuerdo respecto a cuál de los dos era el objeto de su interés.

A Rothen le costaba aguantarse la risa, pero se le ensombreció el ánimo cuando una figura menuda apareció en lo alto de la escalera. Sonea tenía una expresión tensa de fastidio. Sostenía en brazos una gran pila de libros pesados. Torció por el pasillo lateral que llevaba a la biblioteca de los aprendices.

Los muchachos que iban detrás de Rothen dejaron de hablar y emitieron murmullos de compasión.

—Supongo que ella se lo ha buscado —comentó uno de los aprendices—. Pero hay que reconocer que tiene agallas. Yo no me atrevería a saltarme clases si tuviera su tutor.

Rothen se volvió hacia atrás.

—¿Quién se ha saltado clases?

El chico se sonrojó al darse cuenta de que el profesor lo había oído.

—El Gran Lord le ha impuesto como castigo una semana de trabajo en la biblioteca —añadió el otro muchacho.

Rothen no pudo evitar una sonrisa.

—Eso le gustaría.

—No, no: en la biblioteca de los magos. Lord Jullen se asegura de que los castigos sean castigos de verdad.

De modo que era cierto que Sonea se había saltado una clase, como había dicho Tania. Rothen se preguntó por qué y dónde había estado. Ella no tenía amigos con los que hacer novillos, ni otras aficiones o intereses que la distrajeran de sus estudios. Por otra parte, sabía que Sonea y Lorlen despertarían sospechas si se perdían de vista durante un rato. Así pues, si ella había corrido el riesgo de alarmarlos, debía de tener un motivo mejor para faltar a clase que un caprichoso arranque de rebeldía.

Cuantas más vueltas le daba, más se preocupaba. Aguzó el oído cuando los muchachos retomaron la conversación para ver si conseguía enterarse de algo más.

—Te dará calabazas, como a Seno.

—Tal vez dio calabazas a Seno porque no le gusta.

—Tal vez. Pero bueno, tanto da. El castigo es para toda una semana. Eso seguramente incluye el dialibre. No podrá venir con nosotros.

Rothen resistió el impulso de volverse hacia ellos y clavarles una mirada de sorpresa. Seguían hablando sobre Sonea, lo que significaba que ellos, y un chico llamado Seno, habían pensado invitarla a las carreras. Rothen había albergado la esperanza de que los otros aprendices acabaran por aceptarla. Ahora daba la impresión de que algunos buscaban algo más que amistad.

Rothen suspiró. Sonea había rechazado al tal Seno, y él sabía que probablemente rechazaría la oferta de cualquiera de los demás. Era una ironía cruel: cuando los aprendices por fin habían empezado a simpatizar con ella, Sonea no se atrevía a hacer amigos por temor a complicar la situación con Akkarin.

Cuando el carruaje se detuvo frente a la mansión, Dannyl y Tayend se miraron, indecisos.

—¿Nervioso? —preguntó Tayend.

—No —aseguró Dannyl.

Tayend soltó un bufido.

—Mentiroso.

La portezuela se abrió, y el cochero se inclinó ante ellos cuando se apearon. Como en muchas mansiones de Elyne, la fachada de la casa de Dem Marane estaba abierta al exterior. Los arcos del pórtico daban acceso a una sala revestida de azulejos y decorada con esculturas y plantas.

Dannyl y Tayend cruzaron la entrada abovedada y atravesaron la sala. Un portón de madera impedía el paso al recinto cerrado de la casa. Tayend tiró de una cuerda que pendía junto a la puerta. Arriba, en alguna parte, sonó un tintineo lejano.

Oyeron pisadas amortiguadas dentro de la casa, y poco después la puerta se abrió y Dem Marane los recibió con una reverencia.

—Embajador Dannyl. Tayend de Tremmelin. Sean muy bienvenidos a mi hogar.

—Nos sentimos muy honrados por su invitación, Dem Marane —respondió Dannyl.

El Dem los guió por un salón lujosamente amueblado. Cruzaron dos más, hasta llegar a otra habitación abierta. A través de unos arcos se divisaban el mar y el cuidado jardín que descendía en terrazas hacia la playa. En la pared del fondo había seis hombres en bancos cubiertos de cojines. Una mujer estaba sentada recatadamente en un sofá pequeño, en el centro de la estancia.

Los desconocidos miraron a Dannyl con fijeza. Se les veía tensos y temerosos. Él sabía que la combinación de su estatura y su túnica lo convertían en una figura imponente a sus ojos.

—Les presento al segundo embajador del Gremio en Elyne —anunció Royend—. Y algunos ya conocen a su acompañante, Tayend de Tremmelin.

Uno de los hombres se levantó e hizo una reverencia, y los demás lo imitaron, vacilantes. Dannyl respondió con una cortés inclinación de la cabeza. ¿Eran aquellos todos los miembros del grupo? Lo dudaba. Algunos no se mostrarían hasta estar seguros de que él era de fiar.

El Dem los presentó uno por uno. Dannyl supuso que Royend era el mayor. Todos eran aristócratas de alguna de las familias adineradas de Elyne. La mujer era Kaslie, la esposa del Dem. Cuando terminaron las presentaciones, ella los invitó a tomar asiento y fue a buscar un refrigerio para todos. Dannyl eligió un banco desocupado, y Tayend se sentó a su lado, pegado a él. Dannyl no pudo evitar sentir una punzada de ansiedad al ver que los demás se fijaban en ese gesto.

Siguió una conversación intrascendente en la que formularon a Dannyl las preguntas de rigor: qué le parecía Elyne, si había conocido a personas famosas o importantes… Algunos demostraron que habían hecho averiguaciones sobre él al interesarse por su viaje a Lonmar y a Vin.

Kaslie regresó en compañía de varios sirvientes que llevaban vino y bandejas con comida. En cuanto hubieron servido bebida a todos, Royend despidió a los criados y recorrió la habitación con la mirada.

—Ha llegado el momento de abordar la cuestión que nos ha congregado aquí. Nos hemos reunido por una pérdida común. La pérdida de una oportunidad —El Dem miró a Tayend—. A algunos se nos presentó esa oportunidad, y las circunstancias nos obligaron a dejarla pasar. Otros nunca han tenido esa oportunidad, o les ha sido arrebatada. Y hay quienes esperan una oportunidad que no los encadene a una institución cuyos principios no comparten, con sede en un país que no es el suyo —Royend hizo una pausa y miró a los presentes—. Todos sabemos de qué oportunidad hablo. De la oportunidad de aprender magia —posó los ojos en Dannyl—. Durante los últimos dos siglos, la única manera legal en que un hombre o una mujer podía aprender magia era ingresar en el Gremio. Para aprender magia lejos de la influencia del Gremio, tenemos que infringir la ley. El embajador Dannyl ha cumplido esa ley, pero él también lamenta haber perdido una oportunidad. Su compañero, Tayend de Tremmelin, posee talento para la magia. El embajador Dannyl desea enseñarle a protegerse o sanarse a sí mismo. Es un deseo razonable; más aún, honorable —El Dem contempló a los presentes, que asentían con la cabeza—. Pero si algún día esto llega a conocimiento del Gremio, Tayend necesitará que alguien le proporcione un refugio y protección. Nosotros tenemos los contactos y los medios necesarios. Podemos ayudarlo —se volvió para mirar de nuevo a Dannyl—. Y bien, embajador, ¿qué nos ofrece usted a cambio de que protejamos a su amigo?

La sala quedó en silencio. Dannyl sonrió y contempló todas aquellas caras.

—Les ofrezco la oportunidad perdida. Puedo enseñarles un poco de magia.

—¿Un poco?

—Sí. Hay cosas que no quiero enseñarles, y cosas que no puedo enseñarles.

—¿Por ejemplo?

—Nunca enseñaría las técnicas de combate ofensivas a alguien en quien no confiara. En malas manos pueden ser peligrosas. Por otra parte, soy alquimista, de modo que mis conocimientos de sanación son muy rudimentarios.

—Eso tiene sentido.

—Y, antes de enseñarles nada, debo estar seguro de que son capaces de proteger a Tayend.

Dem Marane sonrió.

—Y nosotros, claro está, no queremos revelar ningún secreto hasta que estemos seguros de que usted cumplirá con su parte del trato. Por el momento solo puedo dar mi palabra de honor de que somos capaces de proteger a su amigo. Todavía no le mostraré cómo. Primero debe probarnos que es usted de fiar.

—¿Y cómo sé que ustedes son de fiar? —preguntó Dannyl, abarcando toda la congregación con un gesto.

—No puede saberlo —respondió simplemente Royend—, pero creo que esta noche nos lleva ventaja. Un mago que se plantea instruir a un amigo no corre un riesgo tan grande como un grupo de personas que no son magos y que se han agrupado con el propósito de aprender magia. Nosotros estamos comprometidos con nuestra meta; usted solo ha coqueteado con una idea. Es poco probable que el Gremio le ejecute por ello, mientras que nosotros sí podemos correr esa suerte solo por reunirnos.

Dannyl asintió despacio.

—Si han conseguido pasar inadvertidos para el Gremio durante tanto tiempo, tal vez sea cierto que pueden evitar que capturen a Tayend. Además, no me habrían invitado aquí si no tuviesen un plan de huida por si yo resultase ser un espía del Gremio.

—Exacto —dijo el Dem con ojos centelleantes.

—Entonces ¿qué debo hacer yo para ganarme su confianza? —inquirió Dannyl.

—Ayudarnos.

Era Kaslie quien había hablado. Dannyl la miró, sorprendido. La voz de la mujer denotaba urgencia y preocupación. Clavó la vista en Dannyl, con angustia y esperanza en los ojos.

Una sospecha asaltó a Dannyl. Se acordó de la carta de Akkarin. «No habían tenido éxito hasta hace poco. Ahora que al menos uno de ellos ha conseguido desarrollar sus poderes, el Gremio tiene el derecho y la obligación de tomar cartas en el asunto.»

Había desarrollado sus poderes, pero no había aprendido a controlarlos. Rápidamente, Dannyl calculó mentalmente las semanas que hacía que había recibido la carta y sumó dos más, correspondientes al tiempo que había tardado en llegarle. Alzó la mirada hacia Royend de Marane.

—¿Ayudarles a qué?

El hombre adoptó una expresión grave.

—Se lo mostraré.

Dannyl se levantó, y Tayend lo imitó. Royend negó con la cabeza.

—Quédese aquí, joven Tremmelin. Por su propia seguridad, será mejor que solo vaya el embajador.

Dannyl reflexionó unos instantes y luego hizo un gesto afirmativo a Tayend. El académico se dejó caer en el asiento, visiblemente disgustado.

El Dem indicó a Dannyl que lo siguiera. Salieron de la habitación y enfilaron un pasillo, al fondo del cual había una escalera. Bajaron por ella hasta otro pasillo que los condujo a una puerta de madera maciza. Un ligero olor a humo impregnaba el aire.

—Le está esperando, pero no tengo idea de qué hará cuando le vea —advirtió Dem Marane.

Dannyl asintió. El Dem llamó a la puerta. Tras un largo silencio, levantó la mano para llamar de nuevo, pero se detuvo cuando la manija giró y la puerta se abrió hacia dentro.

Un joven asomó la cabeza. Al ver a Dannyl, abrió mucho los ojos.

Dentro de la habitación se oyó un estrépito. El joven miró al interior y soltó una maldición. Cuando se volvió de nuevo hacia Dannyl, la ansiedad se reflejaba en su rostro.

—Este es el embajador Dannyl —dijo Royend al joven, y luego se dirigió a Dannyl—: Él es el hermano de mi esposa, Farand de Darellas.

—Es un honor conocerte —dijo Dannyl a Farand, quien masculló una respuesta.

—¿Nos dejas pasar? —preguntó el Dem pacientemente.

—Ah, sí —contestó el joven—. Adelante —abrió la puerta del todo e hizo una torpe reverencia.

Dannyl entró en una amplia habitación con paredes de piedra. Quizá había sido una bodega en otro tiempo, pero ahora solo contenía una cama y unos pocos muebles que parecían deteriorados y chamuscados. En un lado de la habitación había una pila de leña que, a juzgar por su aspecto, debía de ser los restos de otros muebles. En el suelo se veían los pedazos de una vasija grande rodeados de un charco de agua cada vez más extenso. Dannyl supuso que eso era lo que había oído romperse.

Un mago sin control tendía a liberar magia como reacción a las emociones fuertes. El peor enemigo de Farand era el miedo: miedo a la magia que palpitaba en su interior y miedo al Gremio. Antes de nada, Dannyl tenía que tranquilizarlo.

No hizo el esfuerzo de reprimir una ligera sonrisa. Una situación como esa se presentaba en raras ocasiones, y sin embargo era la segunda vez que se encontraba con algo así en un puñado de años. Rothen se las había ingeniado para enseñar a Sonea a controlarse, a pesar de la desconfianza que ella sentía hacia el Gremio. Sin duda, educar a Farand resultaría más sencillo. Además, sería útil que Farand supiese que otra persona había sobrevivido a la misma situación.

—Por lo que veo, tus poderes han aflorado, pero no tienes ningún control sobre ellos —señaló Dannyl—. Esto es muy poco corriente, pero encontramos a alguien como tú hace pocos años. Le enseñamos Control en solo unas semanas, y ahora es aprendiz. Dime: ¿intentabas hacer emerger esos poderes, o fue algo que ocurrió sin más?

El joven bajó la mirada.

—Creo que yo hice que ocurriera.

Dannyl se sentó en una de las sillas. Cuanto menos intimidador fuera su aspecto, mejor.

—¿Puedo preguntarte cómo?

Farand tragó saliva y apartó la mirada.

—Siempre he podido escuchar los diálogos mentales entre los magos. Las escuchaba a diario para ver si descubría cómo utilizar la magia. Hace unos meses escuché una conversación sobre la liberación del potencial mágico. Intenté poner en práctica lo que ellos dijeron varias veces, pero creí que no daba resultado. Entonces empecé a hacer cosas sin querer.

Dannyl movió la cabeza afirmativamente.

—Has liberado tu poder, pero no sabes controlarlo. El Gremio enseña ambas cosas a la vez. No hace falta que te diga lo peligroso que es poseer el don de la magia pero sin el menor control sobre ella. Tienes suerte de que Royend haya encontrado a un mago dispuesto a enseñarte.

—¿Usted me enseñará? —susurró Farand.

—Sí —respondió Dannyl con una sonrisa.

Farand se recostó sobre la cama, aliviado.

—Me asustaba mucho que tuvieran que enviarme al Gremio y que los descubriesen a todos por culpa mía —se enderezó y sacó pecho—. ¿Cuándo empezamos?

—No veo ninguna razón para no empezar ahora mismo —dijo Dannyl, encogiéndose de hombros.

Una chispa de temor brilló de nuevo en los ojos del hombre. Tragó saliva y asintió.

—Dígame qué debo hacer.

Dannyl se levantó y echó un vistazo en torno a sí. Señaló la silla.

—Siéntate.

Farand se quedó mirando la silla, parpadeando. Luego se acercó a ella con paso vacilante y se sentó. Dannyl cruzó los brazos y lo observó, pensativo. Era consciente del efecto que tendría ese cambio de postura: había pasado de estar sentado frente a un Farand de pie, a estar de pie frente a un Farand sentado. Ahora que había accedido a cooperar, Farand debía sentir que Dannyl estaba al mando y que sabía lo que hacía.

—Cierra los ojos —indicó Dannyl—. Concéntrate en la respiración.

El embajador explicó a Farand los ejercicios de respiración habituales en voz baja y regular. Cuando estimó que el hombre había alcanzado cierto grado de serenidad, se colocó detrás de la silla y le tocó las sienes con suavidad. Pero antes de que pudiese proyectar su mente, el hombre se apartó bruscamente.

—¡Quiere leerme la mente! —exclamó.

—No —aseguró Dannyl—. No es posible leer una mente contra su voluntad. Pero debo dirigirte a esa parte de tu mente en la que accedes a tu poder. Y eso solo puedo hacerlo si me permites mostrarte el camino.

—¿Es la única manera? —preguntó Dem Marane.

Dannyl lo miró.

—Sí.

—¿Es posible que vea usted cosas —inquirió Farand—, cosas que debo guardar en secreto?

—Es posible —admitió Dannyl—. Para serte sincero, cuando estás muy preocupado por ocultar algo, ese es tu pensamiento más destacado. Por eso el Gremio prefiere que los aprendices sean lo más jóvenes posible. Cuanto más joven eres, menos secretos tienes.

Farand se tapó la cara con las manos.

—Nooo —gimió—. Nadie puede enseñarme. Me quedaré así para siempre.

De las mantas de la cama empezó a salir humo. El Dem soltó un grito ahogado y dio un paso al frente.

—Tal vez lord Dannyl esté dispuesto a jurar que no dirá una palabra sobre nada de lo que vea —aventuró.

Farand rió con amargura.

—¿Cómo voy a confiar en su palabra si está a punto de violar una ley?

—En efecto, ¿cómo? —dijo Dannyl con sequedad—. Te prometo que no divulgaré la información que descubra. Si esto no te parece suficiente, te sugiero que pongas en orden tus asuntos y te marches de aquí. Aléjate de todos y de todo aquello que no quieras destruir, pues cuando tus poderes se liberen por completo, no solo te consumirán a ti, sino también todo lo que te rodee.

El hombre palideció.

—¿O sea, que no tengo elección? —preguntó con un hilillo de voz—. Moriré si no sigo adelante con esto. La alternativa es la muerte o… —un destello de ira brilló en sus ojos, pero acto seguido Farand respiró hondo y enderezó la espalda—. Si no me queda otro remedio, tendré que confiar en que no se lo contará a nadie.

Divertido ante aquel cambio repentino, Dannyl repasó con Farand los ejercicios de relajación. Cuando posó los dedos en las sienes del joven, este se quedó quieto. Dannyl cerró los ojos y proyectó la mente.

Eran los profesores quienes, por lo general, enseñaban Control a los aprendices, y Dannyl nunca había sido profesor. No tenía la habilidad de Rothen; sin embargo, después de varios intentos consiguió que Farand visualizara una habitación y lo invitara a entrar. Aparecieron atisbos tentadores de su secreto, pero Dannyl se concentró en enseñarle a esconderlos tras puertas cerradas. Localizaron la que comunicaba con el poder del joven, si bien le perdieron la pista cuando los secretos que Farand luchaba por ocultar se filtraron a través de las puertas tras las que los había guardado.

Ambos sabemos que lo averiguaré de todos modos. Revélamelo para que podamos continuar con la lección sobre Control, propuso Dannyl.

Farand pareció aliviado ante la posibilidad de desvelar su secreto a alguien. Mostró a Dannyl sus recuerdos de las conversaciones mentales que había escuchado durante la adolescencia. Aquello no era habitual, pero había algún precedente entre quienes tenían potencial mágico. Farand se presentó a una prueba de aptitud y se le dijo que podría solicitar su ingreso en el Gremio cuando fuera mayor. Mientras tanto, el rey de Elyne se enteró de su capacidad para escuchar a hurtadillas las conversaciones mentales de los magos, y llamó a Farand a la corte para que le comunicara todo lo que averiguase.

Sin embargo, un día Farand fue testigo involuntario del momento en que el rey conspiraba con uno de los poderosos Dems para asesinar a un rival político. El monarca lo descubrió y le obligó a hacer un voto de silencio. Después, cuando Farand envió la solicitud de ingreso en el Gremio, la rechazaron. No fue sino más tarde cuando se enteró de que el rey sabía que durante las clases de lectura de la mente saldría a la luz la conspiración, de modo que había impedido que Farand se convirtiese en mago.

Era una situación desafortunada que había hecho añicos los sueños de Farand. Dannyl sintió auténtica compasión por él. Después de haber descargado su conciencia, Farand ya no estaba tan distraído. Localizó con facilidad su fuente de poder. Tras intentar varias veces enseñarle a influir en ella, Dannyl salió de la habitación mental del hombre y abrió los ojos.

—¿Eso es todo? —quiso saber Farand—. ¿Lo he conseguido?

—No —Dannyl rió entre dientes y dio la vuelta a la silla para sentarse de cara a él—. Hacen falta varias sesiones.

—¿Cuándo volveremos a intentarlo? —preguntó Farand con un deje de pánico en la voz.

Dannyl miró a Dem Marane.

—Querría volver mañana, si les parece oportuno.

—Nos lo parece —confirmó el Dem.

Dannyl dirigió un gesto de asentimiento a Farand.

—No bebas vino ni consumas otras sustancias que alteren la mente. Por lo general, los aprendices tardan una o dos semanas en aprender a controlarse. Si mantienes la calma y no intentas utilizar la magia, estarás a salvo.

Farand pareció aliviado, y un brillo de emoción asomó a los ojos de Royend. El Dem se acercó a la puerta y tiró de una cadena que colgaba de un agujero pequeño del techo.

—¿Volvemos con los demás, embajador? Les alegrará enterarse de nuestros progresos.

—Como desee.

Royend no acompañó a Dannyl de regreso a la sala en la que se habían reunido, sino a otra parte de la mansión. Entraron en una pequeña biblioteca, donde Tayend y otros miembros del grupo estaban sentados en cómodos sillones. Royend miró a Kaslie, asintiendo con la cabeza, y la mujer cerró los ojos y suspiró, llena de alivio.

Tayend estaba leyendo un libro voluminoso y muy gastado. Alzó la mirada hacia Dannyl, con los ojos relumbrantes de entusiasmo.

—Mira —dijo, señalando una de las estanterías—. Libros de magia. Aquí podríamos encontrar algo que nos ayude en nuestra investigación.

Dannyl no pudo evitar sonreír.

—Todo ha ido bien. Gracias por preguntar.

—¿Qué? —Tayend levantó de nuevo la vista del libro—. Ah, eso. Sé que sabes cuidar de ti mismo. ¿Qué te ha enseñado? —Antes de que Dannyl pudiese responder, Tayend se volvió hacia el Dem—. ¿Me lo presta? Se lo devolveré otro día.

Royend sonrió.

—Puede llevárselo a casa hoy mismo, si lo desea. El embajador volverá mañana. Usted será bienvenido también.

—Gracias —Tayend se dirigió entonces a la esposa de Royend, que estaba sentada a su lado—. ¿Ha oído hablar del rey de Charkan?

Dannyl no entendió lo que la mujer murmuró como respuesta. Leyó la emoción en las caras del Dem y de todos los presentes. No se fiarían de él hasta que Farand demostrase tener un mayor control sobre su magia. Sin embargo, cuando esto ocurriese, el joven se tornaría peligroso. Sería capaz de liberar el potencial mágico de otros y de enseñarles a controlarlo. El grupo ya no necesitaría a Dannyl. Quizá decidirían que esfumarse sería más seguro que seguir tratando con un mago del Gremio.

Podría alargar las clases unas semanas, pero no más. En cuanto Farand aprendiera Control, Dannyl tendría que detenerlos a él y a los demás. Cuanto más tiempo pasara con ellos, más identidades podría descubrir. Le habría gustado consultar al Gran Lord, pero la facultad de Farand de escuchar las conversaciones mentales se lo impedía, y Dannyl no tenía tiempo para ponerse en contacto con Akkarin por carta.

Aceptó una copa de vino fresco. Cuando Dem Marane comenzó a asediarlo con preguntas sobre lo que estaba dispuesto a enseñarles, Dannyl apartó de su mente todo pensamiento relacionado con detener a aquella gente y se concentró en su papel de mago rebelde del Gremio.

Sonea, de pie frente a la ventana de su dormitorio, contemplaba las volutas grises de las nubes que surcaban lentamente el cielo nocturno. Las estrellas titilaban, dando la impresión de que se encendían y se apagaban, y una tenue neblina rodeaba la luna. Los jardines estaban desiertos y en silencio.

Ella apenas podía tenerse en pie. Pese a que había pasado la noche en blanco y a que había dedicado varias horas a acarrear libros de un lado a otro para lord Jullen después de clase, no podía conciliar el sueño. Aún tenía muchas preguntas en la mente, pero había descubierto que, si las repasaba con vistas a su siguiente encuentro con Akkarin, podía desterrarlas de su cabeza. Una, sin embargo, se negaba a abandonarla.

«¿Por qué me lo contó?»

El Gran Lord le había dicho que era necesario que alguien más lo supiera. Era una respuesta razonable, pero una duda seguía concomiéndola. Akkarin podría haber escrito su historia y dejársela a Lorlen para que la leyese en caso de que alguien lo matara. De modo que ¿por qué se lo había dicho a ella, una simple aprendiz sin la menor autoridad para tomar decisiones o actuar en su lugar?

Tenía que haber otro motivo. El único que se le ocurría le provocaba escalofríos.

El Gran Lord deseaba que ella recogiese el testigo de su lucha si él moría. Quería que ella aprendiese magia negra.

Sonea se apartó de la ventana y se paseó por la habitación. Akkarin le había repetido varias veces que no le enseñaría magia negra. ¿Lo decía solo para tranquilizarla? ¿Acaso estaba esperando a que ella fuese mayor, a que se graduase, quizá, pues entonces sería evidente para cualquiera que ella había tomado esa determinación por sí misma?

Se mordió el labio suavemente. Era terrible pedir eso a alguien: que aprendiese un arte que la mayoría de los magos consideraba maligno. Que infringiese una ley del Gremio.

Además, infringir esa ley no era una falta menor que se expiase realizando tareas degradantes o que acarrease la pérdida de lujos o del favor de sus superiores. No, la pena por algo así sería sin duda peor, mucho peor. La expulsión, tal vez, con restricción de sus poderes, o incluso la prisión.

Solo si el delito se descubría.

Akkarin había conseguido ocultar su secreto durante años. Pero él era el Gran Lord, lo que le daba manga ancha para mantener una actitud misteriosa y reservada. Y eso significaba que no sería difícil para ella colaborar con él.

Pero ¿qué sucedería si él moría? Sonea arrugó el ceño. Lorlen y Rothen desvelarían el crimen de Akkarin y el hecho de que su tutela sobre ella solo había sido un medio de garantizar su silencio. Mientras ella no se sometiese a una lectura de la verdad, no habría razón para que nadie se enterase de que la joven había aprendido magia negra. Si adoptaba el papel de víctima desdichada, no despertaría sospechas.

Después de eso, nadie le prestaría atención ni se preocuparía por ella. Cuando ya no fuese la predilecta del Gran Lord, podría refugiarse en su propia insignificancia. Se escabulliría por los pasadizos secretos por las noches. Akkarin ya se había agenciado la ayuda de los ladrones. Ellos localizarían a los espías para que después Sonea… Dejó en el aire este pensamiento y se sentó en un extremo de la cama.

«No puedo creer que me esté planteando esto siquiera. Si la magia negra está prohibida es por algo. Es maligna.»

¿O tal vez no? Años antes, Rothen le había explicado que la magia no era ni buena ni mala; lo importante era lo que se hiciera con ella.

La práctica de la magia negra implicaba arrebatar energía a otros, pero no necesariamente matarlos. Ni siquiera los ichanis mataban a sus esclavos, a menos que no les quedara otro remedio. La primera vez que ella había visto a Akkarin utilizarla, él había estado absorbiendo energía de Takan, obviamente con su consentimiento.

Sonea pensó en las crónicas que Akkarin le había enseñado. En otro tiempo, el Gremio usaba la magia negra de forma habitual. Los aprendices cedían de buen grado fuerzas a sus maestros a cambio de conocimientos. Era un acuerdo que había fomentado la colaboración y la paz. Nadie moría ni era esclavizado por ello.

Había bastado un hombre con una sed insaciable de poder para cambiar esa situación. Por otro lado, los ichanis se servían de la magia negra para mantener su cultura de esclavitud. Al reflexionar sobre ello, Sonea entendía por qué el Gremio había prohibido la magia negra. Era muy fácil caer en el abuso.

Pero Akkarin no había abusado de la magia negra. ¿O sí?

«Akkarin la ha utilizado para matar. ¿No es ese el peor abuso de poder posible?»

El Gran Lord la había utilizado para liberarse, y solo había matado a los espías para mantener Kyralia a salvo. Eso no era un abuso de poder. Era razonable que matara para protegerse y proteger a otros… ¿o no?

Cuando ella era una niña que luchaba por sobrevivir en las barriadas, había decidido que no dudaría en matar para salvar el pellejo. Evitaría hacer daño a otros siempre que fuera posible, pero no estaba dispuesta a convertirse en víctima. Esa determinación se había materializado cuando, pocos años después, se había defendido de un agresor con un cuchillo. No sabía si él había sobrevivido, ni había dedicado mucho tiempo a pensar en ello.

Los guerreros aprendían a combatir con magia. El Gremio seguía inculcando esos conocimientos por si algún día las Tierras Aliadas sufrían un ataque. Sonea nunca había oído a lord Balkan poner en duda la legitimidad de matar con ayuda de la magia si era en defensa propia.

Se recostó en la cama. Tal vez Akkarin estaba equivocado respecto al Gremio. Quizá, cuando comprendieran que no había otra salida, aceptarían el uso de la magia negra solo como recurso defensivo.

¿Respetarían los magos esa restricción? Sonea sintió un escalofrío al imaginar lo que lord Fergun habría podido hacer con esos conocimientos. Por otro lado, Fergun había recibido un castigo. En conjunto, seguramente el Gremio sería capaz de mantener a sus magos bajo control.

Entonces Sonea se acordó de la Purga. Si el rey no tenía reparos en utilizar al Gremio para echar a los pobres de la ciudad a fin de complacer a las Casas, ¿qué haría si contase con los servicios de magos negros?

El Gremio regularía con mucha cautela el uso de la magia negra. Solo iniciarían en ella a aquellos que fueran considerados aptos, en función de una lectura de la verdad que evaluase el carácter y la integridad moral del aspirante…

«¿Cómo puedo considerarme tan sabia como para reorganizar el Gremio? Seguramente ni siquiera me aceptarían como aspirante si se implantase ese sistema.»

Ella era una chica de las barriadas. Naturalmente, carecía de integridad moral. Nadie la tendría en cuenta siquiera.

«Pero yo sí.»

Se levantó y se dirigió hacia la ventana.

«Mis seres queridos están en peligro. Tengo que hacer algo. Dudo que el Gremio me ejecute por infringir una ley con el propósito de protegerlo. Tal vez me expulsen, pero si debo renunciar a este lujo llamado magia para salvar la vida a quienes quiero, lo haré.»

Se estremeció ante la frialdad de aquella resolución, aunque estaba convencida de que era lo correcto.

«Ya está; decidido. Aprenderé magia negra.»

Se volvió para contemplar la puerta de su habitación. Akkarin debía de estar acostado; no podía despertarlo solo para contarle aquello. La noticia podía esperar al día siguiente.

Suspiró y se metió bajo las mantas de la cama. Cerró los ojos, con la esperanza de poder dormir por fin, tras haber tomado la decisión.

«¿Me estaré dejando engañar? Una vez que aprenda esto, no podré desaprenderlo.»

Pensó en los libros que Akkarin le había dado a leer. Parecían auténticos, pero bien podía tratarse de imitaciones muy bien hechas. Ella no sabía lo bastante de falsificaciones para distinguirlas.

Quizá Akkarin había manipulado al espía para que creyese ciertas cosas con el fin de engañarla, pero Sonea estaba segura de que él no podía haberlo inventado todo. La mente de Tavaka guardaba los recuerdos de toda una vida como esclavo de los ichanis, recuerdos que el Gran Lord no podía haber creado.

¿Y la historia de Akkarin?

Si todo era una argucia para impulsarla a aprender magia negra con el propósito de hacerle chantaje y controlarla, le habría bastado con convencerla de que una grave amenaza se cernía sobre el Gremio. ¿Qué necesidad tenía de reconocer que había sido un esclavo?

Bostezó. Tenía que dormir un poco. Necesitaba poder pensar con claridad.

Al día siguiente iba a violar una de las leyes más estrictas del Gremio.